ÚLTIMOS RESCOLDOS DE LA FILOSOFÍA. Por Guillermo Mas Arellano
Autor del texto: Guillermo Mas Arellano
La vida, al menos
desde lo que se atisba al otro lado de la ventana, parece consistir en un
intento de resistencia digna pero imposible contra las constantes mordidas de
la muerte. Una tentativa de lucha frente sus incesantes enfermedades y
achaques: el tiempo, la decadencia, el amor, la pérdida, el olvido. Esas que
concluyen por acabarnos: a los hombres igual que a todo el entramado de
significados que durante siglos han extendido, como esa araña que teje una red
para desplazarse por el mundo. Incluida, por supuesto, una filosofía agonizante
y a punto de ser erradicada de los planes de estudio en España; cuyo último
rescoldo, apenas indistinguible, reside a mí ver en la crítica cultural. De
todo ello trata de levantar acta el siguiente artículo, a modo de breve
etiología de una tragedia.
Decía hace poco
Soledad García, que es, al parecer, la “presidenta
de la agrupación de filósofos y docentes del Principado de Asturias”, que “a menos filosofía y ética, más ciudadanos
robots”. Algo en buena medida coincidente con lo escrito años atrás por
Martha Nussbaum: “Sedientos de dinero,
los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin
advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva la
democracia. Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en
breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias en lugar de
ciudadanos cabales con la capacidad de pensar por sí mismos, poseer una mirada
crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y
sufrimientos ajenos. El futuro de la democracia a escala mundial pende de un
hilo”.
Lo que se deriva de
las palabras de García o de Nussbau es demasiado hiperbólico para con las humildes
posibilidades de una disciplina tan maltratada como la filosofía. Seamos
realistas: no está en manos de ningún filósofo, docente o literato detener el
muy avanzado, casi crítico proceso de degradación de lo humano. Nunca lo ha
estado. Afirmar algo así supone ceder, en definitiva, al discurso de que si la
filosofía tuviera alguna utilidad quizás se pudiera convencer a sus detractores
del perdón antes de asestar el golpe definitivo. Es hora de dejarse de
idealismos, de “pensamiento Alicia”
(G. Bueno), y de considerar que la cultura nos puede absolver de lo inevitable,
de la desaparición, como si de un bautismo religioso que nos unge para la
inmortalidad se tratara. Mejor es reconocer que va siendo hora de apagar las
luces y bajar definitivamente la persiana (atención a las implicaciones de la
metáfora).
Se dicen muchas
tonterías, en efecto, sobre la filosofía; y casi todas las dicen, desde mi
humilde punto de vista, filósofos con su título académico (de rigor) bajo el
brazo; algunos de ellos, cada vez más, hasta han escrito libros cuidadosamente
promocionados al respecto. Aclaremos algunos conceptos en torno a la polémica
desatada por la desaparición de la filosofía en las aulas a consecuencia de la
nueva ley de educación (LOMLOE). Y tratemos de examinar cuán lejos ha llegado
en su ciego progreso la carcoma de la metástasis: esa de la que los garantes de
los nuevos tiempos se sentirán orgullosos sin dudarlo. Para Gustavo Bueno, “la supresión de la disciplina filosófica en
la Academia es un acto de barbarie”. Pues bien, me permito decir que el
mantenimiento de una disciplina filosófica como la realmente existente en
España, a saber, una mera cáscara despojada de contenido e incapaz de aspirar a
la verdad, también es un acto de barbarie. Con una carga mayor de hipocresía y
cinismo.
Resulta impensable
concebir que el mismo Estado que pretende adoctrinar en las aulas con la
ideología oficial de género otorgue a los estudiantes armas para desmontar esos
mismos dogmas que con tanto mimo se les imponen. Por lo tanto, es natural, y
así lo está demostrando la realidad, que la filosofía, convertida en un trofeo
disecado que los colegios y las universidades que se precian de apostar
mínimamente por las humanidades (lo que, ciertamente, es de agradecer)
mantienen por puro prestigio basado en un fetichismo atávico, no pueda
desarrollarse con plenitud cuando, tal y como está ocurriendo, ha caído en
manos de aquellos que niegan la realidad —de negar a Dios a negar a la
biología: ahondando en la lógica de la transgresión, que también es la del
capitalismo— de lo que es: negando, con ello, el asombro y la perplejidad que
nacen de la vida contemplativa; para tratar de inculcar, a cambio, la imagen de
aquello que, en su lugar, queremos que sea (que, por cierto, rara vez coincide con
lo que debe ser), optando, finalmente, por el peligroso camino de la acción y
de la autenticidad. La acción entendida como fase final de la reflexión
filosófica.
El filósofo español
Javier Muguerza escribió: “La filosofía,
que no se ha consumido que yo sepa, tampoco se ha consumado”. Pero puede
haber oscurecido antes de tiempo. Nuestra labor ha de consistir en señalar a
quienes han perpetrado su brutal asesinato: el culto a la irracionalidad
dionisíaca de Nietzsche; la negación radical de la metafísica de Kant; el
racionalismo de carácter casi religioso Hegel; la simplificación de la historia
a un proceso dialéctico de Marx; la reducción antropológica del hombre a
diversos procesos psicológicos de orden sexual de Freud; la contra-ontología
negadora del sujeto y que “deconstruye” sus distintas proyecciones de Deleuze.
En el fondo son todo variantes del mismo nihilismo moderno y anti-humanista en
el que estamos todos inmersos. Un tiempo de religión secular donde el Estado ha
ocupado el lugar que antaño se reservara para la divinidad. No en vano Joseph
Ratzinger acuñaba dos conceptos cruciales: “Dictadura
del relativismo” y “desertificación
espiritual”; al referirse a esa “creencia
absoluta en que no existen absolutos”, que con acierto supo ver Allan
Bloom.
No debemos olvidar
que, en el fondo, también Sócrates murió inmolado en los altares de la
política. La filosofía genera malestar, esto es, que no brinda consuelo ni
arriba en un remanso de paz puesto que para eso ya están el coach y el psicólogo; la autoayuda y el
horóscopo; por contra, la filosofía se abre paso quebrando certezas y sembrando
incertidumbre; su labor consiste en dudar; más aún, en sospechar de lo
preconcebido hasta rozar lo patológico. En nuestro tiempo, por el contrario,
hay varios dogmas ideológicos impuestos desde el Estado y los medios de
comunicación de los que prácticamente no se puede dudar de manera pública so
pena de caer en el ostracismo, la “cancelación” y el descrédito. El viejo
cuento del filósofo que deja los libros a cambio de las armas o de los escaños
para hacer la revolución acaba siendo de terror.
Luego, resulta
prácticamente imposible que la filosofía del bachillerato o de los estudios
universitarios pueda profundizar en su metodología o en sus fundamentos cuando
la primera atenta contra el irracionalismo imperante y los segundos chocan
frontalmente con las máximas del pensamiento (es un decir) políticamente
correcto. Sobre todo si, al menos como sucede en las instituciones educativas
públicas, son los propios profesores de filosofía quienes defienden, en la
mayoría de los casos, dichas corrientes homogeneizadoras.
Si algo de algo
peca la filosofía es de intolerante con las opiniones (doxa), puesto que aspira al conocimiento (episteme). Es perfectamente comprensible, por tanto, que suscite el
odio en todos aquellos que quieren elevar su opinión a ley (de género o contra
el machismo) más allá de lo que dicte el conocimiento de cada disciplina
interpelada. Ya no nos interesa el mundo; nos interesa solo nuestra psique,
nuestros traumas; no queremos conocer lo externo, solamente aspiramos a poder
conocer el yo, para poner un mínimo de orden en nuestro interior (un proceso de
ensimismamiento que, por cierto, es rastreable dentro de la ficción
contemporánea, al punto de que se ha convertido en uno de sus grandes vicios).
La realidad ha pasado de asombrarnos con Aristóteles a oprimirnos con Paulo
Freire; y nosotros hemos dejado de interesarnos por el exterior para
sencillamente dejarnos abismar por las infinitas minucias de nuestro neurótico
universo psicológico. La democracia de los locos, donde toda interacción
redunda en falsario baile de máscaras o en lúdico trueque de nombres.
Vilfredo Pareto
opinaba que nuestros pensamientos son solo una proyección racional de nuestra
personalidad predeterminada. Podríamos decir, entonces, de manera un tanto
orteguiana, que nuestro pensamiento somos nosotros y nuestra circunstancia. Por
lo tanto, si en nuestra circunstancia el pensamiento libre se ha convertido en
una quimera a causa de la injerencia de lo políticamente correcto en la
sociedad y en la propia capacidad de autocensura de los individuos, es normal
que no pueda desarrollarse de manera adecuada. Y ninguna asignatura promovida
desde el Ministerio de turno, ningún profesor de Instituto que pueda ser
despedido por desmarcarse de lo que se le impone, ninguna Universidad fagocitada
por la ideología en el poder, ningún catedrático universitario temeroso de las
denuncias y quejas (atención a la penetración de la lógica empresarial en la
educación) de sus alumnos, ninguna entidad cuya subsistencia dependa de la
subvención de rigor, van a poder hacer nada por evitarlo. Luego, ¿tiene sentido
mantener asignaturas que no sólo no respetan la verdadera esencia de su materia
sino que incluso llevarán al aborrecimiento, la desilusión, el falseamiento o
la confusión a los alumnos? A mi parecer, algo así es sencillamente perverso.
Algunos
contemporáneos de buena reputación como Jonathan Haidt o Steven Pinker han
confirmado con datos sólidos (si bien no indiscutibles) en la mano aquello que
en Pareto nacía de la observación suspicaz y la cultura enciclopédica: que
nuestras creencias nacen de una irracionalidad genética, social y personal que
revestimos de razones contundentes y con vocación de absolutas por las que
somos capaces de, llegado el caso, dejar de hablar a un hermano o incluso de
estrellar un avión lleno de pasajeros contra una torre repleta de inocentes.
Ahora también se ha decidido aniquilar a la filosofía en nombre de las
perspectivas laborales —ya saben: España convertida en un débil conglomerado de
fracciones donde los ciudadanos se dividan, por géneros, entre camareros y
putas, a modo de felpudos humanos, postrados al servicio del turista dadivoso—
o por lo menos reducirla a animal de compañía del poder en nombre de unas
certezas tan irregulares como las que pueda haber del sexo de los ángeles.
Estamos hablando, por supuesto, del género de los imbéciles. Del negocio de los
políticos. Y del Panóptico de
Bentham.
En la Política y en la Ética, esos dos libros de apuntes tomados de las lecciones de
Aristóteles, se encuentra contenida la base para una vida recta y para una
sociedad justa. El mapa que conduce un camino de mejora constante. Nada de eso
interesa al poder: sólo piensa en favorecer el negocio y en su propia
perpetuación. Para lo que resulta crucial embrutecer al ciudadano: puesto en
manos del hedonismo degradante y de un vacío desasosegante. Presto a ser
llenado con el producto vendido por el acreedor del político: el comerciante.
