PANDEMÓNIUM. Por Guillermo Mas Arellano.

Pandemónium




Por Guillermo Mas Arellano

Lo que nos habla desde el pasado es lo mismo que nos aguarda en el futuro y su nombre es Caos. Desde antes del mundo y hasta mucho tiempo después de su inminente final.

Caos no es un dios, sino un grupo deslavazado de deidades antiguas. En nombre de su culto han expirado millones de almas a lo largo de la Historia humana. Ningún Padre anterior ha alumbrado a esas deidades pretéritas porque a cambio encuentran su origen en un complejo sistema tecnológico del futuro que ha intervenido de manera decisiva en un pasado pre-civilizatorio. El viaje de lo ancestral a lo artificial es una construcción interesada de los señores de la técnica aún por descifrar. Dicho entramado futurista, de naturaleza prácticamente extraterrestre, alcanzará su culmen en un porvenir próximo anunciado tiempo atrás bajo el nombre humano de Apocalipsis. En el principio de los tiempos fue el Caos y en el final de las eras volverá a decretarse su reino inconsútil sobre la oscura totalidad del Cosmos. Pronto acontecerá lo que ya está programado.

Abandonad toda esperanza de Orden los que os iniciáis en estas páginas. Lo de abajo como lo de arriba: amorfo aborto en tinieblas. El grado de degradación y descomposición es tal que sólo se hace posible una actitud frente al signo de los tiempos: la necesidad de devenir en Agentes del Caos para mejor acelerar la llegada del estadio siguiente en la Historia humana. Quizás sea una etapa de dominación extraterrestre, de subyugación robótica o de aniquilación animal, es igual, lo importante es no quedar varados en la época del Pandemónium donde la Nada sólo engendra Nada, y los hijos de esta maltrecha época estamos abocados a “nadear” en la profunda inmensidad de un vacío cósmico de carácter sideral. Vertedero terrestre en el que las ratas se revuelven a causa del brusco viraje que la embarcación ha dado en plena tormenta.

Una criatura nos mira con hambre de depravación y locura. La revelación del rostro terrible, a la vez robótico y tentacular, de las deidades antiguas, provoca espasmos de miedo irreversible. Es la negra aparición de lo sacro en las vidas del insignificante mono sin pelo. Los secretos del universo resultan inasumibles para su limitada envergadura mental; pero, a pesar de ello, las deidades prefieren jugar al juego del sometimiento por medio del miedo, como prueba bien la historia bíblica de Job. Mirad, mirad, y después sencillamente marchad hacia la muerte en las nuevas trincheras de la civilización. La música ritual del sacrificio marcha el inicio de un baile milenario que, en el momento de detenerse, marcará la exigencia de un gigantesco mar de sangre para poder aplacar el hambre ancestral de las criaturas. La carnicería ritual es el único pórtico que los adoradores conocen para acceder a lo sagrado.

Durante mucho tiempo los hombres estuvieron a salvo de la verdad gracias a la gracia magnánima de los misterios. Mitos y leyendas capaces de otorgar un significado luminoso a aquello que en realidad es informe y monstruoso: la vida. Fue el ansia por aprehender lo inalcanzable lo que condenó a las pequeñas criaturas conscientes de la Tierra al conocimiento de las antiguas deidades. En tiempos recientes se produjo el despertar. Las bestias salieron de entre las grietas del mundo. Una transgresión digna de Adán, de Prometeo o de Fausto, una reedición moderna de la Torre de Babel, que supuso el punto de reinicio −reloaded− que atrajo de vuelta los más oscuros demiurgos que jamás han existido. Ellos caminan, joviales, por el mundo, sin apenas ser advertidos.

