LA TRAICIÓN DE LOS EUROPEOS. Por Guillermo Mas Arellano
La traición de los europeos
Autor: Guillermo Mas Arellano
Existir es, en esencia, permanecer en permanente estado de combate: contra todo enemigo, empezando por uno mismo, y contra cada uno de nuestros adversarios, comenzando por los interiores; en todo momento, lugar y circunstancia. La paz es un privilegio exclusivo de los muertos; y la lucha es, por contra, el sino existencial de los vivos. Homero escribió: “Sólo existe un buen presagio: el de combatir por tu patria”. Y Horacio dejó dicho: “Dulce y honorable es morir por la patria”.
Para Ernst Jünger, sin embargo, la guerra
es un evento cósmico sujeto a realidades superiores: “La guerra es un acontecimiento espiritual, un encuentro de fuerzas
físicas”. Lo mismo puede decirse siguiendo la “metafísica de la guerra” de
Julius Evola: “Las situaciones, los
riesgos, las pruebas inherentes a las hazañas guerreras provocan la aparición
del enemigo interior, el cual, en calidad de instinto de conservación, cobardía
o crueldad, lástima o furor ciego, se considera que es lo que hay que vencer en
el acto mismo de combatir al enemigo exterior”. Europa, al fin y a la
postre, se fundó sobre un incomparable texto homérico referente a la Guerra de
Troya. El concepto griego relativo a la palabra guerra, pólemos, resulta fundamental para entender la filosofía occidental:
de Heráclito de Éfeso, que la consideraba “padre
de todas las cosas” a Julien Freund, que la distinguía del término agón, relativo a las disputas puramente
dialécticas.
Recuerdo ver entusiasmado, en mi
infancia, una película llamada El último
samurai (2003). Formaba parte de una oleada difícilmente recuperable de
cine que, más allá de su muy cuestionable categoría artística, fue capaz de
hacer retornar para toda una generación de niños (algunos de ellos, como quien
esto escribe, muy jóvenes entonces) el arquetipo del héroe. Me refiero a
títulos inolvidables como Gladiator (2000),
Braveheart (1995), El último mohicano (1992) o El reino de los cielos (2005). Películas
de ambientación histórica que pude ver en el cine, gracias a la permisividad de
mis padres, o en la televisión, dada la buena selección gratuita de antaño. Y,
sobre todo, al grado explícito de humanidad todavía existente entre el sujeto
contemporáneo.
La película antes mencionada,
protagonizada por Tom Cruise, tiene ecos evidentes que remiten a la excelente
novela de Michael Blake, posteriormente adaptada por Kevin Costner, Bailando con lobos (1990); o incluso con
la célebre película de Roland Joffé, La
misión (1986), donde por cierto se incluyen las dos formas canónicas de
entender la religiosidad: la pasiva en el sacerdote interpretado por Jeremy
Irons y la activa en el soldado interpretado por Robert De Niro. La novela de
Blake narra la historia de un soldado estadounidense en la Guerra de Sucesión
que se encuentra sumido en plena crisis existencial y que, finalmente, acaba
siendo cautivado por la cultura tradicional (sean los nativos norteamericanos,
sean los samurais japoneses) con los que entra en contacto. Y por eso es que el
occidental termina convertido en el último samurai cuando el resto del grupo es
aniquilado a manos de la cultura foránea.
Ocurrió el 21 de mayo de 2013. La
Catedral de Notre Dame estaba llena ese día. Más de 1.500 personas vieron como
un anciano de 78 años subía al altar, a continuación depositó cuidadosamente un
sobre sellado en el suelo y se descerrajó un tiro en la boca. Rindiendo un
homenaje a su admirado Yukio Mishima y, al tiempo, representando ritualmente el
suicidio de Occidente ante el empuje cultural de la posmodernidad, el islam y
el liberalismo que han terminado por destruir los valores de la Tradición
Sapiencial. Escribe Dominique Venner en su nota póstuma: “Me doy la muerte con el fin de despertar las conciencias adormecidas.