Cuya nueva mejor amiga es la tecnología que le permite saberlo todo de cada
ciudadano: sus particulares ansiedades consumistas, fácilmente transformables
en muy lucrativas debilidades. Y como colofón, la ciencia a modo de “tonto
útil”: no sabe qué es lo bueno o lo bello ni qué es lo malo o lo feo, aunque
tiene saldo de respuestas para todo lo demás. Así lucen la anti-política y la
anti-ética que terminan de conformar esta forma insólita pero real de tiranía.
¿Cómo puede interesar a nadie el amor a algo tan gratuito como la sabiduría
cuando todo funciona por interés? No hace falta que sean escépticos: ya no existen
razones para creer. Apenas si las hay para pensar.
Sin embargo, el
mundo persiste; la realidad continúa, ciega, su andanza; y, por lo tanto, no
hay lugar para renunciar a aquello que Eugenio Trías llamaba “la funesta manía de pensar”. Y como bien
sabía el propio Trías, eso pasaba por meditar acerca de nuevas formas del arte
como el audiovisual: al que le dedicó en 2013 su último libro, cuando la
enfermedad ya estaba muy avanzada. El vacío dejado por él en la filosofía
española ha sido imposible de llenar.
En 2022 se cumple
un siglo de la publicación de dos obras fundamentales que, todavía a día de
hoy, marcan la dicotomía en la que se mueve la crítica cultural: estamos
hablando de La tierra baldía de T.S.
Eliot y del Ulysses de James Joyce.
De modernos y de posmodernos: aquello que Eco llamaba “apocalípticos e integrados”. Podemos cifrar en 1922, con la
publicación de ambos textos, el nacimiento de dicha querella. Un escritor
norteamericano exiliado en Inglaterra y centrado en reivindicar a los autores
de la alta cultura que, a partir de entonces, resultará arrollada por la
cultura de masas. Otro escritor, un irlandés exiliado primero en Trieste y
luego en París pero cuya herencia cristalizará, además de en Beckett, en un
grupo norteamericanos —Gaddis, Barth, Pynchon—; que escribe una versión muy
corpórea y más que escatológica de la Odisea
mostrando un eclecticismo estilístico, un escepticismo metafísico y un
humor paródico que marcarán el devenir de los nuevos tiempos. Que nadie se
engañe: todo escritor contemporáneo sigue estando obligado, si realmente se
toma la literatura en serio, a escoger entre uno de esos dos modelos: de 1922 a
2022. Eliot o Joyce. De eso se trata.
La idea de la
civilización occidental de los modernos, como Eliot, está basada en buena
medida en un libro clásico de la crítica cultural como es La Decadencia de Occidente de Oswald Spengler. Se trata de una obra
mayúscula y plagada de aciertos en su, por ejemplo, aproximación a épocas como
el barroco, y cuya ambición, sobre todo, es muy superior a la de los críticos
culturales posmodernos en sus trabajos, quienes son mucho más tendentes a lo
especializado, lo concreto y lo específico; justo al contrario de lo que sucede
con, precisamente, los novelistas posmodernos que, desde William Gaddis y John
Barth en adelante, proponen revisar el pasado histórico y cultural a través de
obras narrativas tan ambiciosas como lo pueden ser, respectivamente, Los Reconocimientos o El plantador de tabaco.
Volviendo a
Spengler y a su gigante monumento del pensamiento cultural, La Decadencia de Occidente tiene, como
toda obra, una serie de rasgos puramente ligados al pensamiento imperante en su
tiempo que lastran la obra y nos muestran serias flaquezas que el lector actual
del libro no puede desdeñar. Y ahora que se han cumplido los cien años de su
publicación original (1918), es el momento de ahondar en ellas para poder
superar las tesis principales del libro pero también para ver sus aciertos, así
como la enormidad de su empresa, perfectamente delimitados en su medida exacta.
La tesis central
del libro de Spengler queda bien resumida por el sociólogo Amando de Miguel: “Considera que las civilizaciones tienen una
cuasi vida biológica, por lo que su eventual decadencia se encuentra programada
por la evolución”. Cualquiera que esté al tanto de lo que ha ocurrido en
Afganistán en los últimos meses podrá corroborar que, en cierto sentido, el
diagnóstico de Spengler era inapelable y que, en efecto, estamos en la fase
final de esa decadencia política occidental dentro del juego geopolítico que
dirige las vicisitudes del globo. Sin embargo, ¿hasta qué punto eso es cierto
en un mundo donde la libertad personal, el individualismo filosófico y, sobre
todo, el ideal artístico siguen siendo las señas de identidad occidentales que
los ciudadanos de otras latitudes quieren importar para sí? Alexandre Kójeve,
Francis Fukuyama o el recientemente fallecido Antonio Escohotado han mostrado
una teoría radicalmente opuesta a la de Spengler: que Occidente nunca ha estado
mejor que ahora. Simpaticemos más con los liberales o con los reaccionarios, lo
más probable es que Spengler tuviera mucha más altura de miras, a pesar de sus
múltiples errores, que el hegeliano Kójeve y todos sus epígonos mediatizados
juntos.
Decía el gran
Gilbert Keith Chesterton que “la
literatura es un lujo, la ficción una necesidad”; una frase que, todavía
hoy, a más de un “cultureta” —de esos que no entienden que ahora se consuman
series como antes se consumía literatura— le hará arquear una ceja. Y es
precisamente por eso por lo que en este artículo se pretende revisar, con
humildad, renunciando a todo atisbo de aparato académico y con una vocación
plenamente divulgativa de plantear preguntas y abrir debates, una cuestión que
he dado en llamar, irónicamente, “la querella entre los modernos y los
posmodernos”, adaptando, con ello, un viejo lema —que a su vez da origen, según
parece, al término “vanguardia”— que sigue siendo válido en nuestros días: se
trata de un título normalmente atribuido a Charles Perrault, si bien el debate
es anterior, y cuya enjundia se puede resumir con la siguiente cita de Fernando
Savater: “Los adversarios son quienes
creen en la superioridad de los grandes autores del pasado sobre los del
presente frente a los que sostienen la primacía opuesta”. Entonces como
ahora, de eso se trata.
Ante todo aquel que
quiera hacer crítica cultural en nuestro tiempo se abren cuatro posturas bien
diferenciadas entre sí: 1) Un rechazo generalizado de los productos contemporáneos
al considerarlos fruto de una época “degenerada” (atención a las reminiscencias
nacionalsocialistas en lo estético del término): lo que llamaremos “crítica moderna”;
2) un ánimo revolucionario en lo formal al considerar que toda escuela
establecida es “burguesa” y “retrógrada” (atención a las reminiscencias
marxistas en lo estético del término): lo que llamaremos “crítica vanguardista”;
3) un revanchismo que pretende dar voz a las minorías supuestamente silenciadas
a lo largo de la historia al tiempo de poner, a través de la deconstrucción, en
un lugar central las sensibilidades tradicionalmente situadas en el
extrarradio: lo que Harold Bloom llamó, con acierto, “la Escuela del
Resentimiento” (atención a las reminiscencias infantiles en lo moral del
término); 4) y una exploración del presente a través de la revolución
tecnológica y, sobre todo, de la cultura popular, basada principalmente en una
visión totalizadora de la novela como arte y como forma de conocimiento: una
parte muy concreta de la posmodernidad y su crítica cultural (atención a las
reminiscencias anglosajonas del término).
La novela
posmoderna debe ser, en palabras de Jameson, “índice y síntoma de su tiempo” porque “toda posición posmoderna en el ámbito de la cultura es, también y al
mismo tiempo, necesariamente, una toma de postura implícita o explícitamente
política sobre la naturaleza del capitalismo actual”. Hablamos de forma de
conocimiento al hablar de la novela porque se trata de un análisis
impresionista, fruto de la destrucción de las distintas comunidades, que ha
renunciado a saber la verdad intersubjetiva —como consecuencia, tal y como
apunta Jean Gebser, a un proceso derivado del desarrollo de la perspectiva en
el Arte del Renacimiento— para preferir explorar, a cambio, la realidad desde
unos presupuestos estéticos que han abandonado el ideal mimético para mejor
indagar en ese simulacro inabarcable en el que se ha convertido nuestro tiempo.
Una forma de arte que parte desde su fundamento de la muerte de la filosofía
como saber de segundo grado y del fracaso del pensamiento dialéctico para
ahondar en la realidad histórica.
La crítica
literaria no deja de ser un ejercicio de “acción social” (Weber) en la que un
“ungido por la tribu”, el crítico literario, desmenuza una obra que ha sido
previamente seleccionada por algún rasgo de interés, para ponerla a
disposición, a modo de recomendación, al gran público, después de haber
destacado, en caso de haberlos, sus valores particulares al tiempo de haber
trazado, de forma muy sintética, los rasgos imprescindibles de lectura o de
visionado (dependiendo si se trata de un texto o de un filme) para una mejor
comprensión de la obra. Se trata de una concepción aristocrática o moderna que
choca con la sociedad digitalizada donde, a través de blogs o canales de
Youtube, todo consumidor (atención a las connotaciones del término) de cultura
es un crítico de cultura en potencia.
Sin embargo,
hablando en términos cualitativos y no cuantitativos, puesto que esa será
siempre la baza de los aristócratas de la cultura, los mejores críticos que he
leído son modernos y uno tiene la sensación, al enfrentarse a cualquiera de sus
reseñas, de que hacen de cualquier pieza breve de prensa algo lo más parecido
posible a una obra de arte minúscula pero bella: algo así como un lejano eco de
la obra ensalzada; me estoy refiriendo, por supuesto, a esa estirpe de autores
que, como Cyrill Connolly o Edmund Wilson, dominaban la crítica literaria como
pocos lo han hecho antes o después. Sin embargo, al leer a estos dos gigantes
de la lectura, la reflexión literaria y la escritura en prensa, siento la
presencia de un abismo enorme que separa los preceptos desde los que ellos leen
y entienden la literatura a los preceptos desde los que yo (o cualquier
coetáneo mío) lo hago. No por voluntad: se trata de una constatación impotente
pero realista.
