UN NUEVO ORDEN GEOPOLÍTICO. Por Guillermo Mas Arellano

 

Un nuevo orden geopolítico

 



Por: Guillermo Mas Arellano


Nuestro tiempo nació el día en que las puertas del Templo que representaba el viejo mundo fueron derruidas. Así funciona la representación pública y notoria de una magia secreta ejercida sobre el inconsciente colectivo: el poder de las imágenes sobre nuestras mentes. Puesta en escena sin precedentes de la geopolítica del espectáculo, los atentados del 11S en Nueva York vinieron a anunciar que se inauguraba un tiempo nuevo en la historia humana. A partir de entonces los grandes acontecimientos internacionales estarían perfectamente alineados para desembocar de manera “adecuada” según el punto de vista de sus élites. Al menos así ha sido en Occidente al menos desde el atentado del Maine, el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y, sobre todo, después de la IIGM en adelante.

A partir de ese momento, lo que sea que ocurriera en el escenario —crisis, guerras, atentados, pandemias—, sería la excusa para implementar medidas de ingeniería social destinadas a fines muy concretos establecidos por unos pocos. Un nuevo Despotismo Ilustrado no muy diferente al practicado en el siglo XX salvo por una sencilla razón: que el desarrollo de la tecnología permitiría sobrepasar unos límites jamás sospechados. De esta forma se abría el campo de la experimentación más allá de los límites de la imaginación: transhumanismo, realidad virtual, parodias rituales, desarrollo de la inteligencia artificial, etcétera; y sobre todo, el avance descontrolado del mundo Tecnológico-Militar-Industrial por medio de sus grandes corporaciones. El pensador francés Eric Sadin ha llamado a este proceso “la silicolonización del mundo”: Internet nació con ARPANET, una red militar de control poblacional, y no ha abandonado esa primera faceta jamás. Nuestro mundo de orden se basa en una escatología fabricada por nuestros líderes para protegernos, mediante una tupida red de control que al tiempo depauperiza nuestro nivel de vida y vampiriza nuestra forma de entender la realidad, de los sucesivos “ejes del mal” determinados desde el propio Poder.

Vivimos en la época de la homicida banalidad del bien y del impune racismo de los antirracistas: donde cualquier tropelía es justificada en nombre de los grandes valores iluministas. Día a día estamos comprobando cómo las mayores barbaridades resultan justificables cuando se comenten en nombre de palabras biensonantes. El pueblo americano, como señala Morris Berman, tiene un problema de identidad que ha contagiado al resto de Occidente a consecuencia del “olvido de sí” sufrido por los distintos pueblos europeos. Quizás se reduce todo al asunto de la introspección: al pueblo americano no le gusta mirar hacia dentro". Es un pueblo que vive arrojado a la exterioridad: por eso es que rinden culto al automóvil y a la mega-urbe. La globalización, que hoy sabemos fallida al menos tal y como la entiende la cultura estadounidense, no ha sido otra cosa que americanización. Y lo que Dugin llama el “mundo multipolar” es la reacción contra el intento de la democracia liberal por extender su universalismo al resto del mundo.

La identidad norteamericana se constituye sobre aquello que Hegel llamó una “identidad negativa”, esto es: enemigos más o menos reales que deben ser combatidos desde una óptica religiosa de signo maniqueo: una cosmovisión pasada por el tamiz del puritanismo que distingue “buenos y malos” de manera radical. Con el 11S, esta estrategia alcanzó una magnitud hasta la fecha insólita extendiendo la “movilización total” militar a un estado sin precedentes que habilitó un control opresivo sobre la población occidental y un negocio altamente lucrativo constituido sobre la guerra infinita para un círculo de empresarios bien conectado con El Pentágono (un organismo, este, dominado por la masonería a la manera de la Unión Europea). El liberalismo sólo se define contra algo: el enemigo comunista, en los años de la Guerra Fría, y más tarde el enemigo terrorista (véase: origen de Bin Laden, Hamás o Al-Qaeda) que todavía nos asola. Ya sin la URSS quedó a la vista la intención de los Estados Unidos de ser amos del mundo. Son un pueblo del mar, cuya escatología y metafísica profunda, la propia de una talasocracia, han llevado a la ruina del mundo moderno, después del declive de la cultura imperial europea incoado con el fin del ideal gibelino y consumado tras la debacle del Imperio Austrohúngaro. Durante décadas han crecido en lo económico al tiempo que han oscurecido una cultura milenaria, pero ahora las causas del crecimiento son también las causas del desmoronamiento. Es una realidad que Occidente debe aceptar antes de seguir equivocando el tiro como le ha ocurrido en Ucrania y en Gaza. O rectificamos ahora o los europeos estaremos en el bando perdedor de una Tercera Guerra Mundial que ya está en marcha.