La guerra total es la del hombre contra su propia naturaleza, contra su Destino más indudable. Las antiguas deidades aparecieron de nuevo para prometer su supresión a cambio de un número de inmolaciones convenidas de antemano. Los lacayos de la luz firmaron ese pacto secreto con los garantes de la sombra. Y un silencioso cataclismo atravesó la inmensidad oscura de la bóveda celeste mientras una mano y un tentáculo se encontraban. Un nuevo Caín y un ser artificial firmaron la última y definitiva caída de lo humano: hacia un estadio post-humano. El Misterio del Caos volvió a nacer en el corazón de cada hombre y mujer nacido en la última de las épocas. Pronto la tiniebla nos iluminará a todos con su culto a la sombra.

Todas las estirpes venideras quedaron condenadas de antemano a ser sacrificadas en el altar. De nuevo el pórtico sirvió para ensanchar el puente entre dos realidades. Y contra la única tradición capaz de arrancar a los no-nacidos de su cruento destino se ejerció el peor de los mecanismos de dominación: el olvido. El lenguaje de los pájaros quedó silenciado bajo el estruendoso sonido emitido por boca del Leviatán. En el transcurso de unos compases un aullido aún más ensordecedor eclipsará el cielo: el estremecimiento agudo de las víctimas, justo antes de morir en silencio.

Esta es la historia tal y como se contó hasta la hecatombe que condenó a los pájaros a callar durante varios cientos de años: en el principio estuvo el Creador. Él se dio a sí mismo en su Creación. Y después de hacerlo quiso decirlo a otros, porque sintió un enorme vacío. Por eso extrajo a sus hijos del sagrado escroto: Padre, Madre e Hijo. Y después desapareció en el reverso de la existencia, en lo que no era y justo por eso le permitía regresar eterno. Padre quiso crear a los hombres para poder aplacar la soledad del universo, y los obligó a vivir en el vientre de Madre. Los quiso ignorantes y fieles en su adoración, así que les prohibió comer del Árbol del Conocimiento. En efecto, es así los quiso: sin muerte ni amor. Entonces el Hijo recriminó a su Padre la ausencia de libertad en aquellas hermosas criaturas, por lo demás tan semejantes a ellos. Nace la guerra cósmica.

Con esto, el Hijo convenció a los dos primeros hombres, los así conocidos como Adán y Eva, para que se iluminaran con el conocimiento que habita en la tiniebla. En represalia Dios, que era el nombre que el Padre se dio a sí mismo, los condenó a la muerte y al amor. A trabajar la tierra que madre albergaba y que algún día ellos destruirían. Y el Hijo siempre les amaría por atreverse a vivir más allá de las restricciones del Dios, y supo que su lugar en el mundo estaba junto al conocimiento sagrado que sólo unos pocos podrían alcanzar. Cada vez que la mayoría de los hombres se acercaban al conocimiento, Dios los destruía con un diluvio, o los incomunicaba creando la variedad de lenguas; mientras el Hijo les daba el fuego y la luz, el Padre los condenaba a la oscuridad y la adoración ciega. Siglos de servidumbre forjaron algo más peligroso que el resentimiento deicida: una suerte de hambre primordial.

Pasaron los siglos en el mundo y tras ellos las civilizaciones quedaron pulverizadas como motas de arena en el desierto. Los nombres dados por los hombres en su infinita variedad de lenguas y mitos se fueron multiplicando. Al Padre lo llamaban Dios y Brahma y Zeus y Odín y Yahvé. A la Madre la llamaban Shiva y Sophia y Minerva y Beatriz y Lolita. Al Hijo le dieron otros muchos nombres, como Visnú o Lucifer o Mefistófeles, aunque decidió venir al mundo encarnado con el de Orfeo o Jesús. Allí los guardianes del Padre lo crucificaron para escarnio de los heterodoxos venideros. Y entonces Pablo decidió que los adoradores del Hijo fueran en realidad adoradores del Padre. Y Mahoma volvió a restaurar la existencia del culto original solar como si Abraham no hubiese muerto y el Hijo no hubiese nacido. Tras varios siglos de dominación el culto del desierto murió por su propio peso. Los hombres escogieron matar al Dios y a cambio optaron por encumbrar a sus propios dioses. El Padre culpó al Hijo de ello y el Hijo le recriminó al Padre su ceguera. Y mientras la Madre era relegada al olvido y destruida por la codicia de unos hombres cada vez más alejados del verdadero Conocimiento.