El problema reside
en que no se trata sólo de que una gran parte de la crítica cultural y de la crítica
literaria de nuestro tiempo siga anclada en preceptos de otra época, sino que
ese tópico de que “vivimos en tiempos de
decadencia artística” —que, aclaro, es cierto hoy, pero que también es
cierto desde los tiempos de Cicerón porque es inherente a todo humanista
considerarse el último de su estirpe—, ha arraigado también en otras muchas
capas de la población, como bien supo señalar hace años Vicente Verdú: “Muchos profesores actuales, muchos de los
mejores de nuestros intelectuales y escritores mayores de 50 años se obstinan
ciegamente en que la cultura de verdad se halla en el pasado y no en este
presente bárbaro. Como consecuencia, en lugar de ponderar los elementos de una
nueva cultura y del todo indiferentes a la posibilidad de que la cultura vigente
sea cultura, aunque distinta, zanjan el asunto diagnosticando una terrible
plaga de incultura”.
Y no sólo se trata
de pseudo-milenarismo, como podría calificarse con cierta condescendencia, de
un Spengler que acababa de padecer, en calidad de europeo, las consecuencias de
la Primera Guerra Mundial y la subsecuente desaparición de lo que Stefan Zweig
denominó como “el mundo de ayer”;
tampoco es que se haya demostrado como fallido a pesar de las dos terribles
Guerras Mundiales que supusieron la inmolación de Europa y, con ello, de la
muerte de todo un mundo cultural para que el relevo de la hegemonía mundial lo
recibieran los Estados Unidos, cuyos parámetros culturales eran otros bien
distintos y mejor adaptados a las nuevas circunstancias. Sino que esa tesis
darwinista —pensemos en Zola o en Comte para entender la penetración del
positivismo en la cultura— de que las civilizaciones siguen procesos de vida
compuestos de un nacimiento, un desarrollo, un auge, una decadencia, una
senectud y finalmente una muerte, a la manera de los organismos vivos; la que
creó escuela al entrar en contacto con ese pensamiento antes citado, presente
ya en Cicerón o en Petrarca, de que todo humanista es siempre algo así como el
último humanista resistiendo en la trinchera del pensamiento frente a un mundo
de analfabetos más o menos funcionales que han decidido darle la espalda: algo
que no es tan lejano, como digo, puesto que se encuentra presente, desde el
título, en un ensayo reciente que tuvo cierta difusión en España: Adiós a la Universidad: el eclipse de las
humanidades de Jordi Llovet.
La generación
inmediatamente posterior a Spengler recibió su obra magna como una especie de
Biblia (¿un nuevo Apocalipsis salido
de la pluma de un Juan de Patmos hodierno?) para descifrar mejor el mapa
mundial posterior a la Primera Guerra Mundial. Y es en ese contexto en el que
hay que enmarcar la publicación de dos obras clave del pensamiento moderno: La tierra baldía, publicado en 1922 por
el poeta y ensayista T.S. Eliot; y La
deshumanización del arte, aparecido en 1925, cuyo autor es el filósofo
español y experto en estética José Ortega y Gasset. Aunque el apelativo pueda
resultar simplificador y del todo inadecuado, podemos decir que ambos textos
fijan, cada uno desde una forma distinta de manifestar el pensamiento (por la
imaginación o por la dialéctica; respectivamente), una visión “aristocrática”
del arte que lee el desarrollo de la cultura dentro de ese marco histórico
concreto del período de entreguerras desde una perspectiva de “decadencia”
absoluta. Y su escuela “moderna”, que antes hemos calificado dentro de una
agrupación que entiende cuatro formas distintas de realizar la crítica
cultural, sigue plenamente viva. De nuevo Savater nos ayuda a actualizarla: “La maniática reverencia por autores de
siglos pasados cree que ellos nos brindaron soluciones eternas a los problemas
y se parece a la fe de quienes encuentran en la Biblia todas las respuestas”.
Y llegados a este
punto es cuando entra en discordia un tercer texto, bastante posterior: El canon occidental (1994), de Harold
Bloom, que pretende fijar, tomando a Shakespeare como epicentro, las obras más
influyentes y determinantes de todos los tiempos a modo de esa “Biblia”, en
palabras de Savater, donde encontrar “todas las respuestas” así como esas
esquivas “esencias perdidas” que tanto gustan a los “románticos”, “decadentes”
y “hastiados” de todo signo, tiempo y condición. Por supuesto, la aparición de
las vanguardias y la continuidad de los simbolistas —dos posturas en muchos
casos condenadas a confluir—, solo hacían que armar de argumentos a los
críticos modernos de la cultura. Por eso encontramos textos como éste de Ortega
sobre la intrascendencia del arte en su ensayo La deshumanización del arte: “Para
el hombre de la generación novísima, el arte es una cosa sin trascendencia. Una
vez escrita esta frase me espanto de ella, al advertir su innumerable
irradiación de significados diferentes. Porque no se trata de que a cualquier
hombre de hoy le parezca el arte cosa sin importancia o menos importante que al
hombre de ayer, sino que el artista mismo ve su arte como una labor
intrascendente. Pero aun esto no expresa con rigor la verdadera situación.
Porque el hecho no es que al artista le interese poco su obra y oficio, sino
que le interesa precisamente porque no tienen importancia grave y en la medida
que carecen de ella. No se entiende bien el caso si no se le mira en
confrontación con lo que era el arte hace treinta años y, en general, durante
todo el siglo pasado. Poesía o música eran entonces actividades de enorme
calibre; se esperaba de ellas poco menos que la salvación de la especie humana
sobre la ruina de las religiones y el relativismo inevitable de la ciencia. El
arte era trascendente en un doble sentido. Lo era por su tema, que solía
consistir en los más graves problemas de la humanidad, y Io era por sí mismo,
como potencia humana que prestaba justificación y dignidad a la especie. Era de
ver el solemne gesto que ante la masa adoptaba el gran poeta y el músico
genial, gesto de profeta o fundador de religión, majestuosa apostura de
estadista responsable de los destinos universales”.
La solemnidad y el
aura religiosa-doctrinal son algunos de los rasgos ínsitos al crítico cultural
moderno: algo completamente opuesto a lo que sucederá con el crítico cultural
posmoderno, más cercano al personaje marginal o estrafalario que al poderoso.
Para el crítico moderno, la cultura es literalmente la liturgia desacralizada
de una sociedad secularizada. Es por ello que, recluidos en su torre de marfil,
los Eliot y los Ortega de nuestros días, solo sepan lanzar suspiros desde las
alturas porque tanto en la poesía —que siempre lleva aparejada una visión
religiosa del mundo—como en la filosofía —hija durante siglos de la teología y
vacía de contenido con la llegada de un tiempo “líquido” donde, como
anunciaran, Marx y Engels, “todo lo
sólido” ha quedado “disuelto en el
aire” y “todo lo sagrado es profanado”—;
se ha producido una suerte de muerte, sí, que encaja muy bien dentro de los
parámetros limitados por Spengler. También ha ocurrido así, en buena medida, en
la pintura, en la música y hasta en un arte tan reciente como el cine, que se
ha agotado muy rápido al explorar en apenas cien años todas sus posibilidades
(muy limitadas también por el formato). Sin embargo, la cultura no ha terminado
de desarrollarse en nuevas formas (lo pop,
los subgéneros como el pulp, la
ficción televisiva) ni en formas tradicionales como la novela que, tal y como
la desarrolló Cervantes, contiene en su interior una mezcla de innovación y de
tradición; de nacimiento y de muerte; que no podemos ignorar.
Los críticos
culturales que piensan desde un paradigma aristocrático o moderno viven en la
paradoja producida por el hecho de que sigue habiendo manifestaciones
artísticas y de que la vida cultural sigue produciendo obras de valía; es
cierto que eso ocurre de manera cada vez más infrecuente, como se ha apuntado,
en música, en pintura e incluso en teatro o hasta en cine (forma de arte, esta
última, con la que dichos críticos suelen tener sus reservas, puesto que, o no
les gusta, o su gusto se limita al período silente, al Hollywood Clásico, o al
“cine de autor” experimental europeo; rechazando de plano, siempre, casi todo
el cine posterior); pero sí que encontramos grandes obras artísticas en nuestro
tiempo bajo la apariencia de novelas.
Muchos de los
críticos modernos de la cultura desprecian la novela, apenas la leen en
comparación con, precisamente, la lírica o la filosofía, y se recrean
estudiando autores de hace un siglo aproximadamente para, del mismo plumazo,
descartar toda producción (atención a las implicaciones del término) artística
posterior… En otras palabras, que descartan la realidad de una manera tan
displicente como contundente; tan caprichosa como inamovible; al tiempo que
desconocen por completo (suelen ser profesores universitarios: eso lo explica
todo) el producto cultural que más genuinamente habla de nuestro tiempo: cierto
tipo de ficción posmoderna. Eso por no mencionar otros subproductos populares
como la literatura y el cine “de género” (es decir, el noir, el terror, la fantasía, el western, la ficción especulativa o el thriller) o la ficción televisiva; puesto que lo popular es para
ellos siempre aberrante: y de esa concepción tan alejada de la realidad como
anacrónica vienen estos lodos… Sin embargo, ¿puede alguien que haya leído
aunque sea a un porcentaje mínimo de los grandes novelistas de nuestro tiempo
defender que no nos encontramos en una época tan fecunda, en lo que a creación
de ficción novelesca se refiere, como lo fue el siglo XIX? Puedo escuchar los
tambores de guerra retumbando: es el tam-tam tribal de los estetas.
Por lo tanto,
decretar que la cultura occidental ha muerto, que sus grandes creaciones han
acabado y que, en consecuencia, solo pueden ser estudiadas en el pasado, es
enfrentarse a la paradoja constante de que el arte de la novela, aquello que
Kundera llamó con acierto e ironía “la
desprestigiada herencia de Cervantes”, sigue creciendo y evolucionando,
desde su piedra de toque, situada en la publicación del segundo volumen de El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha hasta nuestros días; e integrando, como ningún otro arte puede, la
totalidad de la realidad, para mejor permitir su comprensión global, a través
de la introducción de múltiples lenguajes: economía, tecnología, ciencia,
sociología, etcétera; al tiempo que aquello por lo que el sujeto contemporáneo
se entiende a sí mismo, a los demás y al mundo que le rodea: la cultura
popular; sin despreciar, por ello, todo el arte del pasado, que seguramente en
su tiempo fue también cuestionado, pero que hoy consideramos, con acierto, como
un valor incontestable y digno del mayor de los respetos.
Los posmodernos son
—somos, nos guste más o menos; lo aceptemos con gusto o lo rechacemos con
virulencia— hijos bastardos de la modernidad (pero con lo popular) y de la
vanguardia (más sin la política), que se revelan, como ya hicieran su
antecesores, contra la propuesta mimética del realismo a la hora de conocer y
representar la realidad; al tiempo de aunar la propuesta rupturista en lo
lingüístico de los modernos (piensen en Joyce) y la propuesta radical en lo
formal (piensen en Breton) de los vanguardistas. La ironía es su única escuela
de filosofía.