La talasocracia busca imponer el dominio del Leviatán a lo largo del mundo entero. La superpoblación ha vuelto el problema del espacio y de los recursos algo básico de nuestro tiempo. En la cosmovisión de lucha por la supervivencia, de combate de todos contra todos, que preside la falsa ontología atlantista, la competición entre estados ha derivado en una cruenta batalla de realpolitik, una colisión de civilizaciones despojada de ideales que sólo puede saldarse con la destrucción total o con la capitulación relativista entre culturas. La misión redentora y universalista del mundo angloprotestante ha sido desenmascarada después de numerosas felonías cometidas en Corea, Vietnam, Kuwait o Afganistán. A Ucrania o Gaza llegan demasiado lastrados por su cúmulo de mentiras y manipulación como para que el mundo les crea y confíe en sus nobles intenciones. Los nuevos actores como China, Rusia o la India no están dispuestos a que el destino del mundo siga emanando del Complejo Militar-Industrial-Tecnológico norteamericano. Los anti-valores enfermos basados en la lógica materialista del consumo o del beneficio han tocado a su fin. El intento falsamente imperialista que busca imponer esa repugnante visión de la realidad al resto del mundo no podrá sobrevivir al signo de los tiempos. Pretender extender su orden moral enfermo, vacío e insustancial al resto de culturas del mundo, por medio de un tercer elemento, sumado al del mar y tierra, que Schmitt supo identificar en su momento: las ondas radiofónicas del aire, que hoy llamaríamos Internet, ni siquiera es suficiente. Fuera de Occidente están acabados; y sólo la manipuladora campaña de desinformación sufrida por el pueblo occidental durante el coronavirus, la Guerra de Ucrania o ahora el conflicto en Oriente Próximo, que no sería posible sin Internet, nos mantiene sumidos en el engaño.

Detrás de toda guerra hay un conflicto espiritual profundo, una lucha metapolítica entre ideas radicalmente opuestas, una batalla teológica en marcha. En la Tercera Guerra Mundial, a todas luces la última, más que en ninguna otra. Al final de nuestro actual ciclo, no resulta descabellado hablar de una batalla final donde los medios de comunicación, capaces de crear una realidad alternativa que impide determinar, por ejemplo, la autoría de la destrucción de un hospital lleno de civiles, hace que esta batalla escatológica alcance una dimensión hasta ahora casi inimaginable. Sólo quien aprenda a hablar el lenguaje de los pájaros, el idioma bello, sutil y místico del espíritu, logrará salir victorioso de esta encrucijada. Y ese olvido de una Europa atrapada bajo la dominación técnico-económica del mundo norteamericano hace que las esperanzas de futuro para nosotros no resulten demasiado halagüeñas. Las leyes del mercado rigen nuestra democracia anti-jerárquica; el individualismo ha logrado subsumir toda noción de comunidad bajo la bota de un egoísmo nihilista infame; la despersonalización del trabajo asalariado reduce a los hombres a la categoría de animales; y la ideología de los tecnócratas y de los derechos humanos, por terminar con algunos ejemplos, hace que la democracia practique aquello que en teoría combate: un régimen carente de libertad. La única forma de mantener a la población cautiva bajo ese lamentable orden es mediante una mentira mayúscula con infinitas ramificaciones mediáticas a la que llamamos Simulacro. Los europeos del siglo XXI tenemos que despertar nuestro espíritu dormido, como está ocurriendo en otras partes del mundo, y arrancarnos de cuajo la americanización que nos conduce al matadero. Entre otras razones, porque si la escalada militar entre los países islámicos y el mundo occidental continúa, como apuntan las últimas noticias relativas a Israel y Hamás, pronto tendremos el frente de la Tercera Guerra Mundial en nuestras propias calles, a causa de la demografía: tribalismo urbano de signo racial y religioso.