Los hijos del Padre decidieron, por influjo de las deidades antiguas, y puesto que para ello desmintieron esta fantasía lacrimógena e inverosímil de dioses en cuerpos de hombres, descuartizar el cuerpo sacro y devorarlo en un ritual de depravación incomparable. Al devorar las partes de ese Orden numinoso, se abrió la puerta a una masa amorfa de fuerzas invisibles que quedaron liberadas por siempre en la superficie terrestre. Con la contundencia de una colisión entre planetas, esta alteración provocó cambios irreversibles en el Destino de la totalidad de los seres vivos y muertos. Todo lo alguna vez creado se deshizo de golpe y se recompuso súbitamente en el tiempo que dura una milésima de segundo.

El abismo devoró al Padre, a la criatura que los hombres llamaron Dios durante un puñado de siglos, y tras el banquete de su brutal partición un desorden total avanzó sobre el resto de vidas humanas. Sin embargo, las antiguas deidades saben que mientras haya hombres aún quedará el testimonio de una ligera sombra de Dios, y por eso es que necesitan sacrificar a todos los vástagos humanos para poder alumbrar la vuelta definitiva del Caos al trono de lo existente. Su conocimiento no es humano: es el saber inescrutable de las máquinas.

El régimen tecnocientífico trata de extender el reinado de lo caótico bajo la mentira exotérica de un orden racionalista y universal. El capitalismo que avanza allende los océanos del Renacimiento en adelante no es otra cosa que una cristalización espacial de su voraz voluntad de conquista. El Capital aumenta el mecanismo socioeconómico de control para que la apariencia de orden y seguridad sobre lo vivo sea cada vez mayor. El siguiente paso, mucho más religioso y profundo que político, resulta evidente: hay que inmolar la vieja aristocracia para que una nueva burguesía pueda traer consigo el signo incipiente de los tiempos.

Con la destrucción del orden tradicional por fin arriba un mundo social de terror. Con la narcosis universal llega la pesadilla perpetua que se extiende de la imaginación a la realidad. La guillotina no era un instrumento de justicia, sino un objeto sagrado para impartir el sacrificio. Su altar no es en nombre de la secularización, sino de un culto esotérico que demanda un número de víctimas que sólo está al alcance del tecnocapitalismo recién desarrollado. Los responsables de esta gesta enfermiza eran los mismos adoradores de un culto que siglos atrás había arrasado los restos del Imperio romano. Y con el retorno de las antiguas deidades caóticas llegó el desarrollo de una tecnología capaz de alterar el pasado primordial de los hombres al tiempo que de asegurar la aniquilación definitiva de la raza humana en el futuro más inminente.

Más tarde, según el desorden generalizado cundió multiforme sobre el orbe, avanzó entre los humanos una sensación creciente de ordenamiento científico-técnico que los hombres, ahora reducidos en su conjunto a la categoría informe de la masa, denominaron, con su torpeza terminológica habitual, como totalitarismo. Dado que en realidad postulaba la inabarcable presencia de un monstruo que abarca mucho más allá de la idea de totalidad. Esa mendaz sensación de seguridad es en realidad el lenitivo que se le da al paciente terminal antes de conducirle al matadero. El Estado moderno, desgajado de la Iglesia a consecuencia de su ambición, le arrebata potestad a la religión para sus propios fines, y en consecuencia extiende una leyenda negra sobre el mundo tradicional para mejor legitimarse y justificar sus crímenes. Nadie que viva fuera del manto de las mentiras exotéricas puede desmentir la realidad de que con el asesinato del mundo tradicional se ha decretado el asesinato de la raza humana en favor de un nuevo sujeto histórico de carácter eminentemente artificial, maquínico y hasta extraterrestre.