Mientras que la
crítica cultural moderna lleva cien años estancada en los postulados históricos
de Spengler y en los culturales de Eliot y de Ortega; los narradores
posmodernos llevan, desde mediados de los años 50 —Los reconocimientos de William Gaddis es del año 1955, El plantador de tabaco de John Barth es
de 1960 y V de Thomas Pynchon es de
1963— en adelante, esto es, justo cuando la sociedad de consumo empezaba a
señalar su verdadero rostro y autores tan variados como Jorge Luis Borges,
William Gass, Italo Calvino, Georges Perec, Witold Gombrowicz, Samuel Beckett,
Vladimir Nabokov o John Fowles, entre otros, renovaban la ficción literaria
para siempre, desarrollando formas nuevas de ficción y estilos literarios poco
convencionales, a modo de variaciones cervantinas en constante diálogo con los
cambios incesantes de una realidad que ha ido transfigurando su efigie a un
ritmo cada vez más vertiginoso. Porque los narradores posmodernos han tenido
que tomar conciencia, por medio del análisis y de la interpretación, del estado
de la ficción inmediatamente anterior a ellos y de su particular relación con
la realidad de su tiempo. El resultado de ese trabajo de pensamiento crítico
han sido algunas de las mayores obras literarias de ficción que ha dado el
siglo XX.
Fue precisamente
Eliot el que escribió, al inicio de sus Cuatro
Cuartetos, que: “El tiempo presente y
el tiempo pasado/ Acaso estén presentes en el tiempo futuro/ Y tal vez al
futuro lo contenga el pasado./ Si todo tiempo es un presente/ eterno/ Todo
tiempo es irredimible”. Solo que en su pensamiento estético y en sus textos
de crítica literaria prefirió vivir encerrado en su Torre de Marfil a ser
consecuente hasta el final con sus ideas.
A pesar de que,
para Eliot, “Hay que insistir en que el
poeta debe desarrollar o procurar ser consciente del pasado y que debe seguir
desarrollando esa conciencia a lo largo de toda su carrera”, lo que parece
abrir la puerta a la variación del Arte en sus distintas manifestaciones, la
esterilidad espiritual que el poeta diagnostica a una época decadente resulta
determinante; y, por lo tanto, ya solo queda esperar la Segunda Venida, pues no
cabe ya otra forma de espiritualidad ni, por consiguiente, de arte, en nuestra
época: “En la hora violeta, cuando los
ojos y la espalda/ se alzan del escritorio, cuando el motor humano/ aguarda
como un taxi palpitando en la espera,/ yo, Tiresias, aunque ciego, palpitando
entre dos vidas,/ viejo, con arrugados pechos de mujer, veo,/ en la hora
violeta, la hora de la tarde que conduce/ al hogar, y devuelve a casa al
marinero,/ la secretaria ya en casa a la hora del té, recoge el desayuno,/
enciende la estufa y abre las conservas./ Tras la ventana, peligrosamente
tendida,/ la lencería tocada por el último sol,/ sobre el diván (su cama en la
noche) se apilan/ zapatillas, corsés y camisones. Yo, Tiresias, viejo de
pezones/ arrugados,/ vi la escena, y predije lo demás;/ yo también aguardé al
huésped esperado”. Esperar lo imposible: esa es la actitud del
apocalíptico; regodearse en lo inevitable: propone, a cambio, el integrado.
Quizás esa
contradicción de Eliot pueda verse mejor a través de unos versos del poeta
Rubén Darío, que escribió “La torre de marfil
tentó mi anhelo,/ quise encerrarme dentro de mí mismo/ y tuve hambre de espacio
y sed de cielo/ desde las sombras de mi propio abismo”. Sin embargo, esa
parece ser una experiencia vital y, sobre todo, una experiencia artística, muy
del gusto de los ya citados “decadentistas”, “románticos” y “malditos” que en
el mundo son, han sido y sin duda serán… Pero, como dejó testimoniado Gustave
Flaubert en una carta, al final resulta imposible vivir así sin caer en el
esperpento de la auto-parodia, la salida total de la realidad (por parte de
alguien que, paradójicamente, suele creer conocerla más a fondo que nadie) o del
anacronismo más forzado, manierista y anacrónico que quepa concebir: “Siempre he intentado vivir en una torre de
marfil; pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza derribarla”.
Los que consideran la cultura popular como un tipo de ponzoña, estarán de
acuerdo en que al final la barrera cede y el oleaje termina por elevarse.
El crítico cultural
y excelente novelista Juan Francisco Ferré, ha sabido señalar con acierto dos
influencias insoslayables en la obra de Eliot que debemos tener en cuenta para
conocer esa contradicción que encontramos en su obra: la de considerar que el
arte del presente es genuinamente distinto al del pasado, al tiempo que
rechazar casi de plano todo el arte del presente para refugiarse en el arte del
pasado: el poeta y crítico literario Ezra Pound; y la obra en torno a la
religión compilada bajo el título de La
rama dorada que desarrolló a finales del siglo XIX el filósofo James George
Frazer. Porque una forma de entender el arte altamente basada —pero sin el
radicalismo político— en los postulados de Pound y una forma de entender la
religión basada —sólo que desde la óptica católica— en los postulados de
Frazer, ha terminado de marcar la manera característica de entender la
espiritualidad y el arte en la que han quedado detenidos las ideas religiosas y
estético-literarias de los modernos. Cualquiera que entienda la existencia
desde unos parámetros no-materialistas —e incluso también algunos de los que sí
lo hacen—, comprenderá que las ideas sobre arte no pueden desarrollarse de
forma plena sin que se produzca la intersección en algún punto con la
sensibilidad espiritual. Para mí, corro a aclararlo, la literatura no es más
que un recipiente textual del espíritu.
El mexicano Roger
Bartra escribe sobre la relación entre modernidad y posmodernidad a través de
Eliot que “La tierra baldía sirve para
describir la crisis que va fracturando la modernidad durante el siglo XX hasta
alcanzar la tierra baldía de la posmodernidad porque la posmodernidad ha sido
menos beligerante con su pasado inmediato que la modernidad con el suyo”.
No podemos olvidar tampoco que Eliot es quien introduce el término de “hombres huecos” que, en buena medida,
presiente y anticipa el desarraigo y la alienación de un “sujeto boscoso” (Vicente Luis Mora) cuyas “identidades permanecen en la niebla” (Fernando Broncano). Porque,
quizás (y sólo quizás), el gran tema de la novela posmoderna sea un desarraigo aparente
que esconde en el fondo el mayor de los arraigos posibles con un mundo donde “todo está conectado” (David Mitchell):
una perspectiva que abre nuevas y fértiles concepciones del ser donde el yo pueda expresar de nuevo su relación con la trascendencia a
través de una pulsión espiritual más fuerte que el más cacareado de los
materialismos.
La tecnolatría, esa
excesiva filia tecnológica que, actualizando el positivismo racionalista
imperante durante décadas, pretende superar el humanismo poniendo al hombre al
servicio de la máquina (en lo que ya estamos) más que a la máquina al servicio
del hombre, es fruto de un proceso social global en el que todos acabamos inmersos
en mayor o menor medida; pero no puede, por ello, ser la excusa para caer en un
pensamiento anti-metafísico —partidario del “fin de la historia”, de la “muerte
del sujeto” y de la disociación entre “significado y significante” ad infinitum—, surgido del fracaso
cultural que fue el Mayo del 68 parisino; y que niegue además la más alta
aspiración del hombre para condenarnos de manera permanente, en su lugar, a
aquello que George Steiner calificaba de “nostalgia
del absoluto”.
Con Kafka murió, en
literatura, el Dios bíblico distante, silencioso y cruel que apenas unas
décadas después “dejó morir”, a su vez, a aquel que era considerado “su pueblo
elegido” en Auschwitz. Es decir, que las religiones tradicionales han quedado
desligadas, si es que alguna vez pudieron estar alineadas, con la literatura;
piensen en autores como José María Gironella o Francois Mauriac, si no me
creen. Detrás de la literatura, como ocurre en todo arte, no hay una cuestión
ideológica sino algo más profundo aún: una cuestión teológica; y, por lo tanto,
de lo que se trata es de abrir la expresión literaria a un Dios personal, algo
semejante al Cristo interior de Jesús de Nazaret, que nos permita ahondar en la
espiritualidad del hombre moderno. Precisamente podemos considerar como algo
genuino de nuestro tiempo y de la literatura más eminentemente contemporánea la
aparición de un tipo de mística que podemos llamar “negativa” por su
aproximación a lo divino a través del pecado (véase: Martin Scorsese), aquello
que resulta más mundano e incluso grotesco (véase: Paolo Sorrentino) o a través
de lo que sencillamente estamos tentados de llamar, según los criterios
artísticos de otro tiempo, basura (véase: James Ellroy). Si la posmodernidad se
basa en la pulverización de toda barrera o etiqueta creativa imaginable —lo
anti-normativo por excelencia—, una espiritualidad encuadrada en ese marco
artístico debe correr pareja a esa ausencia de reglas para poder permanecer
mejor en una transgresión infatigable contra lo dogmáticamente establecido.
Sin embargo,
tampoco la senda de lo posmoderno nos ha brindado ningún fruto concluyente, ni
mucho menos definitivo, en ese sentido. Es más, la mayoría de las veces ha
desembocado en palabrería mistificadora y hueca: la propia de la New Age y de tantas otras aberraciones
intelectuales igualmente indigentes. De la ausencia de dogmas a la ausencia de
límites hay apenas un paso: el que normalmente se tiende a dar, con más o menos
conciencia de ello. Si queremos abolir las jerarquías manteniendo un cierto orden,
¿cómo justificar dicha mediación en el caos? ¿De qué manera podemos evitar que
esa jerarquía termine por resultar tan dogmática y aristocrática como la
anterior, que se quiso extirpar con tan buenas intenciones y tan justas
razones? Quién no es relativista, acaba siendo rígido. Y vuelve a empezar otra
vez. De eso se trata.
El relativismo
cultural, como se encarga de recordarnos David Alvargonzález, defiende que “todos los sistemas culturales son
intrínsecamente iguales en valor” porque “toda pauta cultural es intrínsecamente tan digna de respeto como las
demás”. Una falacia de peligrosas consecuencias en muchos terrenos, como
cuando se habla de las manifestaciones artísticas donde el relativista, muchas
veces indiferenciable del posmoderno, diría algo así como que todo producto
cultural contemporáneo es bueno, independientemente de su calidad comparativa,
sólo por ser actual y, por lo tanto, propio de una cultura en convivencia con
las nuevas tecnologías y los últimos cambios sociales. Es decir, una vagancia
intelectual de la que viven, todo sea dicho, muchos profesores universitarios
que han optado por especializarse en la obra de algún escritor amigo al tiempo
de atrincherarse en posiciones semejantes por mera desidia o esnobismo, cuando
no por ignorancia. Todo es estupendo para el caradura hasta que un familiar o
un amigo terriblemente enfermo cae en las garras de la medicina alternativa y,
ah, por cosas del relativismo, acaba bajo tierra. Porque ni siquiera el terreno
de la sacrosanta ciencia se ha librado del derribo.
