NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA, EL REACCIONARIO AUTÉNTICO. Por Juan Castro.

 NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA: EL REACCIONARIO AUTÉNTICO





Por Juan Castro

Nota previa del autor: Este texto lo he basado en el programa que hicimos con Sebastián Porrini, así que debería extrañar que muchas ideas coincidan (e incluso alguna frase textual) con las que aparecen en el vídeo.


¿Quién es Nicolás Gómez Dávila? Autor de una obra incómoda para ciertas sensibilidades, Gómez Dávila ha recibido el apelativo de “Nietzsche bogotano”. Santiago de Mora-Figueroa y Williams, IX Marqués de Tamarón, gran admirador de sus escritos, concluyó –en unas conferencias organizadas en 2013, por Casa de las Américas, con motivo del primer centenario del nacimiento del autor– que la labor principal de Nicolás Gómez Dávila ha consistido en la de “zaherir tontos”, empresa no menor e indudablemente necesaria y sanadora. Álvaro Mutis, poeta colombiano, lo consideró el mejor prosista y escritor de aforismos en lengua española del siglo XX. Por su parte, Gabriel García Márquez, refiriéndose al pensador bogotano, llegó a expresar que: “Si no fuera de izquierda, pensaría en todo y para todo como él”. En suma, escritor desconocido, e incluso “secreto” (según José Miguel Serrano), apartado del mundo, “emboscado” (al decir de Ernst Jünger), aislado en su monumental biblioteca –que para nada tenía que envidiarle a la de Alfonso Reyes–, Gómez Dávila es, sin duda, uno de los escritores latinoamericanos más interesantes, más complejos y más singulares de los últimos tiempos.

Nació en Bogotá en 1913 y murió en la misma ciudad en 1994. Fue criado en una familia financiera y comerciante. Con tan solo seis años lo llevaron a París donde se formó y no volvió a su tierra natal hasta 1936 (con 23 años). A partir de entonces, Gómez Dávila decidirá llevar a cabo una vida sencilla, discreta y dedicada a forjar la lucidez de su pensamiento, encerrándose voluntariamente en su inmensa biblioteca, que llegó a custodiar casi 30.000 volúmenes destinados a su lectura.

Aunque comprenda muy pocos títulos, la obra de Gómez Dávila es muy abarcadora. En 1954, se publicó Notas I, y en 1959, Textos I. Luego, desde 1977 hasta 1992, irá publicando las distintas partes de su obra magna Escolios a un texto implícito, colección de más de 10.000 aforismos [1]. Fuera aparte de estos libros, su obra se completa con dos artículos: «De iure» (c. 1970) y «El reaccionario auténtico» (1995, póstumo).

Ahora bien, ¿podemos encuadrar la obra de Nicolás Gómez Dávila dentro de la literatura o deberíamos considerarla, por el contrario, dentro de la filosofía? Esta pregunta puede ser respondida de dos maneras. En primer lugar, un aforismo del propio escritor dice: «La filosofía es un género literario». Y, en segundo lugar, debemos tener presente la condición literaria del género aforístico, con una clara voluntad de estilo y vinculado esencialmente al ensayo. En este sentido, el estilo de los aforismos de Gómez Dávila es incisivo, sintético, certero, “sensual” (palabra que él mismo emplea para aludir al carácter sugerente de su pensamiento); en fin, sus aforismos son como puntas afiladas hechas de un diamante imposible de romper. Y todo ello está dispuesto con el fin de labrar y forjar una obra fragmentaria y un pensamiento nada sistemático. De hecho, Gómez Dávila escribe en uno de sus escolios: «La idea desarrollada en sistema se suicida».

Dicho esto, ¿por qué Gómez Dávila llama “escolios” a sus aforismos? Por definición, un “escolio” es en una nota marginal a un texto. Pero, entonces, ¿cuál es ese texto implícito al que alude el título de su obra más ambiciosa? Hay varias hipótesis. Unos piensan que se trata de la tradición occidental contenida en las innumerables fuentes de su biblioteca. Otros proponen que ese texto implícito se refiere a la religión democrática criticada en otros escritos suyos. 

Fue un lector voraz y sus aforismos responden a una actividad lectora previa. Gómez Dávila iba leyendo los libros de su biblioteca, y aquello que sus lecturas le suscitaban lo iba anotando con lápiz en unos cuadernos, para, más tarde, ir puliendo esas mismas notas hasta definirlas como escolios. Estos escolios son de un conceptismo tan sutil como el de las agudezas de Baltasar Gracián. Por otro lado, la influencia nietzscheana es patente en su obra, sobre todo en lo que tiene que ver con la crítica a la modernidad. Sus escolios también sugieren ciertas similitudes con los Pensées (1670), de Blaise Pascal, o los aforismos de Emil Cioran. Otra característica que posee la obra de Gómez Dávila es que su prosa tiene algo de poético. Asimismo, podemos decir que estamos ante una obra voluminosa que ha de ser contemplada como una composición pictórica en la que es el lector quien debe ir conectando las sucesivas ideas plasmadas en los distintos escolios. Así nos lo aclara el escritor bogotano al inicio de sus Escolios: «El lector no encontrará aforismos en estas páginas. Mis breves frases son los toques cromáticos de una composición pointilliste».