La terrible gestión del Coronavirus no es más que la consecuencia de lo anterior. La crisis de 2008 fue un ensayo general, de entre tantos otros (Primaveras Árabes, 15M, etcétera), hasta desembocar en una pantomima cuyo fin esencial era poner a prueba la resistencia de una población mundial abocada de nuevo a la pobreza y, sobre todo, destinada a la vacunación masiva. Sin embargo, aún no hemos visto nada, dado que en apenas unos años añoraremos el decrépito estado actual de la realidad. A pesar de algunos fallos puntuales, inevitables en toda operación de esta magnitud, la maniobra ha sido un éxito que, además, carecía de precedentes similares en la historia. En ese sentido, merece la pena recuperar las declaraciones de Klaus Schwab, principal teórico de la “Cuarta Revolución Industrial”, sobre la posibilidad de un apagón mundial al lado del cual la crisis del coronavirus quedará en “una preocupación menor”. Estas discretas palabras del gran artífice de la Agenda 2030 son muy claras: queda mucho por ver hasta alcanzar el ansiado “Gran Reseteo”. Porque, en palabras de Alan Moore, “la tecnología traerá muchos beneficios, pero también muchos desastres”.

Tras la expulsión, ahora hace dos años, del ejército norteamericano de Afganistán, dio comienzo una nueva fase de la política exterior americana, impensable con Trump en el Despacho Oval y solo posible con un títere roto como lo es Biden, que disparó el estallido bélico en Ucrania, primero, y en Gaza, después. Quien pierde, en cualquier caso, es el pueblo autóctono (afganos, ucranianos y palestinos); y, como ocurriera con el Coronavirus, la conveniente maniobra global pone más lejos a Trump de la Casa Blanca; y no por culpa de unos musulmanes más o menos medievales, como se ha dado caprichosamente en denominarles, sino por culpa de unos occidentales del todo liberales que acaban de ser enterrados en los libros de historia. Sin ellos saberlo.

El liberalismo, que es una religión política en no menor medida que fascismo, socialismo y comunismo, se ha mostrado como una ideología inútil para permear profundamente otras culturas del mundo multipolar, y por eso sólo ha pretendido dominar o exterminar desde los tiempos del Imperio Británico hasta el exterminio de los verdaderos nativos americanos; y también se ha mostrado como una ideología inútil cuando ha propuesto sustituir las mutilaciones genitales a niñas a manos de los talibanes por las mutilaciones genitales a niñas a manos de los transexuales. El pueblo afgano, descontento con la oferta de liberalismo y corrección política en el marco de un país empobrecido y una economía mundial devastada, se levantó en armas para expulsar al liberalismo de su país. El orgullo de una patria herida clavó en la picota las cabezas de sus arrogantes administradores: no es tiempo para lamentos pueriles puestos en la boca de esos mismos “filántropos” que luchan contra el “cambio climático” censurando los viajes en avión de la mayoría de la población mundial mientras ellos embarcan en su jet privado. Pongamos fin a la mascarada de nuestros despóticos tecnócratas.

El liberalismo y su dogmática apología de los valores relativistas —la sociedad abierta no es más que otra sociedad cerrada más— ha fracasado en el intento de generar un modelo universal: nadie debe sorprenderse demasiado por ello. No es el Fin de la Historia: es el fin del liberalismo encarnado en la humillación a la nación que se erigió sobre sus principios iluministas, bajo la protección de importantes masones como George Washington, Benjamin Franklin o Thomas Jefferson, el 4 de julio de 1776. Ocultar ese hecho ha supuesto la unanimidad del espectro político liberal —ese que lleva décadas con discursos de “no a la guerra” y que pretendió llenar las calles de Kabul de sangre en nombre del culto feminista profanado; igual que ahora jalea el bombardeo inmisericorde a niños sitiados en condiciones medievales pero con artillería posmoderna— en forma de lacrimógenos relatos sobre disidentes asesinados en la cama y mujeres expulsadas de la escuela. La realidad, mucho más abstracta, muestra como el testigo del dominio mundial es de rusos y chinos, a caballo entre la economía planificada, el liberalismo de grandes emporios —oligárquico y no de libre competencia— y del imperialismo de los antiguos tiranos.

Una Nueva Normalidad inoculada tras el Gran Reseteo: ya sabemos en qué consiste la política de la Era Biden: en una vuelta a las andadas en la línea de Wilson, Truman, Reagan, Bush o de Obama tras el período de cesura que supuso la administración Trump con la primera etapa de paz en la historia de un Presidente de los EEUU desde 1980. La escalada militar en Ucrania y en Gaza, que nos han sumido de lleno en una Tercera Guerra Mundial que sólo se hará pública y reconocida cuando China decida actuar en Taiwán, no es otra cosa que la respuesta del Complejo-Militar-Industrial ante su pérdida de la hegemonía geopolítica mundial; y, como sólo saben dominar o aniquilar, están dispuestos a llevarnos, por medio de la Opción Sansón y otros delirios similares, a una destrucción total antes de asumir la posibilidad de una coexistencia pacífica con el prójimo.