Cierto es que al
final la realidad se impone, aunque haya ideologías que por ley la quieren
refutar. Algo del todo absurdo. Pero la negación de la realidad o de la verdad
es, gracias al capitalismo, un asunto apenas relevante mientras se siga
consumiendo: usted compre compulsivamente, se nos dice, y luego crea en lo que
quiera. Profese la devoción consumidora que mejor le parezca: lo que importa no
es tanto la verdad como que a final de mes produzca beneficios en la empresa.
Al mundo hemos venido a cuestiones importantes como a aprovechar el tiempo
laboralmente y no a asuntos secundarios como conocer la verdad, alcanzar la
sabiduría o tratar de filosofar sobre la realidad: una postura vital que
consideramos “práctica”; y una conclusión que se puede extender, a pesar de sus
consecuencias humanas a modo de “daños
colaterales”, a la dialéctica de Estados: usted puede maltratar a sus
ciudadanos, si esas son sus costumbres locales, con tal de que me brinde el
producto acordado a cambio del precio estipulado: ¿alguna vez se ha preguntado,
querido lector, de dónde sale el coltán con el que los jóvenes acceden a
Internet para sus “clases digitalizadas”? Claro está que así resulta imposible
del todo enseñar filosofía en bachillerato: cuando todo el mundo que rodea a
tus alumnos, incluido el propio material empleado en clase, conspira tenazmente
por desmentirte una vez y otra.
La realidad como
experiencia intersubjetiva es científicamente indemostrable, según los popes de
la (meta)física cuántica, y el futuro más inmediato está sometido a una
incertidumbre incalculable, como se encargan de recordarnos aquellos inmorales
que han decidido ampararse en ello para practicar la manipulación de la
realidad (informativa, por ejemplo) o para escudarse tras la inevitable
incertidumbre cuando han pecado de falta de previsión (y los demás debemos
pagar las consecuencias). Sin embargo, seguimos valiéndonos de ella para vivir:
con la tecnología, con nuestros proyectos de cada día, cuando nos vamos a
dormir por la noche esperando encontrar intacta la apariencia de la habitación
que hemos dejado a oscuras.
Tentativas como las
de Thomas Kuhn y su idea de que el consenso de una mayoría puede ejercer
momentáneamente de verdad; o la de Karl Popper defendiendo las verdades
provisionales que mañana pueden quedar desmentidas aunque ahora valgan para un
apaño; han terminado por ser manipuladas con mala fe, como explica David
Alvargonzález, por los relativistas culturales: “En este mismo sentido, no hay que olvidar que las filosofías de Kuhn y
de Popper han sido muy celebradas por los anticientíficos, los relativistas culturales
y los filósofos posmodernos porque de ellas deducen que es legítimo desconfiar
de la universalidad de las verdades científicas (lo cual les evita, de paso,
tener que dedicar mucho tiempo a estudiar esas ciencias)”. Un caso similar,
desde otro ámbito, lo encontramos en el pragmatismo de Rawls para el mundo
jurídico y político, que igualmente ha demostrado su ineficacia y su vaguedad
en no pocas situaciones.
Si el relativismo
posmodernista y falto de asideros estáticos en lo moral o en lo estético puede
justificar, llegado el caso, una mutilación genital femenina; también puede
justificar, cambiando de tercio, la entrada de excrementos enlatados a un museo
o la presencia de un pianista con los brazos cruzados durante cinco minutos
frente a un piano sin tocar una tecla porque, en palabras del ocurrente autor
de dicha performance, “todo lo que hacemos es música” y, por lo
tanto, todo lo que realizamos puede convertirse, sin técnica o esfuerzo alguno,
en arte, cultura, filosofía o lo que se quiera en cada caso. Y de un valor en
ningún caso menor al de las grandes obras del pasado, por supuesto, siempre que
el mercado y su juego de pujas así lo estipule: contando con el beneplácito de
los críticos más actualizados (atención a las implicaciones del término). La
ambición de los idiotas siempre es desmesurada en inversa correspondencia a sus
capacidades reales: algo que solo se puede ver agravado si encima el idiota de
turno dispone de una imponente fortuna para crear o comprar obras de arte.
Cuando nada significa
nada, todo puede convertirse en todo: así es siempre la lógica de la
publicidad, independientemente de la calidad del producto (atención a las
connotaciones del término). Todo intento anti-autoritario que se propone
rescindir las normas anteriormente impuestas puede acabar siendo de lo más
autoritario: sobre todo cuando se ve obligado en la práctica a extender al
resto de la sociedad su anti-autoritarismo. El principio que reza que todos los
principios mienten y, con ello, quiebra toda posibilidad de pensamiento
mínimamente riguroso o con pretensión de universal. Lo que nos lleva de vuelta
a la filosofía como disciplina y su desaparición (o no) del sistema educativo.
Tiempo atrás, el
acceso a la información se producía verticalmente: por escalas y dentro de un
cuadro social prácticamente incuestionable; en nuestro tiempo, la información
es penetrada horizontalmente pero su volumen es infinitamente más abundante y
complejo: el problema reside en seleccionar mucho más que en adentrarse. Eso
que en principio parecería favorecer una participación más igualitaria en el
mundo del conocimiento ha redundado, en buena medida, en una tecnocracia donde
los amos de la información ya no lo son por situarse arriba en el reparto, sino
por conocer el camino recto hasta la llegada al puerto donde se desea arribar.
El resultado, sin embargo, resulta idéntico.
La filosofía no es
ni mucho menos inseparable de la democracia pero, por el contrario, la
democracia sí que parece fruto de una sociedad poseedora de filosofía. Por lo tanto,
la desaparición de la filosofía o al menos su condición de cáscara vaciada de
contenido y expuesta como trofeo en Institutos y Universidades sólo demuestra
que, igual que no lo se enseña en las aulas no es filosofía a pesar de llevar
ese rótulo consigo, tampoco es democracia nuestro sistema actual, sino aquello
que Alexis de Tocqueville denominó, con acierto, como “despotismo dulce”. Aunque a más de uno su “liquidez” le pueda
parecer igualmente amarga.
En palabras de
Tocqueville: “Veo una multitud innumerable
de hombres semejantes e iguales, que se vuelven incesantemente sobre sí mismos
para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenar su alma. La
igualdad ha preparado a los hombres para todo eso, les dispone a sufrirlo e
incluso a mirarlo como un beneficio. Una servidumbre reglamentada, apacible y
benigna bajo un poder inmenso que busca la felicidad de los ciudadanos, que
pone a su alcance los placeres, atiende a su seguridad, conduce sus asuntos
procurando que gocen con tal de que no piensen sino en gozar. El poder no rompe las voluntades, pero las
ablanda, las pliega y las dirige: raramente obliga a actuar, pero se opone sin
cesar a que se actúe; no construye, pero impide nacer, no tiraniza pero incomoda,
comprime, enerva y reduce cada nación a no ser más que un rebaño de animales
tímidos e industriosos, cuyo Gobierno es el pastor”. Es fama que en la
oclocracia, y no digamos ya en la oligarquía, sobra del todo la filosofía.
La filosofía es un
producto de la tradición cultural europea y, más concretamente, de la ateniense
en la Antigua Grecia. Podemos extender a las civilizaciones mediterráneas, en
contraste con los así llamados Bárbaros del Norte (que, curiosamente, han
copado las academias de filosofía a partir de la Reforma y de la Modernidad),
el patrimonio de un modo de pensamiento filosófico. La ideología de género,
cabe recordarlo, cuyo origen es anglosajón y en la que confluyen las sociedades
abiertas liberales, el postmarxismo de carácter freudiano y del socialismo del
siglo XXI, demoniza al europeo como culpable de desastres climáticos, de la
opresión de la mujer y de la colonización de la otredad racial. De tan severo
juicio, que ha dado lugar a una cuestionable desigualdad jurídica puesta en
común con una denominada discriminación positiva, también se deriva una crítica
al modo de pensar filosófico puramente europeo que pudo ser trasladado con
éxito, a partir de la Ilustración, a otros ámbitos geográficos y culturales
como en el caso del puritanismo norteamericano del que nacen las constituciones
y democracias modernas. Por lo tanto, todo queda impugnado: democracia y
filosofía; en su lugar, se instaura el gobierno de unas minorías apoyadas por
los políticos locales y, lo más importante, por las oligarquías plutocráticas
transnacionales que ven la oportunidad de fracturar las sociedades desde el
interior para mejor apoderarse de su soberanía en nombre de una seguridad
sobreprotectora.
Vivimos en un
tiempo de culto, para algunos aspectos fundamentales de nuestra vida, a la
ciencia: ¿Puede acaso la química explicar, como bien se preguntaba Gustavo
Bueno, qué une dos letras? ¿Puede acaso la física responder, como bien se
preguntaba Manuel Carreira, a la existencia de la función poética? Sabemos que
no. Antes de la Ilustración, la Razón y la Fe, dos niveles de la realidad bien
diferenciados entre sí, coexistían perfectamente integrados en un único
sistema. Porque, en palabras de Ernst Bloch, “La razón no podría prosperar sin esperanza, ni la esperanza expresarse
sin razón, puesto que otra filosofía carecería de futuro; y otro futuro, de
filosofía”. En efecto, la historia ha confirmado las consecuencias trágicas
de dicha ruptura: el intento por albergar la utopía, tras millones de muertos
asesinados mecánicamente (atención a las connotaciones del término) por
ejecutores de todo signo y nacionalidad, ha terminado desechando toda ilusión
utópica; exceptuando, por supuesto, a quienes todavía anhelan el sabor de la
sangre. No hay esperanza: todo proyecto de mejora del mundo acabó en el gulag o
en Camboya. No hay cientificismo: todo el poder de la técnica estuvo al
servicio de Auschwitz o de Hiroshima.
Con la Ilustración,
la Razón se elevó (literalmente) a la categoría de divinidad mientras que la Fe
era desterrada. De resultas que, en nuestro tiempo, donde los intelectuales
ocupan el papel antaño reservado a los sacerdotes (Paul Johnson), nos
encontramos ante aberraciones pseudo-filosóficas que niegan la trascendencia,
la razón, la realidad, la verdad y la propia condición humana para imponer, a
cambio, de la manera más dogmática, los dislates y delirios de mayor catadura.