Con un voluntario desinterés por la originalidad de sus ideas (aunque, al fin y al cabo, esto mismo le lleve a lograr una originalidad en otros puntos), con un intencionado alejamiento del propósito didáctico y con su particular modestia, Gómez Dávila erige una obra que viene, sin ningún tipo de ambages y con toda su claridad específica, a desarrollar una serie de aspectos de una actualidad notable, en torno al concepto de democracia, que él mismo define como “religión antropoteísta”, donde el hombre busca asumir el papel de Dios. Este hecho se hace patente si, por ejemplo, tomamos la conclusión del libro La traición de los intelectuales (1927), obra de ese ilustrado rezagado y defensor acérrimo de la doctrina democrática que fue el pensador francés Julien Benda (1867-1956), cuya rancia razón le llevó a soltar las siguientes palabras, dignas de un déspota megalómano y risible:


    Llegaremos así a una «fraternidad universal», pero que, lejos de suponer la abolición del espíritu de nación con sus apetitos y sus orgullos, será por el contrario su forma suprema, ya que la nación pasará a ser el Hombre y el enemigo pasará a ser Dios. Y entonces, unificada en un inmenso ejército, en una inmensa fábrica, no conociendo más que heroísmos, disciplinas, invenciones, despreciando toda actividad libre y desinteresada, de vuelta de haber situado el bien más allá del mundo real y no teniendo más dios que ella misma y sus deseos, la humanidad alcanzará grandes cosas, quiero decir, una dominación grandiosa sobre la materia que le rodea, una consciencia verdaderamente feliz de su poderío y su grandeza. Y la historia sonreirá al pensar que Sócrates y Jesucristo murieron por esta especie.


Aunque Gómez Dávila pueda coincidir en la consideración de la decadencia de los intelectuales en Occidente, respondería a esta última reflexión –del también clerc traidor Benda– de la siguiente manera: «La humanidad es el único dios totalmente falso». En suma, toda esta crítica por parte de Gómez Dávila está directamente vinculada a un rechazo de la modernidad y de sus consecuencias: la técnica y la idea de progreso utópico. 

Pero la crítica que hace Gómez Dávila sobre la democracia –que tomaría como punto de partida los escritos de Tocqueville– no se queda allí simplemente, sino que se extiende, en realidad, a cualquier forma de gobierno o extremismo político. Para Gómez Dávila, cualquiera de ellos –sobre todo, los surgidos a partir de la modernidad– desarrollan siempre una concepción errónea del hombre. En el fondo, estos sistemas políticos modernos se basan en el vacío existencial del ser humano y en la concepción más crasa de lo inmanente. Con el advenimiento de la sociedad industrial, lo que Walter Benjamin dio en llamar “aura”, respecto de la obra de arte (que es, en definitiva, el quehacer espiritual del hombre) empieza a diluirse. Entonces, lo que se ha perdido ya no se puede volver a recuperar. «Toda restauración es un jacobinismo invertido». Se perdió una cosmovisión en torno a la presencia del ser humano en relación con la trascendencia, que para Gómez Dávila tiene su denominador común clave en la tradición cristiano-católica, en donde él ve lo que todavía subyace del espíritu griego. «Más que un cristiano, quizá soy un pagano que cree en Cristo». «No hablo de Dios para convertir a nadie, sino porque es el único tema del que valga la pena hablar». «El catolicismo no resuelve todos los problemas pero es la única doctrina que los plantea todos». Pero no nos engañemos, también Gómez Dávila –pesimista escéptico por excelencia– abomina el fanatismo y la degradación de lo religioso manifiesto, no solo en las religiones oficiales, sino también en las propias ideologías modernas. «El Segundo Concilio Vaticano parece menos una asamblea episcopal que un conciliábulo de manufactureros asustados porque perdieron la clientela». «Los jerarcas comunistas traicionan hoy su fe como cualquier obispo». La política, tal y como la conocemos, existe básicamente desde que existió Grecia. Si esa política no está conectada con lo trascendente, difícilmente tendrá en cuenta a la persona y, por lo tanto, la privará de su libertad. «Totalitarismo es la fusión siniestra de religión y Estado».