Todo ello se debe, no lo olvidemos nunca, al hambre de beneficio ilimitado, a la falsa ontología hobbesiana del hombre como “lobo para el hombre”, pero también a la vacuidad inherente a las talasocracias: su liquidez es incapaz de un arraigo verdadero en el Ser atemporal de los pueblos eternos. Su supervivencia cancerígena se basa en una huida hacia delante que hace a cada día más profunda la disolución occidental; solo que el mundo no está dispuesto a volver a tolerarlo, ni los USA están en condiciones de volver a proporcionarlo, y por eso el fin de esta tercera tentativa de destrucción europea es bastante predecible. No habrá más guerras patrocinadas por élites de tecnócratas, al menos no directamente, ya que el nuestro es el tiempo de los nuevos aristócratas imperiales. A menos, claro, de que vuelvan los atentados y la hermenéutica de los ataques terroristas interpretados como actos de guerra —a semejanza del Maine en 1898, de Sarajevo en 1914 y de Pearl Harbor en 1941, que tienen no poca similitud con lo realizado por Hamás el 7 de octubre— y las armas de destrucción masiva que jamás fueron tales.

Mucho antes de ser primer ministro, en calidad de militar, el masón Winston Churchill participó en la fundación de la Anglo Persian Oil Company en 1908. Más tarde, en 1933, según el poder de los británicos se iba mermando, pasó a llamarse la Anglo Iranian Oil Company, en el año 1933. Mohammed Mossadegh fue nombrado primer ministro de Irán en 1951 y terminó por nacionalizar una empresa donde participaba Gran Bretaña, que puso el grito en el cielo. Por eso es que Kermit Roosevelt, nieto del Presidente Teddy Roosevelt y agente de la CIA, y Christopher Woodhouse, un reputado exmiembro del MI6, alertaron del peligro incipiente de que, con el nuevo gobierno contrario a los intereses angloprotestantes, el petróleo iraní acabara en manos comunistas.

Por eso fue que en el año 1953, como decíamos, se pusiera en marcha la Operación Ajax, que acusaba a Mossadegh de comunista y trataba de incendiar las calles y de poner a los medios de comunicación en su contra. El 19 de agosto hubo altercados en las calles que se saldaron con cerca de 400 muertos. La revuelta se saldó con la llegada al poder de un musulmán simpatizante del nazismo: Fazlollah Zahedi. Mossadegh entró en prisión y tras su posterior excarcelación sufrió un arresto domiciliario que se extendió hasta la fecha de su muerte.

En 1979 se produjo un evento que fue reflejo de aquel tenido lugar más de dos décadas atrás y que terminó llevando a Ruhollah Jomeini al poder. En respuesta, los Estados Unidos crearon a los muyahidines, financiados para combatir a los soviéticos. Como más tarde Hamás, creado por el Mossad, o Hezbollah, financiados por Irán, e incluso Al-Qaeda o ISIS, grupos derivados de la acción directa de la CIA en Oriente Próximo, este grupo en principio instigado contra un enemigo de los intereses atlantistas acabó volviéndose, al menos en apariencia, contra ellos. Otro ejemplo más es el del ínclito Bin Laden que, por concluir con este punto, hoy sabemos que recibió financiación por parte de la CIA, igual que Lenin o Trotsky por parte de la inteligencia alemana en la IGM, para organizar la lucha contra la URSS.

En 1980, los Estados Unidos apoyaron en secreto a Sadam Hussein para atacar el Irán dirigido por Jomeini. Apenas unos años después, declararon la Operación Tormenta del Desierto contra el propio Hussein, que terminó siendo ahorcado tras la Guerra del Golfo (1990-91) y, más tarde, la Guerra de Irak (2003-11). En 1988, al final de la Guerra entre el Irak de Hussein (apoyado por la CIA) y el Irán teocrático de Jomeini, el primero tuvo problemas con el país vecino de Kuwait, con el que había contraído numerosas deudas para poder financiar el conflicto militar. Así que en 1990 la cuestión de los préstamos kuwaitíes se saldó con la invasión del territorio de Kuwait por parte de Irak. Como hemos indicado, es entonces cuando los Estados Unidos ponen en marcha la Operación Tormenta del Desierto que desembocará en la susodicha Guerra del Golfo. Para poder justificar estas guerras, algunos de los altos cargos políticos de Estados Unidos no tuvieron reparos en utilizar fotografías y testimonios manipulados, cuando no directamente falsos. Y aplicaron una fuerza militar desmedida que resultaba del todo conveniente para la industria armamentística directamente relacionada con varios altos cargos del poder norteamericano. Pero esa es otra historia que se remonta incluso más atrás en el tiempo.