En definitiva, querer desgajar la Razón de la Fe nos ha llevado, lejos de la “racionalización del mundo” de Max Weber,
al irracionalismo y a las peores matanzas de la historia. Y, por supuesto,
también la desaparición de la filosofía por medio de la destrucción de ramas
esenciales del saber cómo, por ejemplo, la lógica. ¿De qué manera se va a
enseñar lógica al alumno cuando lo que se pretende es exacerbar sus
sentimientos desde la más tierna infancia para poder usarlos a conveniencia,
con sus correspondientes réditos electorales, mañana cuando sea parte del
electorado?
Mientras que la Fe
permite conocer más profundamente la realidad a cambio de una creencia en la
suspensión excepcional de las leyes de la naturaleza, las ideologías modernas
niegan la base de la naturaleza y pretenden alterar de raíz la condición humana
para que ambas encajen en sus postulados. Su proyecto consiste en albergar un
hombre nuevo para una realidad diseñada: adánico mito del que se borra todo
rastro de pasado. Los Derechos Humanos en constante ampliación han sustituido,
con el “emotivismo” más exacerbado a modo de banderín de enganche, a la
comprensión de las Sagradas Escrituras como forma de comprensión del mundo
complementaria de la razón. Si Fe y Razón pudieron convivir durante siglos,
Razón e Ideología apenas han podido hacerlo durante un puñado de años: saquen
sus propias conclusiones. O, mejor: miren a su alrededor para mejor observar
las consecuencias.
Si, según Whitehead,
la filosofía occidental es una nota al pie de lo escrito por Platón; cabe
aclarar que Platón realiza su filosofía a modo de comentario a Sófocles. Como también
Aristóteles analizará los elementos comunes a todas las tragedias. Es más, en
el pensamiento semita que termina de conformar, junto a los citados autores,
las bases de la filosofía occidental, primero vinieron los mitos bíblicos como
la historia de Job, y luego los comentarios hermenéuticos de los que ha nacido
la crítica literaria pero también, en buena medida, la práctica de la
filosofía. Es decir, que el así llamado “paso del Mito al Logos” es, pues eso,
un mito: en el peor y más coloquial sentido del término. Lo irracional y lo
racional se funden en un pensamiento arracional, como bien sabía Jean Gebser; y
también como practicaban los griegos en la polis. Recordemos que lo más
importante de la filosofía platónica jamás pudo ser puesto por escrito dado el
desprecio socrático que Platón sentía, frente a la pasión contraria de su
discípulo Aristóteles, por la palabra escrita. Además de que, como bien sabía
Leo Strauss, una cosa es el saber exotérico y otra muy distinta el esotérico.
El error de separar
humanidades y ciencias en el que incluso han caído miembros del gremio de la
filosofía como el marxista Manuel Sacristán que en los años 60 proponía la
eliminación de la filosofía dado el desarrollo de las ciencias: una boutade propia de cualquier ministro
socialista de nuestros días. La filosofía, más concretamente, es la única de
las asignaturas del bachillerato que permite reflexionar sobre las demás y
conectarlas entre sí, sobre todo en lo referido a la literatura, de la que
muchas veces ha sido epígono y comentario: Heidegger leyendo a Hölderlin, que
lee a Sófocles; o Walter Benjamin escribiendo uno de los grandes libros de
filosofía del siglo XX, que versa acerca del arte en el siglo XIX: el Libro de los pasajes. Eso es así: sin
caer en excesivos idealismos, como acostumbran a hacer algunos de los filósofos
más mediáticos de nuestro país e incluso no pocos de nuestros propios docentes.
En palabras de Gustavo Bueno: “¿No
padecen un eclipse de sindéresis los profesores de filosofía que apoyan la
reivindicación de la filosofía en el bachillerato con el argumento de que sin
la enseñanza de la filosofía los españoles no podrán pensar? Desde luego, nos
parece ridículo atribuir a esa educación reglada la responsabilidad de enseñar
a pensar a los ciudadanos, como han argumentado tantos profesores y estudiantes
con ocasión de los debates en torno a los efectos de la LOGSE. La educación no
es un problema de medios sino de contenidos”. Mucho más útil que seguir impartiendo
filosofía tal y como se enseña, sería blindar la educación contra la ideología
de género y sus largos tentáculos estatales.
No podrá haber
libertad de pensamiento mientras las minorías impongan la autocensura, los
delitos de odio y la corrección política con su rodillo cultural y mediático.
Tampoco puede haber filosofía, es decir, cuestionamiento a partir de un
conocimiento previo, cuando hay unos dogmas irracionales impuestos como
verdades incuestionables. ¿Cuántos de los que se quejan por la desaparición de
la filosofía se lamentan porque la filosofía esté, al menos en las principales
academias del mundo, en manos de un pensamiento contra-ontológico y nihilista?
Pocos, muy pocos. Sin una educación de calidad, que mantengamos más o menos
asignaturas de filosofía es intrascendente: no puede existir filosofía si no
hay lugar para el saber. Como mucho, puede mantenerse una pantomima de
simplezas adjudicadas caprichosamente a unos autores o puede ponerse de excusa
para manipular ideológicamente a los jóvenes valiéndose de, precisamente, lo
que ha secuestrado a la filosofía: la deconstrucción incapaz de afirmar nada,
ni siquiera la ética aristotélica de aspiración universal.
Giovanni Sartori
habló de “pospensamiento”; Gilles Lipovetsky se refirió a la “posmoral”; José
Luis Rodríguez García ha escrito acerca de la “postutopía”; y Richard Rorty
identificó una “posfilosofía”. Sin embargo, más allá del uso de etiquetas que
indican más en qué momento de la historia no estamos que en qué momento
estamos, resulta evidente la tentación adoctrinadora que desea subsumir la
filosofía: en nombre del capitalismo como mercado omnipresente, de la
democracia como sistema político, de la ciencia positivista como verdad
extensible a todos los ámbitos del saber y de la ideología de género como
verdad antropológica indiscutible. El dogmatismo, como ocurre con el
relativismo, responde a una posición ante la vida del todo antifilosófica.
Corremos el riesgo, con estos peligros, de entrar en una auténtica Nueva Edad
Media (José María Merino), tomando la concepción más tenebrista y quizás irreal
de dicha época. ¿Ocupará la ciencia, en esa nueva Edad Media oscurantista el
lugar de dominio de la religión; y será, a cambio, esa misma religión la que
ilumine con la esperanza de un tiempo mejor, como antaño hizo la ciencia, las
vidas de tantos subyugados? Lo que parece imposible, en esa pugna ficticia y
persistente, es alcanzar en ningún caso esa síntesis superadora que el mundo
lleva siglos reclamando para sí. Pero que nadie parece estar verdaderamente
interesado en generar.
Volverá la purga de
libros, si es que no ha vuelto ya con las quemas recientes en Canadá, las cada
vez más frecuentes censuras o prohibiciones y el uso y abuso de la cancelación
como forma de dominación cultural contemporánea. Todo ello realizando un
trasvase hacia una concepción materialista del hombre: en biología, donde los
niños no son niños y las niñas no son niñas, sino aquello que sientan o deseen
ser; en historia, donde el Valle de los Caídos no fue construido puesto que pronto
será borrado; en antropología, porque nacemos como un folio en blanco: esa
tabla rasa que ha sido más que desmentida con sólidos argumentos, sin que a
nadie parezca importante. Etcétera. La filosofía materialista (origen
terminológico: mater, esto es, madre
o madera) es plenamente contemporáneo: a partir del siglo XVIII. Entonces, ¿qué
hay de lo anterior? Homero es machista; Céline, racista; Tomás de Aquino,
católico. Y así todo. No importa el saber, solo importa el rédito político que
se desprende de cada figura.
¿Por qué resulta
tan peligroso estudiar las figuras del pasado? Porque no reafirman los valores
que se quieren ensalzar en el presente. Valores capitalistas, cabe añadir,
revestidos de vestiduras postmarxistas en una extraña alianza presidida por el
relativismo cultural. La monogamia heterosexual que se encuentra en Homero (Ilíada: Helena; Odisea: Penélope); en Virgilio (Eneida:
Dido) en Dante (Comedia: Beatrice);
en Cervantes (Quijote: Dulcinea); en
Shakespeare (Macbeth: Lady Macbeth);
y también en el siglo XX con Joyce (Ulises:
Molly Bloom), deja paso a “otras sensibilidades” previamente silenciadas.
También minoritarias, cabría añadir, y por lo tanto menos dignas de ser
representadas en obras con aspiración de universales. ¿Qué grandes historias
nos ha dado la ideología de género? En su tiempo, ninguna. A pesar de disponer
de todas las subvenciones estatales y atenciones mediáticas imaginables. Quizás
su visión maniquea de la historia sea la historia mejor vendida de todos los
tiempos. O quizás pueda adjudicarse algunas otras del pasado: ¿Las metamorfosis de Ovidio? ¿La transformación de Kafka? ¿Orlando de Virginia Woolf? Etcétera.
La filosofía es un
saber de segundo grado: no se puede filosofar si no se parte de algún ámbito
del conocimiento previamente dominado por el autor. “No entre el que no sepa geometría”: ese era el lema de la academia
platónica y, así, eran expulsados todos los que desconocían música (las artes)
o astronomía (las ciencias). Para Platón las cosas son puesto que su objeto de
estudio se reduce a lo que es; para Heidegger las cosas son en cuanto que las
nombramos; en cambio, para la ideología de género el uso de una auténtica “neolengua”
(Orwell) que diferencia significado de significante cambia lo que es por lo que
cada sujeto quiere que sea. La filosofía se ocupa de la episteme pero la ideología de género ha impuesto la doxa eliminando previamente toda
posibilidad de verdad común o de realidad intersubjetiva: porque nada de lo
real es más real que en cuanto que percibido a través de nuestros sentidos: si
yo siento que un perro es verde, entonces es verde y la opinión de quien lo
perciba de color marrón es tan válida como la mía y, si quiere imponerla
tratando de demostrar que la suya es real y la mía un delirio, entonces me está
oprimiendo y el Estado debe de intervenir para protegerme.
En palabras de
Josef Pieper, “La esencia de lo
filosófico es a su vez la esencia de lo académico: saber mirar, dejarse
asombrar por el misterio del ser”. La filosofía, pues, se ocupa de lo real
(anti-idealismo), es contraria al dogma ideológico (su labor es cuestionar el
dogma cuando no se sostiene) y necesita de un saber previo del que ocuparse. En
un mundo de ignorantes y, sobre todo, de ignorantes de literatura, no tiene
sentido enseñar filosofía puesto que su disciplina no puede entenderse. Concebir,
como hacen muchos partidarios de conservar las asignaturas de filosofía en el
bachillerato a todo precio, que el pensamiento solo existe en la filosofía es naif: está en la mitología, está en los
símbolos, está en el arte y, por supuesto, está en todas las demás disciplinas
del saber.
