VÓRTEX (2022) Y LA AGONÍA DE LOS INTELECTUALES. POR FRANK G. RUBIO

 VORTEX (2022) Y LA AGONÍA DE LOS INTELECTUALES. POR FRANK G. RUBIO




Hemos generado un infierno entre todos nosotros y vemos que funciona...



   Tras casi tres años de impasse me invitó un amigo a una sesión cinematográfica en sala. Acudimos a ella gustosos en célula. Sigo pensando que es ahí, en la oscuridad del recinto, donde tiene lugar la experiencia de degustación fílmica en su estado más puro; del mismo modo que la literaria exige la soledad del lector... y el alejamiento, expreso y decidido, de la compañía humana resulta inexcusable para el escritor. Compañía por lo demás cada día menos electiva y más irritante gracias a la intensificación de elementos distópicos, introducidos de manera sistemática y continuada en nuestra vida cotidiana por unos gobernantes a los que resulta bastante adecuado calificar como criminales. No es fácil tratar con miembros de un enjambre, la mayor parte de la gente vinculada profesional o afectivamente a “la cultura”, sin un lanzallamas adecuado. 

   La integración creciente de lo monstruoso en lo cotidiano se ha intensificado tras el simulacro del Covid-19. En Madrid llevamos con este deterioro entrópico acelerado desde la “movida” y no hay visos de ralentización en la tendencia. Nuestra cultura, como nuestra política, son ya una propuesta de desagüe. El nihilismo era esto.

   En la puerta de la sala, 19.25 horas de una tarde calurosa de finales de julio en la plaza de Benavente, nos encontramos ya con un despojo humano que ha dispuesto un colchón en medio de la calle y muestra sus muñones. El Madrid turbio y pestilente de Ruiz Gallardón o de Barranco, vuelve a estar con nosotros; la involución es un hecho, ser europeos no nos ha hecho mejores. Quizá cuando ardan el Vaticano y Berlín podamos, de nuevo, tener un breve momento de respiro...

   La película de Gaspar Noé, que asistió a la proyección y respondió tras el pase de la película a diversas preguntas (no pude quedarme), nos ayudará a entender como la realidad proyectada, y la impostada como “realidad urbana”, se pudren por la cabeza. Aunque luego, no lo dudemos, se acabe llegando al corazón.

   Vortex despliega ante nosotros la decadencia vital irreversible de un matrimonio de intelectuales.  A su contenido, mostrado en una pantalla dividida en dos, le sobra casi una hora de metraje (135 minutos) Sin ella podría haber sido una buena película, con ella es un ejercicio de autocomplacencia y una experiencia casi insoportable. Deprimir no tiene ya demasiado mérito, por no decir ninguno.  Para mejor hacerme entender: no sabría qué no quitar, sin embargo, de un “film” de Almodóvar.

    ¿La cabeza del propio director separada del cuerpo con una navaja de afeitar oxidada? 

    Incluso en lo defectuoso y mostrenco aún hay clases. 

    Paradójicamente el director nos informó antes de la proyección que la película se había rodado en el tiempo récord de cinco semanas.

   Una hora y media antes, cuando llegué a solas, ya había en medio de la calle un montón de materiales, cuyo lugar más adecuado era la basura, dispuestos como oferta de “rebajas de rebajas” en un irrisorio y casi macabro “top manta”. Donde luego, con exactitud casi milimétrica, se situaría el despojo antes citado como reclamo para ingresar algunos cobres. Tripulaba los deshechos una criatura femenina en estado de irreversible decadencia. Pensé entonces: a esto ha quedado reducido el “eterno femenino” del celuloide del que nos habla Faretta y que presidió la Edad Dorada del cine. Pronto, la intuición de que me encontraba ante un dispositivo visionario de corte demoníaco, tendría su obscena verificación en la misma sala de proyección. 