La historia geopolítica de nuestro mundo se puede narrar con Afganistán haciendo de hilo conductor: de los intereses británicos dada su esencial posición geográfica y, más tarde, la Primera Guerra Mundial en 1914 a la Primera Crisis Global incoada en 2020, que dura hasta hoy. En 1989 Afganistán había supuesto el Vietnam de la URSS: solo que mucho más letal. Y Afganistán supone un nuevo Vietnam para los EEUU no menos letal para el Imperio que aquel momento histórico en que el muro de Berlín quedó reducido a escombros. Porque la URSS tardó años en derrumbarse desde el desastre de Chernóbil, que evidenciaba un modelo fallido al año 89; porque los EEUU tardaron años en marcharse de Vietnam desde la Ofensiva del Tet en 1968 a la definitiva huida tras la Caída de Saigón en 1975; pero de Afganistán los norteamericanos se han marchado en apenas cuestión de unas horas de un territorio ocupado durante décadas. La velocidad endiablada que acorta los procesos civilizatorios, tecnológicos e históricos es un factor decisivo y singular de nuestro tiempo como bien supo ver Alan Moore en su documental Mindscape (2003). Nuestro cerebro y nuestra autoconsciencia como sociedad difícilmente pueden metabolizar el proceso histórico al que estamos sometidos.

Los talibanes son un fantasma asesino invocado por los estadounidenses en plena Guerra Fría para acabar con los ateos del materialismo soviético. Ese mismo islam fundamentalista que hoy rechazan por igual las plañideras feministas y los meapilas aburguesados al tiempo que piden la llegada de nuevos inmigrantes musulmanes, se usó estratégicamente como arma de inteligencia desde las oficinas de la CIA a modo de mecanismo de contrainteligencia anti-URSS. Al-Qaeda o Hamás son ejemplo de ello. Ese engendro que acabó atacando, según la versión oficial, a los estadounidenses que les financiaron, armaron y entrenaron para combatir a los comunistas estaba generado en las propias universidades —véase: Osama Bin Laden— de donde ha surgido el marxismo cultural que alimenta la ideología de género en todo Occidente. Ahora el islam unido puede erigirse como mayor enemigo de Occidente por culpa de la acción prolongada en el tiempo de Gran Bretaña y Estados Unidos, por medio de Israel, en Oriente Medio. Nada de eso es casualidad: la batalla final entre el mundo WOKE y el mundo musulmán acaba de comenzar; y los distintos pueblos europeos no debemos ver en ambos bandos otra cosa que enemigos. Cualquier vencedor, sea musulmán, sea atlantista, nos va a condenar a la sumisión. La política de deportación asumida por Alemania a raíz de la escalada bélica en Gaza no resulta, en ese sentido, nada inocente.

La acusación del 11S a unos talibanes oriundos, en su mayoría, de Pakistán y entrenados en Afganistán por los propios norteamericanos resultó muy conveniente, tras el trauma inicial de toda una sociedad y precisamente gracias a él, para conseguir petróleo, reactivar toda la economía (y muy especialmente la industria armamentística), poner la excusa de crear generosamente una nación donde no la había y, después, dedicarse con impudicia a los negocios a costa del pueblo afgano. Parece que, contra lo postulado por Thomas Friedman, esta vez el McDonald´s no ha evitado un conflicto bélico, y la escalada militar en Oriente Próximo será, otra vez más, culpa de los norteamericanos. De la misma manera que, contra lo que creía el iluso de Francis Fukuyama —siguiendo, sin apenas citarlo, a Alexandre Kójeve—, la historia está muy lejos de haber terminado; más bien se ha terminado el liberalismo, aunque pueda tardar décadas en desplomarse.