Quizá lo más formidable, por parte de Gómez Dávila, en este sentido, sea la redefinición de la idea o concepto de “reaccionario”, al que dedica ese fabuloso artículo titulado «El reaccionario auténtico». Ya no se trata del insulto dirigido a un mero conservador (o “conserva-duros”). En todo caso, los progresistas de ayer son los conservadores de hoy y los progresistas de hoy serán muy probablemente los conservadores de mañana. Gómez Dávila toma, pues, la figura del reaccionario como la de aquel que no busca conservar nada ya que nada de lo que hay merece ser conservado. El reaccionario auténtico, en realidad, busca lo que está fuera del tablero, aquello que está por encima de cualquier doctrina ideológica viciada. Como decía Leopoldo Marechal: «De todo laberinto se sale por arriba». El reaccionario auténtico es el mismo que sale de ese laberinto por arriba. El adjetivo “auténtico” que Gómez Dávila le confiere al reaccionario ya demarca que no se trata de cualquier reaccionario, sino de aquel auténtico «cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas». Hay un escolio que define a la perfección la posición del reaccionario: «Izquierdistas y derechistas meramente se disputan la posesión de la sociedad industrial. El reaccionario anhela su muerte». Precisamente, la obra incómoda de Nicolás Gómez Dávila –perfecto metrónomo para el obrar del pensamiento– también debe ser molesta para aquellos que supuestamente se dicen reaccionarios.

«En todo reaccionario Platón resucita». Existe, sobre todo, un Platón que a Gómez Dávila le interesa en particular. Se trata del último Platón, el que escribe Las leyes (el diálogo menos leído del filósofo griego, por lo general). Este diálogo es producto de un profundo pesimismo respecto del ser humano y la realidad mediocre en la que se desenvuelve. Tengamos en cuenta que ya Platón habló sobre la idea de la ciudad interior, único y último bastión de salvación y libertad en el hombre; ya que es imposible generar una sociedad que se encamine a la trascendencia. La transformación, en este sentido, solo puede ser solitaria y personal. Eso mismo hizo Gómez Dávila, no pretendiendo convertirnos, sino invitándonos a un pensar lúcido e inteligente. Así pues, con el autor de los Escolios, el elemento intrínsecamente occidental vuelve a su esencia originaria, una esencia que remite al alma griega que ingresará a posteriori en el cristianismo, como ya dijimos antes. La verdadera tradición occidental se basa en un principio clave presente desde la Ilíada de Homero: la piedad. Este concepto de piedad o compasión fue realmente concebido, por primera vez, en Occidente [2]. La piedad, entonces, es lo que lleva a la libertad, en tanto que se trata de la consideración del otro.

El pensamiento de Gómez Dávila es un pensamiento aristocratizante y disidente que apunta a una libertad arriesgada inherentemente ligada al pecado original y a la condición impotente de la naturaleza humana; libertad que, por otro lado, se opone a esa otra libertad falsa que, en el fondo, auspicia la opresión. «El moderno es prisionero que se cree libre porque se abstiene  de palpar los muros del calabozo». La libertad, en el pensamiento del bogotano, no es fin, sino medio para lograr la realización personal del espíritu aristocrático, idea que se puede vincular perfectamente con el pensamiento nietzscheano. Pero, para Gómez Dávila, la aristocracia no depende de la riqueza, la cuna, la fama, o la ostentación de poder.  «Verdadero aristócrata es el que tiene vida interior. Cualquiera que sea su origen, su rango, o su fortuna». De ahí que compare la figura del aristócrata [3] con la del monje. Y es que precisamente el mismo Gómez Dávila vivió de un modo casi monacal, enclaustrado en su inmensa biblioteca –tal y como sería ese paraíso ideal para Jorge Luis Borges–, puliendo y afilando poco a poco sus innumerables escolios. 

Por otro lado, sería interesante destacar lo que Edgar Giovanni Rodríguez Cuberos plantea en un artículo suyo titulado «El romanticismo de Nicolás Gómez Dávila: entre la reacción y la insubordinación», donde habla de las influencias románticas en la obra de Nicolás Gómez Dávila. Si pensamos el Romanticismo como un movimiento de reacción al proyecto de la Ilustración, podemos concluir que en Gómez Dávila se reactualiza, de algún modo, la oposición Romanticismo/Ilustración. Dice el escritor de dicho artículo: «Los pensadores románticos son antiprogresistas, dudan de la confianza en la Ilustración como proyecto de esperanza. Ilustrados y románticos son en este sentido y viceversa, fuente y adversario, acción y reacción». Gómez Dávila retoma lo fragmentario-romántico (Schopenhauer, Schlegel, Novalis, etc.) [4], oponiéndose a lo sistemático-ilustrado (Kant). Gómez Dávila considera que la Revolución Francesa fue realmente un acontecimiento grotesco, producto del espíritu ilustrado. En las sucesivas revoluciones, descubre nuevos avatares de la misma Revolución de 1789. «Las revoluciones no son hijas de pobres envidiosos o famélicos, sino de ricos pusilánimes y ambiciosos». Asimismo, todo avance técnico-industrial prosigue la degollina capitalista que tomó fuerza a partir de la Primera Revolución Industrial. «El capitalismo es repugnante porque logra la prosperidad repugnante vanamente prometida por el socialismo que odia». De este modo, cualquier forma de rebeldía moderna encubre, en el fondo, la misma sumisión a las formas imperantes de alienación [5]. 

