UN LUGAR SAGRADO DONDE CAZAR. POR GUILLERMO MAS
Un lugar sagrado donde cazar de José Antonio Martínez Climent
Por Guillermo Mas Arellano
“Una hora no es una hora, es un vaso lleno de perfumes,
de sonidos, de proyectos, y de climas. Lo que llamamos la realidad es cierta
relación entre esas sensaciones y esos recuerdos que nos circundan
simultáneamente, relación que suprime una simple visión cinematográfica, la
cual se aleja así de lo verdadero cuando más pretende aferrarse a ello,
relación única que el escritor debe encontrar para encadenar para siempre en su
frase los dos términos diferentes. Se puede hacer que se sucedan
indefinidamente en una descripción los objetos que figuraban en el lugar
descrito, pero la verdad sólo empezará en el momento en que el escritor tome
dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el mundo del arte a
la que es la relación única de la ley causal en el mundo de la ciencia, y los
encierra en los anillos necesarios de un bello estilo: incluso, como la vida,
cuando, adscribiendo una calidad común a dos sensaciones, aísle su esencia
común reuniendo una y otras, para sustraerlas a las contingencias del tiempo,
en una metáfora”.
La cita anterior,
tomada de El tiempo recobrado de
Marcel Proust (“Muérete, Proust”), no
es menos cierta por resultar tan manida. La lengua, en su infinita digresión
del tiempo, es el único hogar del escritor: todo lo restante son destierros.
Sólo en el estilo se detiene el instante: perdura en el papel, se malogra en
esa voraz e ilusoria sucesión a la que llamamos vida. Por la metáfora, aquella
que menciona Proust, llena el vacío entre la lengua y el mundo; entre el objeto
y su símil, a través de la imagen verbal. La vida, para aquel que carezca de
toda militancia que no esté encabezada por la poesía, es mero exilio antes de
la muerte: una nada anticipadora de la nada definitiva, como sombras que se
hunden en más sombras. Sin echar mano siquiera del pathos trágico o de la melodramática elegía: más vale sonreír que
llorar, en palabras de Leopardi: “No sé
si prevalece la risa o la piedad”. Siempre en el límite: esa carcajada que
enjuga una lágrima.
Es mejor decirlo
todo de una vez: Un lugar sagrado donde
cazar de José Antonio Martínez Climent es la mejor novela geopolítica para
entender estos tiempos de guerra. Su rabioso retrato de dos bloques enfrentados
está, tristemente, de rabiosa actualidad. Muestra con una profundidad y una
familiaridad fruto de la trabajosa documentación la trastienda de los grandes
acontecimientos. Cuanto cabe esperar de una gran obra de ficción se encuentra
presente en sus páginas: un hondo conocimiento de la historia, un relato
apasionado de venganza, una trama llena de intriga con constantes giros
argumentales y la descripción de todo aquello que siempre ha motivado las
acciones de los hombres: la ambición, el poder, la codicia, el instinto de
supervivencia. Pero, sobre todo, lo que, desde la noche de los tiempos, ha
insuflado vida a todo relato: ese eterno cuento de amor que reza “chico conoce
a chica”; con toda la belleza, el amor y el dolor que bajo cualquier
circunstancia esa historia siempre acarrea. No se puede pedir más a un libro
cuyas peripecias humanas sin duda divertirán a los dioses del monte Olimpo y
también entretendrán a los mortales.
El lector
experimentado de novelas que sin duda estará cansado de leer finales
anticipados, lugares comunes, personajes estereotipados y una visión gazmoña y biempensante
de la condición humana y del mundo; agradecerá la aparición de un libro que
desde el primer renglón abre las ventanas de la narrativa imperante en nuestra
lengua. De la alargada sombra del costumbrismo “garbancero” en la ficción
española, en los tiempos donde Juan Benet y Rafael Sánchez Ferlosio
representaban la contrarrevolución estilística, a la del periodismo de prosa
monocromática, plana y funcional, según su modelo anglosajón, donde la obra del
alicantino Martínez Climent viene, después de ganar el Premio Iberoamericano
Verbum de Novela 2017 por su anterior novela Campo de víboras, a ocupar una posición análoga a la de Benet y
Ferlosio para nuestros días.
En su pulido y
ambicioso empeño narrativo, Martínez Climent se ha servido de la voz narrativa
de Sergey Aleksandróvich Gudonov, un aristócrata que narra su biografía desde
el bolchevismo de 1917 al posmodernismo norteamericano mezclando geografías y
tiempos, dirigiéndose al lector de manera directa, introduciendo distintos
formatos como las cartas o el diario, intercalando fragmentos en los que habla
en segunda persona a una mujer amada y, sobre todo, mostrando un poder
descriptivo de gran aliento lírico en la prosa, digno de José Martínez Ruiz,
también conocido como Azorín, autor de La
voluntad. Ninguna ideología sale indemne de las páginas reaccionarias de Un lugar sagrado donde cazar, como
demuestran sus descripciones tanto del mundo comunista como del capitalista: “Edulcoradas y sentimentales columnas del
Pravda” y “...formidables donaciones
por la compra de los más absurdos mamarrachos jamás producidos por la moda del
momento, el pop-art”. El mal gusto cunde multiforme por la Modernidad.
Para el autor, como
se deduce de las páginas de la novela, liberalismo y comunismo son “hermanos
monocigóticos”, al decir de Juan Bautista Fuentes, tan semejantes en su concepción
antropológica como odiados, en la estirpe de Caín, entre sí. Es ahí donde
destaca el reaccionario que no se deja encandilar por ningún canto de sirena y
que muestra un desencanto aristocrático con un mundo dominado por las masas, de
manera pareja, en ambos modelos. La nostalgia y la ironía conforman, entonces,
una filosofía última para un protagonista a la vuelta de todo y harto de todos:
“El espía moderno es por lo general un
funcionario. Como tal, el sello que ennoblece su periodo de servicio está
caracterizado por un cumplimiento escrupuloso de las normas; así sea el horario
de oficina o el modo de apuñalar discretamente al enemigo entre la sexta y
séptima costillas”.
Los buenos modales,
como escribe Martínez Climent en calidad de aforista quevedesco, son un logro
de la civilización. Una marca aristocrática que el capitalismo liberal y el socialismo
real borran por igual a su paso. Las máximas del autor, diseminadas en las
páginas de la novela, resultan impecables y propias de un clásico. Una muestra:
“Con qué rapidez la vida se convierte en
pasado”, “la vida que había conocido
se disolvía, pues venía a suplantarla una odiosa impostura que habría de durar
para siempre” y “mirar hacia atrás y
reescribir el pasado es algo dable tan solo a los mejores novelistas”.
Partiendo de la
muerte del padre del protagonista, tan simbólica como definitoria; y de la
Revolución Rusa, encarnación paradigmática de cómo la historia se introduce
impúdicamente en nuestras vidas para darles la vuelta, desdeñosa, como a un
calcetín; Martínez Climent llegará al corazón de la Guerra Fría con ese
espíritu cronista y distinguido que es propio de Lampedusa, de Mann, de Foxá:
narrando la desaparición de ese mundo que, en palabras de Gramsci, ha muerto:
cuando el nuevo no termina de aparecer y en el cruce tiene lugar la llegada de
los monstruos.
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