En abril de 1950 vio la luz un documento trascendental para la geopolítica del siglo XX: el así llamado NSC-68, también conocido como el Informe 68 del Consejo de Seguridad Nacional. La “excusa” para plantear una estrategia nueva fue el lanzamiento, en el mes de agosto del año 1949, por parte de la URSS de su propio arsenal atómico. La táctica de contención diseñada por George Kennan y aplicada hasta entonces por el Presidente Harry S. Truman dejó lugar a una nueva estrategia que llevaba la firma, entre otros, de un lector aventajado de Oswald Spengler: Paul Nizte.

Paul H. Nitze fue el creador del Complejo-Militar Industrial-Tecnológico tal y como lo conocemos, puesto que diseñó un plan de desarrollo militar y expansión económica que consideraba la necesidad de someter y destruir a un “eje del mal” enemigo, en un claro caso de lo que Hegel denominó como “identidad negativa”. Su estrategia resultaba muy rentable para numerosas empresas e intereses del sector armamentístico-industrial-tecnológico. El movimiento neo-conservador nutrido por las ideas o directrices de, entre otros, Henry Kissinger, Zbigniew Brzezinski y Leo Strauss no haría otra cosa que continuar con sus ideas hasta después de la Caída del Muro de Berlín.

Primero fue la URSS, luego los fundamentalistas islámicos y hoy Rusia o China: la identificación norteamericana parte de un malvado enemigo que quiere dominar el mundo y a cambio propone como único modelo de salvación la opción de destruirles a través de conflictos bélicos en ocasiones “calientes”, y en otros momentos más “fríos”, para, por medio de la economía, de la técnica o en último momento del enfrentamiento bélico, aniquilar al enemigo, no hace sino ocultar su identidad vacía, su obsceno nihilismo materialista. El gasto militar se incrementaría de manera exponencial durante años: siguiente la política que antes acometería Wilson y anticipando la que más tarde desarrollaría Reagan o Bush. Solo un hombre, en todos esos años, se atrevería a optar por un modelo diferente: John Fitzgerald Kennedy. Hoy sabemos que no quería hacer con Vietnam lo que Truman, siguiendo los análisis de Nitze, hizo con Corea; y es por eso que el poder militar, en connivencia con la Mafia y la CIA, acabó con su vida.

Estados Unidos tiene una amplia tradición basada en la “falsa bandera” y en las así llamadas “operaciones negras”. Se trata de momentos cruciales en los que, por activa o por pasiva, preparan o permiten acciones secretas para poder justificar una respuesta desmedida y conveniente para unos intereses determinados. Los ejemplos son notorios: el desastre del Maine, el bombardeo de Pearl Harbor y los atentados en el World Trade Center. En Oriente Próximo su papel ha sido no menos catastrófico: su colaboración con el Estado de Israel, creado gracias a Gran Bretaña y posteriormente satelizado por otra potencia angloprotestante, los Estados Unidos, basta para entender de qué estamos hablando.

Desde la Doctrina Monroe de 1823 que rezaba “América para los americanos” a la Pax Americana que quería imponer un estilo de vida material consumista, una mitología civil democrática y un imaginario psicosocial basado en el “american way of life” a todo el orbe, la política exterior estadounidense ha sido puro imperialismo protestante en busca de la autolegitimación, incluidos los 14 puntos del masón Woodrow Wilson y el Tratado de Versalles diseñado para reformular la convivencia europea por su “presidente en la sombra”, el también masón Edward Mandell House.

Sin olvidar aquello que el Consejero de Seguridad Nacional del Presidente número 39 de los Estados Unidos —del masón Jimmy Carter—, Zbigniew  Brzezinski, reconoció como verdad sobre “La Guerra de Afganistán” en una entrevista de 1998 concedida a una publicación francesa: “Según la versión oficial de la historia la ayuda de la CIA a los mujaidines se inició en el año 1980, es decir, luego de que el Ejército Soviético invadiera Afganistán, el 24 de diciembre de 1979. Pero la realidad, mantenida en secreto hasta hoy, es muy distinta: el 3 de julio de 1979, el presidente Carter firmó la primera directiva sobre asistencia clandestina a los opositores del régimen pro-soviético de Kabul. Aquel día le escribí una nota al presidente en la que le explicaba que en mi opinión aquella ayuda provocaría la intervención de los soviéticos. No empujamos a los rusos a intervenir, pero conscientemente aumentamos las probabilidades. El día en que los soviéticos cruzaron oficialmente la frontera afgana escribí al presidente Carter lo siguiente: esta es nuestra oportunidad de darle a la URSS su Vietnam”. Y lo consiguieron: sólo que la historia no se quedó varada ahí.

