LA MUERTE SEGÚN PHILIP ROTH. Por Guillermo Mas Arellano
LA MUERTE SEGÚN PHILIP ROTH
Guillermo Mas Arellano
Philip Roth es, probablemente, el último gran autor trágico de Occidente. Célebre por su vertiente más carnavalesca, en libros como El lamento de Portnoy (1969) e incluso El teatro de Sabbath (1995); en las primeras novelas protagonizadas por su alter-ego, Nathan Zuckerman, esa “creación definitiva de espejos del yo”; se eleva como el mayor discípulo contemporáneo de Sófocles, si bien influenciado por F. Scott Fitzgerald y Saul Bellow, en la parte última, mucho más crepuscular que festiva, de su carrera. Roth es un autor solar, viril, centrado en realizar una crónica moral de su generación, de su patria, atendiendo especialmente a dos nociones con las que polemiza, si bien reverencia, con rastros de rebeldía y respeto entremezclados: la tradición y la paternidad. Su Pastoral Americana (1997) es comparable a El Gran Gatsby (1925) en cuanto que Gran Tragedia Americana; y La mancha humana (2000) es, junto con Desgracia (1999), de Coetzee, otra “novela de campus” sobresaliente, la ficción literaria con un pathos más marcado de las últimas décadas. Pero es sobre todo en sus últimas obras, concisas en su forma y temáticamente centradas en la muerte, en las que destaca esa preocupación por el ocaso de la existencia: Elegía (2006), Sale el espectro (2007), Indignación (2008) y Némesis (2010); perfectas tragedias, que no desmerecen un ápice a las de Esquilo.
Si en su juventud Roth fue el escritor del Eros; en su vejez se convirtió en el
cronista del Thánatos; y cuando
consideró que ya estaba todo dicho, se retiró de la escritura en 2012, para
terminar sus últimos días alejado del mundanal ruido, viviendo aislado en la
Naturaleza, como Thoreau. Por las implicaciones políticas de su denuncia
política, tan dura contra el progresismo como contra el conservadurismo, se le
negó el Premio Nobel de Literatura. Eso no evita, antes al contrario, que no se
pueda entender la fase actual en la que desde hace décadas se encuentra
atrapada Occidente sin leer el ciclo protagonizado por Zuckermann,
especialmente si nos referimos a las primeras novelas, centradas en la relación
conflictiva con el legado familiar judío; ni aquellas en las que el alter-ego
de Roth ejerce de testigo y se pregunta: “¿Quién
está hecho para la tragedia y lo incomprensible del sufrimiento? Nadie. La
tragedia del hombre que no está hecho para la tragedia, ésa es la tragedia de
cada hombre”; sin desdeñar otros textos de fuerte carácter político, como Me casé con un comunista (1998) y, sobre
todo, la ucronía titulada La conjura
contra América (2004).
El amor y la muerte; el deseo y la angustia, son
los sentimientos más universales del hombre. Los límites sobre los que se
constituye la identidad privada y colectiva. El hombre trágico es aquel que se
interroga, con un pie sobre el acantilado, acerca de esos límites, sin
abandonarse a ningún consuelo imaginario revestido de ropajes religiosos,
morales o psicologistas. También el amor, como la muerte, llega de forma
imprevista, bañado en incertidumbre, para cambiarlo todo: “Oh, Muerte, vienes cuando menos se te espera”. Ningún escritor
contemporáneo le ha dedicado tantos libros, ni tan buenos, a la muerte, como
Roth. Su pericia sociológica resplandece hoy por haberse anticipado a la “cultura
de la cancelación”: narrando los efectos devastadores que el puritanismo puede
tener, sin evidencias jurídicas, valiéndose únicamente del poder de la acusación;
y también mostrando el intento por reducir la literatura a mera ideología: “¿Quiere defender una causa perdida? Luche
por la palabra”. Frente al universalismo que pretende generalizar los
males, Roth consigue superar cualquier frontera volviendo particular la
tragedia. Esto es posible gracias a su mejor técnica narrativa: el narrador introducido
como personaje en la propia historia. De esta forma, añade una capa más de
complejidad a la perplejidad que el espectador siente ante la brutalidad de
toda tragedia. Algo que, constreñido en el lenguaje preciso y duro de Roth, se
potencia de manera exponencial.