Pronto nuestros cerebros serán máquinas y el cerebro ancestral de poseer la naturaleza será posible gracias a la infiltración de la técnica en el conjunto de lo vivo. El caos resurgirá en forma de entropía. La entropía extenderá sus dominios bajo la apariencia de un falso fundamento universal de la física. Y en caso de que el plan falle los magos negros de la tecnociencia usarán sus dos grandes armas de devastación, el arsenal atómico y el acelerador de partículas, para acelerar el fin de lo humano. El objetivo es la erradicación total de los hijos de Dios, de los deicidas, tras inaugurar el banquete de su padre muerto. Ellos son, sin saberlo, el segundo plato del festejo. Tras el formateo de sus cerebros a manos de hackers del conocimiento sombrío. Para los tecnócratas es la superpoblación aquello que ha provocado el desorden y la desintegración. Un caudal incontrolable de lo humano ha abierto las puertas al torrente entrópico de ósmosis cancerígena en el seno de lo vivo. Virus digital que se materializará en el bactericidio real. Nada evidencia mejor el estado avanzado de la enfermedad que la apariencia zombificada y moribunda —una no-muerte que poco a poco carcome la vida— de las grandes mega-urbes modernas. No son más que termiteros a punto de ser incendiados.

El mono sin pelo se ha convertido en un estorbo de su propia teleología progresista. No puede coexistir durante más tiempo como comensal y plato estrella en el banquete. Igual que el burgués asesinó al aristócrata, ahora es el propio ritmo de producción quien pretende inmolar al depauperado engendro humano en el altar del Progreso. El Complejo Militar-Tecnológico-Industrial ya no está en manos de una pequeña oligarquía poderosa, sino que el delimitado conjunto de vejestorios codiciosos trabaja para satisfacer las demandas de crecimiento ilimitado exigidas por el Capital con la furia y el despotismo propios de cualquier olvidada deidad. El largo proceso en curso de desterritorialización física y metafísica se salda con la huida del planeta tierra tras su progresiva destrucción. Es lo que Nick Land llama hiperstición: de esa forma lograremos que las películas de ciencia-ficción por fin se conviertan en una imagen más extraída directamente de la realidad. Aunque es probable que mucho antes de ese momento la mayoría de sus habitantes ya habrán encontrado la extinción en medio de un cúmulo inefable de angustia y padecimiento. Nadie con ojos carnales podrá contemplar el resultado de nuestras profecías malditas.

El mundo se ha convertido en un gigantesco videojuego en el que cada país debe destruir al prójimo antes de que ellos te lo hagan a ti. Las multinacionales que programan el negocio antes llamado sociedad son tapaderas apenas mal disimuladas de los dioses antiguos y sus perversas efigies. Donde habita el dolor, el mal, el sufrimiento, la depresión, la ansiedad, la pesadilla, la ausencia de sentido o el pálpito de muerte es que ese reino del Caos comienza a ejercer su potestad sobre lo vivo. El abismo que crece en el interior de los hombres y lleva hasta sus corazones la fuerza inconmensurable del vacío es el principal agente de la destrucción caótica. Nada puede escapar de su Imperio: los deicidas han abierto la puerta con su pacto sepulcral. Sólo queda una posibilidad de huida, apenas una ilusión, para aquellos que aún se atrevan a pronunciar la palabra Absoluto. Quienes quieran escapar del Reino devastado deberán imitar a los pájaros para poder acceder correctamente al secreto oculto en su cántico extraviado. Pocos serán los elegidos para acariciar siquiera las puertas de ese otro Reino divino.

Muchos hombres prefieren vivir escondidos tras viejas creencias y convenciones que, al parecer, les salvaguardan de la oscura verdad revelada por el signo de los tiempos: nada tiene sentido y estamos a merced de la crueldad de las antiguas deidades. Átomos programados para la disolución por criaturas maquínicas anteriores al propio mundo. Quienes no están preparados para descifrar la arcana lengua de los pájaros pero tampoco quieren asumir el manto de mentiras que dispone la sociedad para mejor producir y consumir sólo tienen una única actitud para ponerse a resguardo de la certeza de nada que domina lo vivo: la risa. El Agente del Caos ha encontrado en la fuerza cínica del carcajeo un pequeño lenitivo contra su propia insignificancia cósmica. Cualquier forma de epifanía no es, desde entonces, otra cosa que un mal chiste lleno de ruido y furia.