Tras el fracaso de las operaciones en Libia (Gadafi) en 2011 y en Siria (Bashar Al-Assad) en 2014 —pieza cobrada con recochineo por Rusia—, Afganistán vino a cerrar, en 2021, un capítulo geopolítico en la historia de Occidente. No debemos olvidar que Donald Trump trató de ejecutar una retirada planificada y en distintas escalas progresivas de las tropas estadounidenses en Afganistán. Después de la crecida de la violencia callejera mediante grupos controlados desde arriba como Black Lives Matter o el “Movimiento Antifa” en los Estados Unidos durante su mandato, vino un más que probable golpe de mano en las urnas para culminar la expulsión de quién, según la agenda de las élites, nunca debió ser elegido. A pesar de sus múltiples litigios judiciales, Trump se ha mantenido firme en su intención de salir reelegido, y el conflicto en Ucrania y Gaza no puede ni debe separarse de esta realidad. Siempre que hay una guerra el partido político en el Gobierno se siente respaldado y multiplica de forma exponencial su popularidad; si alguien lo duda que le pregunte a Benjamín Netanyahu.

A partir de ahí, la violencia de carácter pseudo-sacrificial ha proseguido su incremento entre los citados grupos de extrema izquierda perfectamente controlados a los delirantes asaltantes del Capitolio embutidos en piel de oso y, ojo, banderas confederadas. Un asalto al Capitolio repetido, en tiempos más recientes y de manera casi paródica, por grupos judíos contrarios a la política atlantista y estatolátrica de Israel. Todo ello solo ha llevado a una polarización que no habría sido posible sin la incompetencia del segundo Bush y el “guerracivilismo” de Obama, ese Zapatero useño —¿fue una casualidad que ambos presidentes coincidieran en el tiempo?— con un conflicto entre Norte y Sur que puede llevar a una nueva Secesión —reloaded que podría finalizar, en un caso extremo, con una posible división de los Estados Unidos en distintos Estados fraccionados.

Todo ello, lejos de llegar envuelto en una atmósfera de cataclismo milenarista, parece estar fraguándose con una sensación de levedad e irrelevancia que resulta escalofriante dada la importancia de los cambios hipotetizados. Mientras tanto los europeos, sobre todo en países como Francia o Bélgica, tenemos nuestro propio enfrentamiento civil, de carácter tribal, aunque en territorio urbano, a consecuencia de la sustitución demográfica que lleva décadas en curso. Pronto veremos a la socialdemocracia reprimiendo con métodos muy similares a los del “fascismo” estatolátrico y militarista al mundo musulmán que controla ciertos barrios de nuestras grandes ciudades; y mientras tanto todo el discurso buenista y WOKE favorable a los derechos de las minorías será olvidado en nombre del más básico e implacable realismo político. Es el triunfo de una realpolitik que nos acerca cada vez más al ambiente previo a la IGM, al paisanaje de entreguerras que lucía el Berlín de la República de Weimar, tan cargado de perversión como de una represión en ciernes.

Morris Berman escribe: "Las sombras contienen mucha energía reprimida". Según su punto de vista, los gobernantes occidentales son el reflejo cristalino de la depauperación del propio pueblo. Tenemos lo que merecemos, aunque todavía no sabemos hasta qué punto es grave el actual estado de descomposición: los europeos vivimos gracias al patrimonio de unos antepasados a los que despreciamos en nombre del síndrome adanista del “nuevo-hombre-masa” intelectual y espiritualmente depauperado, mientras que el pueblo americano todavía no ha comprendido su nuevo papel en el panorama mundial y, mucho menos, lo ha asumido. La transfiguración dejará riadas de sufrimiento sin cicatrizar en el orgullo de un “pueblo” —como les gusta autodenominarse— que todavía se cree el sheriff del globo con rescoldos financieros en activo que aún deliran con un New American Century. Ya despertarán: de la forma más dolorosa.

Israel se ha quedado como último bastión de defensa de Occidente en solitario sin el apoyo directo que históricamente le ha brindado EEUU en Oriente Medio: está rodeada de chacales hambrientos aunque no será un enemigo a batir fácilmente para nadie puesto que está decidida a morir matando, con todo lo que eso implica. Sin embargo, no es ni ha sido otra cosa que un Estado satélite de los intereses británicos y norteamericanos en una tierra llena de “oro negro”. En su estudio sobre la Mafia, John Dickie señala de qué forma el Estado, todo Estado moderno, actúa como una gigantesca organización delictiva, y por eso Mussolini quiso erradicar a la Mafia siciliana en su época, a la que consideraba en muchos aspectos un competidor directo. Hoy sabemos de buena tinta, gracias a Israel, de qué forma la venganza criminal de un Estado es similar a la venganza criminal de un grupo mafioso.