La literatura de Roth es como las pinturas de
Escher: el dibujo de una mano que dibuja una mano, elevado al infinito. Zuckermann
es su espejo que a su vez genera nuevos espejos narrativos, que se interesan
por diversas tragedias a las que irremisiblemente están condenadas a asistir. La
escritura como juego de máscaras, la identidad como construcción ficticia de
una persona: “Ya no le quedaba ninguna
capa de retórica con que cubrirse: estaba atado y amordazado por la cruda
realidad, sin poderse despegar de su meollo no hipotético. Ya no podía
pretender que era algún otro, y había dejado de existir en cuanto caldo de
cultivo para sus libros”. En el intento neo-barroco por camuflar lo
inevitable: el dolor, la muerte, el olvido. Ese vacío que late en el fondo de
la vida y de la identidad propia. Roth se atreve a traspasar el espejo, como
Alicia, evidenciando hasta qué punto nuestra realidad y los conceptos filosóficos
con los que la hacemos frente están envueltos en una espesa niebla de dudas. Llega
mucho más lejos que el existencialismo de Camus, a la hora de interrogar a la
comunidad por su necesidad de censurar; y llega mucho más lejos que Kafka, al
buscar neuróticamente un sentido a la existencia, que termina por someternos a
un sufrimiento que nos sobrepasa y que no somos capaces de comprender ni
justificar.
También llega mucho más lejos que la auto-ficción;
mientras que Carrère o Knausgård están condenados a la primera persona, ese alter-ego
encarnado por David Kepesh, por Zuckerman, permite interrogar al que interroga
acerca de lo que acontece en la vida. Valiéndose del artificio de la ficción,
consigue llegar mucho más lejos en la interrogación por la verdad que con el
registro incontaminado de la mera auto-biografía. Escribe Roth: “Todo el mundo pretende hacer interesante el
dolor: primero, las religiones, luego los poetas, luego, no nos olvidemos de
ellos, incluso los médicos, interviniendo con su obsesión psicosomática. Todo
el mundo quiere darle significado. ¿Qué significa este dolor? ¿Qué está usted
ocultando? ¿Qué está exhibiendo? ¿Qué está traicionando? Es imposible limitarse
a sufrir el dolor, también hay que sufrir su significado. Pero el caso es que
no es interesante, ni tiene significado: es lisa y llanamente dolor, estúpido
dolor, lo contrario de interesante, y nada, nada hay en él de valor, a no ser
que el sujeto esté loco desde el principio”. Y aunque sabemos que es absurda,
que carece de sentido, no podemos dejar de interrogar a la existencia, a
nosotros mismos sometidos a ella.
El hombre en busca de sentido, inevitablemente
enfrentado a los límites de la existencia humana y de su propia capacidad de
conocimiento, es el sujeto trágico: “Tenía
que convertir la tragedia en sentimiento de culpa. Tenía que encontrar una
necesidad a lo que sucede. Hay una epidemia, y necesita encontrarle un motivo.
Tiene que preguntar por qué. ¿Por qué? ¿Por qué? Que sea gratuita, contingente,
absurda y trágica no le satisface”. Nadie ha retratado la más profunda
soledad, ese desasosiego furioso y resignado que provoca el dolor, desde
Dostoievski, con la pericia de Roth. Ese perfecto americano que es Seymour “el Sueco”
Levov, equiparable sin desdeñar un ápice a Jay Gatsby, sometido a un dolor, de
origen igualmente femenino, tan hondo como el de aquel, representa mejor que
nadie el fracaso del “Sueño Americano”. Que la hija de un matrimonio
envidiable, de ese hombre que pudiendo hacer lo que quisiera decidió mantener
en pie el negocio de su padre, acabe radicalizada y convertida en terrorista,
resulta incomprensible, pero es veraz; lo mismo se puede decir del viejo profesor
Coleman Silk, purgado, a la manera de La
broma (1967), de Milan Kundera, por culpa de una ironía malinterpretada según
criterios racistas; o el anti-héroe Eugene “Bucky” Cantor, al que se le niega
la posibilidad de luchar en la IIGM, y que tendrá que renunciar al amor,
optando por el exilio, para salvar a una pequeña comunidad de la epidemia de
polio.
Lejos del entretenimiento “ligero” que
proporciona el best-seller, su poética
tiene su fundamento en la catarsis pública
y privada. La banalización ha ganado la lucha del imaginario, dejando a un lado
la tragedia. Con terribles consecuencias para Occidente: “La lectura acabará siendo una actividad de culto. El libro ha perdido
la lucha contra las pantallas. No puede competir con la pantalla de cine, con
la pantalla de televisión, con la pantalla de computadora”. Volver a las
novelas de Roth, tras su muerte en 2018, supone activar la forma más perfecta
de tragedia comprendida dentro del mundo contemporáneo. Al sujeto hodierno,
inmerso en un mundo desacralizado, la tragedia sólo puede sumirle en la más desasosegante
perplejidad; pero es el reconocimiento de la “mancha humana” original que esa
misma perplejidad nos propicia, lo que hace que entendamos el pathos inherente a la condición humana. La
conciencia de nuestra propia muerte, únicamente atenuable mediante el deseo que
nos produce el amor hacia el cuerpo del otro. La impotencia de Zuckermann, en
cuanto cronista, es la impotencia del lector, en cuanto público que debe verse
reconocido en la purgación del hombre trágico. Y es también la dignidad sacra
del reconocimiento, de la auto-conciencia, cuando lo terrible irrumpe en la
existencia.
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