Los saberes
humanísticos no son científicos a pesar de que ahora una oleada de
neopositivismo cientificista pretenda transformar el estudio de la filosofía o
de la literatura en “ciencia”. El concepto de átomo no puede ser hoy el mismo
que con Demócrito; en cambio, el concepto de metafísica si puede basarse, y de
hecho lo hace, en la definición aristotélica del mismo. Tampoco puede haber
teorías probadas a través de un método infalible, lo que produce una tradición
polémica donde todas las escuelas se baten las unas contra las otras:
belicosamente y sin tregua alguna. Ni puede obviarse la subjetividad del
filósofo en el análisis de su razonamiento (lo que tampoco nos debe de llevar
al extremo de perdernos en las circunstancias olvidando con ello la cuestión de
fondo) o incluso del profesor en su manera de entender la disciplina
filosófica. Su saber, contra la lógica capitalista y pragmatista de la “utilidad”,
no puede ir enfocado hacia la búsqueda de un empleo o la aportación social de
valores tangibles como un puente; sin embargo, su labor es tan necesaria para
la civilización como la del arquitecto. Una filosofía enfocada hacia “generar
empleo”, resultar “útil”, llegar a ser “científica” o para algún fin
comunitario como “educar ciudadanos críticos”, no será filosofía aunque lleve
ese mismo nombre, sea divulgada por individuos con título universitario de
filosofía y hable de Platón. Porque estaríamos hablando de una filosofía anti-filosófica:
la misma que actualmente se enseña en el sistema educativo español.
La filosofía
aparece en la limpieza de la escritura y en la claridad en el habla: ambas
traslucen la precisión en el pensar. Cuando todo es reducido a juego de
lenguaje, entonces no podemos tomarnos palabra alguna en serio. Si todo es
relato, nada es verdad. Solo se pueden decir interpretaciones, argumenta el que
no atiende a razones. Todas las opiniones son igualmente válidas, arguye el que
no se interesa más que por la suya. Los sofistas siguen siendo los amos del
debate: no tienen nada que perder, a diferencia de quién defiende la verdad.
Que el pensamiento
es enemigo de toda academia lo demuestra que ningún gran escritor universal fue
profesor universitario y que las facultades de filosofía son, desde los tiempos
del 68, el recipiente de las mayores imbecilidades investidas de grandes ideas
que quepa concebir: esa es la consecuencia más tangible del anti-intelectualismo,
la efebocracia y el adanismo post-sesentayochistas. A los estudiantes de
filosofía les convencen Foucault, Derrida o Deleuze pero no conocen lo
anterior. Como ya ocurrió en vida de los respectivos autores, la Universidad
ensalza a Hegel y desprecia a Schopenhauer; los demás sabemos que debería ser
al revés. Los que reparten “carnets de filósofos”, se pierden en terminología,
exigen titulación antes de argumentar o hablan en representación de una
ideología prefijada en la que se escudan para hablar de todos los temas, no se
dan cuenta de que todos somos filósofos. Y no sólo en potencia: todo hombre
aspira a la sabiduría, aunque la mayoría lo haya olvidado.
Se piensa con
imágenes y se manipula con imágenes, a través de lo que Jung llamaba
inconsciente. Por lo tanto, si de verdad se quiere enseñar a pensar, y mucho
más en una sociedad global como la nuestra, sería mucho más útil enseñar a
mirar de manera autoconsciente para empezar a dar la “lucha por el imaginario”:
algo, por cierto, infinitamente más útil que lo que se ha dado en llamar
“guerra cultural”, que no consiste más que en la misma hegemonía cultural que
actualmente es progresista pero en versión conservadora; es decir, igualmente
fanática y mediocre. Se necesitan recursos filosóficos para plantear esa lucha
por el imaginario que supone la que debería ser la labor principal de la
crítica cultural en nuestro tiempo. Todo es simulacro, ficción, imagen
pornográfica, trampantojo de sombras, en lo que Vicente Verdú llamó
“capitalismo de ficción”. Si los intelectuales huyen espantados de la condición
abyecta de nuestro mundo, habrán perdido la batalla por la verdad por falta de
comparecencia.
Vamos con un
fragmento del siempre lúcido Vicente Verdú: “La posmodernidad, propia de la extensión de la democracia y su cultura
de masas, llega acompañada de un descenso de nivel, una tendencia a la
puerilización y un gusto creciente por lo más simple, como saben explotar
especialmente los norteamericanos. La cultura moderna era compleja y elitista,
pero la cultura posmoderna es inmediata y vulgar. La meditación, la filosofía
fueron europeas, pero el entretenimiento, el cine, la televisión, son
típicamente norteamericanos. La filosofía clásica consideró la ficción una
versión devaluada de la verdad, pero la ficción cuenta hoy con su propia
verdad, incomparablemente más productiva. De la realidad a secas no crece
apenas nada, pero de la realidad doblada, de su recreación, se obtiene un
espacio recreativo. El mundo tal como es vale menos que su copia”.
La filosofía es
antagónica a la lógica del capitalismo y su razón instrumental: el consumidor
no debe pensar, solo comprar; el trabajador no debe cuestionar, solo producir.
La despersonalización resulta imprescindible en ambos casos: el que piensa, por
contra, debe conocerse a sí mismo para conocer al mundo y aprendiendo la
realidad es como aprenderá quién es él. Tiene mucho más sentido, visto así,
enseñar “Ética para la ciudadanía”, como querían los organismos globalistas y
pusieron en práctica aquí los gobiernos socialistas, con sus mediocres
conceptos: tolerancia, solidaridad, donación, pacifismo, etcétera. La
filosofía, por contra, tiende a conceptos menos amables y más arduos: respeto,
compasión, sacrificio, legitimidad, etcétera. Que nadie se confunda: hablar de
valores es hablar en términos políticos; hablar de virtudes es hablar en
términos filosóficos.
El fracaso del
sistema educativo es el fracaso de la filosofía. En su lugar, la aceptación de
evanescentes términos como ”espíritu crítico” y “educar en valores” para
instaurar un idealismo vaporoso y una vagancia intelectual que casa con esa
concepción rousseauniana que el socialismo ha hecho suya y que contrasta con la
visión monoteísta del pecado original: los modernos conciben al niño como un
ser puro que es contaminado por la sociedad con sus distintas e inevitables
opresiones; mientras que los antiguos postulan, al hilo del relato bíblico, que
los niños nacen con pecado y que es la sociedad la que les enseña a dirigirse
rectamente (José Sánchez Tortosa). En la versión contemporánea, los niños son
folios en blanco que la sociedad llena de borrones en forma de prejuicios y los
pedagogos, maestros en el arte de “aprender a aprender” y “enseñar a enseñar”,
son los garantes de su rebeldía y búsqueda de la autenticidad (de nuevo, José
Sánchez Tortosa). Es decir, seguimos haciendo emparedados educativos con las
sobras del muy discutible nivel intelectual de Rousseau. Pues eso.
España es, según su
Constitución, un país aconfesional; sin embargo, la ideología de género ha
impuesto sus dogmas en la legislación, generando así Derecho; y en la Educación,
convirtiendo así lo que debería ser la transmisión de saber en mecanismo de
adoctrinamiento. Ha creado un Ministerio hecho por y para las mujeres que está
basado en la discriminación hacia los hombres. Y riega de generosas
subvenciones a libros, películas y proyectos que se dediquen a transmitir sus
dogmas a través de lo que ha sido dado en llamar de manera muy vaga “cultura”.
Luego la
confesionalidad no explícita del Estado español en el siglo XXI es el
globalismo políticamente correcto entendido como religión secular de Estado: su
relativismo moral, orientado en combinación con el postmarxismo cultural,
pulveriza todo intento de alternativa con una supuesta reducción rawlsiana de
dichos conceptos a la vida privada, que no es más que una forma “dulce” y
“líquida” de nueva de censura pública. Es por eso que, como bien ha señalado
R.R. Reno, se acerca la hora del “retorno
de los dioses fuertes” (soberanía, patria, religión, sentido, verdad,
realidad, comunidad) después de experimentar la “sociedad sin hogar”. Quizás la filosofía también esté incluida
dentro de ese epígrafe inevitablemente anacrónico. Sin embargo, ¿algo así
realmente es factible en la práctica? Y, sobre todo, en caso de serlo, ¿sería
deseable? O quizás la nueva experiencia esté en ese desarraigo interconectado y
digitalizado que tanto ha explotado la ficción posmoderna.
La pretensión de la
educación no es, contra lo que muchos piensan, una transmisión de valores, de
normas o de parámetros morales o psicológicos: eso es adoctrinamiento. En lo
que consiste la educación es en transmitir conocimientos: antaño se pretendía
inculcar un saber universal para el estudiante; más tarde se pasó a la
especialización en saberes; y hoy en día caminamos, a pasos agigantados, hacia
una preparación continua y teóricamente práctica enfocada hacia el mundo
laboral.
Durante mucho
tiempo las carreras universitarias servían para que el estudiante adquiriera
durante cinco años el grueso de la información relevante de una materia o
disciplina para que después, en el mundo laboral, una empresa lo contratara y
lo formara para desempeñar un puesto completo. Hoy se favorece la comodidad de
la empresa: prescindiendo del conocimiento en profundidad de la materia, en
nombre de las salidas laborales y de resultar accesible a todos, y enseñando ya
en la universidad cómo desempeñar el puesto. De un saber que aspiraba a
contenerlo todo se pasó a un saber especializado que ha derivado en un desconocimiento
general de todo que, eso sí, viene acompañado de titulaciones y de una
preparación inmejorable para desempeñar un puesto de trabajo concreto. Y así es
como la lógica del capitalismo ha ganado en el propio terreno del humanismo, de
la educación o de la batalla por las mentes de nuestros estudiantes.
Hay que entender,
en ese contexto, la posición de los profesores (conozco a varios de muy
distintas edades: entre los 20 y los 60 años, pasando por casi todas las
escalas intermedias) que deben ganarse el sustento para poder seguir
escribiendo e investigando pero que son conscientes del proceso en marcha desde
hace décadas. También hay que entender a ciertos alumnos, los menos, que de
verdad quieren emprender la quijotesca tarea de las humanidades: ellos ponen en
juego la prosperidad de su futuro a cambio de acceder a un conocimiento que,
encima, les es negado dada la mediocridad, la estulticia y la malignidad
imperante dentro de los ambientes universitarios en España. En consecuencia,
cada día hay más autodidactas y más ignorantes. Mientras, la filosofía va
quedando como un residuo de otro tiempo que, como las grandes obras de los
museos, nadie entiende pero todos aplauden porque sigue dando prestigio para
que la realidad no luzca tan brutalmente salvaje y desprovista de decoro como
en realidad es.