Así pues, Gómez Dávila sigue también, de alguna forma, la estela de autores como Francisco de Quevedo, Joseph de Maistre o Donoso Cortés. Precisamente –y volviendo a Quevedo–, el elemento satírico en sus escolios es muy importante. La sátira, valga decirlo, surge con el pensamiento reaccionario, si nos fijamos en el comediógrafo Aristófanes, que ya, entonces, puso el dedo en la llaga a la educación griega de su tiempo que cada vez se iba degradando más respecto de la educación homérica. Gómez Dávila juega con las palabras de tal manera que disloca los convencionalismos y nos hace ver las cosas de otra manera. Ahí están el buen humor y el pesimismo que él nos aconseja para alejarnos del hastío y de los delirios generalizados.  

Antes de terminar, no queremos dejar de resaltar la faceta de crítico de literatura y de arte en la obra del escritor bogotano. Gómez Dávila consigue entrar en el tuétano o en el sentido más profundo de la significación literaria, entendiendo el verdadero sentido de la obra de aquellos autores que él mismo cita. «Desde Blake, Wordsworth y el Romanticismo alemán, la poesía moderna es una conspiración reaccionaria contra la desacralización del mundo». En frases tan pequeñas y condensadas, logra, en muchos casos, una crítica literaria y artística mucho más tajante y certera que millones de páginas de pura palabrería de supuestos críticos parlanchines y vendehúmos. Valga, como ejemplo de perorata crítica, el siguiente párrafo del pensador estético y político Jacques Rancière, que parece más bien sacado de una película de los hermanos Marx que de un libro serio de estética:


    Llamo reparto de lo sensible a ese sistema de evidencias sensibles que permite ver al mismo tiempo la existencia de un común y los recortes que definen sus lugares y partes respectivas. Un reparto de lo sensible fija al mismo tiempo algo común repartido y ciertas partes exclusivas. Esta repartición de las partes y de los lugares se basa en un reparto de espacios, de tiempos y formas de actividad que determina la forma misma en la que un común se presta a la participación y donde unos y otros son parte de ese reparto.


Algunos escolios de Gómez Dávila bastan para contestar a lo dicho en este texto: «Cuando los intelectuales callen, es posible que la literatura resucite». «La literatura no perece porque nadie escriba, sino cuando todos escriben». «El diablo patrocina el arte abstracto, porque representar es someterse». «Aducir la belleza de una cosa en su defensa, irrita al alma plebeya».

Para concluir, frente a la decadencia del mundo occidental, Gómez Dávila retorna al deber noble del espíritu aristocrático que manifiesta sus repugnancias ante el feísmo imperante (e imperialista) del mundo moderno, y a ello le contrapone la belleza, el amor, la verdad, la virtud, el arte… valores que son, al fin y al cabo, la salvación del alma y el último reducto de libertad y verdadera rebeldía para el ser humano. Así lo expresa Gómez Dávila en uno de sus inmejorables textos: «Contra la insurrección suprema, una total rebeldía nos levanta. El rechazo integral de la doctrina democrática es el reducto final, y exiguo, de la libertad humana. En nuestro tiempo, la rebeldía es reaccionaria, o no es más que una farsa hipócrita y fácil».


Notas:

[1] Esta obra comprende las siguientes partes: Escolios a un texto implícito I y II (1977), Nuevos escolios a un texto implícito I y II (1986) y Sucesivos escolios a un texto implícito (1992).


[2] Recordemos el final del poema homérico en el que Aquiles siente compasión por Príamo, padre de su contrincante Héctor, a quien el héroe argivo venció y mató en combate.


[3] La palabra “aristocracia” deriva del vocablo griego aristos, que significa ‘los mejores’.


[4] Gómez Dávila también se interesa por otros autores posteriores –reaccionarios auténticos–, como Chateaubriand, Balzac, Baudelaire, Dostoievski, Eliot, etc.


[5] Pier Paolo Pasolini lo supo ver perfectamente al hablar del «desobediente-obediente», esclavo de la sociedad de consumo, y del «obediente-desobediente», que ensalza los valores vitales y la dignidad humana. Asimismo, el director y escritor italiano alude al “fascismo de los antifascistas”.


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