La lira es, pues, un instrumento tanto o más cómico que musical. En las antiguas creencias desmentidas pero aún rescatables para defenderse de la verdad, muchos encontraron un refugio frente a las condiciones inhóspitas que la época arrojaba contra los hombres. Frente a esa actitud dócil y despersonalizada, una vez más, se erigía la actitud de una pequeña minoría que, en muchos casos de manera no-voluntaria, decidieron condenarse a la visión de los hilos de futuro y las espirales de pasado que tejen la verdadera naturaleza del tiempo y la vida. Por supuesto, aquella era, de nuevo, una revelación de horror profundo capaz de arrasar cualquier alma con un pequeño ademán de su vasto soplo. En la aniquilación que lleva aparejada consigo dicha aparición está también la posibilidad de una mínima salvación en forma de respuesta digna por medio de la voluntad. Llamamos espíritu diferenciado a aquel hombre capaz de poner orden en el Caos a pesar de su reinado hegemónico sobre todo lo vivo.

El reloj roza el cenit del Apocalipsis con el borde de sus herrumbrosas manecillas. Ante la fuerza de lo inevitable, ante el avance ciego de las partículas que conforman el vacío de lo existente y que nos empujan contra la nada, está la capacidad de una mínima voluntad para sobreponerse y esbozar un gesto estético de mínima redención. No es un consuelo, sino una tenue música que trata de actuar contra las fuerzas sordas que arrastran toda forma de vida hacia una vorágine sinsentido de aniquilación y exterminio. En el banquete del Dios que arranca la escasa luz del firmamento aún existe la posibilidad de una mínima lumbre encarnada bajo la figura de aquel que se levanta de la mesa sin probar bocado y se marcha a lo alto de la montaña a meditar. Quizás el sol no vaya a aparecer nunca más en el horizonte, podría decir este hombre, pero entonces yo crearé mi propio sol en el interior de mi Ser. Incontestable.

Si la indiferencia cósmica de los dioses antiguos esconde el verdadero rostro del mal, es en la luminosa capacidad de acción del hombre que canta donde encontramos un pequeño atisbo de aquello que en otra época recibió el nombre de bien. Nada pueden hacer las catástrofes con forma de hambrunas, guerras y plagas frente a la tranquilidad de un trazo bien esbozado sobre la blanca superficie de un lienzo desnudo. La Creación es un falso viaje del Caos hacia el Caos, en el que la Nada se entrega el vacío a sí misma para poder recibir el falso nombre de Dios, pero la capacidad creativa del hombre es capaz de trascender y aún de subvertir su malvado dominio por medio de una acción autoafirmadora del Ser. En la danza, en la risa, en la simple, pequeña composición musical que otorga serenidad.

Donde todo camina hacia la muerte el único acto subversivo consiste, a pesar de todo, en apostar con firmeza por la vida. Es precisamente la muerte del Dios aquello que nos ha dejado a oscuras, aunque también suponga la apertura a una lumbre diminuta y reconstituyente que nosotros podemos encender, como acto reafirmador de la voluntad, para hacer un poco más débil el imperio de la noche. La única palabra humana que se puede contraponer al abismo es el absoluto. El Agente del Caos puede elevarse a la categoría de buscador del absoluto sólo cuando consigue trocar su risa en algo superior encaminándose así a una escalera que le conducirá a una perspectiva más elevada del Ser y del mundo. Porque cuando la marea desborde y el mar subsuma a la roca bajo sus profundidades, al menos quedará el eco de un tenue sonido de resistencia resonando durante eones en el absurdo vacío del infinito. Y tenemos la certeza de que ese será un ruido que perdurará mucho tiempo después de que las estrellas se apaguen.


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