Personalmente,
puedo hablar de mi experiencia en Literatura General y Comparada: ese sería mi
supuesto saber especializado del que luego puedo reflexionar a través de un
método dialéctico propio de la disciplina filosófica. No me refiero, claro
está, a situaciones concretas que he presenciado en primera persona como esos
alumnos técnicamente amantes de la “tolerancia” y de la “diversidad” que llaman
“fascista”, así, sin despeinarse ni tirar de mucha precisión terminológica, al
compañero que se expresa libremente; al concejal del ayuntamiento de Madrid
dando clase de antropología desde unos presupuestos sumamente imparciales y
excluyentes (sobre todo para el que quiere aprender y no ser adoctrinado); al
filósofo que años atrás abrazó con devoción a Maduro y ahora permite enseñar
una asignatura de ética y estética… Sin poder recordar, eso sí, un solo poema
de memoria (lo demostró en una entrevista que dio a un conocido medio de
comunicación); al ex-miembro de un partido de ideología en apariencia socialista
haciendo burla del catolicismo sin que venga al hilo de la lección; o del
militante de otro partido, en este caso postmarxista, que se ha casado por
segunda vez con una antigua alumna y que se encarga de gestionar (atención a
las implicaciones del término) las denuncias, nada imparciales ni
desinteresadas, a otros compañeros de oficio cuyo comportamiento pueda ser
dudoso.
Hablo, por el
contrario, en términos mucho más generales de lo que mi percepción subjetiva ha
podido captar: del desconocimiento de literatura en profesores y alumnos; del
auge de una teoría que se pretende científica pero que está principalmente
basada en la deconstrucción: post-estructuralismo francés y post-formalismo
ruso; de en una modernidad donde mito y símbolo son entendidos como vestigios
del pasado que no deben ser aplicados al estudio de la literatura dado que, en
su lugar, se prefieren los experimentos neuronales o los análisis post-coloniales;
y de unos alumnos que buscan, o bien sacar el título por no salir directamente
del bachillerato al paro (algo que el Estado, sin duda, agradecerá a pesar de
la devaluación que implica para los títulos y del colapso que supone para el
normal desarrollo de las clases); o bien para colocarse, por medio de amistades
y acumulación de créditos que no se corresponden con verdadero conocimiento,
dentro de la propia Universidad.
Hay un tercer grupo
digno de mención y hasta de medalla al
valor que de verdad aprecia la materia que estudia y que acaba optando, tras
superar unos años incruentos de mediocridad universitaria metida en vena, por
dar clase de bachillerato, donde acabarán convertidos en una mezcla de
burócratas y de guardianes de unos jóvenes semi-analfabetos que, en caso de no
estar en clase, estarían alborotando en las calles. Al final, todos acabamos
siendo funcionarios del Estado o siervos de una empresa privada:
inevitablemente. En ambos casos, la explotación en el margen de lo legal está
asegurada.
Volviendo a los
contenidos que para Bueno suponen lo fundamental de la comunicación, atendiendo
a lo aprendido en clase, el estudiante de Literatura General y Comparada debe memorizar
diversas dicotomías a modo de nuevos dogmas religiosos: significado y
significante; naturaleza y cultura; sexo y género; cosa y signo; cuerpo y
mente; etcétera. Todo ello muy relevante para poder extraer conocimientos
teóricos del estudio de la literatura (sic). También se transmiten conceptos
esenciales como la célebre “muerte del
autor”, acompañada de frases tales como ”la ilusión de que se expresa el sujeto” y de nociones tan
enriquecedoras como que el lenguaje no es más que un instrumento que recibimos
pero que debemos “deconstruir” y “desautomatizar”. Alguna abstracción
althusseriana por aquí y mucho de minorías silenciadas (mujeres, otras
sexualidades y minorías étnicas) cuya voz debemos favorecer por allá, acaban
redundando en un alegato “contra la
interpretación” extraído de la ínclita Susan Sontag, quién nos alerta de
que Marx o Freud constituyen “agresiones
e impías formas de interpretación” y de que todo lo anterior al siglo XVIII
son delirios propios del pensamiento mágico. Menos mal que después han
instaurado la razón.
En resumen: que el
instrumento de trabajo (atención a las implicaciones del término) que supone el
lenguaje a la hora de entender el mundo en general y la literatura en
particular, es una quimera presta a ser “deconstruida” ad infinitum; que la autoría, punto de referencia fundamental a la
hora de tratar de reconstruir la intencionalidad del autor y de orientarse en
el contexto socio-cultural e histórico del texto, es una ilusión (no hay
noticia, por cierto, de que ningún académico haya dejado de percibir el beneficio
correspondiente a los derechos de autor de sus libros); que lo central en el
estudio de la literatura es la recepción social, histórica y cultural del texto,
y que todas las maneras de comprender un texto son igualmente válidas
independientemente de su rigurosidad; y de que la interpretación, tarea
principal de la crítica literaria desde que los textos seculares pasaron a
merecer el respeto antes reservado a los textos religiosos, es una tarea
contraproducente porque, tras Freud y Marx, no necesitamos otras formas de
comprensión del texto literario. Así funciona el nihilismo aplicado al estudio
de la literatura: sin universalidad, mitos extraídos del imaginario colectivo,
un saber sapiencial que lata en todos los grandes clásicos o símbolos intemporales
actualizados a cada época. Todo es ideología, todo es política, todo forma
parte de nuestro presente inmundo. Incluso la vieja y desdentada literatura.
Así es como
realmente hemos matado a la filosofía: haciendo que mentira y realidad; certeza
e invención; enseñanza y perogrullada; resulten equivalentes. De forma que
cuando más accesible tenemos el saber más se ha decidido optar por la
ignorancia. Y cuando más simple resulta acceder a la obra de los maestros es
cuando se ha elegido masivamente la ponzoña ideológica de los deshonestos.
Nuestros jóvenes
nadan —nadamos— en una suerte de “zombificación” donde no se termina de estar
vivo puesto que no se comprende nada, ni tampoco se está muerto, puesto que
tampoco se termina de olvidarlo todo. Un híbrido a caballo entre la humanidad y
la robotización. El desconocimiento de la lengua y de la sutilidad de sus
muchos entresijos es una suerte de muerte precoz pero irreal en la que varias
generaciones permanecen atrapados. Sin la lengua no podemos nombrar todo lo que
perdemos pero tampoco podemos afirmar aquello que recordamos: como el animal
borgiano que vive en eterno presente o el niño que todavía no ha sufrido la
“caída” en la lengua materna que le permitirá ser consciente de su paso por el
mundo. Vivir en silencio es anticipar la muerte o la animalidad. Enmudecen los
muertos, que no pueden decir la vida ni contar la memoria. Dado que ese es el
único privilegio, efímero y en definitiva irrelevante, de los vivos.
Sófocles, a través
de sus personajes, dejó escrito que lo mejor es no haber nacido; Séneca, por el
contrario, trataba de consolar a Marica por la pérdida de su hijo diciéndole
que se reconfortara pensando que, al fin y a la postre, había muerto joven, y
que por lo tanto no le había dado tiempo a probar demasiados sinsabores: “Y cuando llegue el tiempo en que el universo
toque a su fin, el mundo habitado prenderá y todas las cosas mortales arderán en
una gran conflagración; los astros chocarán entre sí y toda la materia del
mundo se abrasará en un fuego común”. Mucho antes de que llegue ese momento
las obras de los hombres se habrán perdido en el olvido de un universo tan
ajeno al lenguaje como las nuevas generaciones de las que hablo.
¿Qué le importa el
pasado, la verdad, el saber o el amor a unos jóvenes acogidos en el seno de la
realidad virtual perfectamente diseñada para satisfacer todas sus fantasías?
Ese es ya su mundo: la hiper-realidad de la que jamás despertarán, antes de que
les alcance la muerte. Y, sin embargo, no hemos visto nada: las próximas
décadas equivaldrán a centurias en lo que a revolución tecnológica se refiere.
Los profesores, entretanto, han quedado reducidos a la denigrante categoría de
burócratas del sistema y de administradores, a caballo con la psicología amateur, del tedio de sus alumnos.
Convertidos todos en números, como engranajes de una enorme máquina, dentro de
la gigantesca lógica matemática que nos gobierna.
La única realidad
virtual que me interesa es la literatura. Me consta que no soy el único:
aquellos que se precian de vivir a través de los libros no trocarán su buena
suerte así como así a cambio de ningún artificio cuyo disfrute es meramente
sensitivo. Los amantes de la literatura, como me ha demostrado el trato
reiterado con otros tantos misántropos de mi misma e infrecuente especie,
empleamos la tecnología y sus infinitos mecanismos con la misma ignorancia con
la que los amantes de la propia tecnología emplean el lenguaje y su sintaxis:
desde el más absoluto desconocimiento. Quizás el solipsismo del mundo virtual
nos permita desembarazarnos definitivamente del fastidio que supone la
necesidad de comunicarnos verbalmente o incluso por escrito. La gran mayoría del
dolor que padecemos cuyo origen no es físico proviene, en definitiva, de
nuestro trato con los demás. Fue algo en lo que sí pudo acertar Sartre: “L'enfer c'est les autres” (“el infierno son los otros”). Sobre todo
cuando la gélida lógica del cálculo ha domeñado los afectos al punto de
terminar de subyugar nuestra humanidad.
Una evidencia de tantas que ha descubierto la pandemia es el fracaso de la educación en España e, imagino, también en el resto del mundo confinado. La tan cacareada digitalización ha desembocado en una desescolarización temporal de resultados desastrosos a medio y, previsiblemente, de manera semejante a largo plazo. Si como muchos llevan años vaticinando la educación por medio de la tecnología constituye el futuro, podemos dar por hecho que la desigualdad lacerante del mundo capitalista cristalizará en una desigualdad monstruosa en el mundo de la educación y, por lo tanto, también en el de los conocimientos compartidos y las oportunidades individuales: los niños adinerados dispondrán de libros y educación presencial mientras que los niños depauperados tendrán que conformarse con alternar entre receptáculos físicos a modo de guarderías para semi-adultos; y con una educación virtual que, lejos de personalizar los saberes objetivos, potenciará el analfabetismo funcional y el embrutecimiento formativo de los más. Todo recubierto con la pátina de retórica más refinada de la que es capaz la manipulación mediática: adular la ignorancia de la masa.
Si en el comienzo fue la palabra, ahora solo nos queda la tecnología. De la incubadora a la incineradora, pasando por la videoconsola del “metaverso” o las gafas de realidad aumentada. Un Paraíso, pues, para tantos ágrafos y analfabetos como hoy abundan. Enésima broma macabra de este tiempo incruento, para el resto de desengañados en peligro de extinción. Una vez más: apocalípticos o integrados. Dicotomía que todos precisamos evitar pero en la que acaba resultando imposible no caer. Traducible en términos capitalistas: fracasados o triunfadores. De eso se trata. Y, después, un mismo polvo. Como palabras trazadas en la playa.
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