Mientras Occidente, con una población cada vez más asfixiada en lo económico, decide abrir un nuevo frente, después del ucraniano, apostando por un apoyo sin fisuras a Israel en su particular venganza contra la población civil de Gaza, Rusia y China, que llevan años buscando una alternativa al Canal de Suez; para ello, Rusia ha puesto en marcha una Ruta Ártica con el que intentará adelantar varios días el proceso de transporte de mercancías y, así, dominar dicho mercado en competencia directa con una China que provee principalmente a la mayoría del mundo de casi todo, en buena medida gracias a la conocida como Nueva Ruta de la Seda —el “proyecto del siglo” según el emperador Xi Jinping— y sustentada sobre una gigantesca red de infraestructuras ferroviarias que atraviesa un vasto territorio por tierra y, paralelamente, también por mar. Lejos de haberse debilitado a causa de su guerra contra la OTAN en suelo ucraniano, Rusia es cada vez más importante en el nuevo horizonte multipolar que queda trazado en el horizonte.

Los Estados Unidos han quedado reducidos a enorme cementerio de neón que, eso sí, sigue siendo inexpugnable desde el punto de vista estrictamente militar; Europa se hunde a la velocidad con la que el agua cubre a una Venecia hundida por su propio peso y todavía estamos a la espera de ver si la Unión Europea se redefine como conjunto Paneuropeo (véase: Richard Coudenhove-Kalergi y Otto de Habsburgo) o se disgrega como aborto. El porvenir político de unos Estados Unidos al borde de una nueva guerra civil no parece mejor. Solo los historiadores de dentro de dos siglos, en caso de haberlos, dirán con garantías hasta qué punto lo sucedido en Afganistán, primero, en Ucrania, después, y en Gaza, ahora, supone el inicio de un nuevo paradigma geopolítico postoccidental iniciado por la crisis global del coronavirus; al tiempo que el punto de partida para una Tercera Guerra Mundial de consecuencias catastróficas.

Nosotros, obligados a ser más cautos por razones de contemporaneidad, sencillamente podemos constatar una única cosa: que el mundo es ya otro y que jamás podremos recuperar ese en el que nacimos y que se ha perdido. Estamos inmersos en otro paradigma distinto: un Nuevo Orden Mundial pandémico y viralizado, similar al final de ciclo anunciado en todas las grandes religiones que hablan de un Kali-Yuga o de una Edad Oscura, que deja el paréntesis histórico iniciado por el 11S en agua de borrajas o en mero preanuncio de lo que arribaría después. La palabra más adecuada para sintetizar todo lo que ha ocurrido es COLAPSO.; así de claro, en mayúsculas. Algo que se cierne sobre nosotros, que en buena medida ya está aquí, pero cuya colisión, a pesar de la campaña de ocultación llevada a cabo por el régimen tecnocientífico del Simulacro, parece cada vez más inminente.

No miramos con lágrimas este horizonte cargado de sinsabores y peligros, sino ateniéndonos a esa sabiduría del “hombre diferenciado” anunciado por, entre otros, Nietzsche, Spengler, Lovecraft, Jünger y Evola. Una actitud de sana indiferencia y de distanciamiento solar que no teme mirar a los ojos a la Gorgona. Tenemos que aprender a hallar el autodescubrimiento oculto en la gran tarea heroica de este tiempo: saber qué es lo que la época pide de cada uno de nosotros desde un plano trascendente y metafísico; y, asimismo, saber llevarlo a cabo mediante una férrea voluntad que sepa fundarse en el centro, en el Ser, en un eje vertical situado más allá de las meras contingencias particulares del momento. Debemos celebrar este instante aceleracionista que inaugurará, tras dos o tres compases medianamente previsibles de inevitable destrucción, la llegada de un ciclo nuevo, aunque el camino hasta esa nueva Edad de Oro resulte penoso y terrible en muchos momentos. Tengo la certidumbre de que lo que acaba de ocurrir en Oriente Próximo, tras el estallido previo en Ucrania, supondrá la génesis de una geopolítica postoccidental: Novus Ordo Seclorum.

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