   Obviamente el personal hace como que no ve nada y que estas presencias heteróclitas, donde se entremezclan el dolor humano, las consecuencias poco medidas de la ingesta de drogas duras y la falta de higiene, todo ello privado de las más mínima dignidad y expuesto obscenamente con un toque católico indeleble, que provee a todo de una sordidez extrema en Madrid, no son otra cosa que elementos neutros de un paisaje reconocible. El mismo donde los prevaricadores más viles del momento son excusados desde miles de pantallas por el gobierno, que ve en ellos “benefactores sociales”. 

   Descender del campo a la ciudad no es sólo reflejo de una cuestión geográfica real, venir de la montaña al llano, sino también simbólico en el sentido más fuerte. Nos encontramos con una autentico descenso ad inferos. La ciudad, en la seudodemocracia de masas que la pervierte cada segundo con sus efluvios políticos y digitales, está envuelta en una atmósfera psíquica envenenada donde no se respira libertad ni humanidad alguna. Pero quedan los móviles y el GPS de un narcisismo para ceporros, como báculo de peregrinos. Los que no ven nada de lo que les rodea en la calle, obviamente tampoco perciben en las películas otra cosa que lugares comunes. 

   En El País, que durante la plandemia mostró sin complejos ser ejemplo de publicación diseñada para subnormales profundos, la crítica de guardia, que accidentalmente es hija de un especialista en cine ya fallecido, famoso en mis tiempos, acusa al director francoargentino de “sadismo gratuito”: Vortex: Gaspar Noé se ensaña con la vejez. Algo que es absolutamente falso ya que si hay algo que transpira esta producción, fallida por su metraje, es una clara afinidad y empatía con todos y cada uno de sus mejor o peor logrados personajes. Otra cuestión será la interpretación que demos a lo que tenemos delante tomado como un todo.

   Desiree de Fez (Fotogramas) la considera, sin embargo, como un relato sobre la demencia; una película sobre la vejez y la soledad que considera difícil de ver e imposible de recomendar. Dentro de lo que cabe es una interpretación bastante más inteligente que la anteriormente citada. ¡Cómo estamos ya para tener que decir esto! Destaca en su reseña, con justicia, la gran interpretación que Françoise Lebrun y Darío Argento proponen con sus evoluciones vitales laberínticas, a pantalla partida, ante un público compacto de espectadores que en esta ocasión llenaba por completo la sala.

   Vortex no es un documento sentimental sobre la decrepitud vital, o el Alzheimer, clave con la que sin duda quedarán satisfechos muchos espectadores... que con su pan se lo coman. Vortex es una cruda metáfora de la agonía de los intelectuales europeos, modelo francés, propuestos como arquetipo irrebatible y objeto de devoción tras la segunda guerra mundial. Vortex no está exenta de sarcasmo o sátira a pesar de tocar un tema que el afeminamiento general del público, al que hay que añadir en España un coeficiente lobotomizador de charismo feminista muy elevado, pretenda encorsetar con una sensiblería de garrafa morada.

   El comienzo es marcadamente sarcástico y el final ídem. No es una película de “viejitos” con los que poder empatizar, aunque sean mostrados de manera muy humana y no sádica; habla de la agonía de un subconjunto del mundo europeo: los intelectuales. Cosa que se resalta a lo largo del film en varias ocasiones. No es en absoluto casual que sean un cineasta, que musita generalidades grotescas sobre el cine y los sueños, o una psiquiatra que tiene la casa llena de venenos que obviamente no le han servido para evitar perder la chaveta. Quizás todo lo contrario. Todos los actores, especialmente los protagonistas centrales, pero también el muy logrado personaje del hijo, hacen un buen trabajo. La historia resulta coherente a pesar, como no me cansaré de recalcarlo, de su duración excesiva. 

   No tiene que ver con el Alzheimer sino con la agonía ya irrebatible de una Europa absolutamente caducada que camina a un bien merecido crepúsculo. 

   No nos salvarán la Sanidad...ni la “teoría queer”. Por mucho infinito que tratemos de insertar en un junco.

 


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