Me sublevo contra la fatalidad. Me sublevo contra los venenos del alma y contra
los deseos individuales que, invadiéndolo todo, destruyen nuestros anclajes
identitarios y especialmente la familia, base íntima de nuestra civilización
milenaria. Al tiempo que defiendo la identidad de todos los pueblos en su
propia patria, me sublevo también contra el crimen encaminado a reemplazar
nuestras poblaciones”. Se trata del último samurai oficiando el ritual del
seppuku. Y nosotros, los europeos que desistimos de atender su llamada, somos
los traidores que han transigido con el enemigo al devenir también bárbaros.
En la novela antes aludida, Baila con lobos, su autor, Michael
Blake, postula para su protagonista un trayecto análogo al que debemos recorrer
nosotros ahora. Lo hace partiendo de una experiencia religiosa de metanoia que acabará desembocando en un
despertar espiritual tras superar una experiencia cercana a la muerte. John
Dunbar es un soldado que se encuentra gravemente herido de la pierna (a la
manera del talón de Aquiles), ha perdido el sentido de la vida, se siente
desarraigado, y trata de suicidarse acercándose a la trinchera enemiga en plena
Guerra de Sucesión: una acción que finalmente se convertirá en heroica al
facilitar el paso de los suyos y, con ello, la victoria de su ejército. Después
de eso, podrá elegir destino decidiendo marchar hacia la frontera donde se
quedará en un fuerte abandonado que tendrá que reformar después del mal uso que
le habían dado sus últimos habitantes. Allí establecerá una relación profunda
con la naturaleza, con su caballo y con un lobo de la zona. Pronto conocerá
también a los indios, en cuya cultura se integrará para volver a encontrar el
sentido de la existencia, la experiencia de la comunidad y finalmente también
el amor. El trayecto de Dunbar es el de la reintegración en la existencia por
medio de la profundización en las raíces culturales identitarias de su tierra:
aquellas que la sociedad de su tiempo en principio consideraban un enemigo.
Con 18 años, Venner se alistó en el
ejército. Quiso seguir los pasos de su admirado Ernst Jünger. Coincidió con su
contemporáneo Alain de Benoist (otro discípulo aventajado y amigo de Jünger) en
el interés por la Historia al margen de los parámetros académicos. Y con otro
gran defensor francés de Europa, Guillaume Faye, en la defensa del neopaganismo
homérico como verdadera identidad cultural. Fue encarcelado durante 18 meses en
los años 60 por ser miembro del grupo nacionalista Jeune Nation en tiempos de conflicto en Argelia y en prisión
descubrió su pasión por la escritura. Participó en distintos grupos orientados
hacia la acción como GRECE junto a algunos jóvenes de lo que se considera
“extrema derecha” como Pierre Vial. Sin embargo, siempre desconfió de la
política y por eso prefirió dedicarse al pensamiento en páginas tales como las
publicadas en la revista Europe-Action, fundada en 1963 y finalizada en 1967. A
pesar del paso del tiempo, Venner se mantuvo en esencia fiel a los principios
que cristalizaron en dicha publicación. Precisamente por eso, nunca adquirió
una postura fatalista frente a la decadencia Europea. Su suicidio a la edad de
78 años no fue una huida sino una invitación a la resistencia, a la reacción, a
la revolución-conservadora.
Hay dos odios cervales que en estos
momentos están siendo implementados en Occidente: uno contra el hombre
heterosexual y otro contra el hombre blanco. Al hombre blanco se le acusa de
descender de esclavizadores desde postulados colonialistas. Y al hombre
heterosexual se le acusa de machista desde postulados feminsitas. Son dos
ideologías del odio, el colonialismo y el feminismo de tercera ola, creadas a
la contra: partiendo de una definición positiva que se diferencia del enemigo
natural contra el que pretenden luchar. Ambas ideologías, pues eso es lo que
son, parten de un doble interés: los pueblos colonizados que ahora pretenden
expandirse geográficamente en venganza por el oprobio sufrido; y unas élites
globalistas que promueven el feminismo para enfrentar a las mujeres con los
hombres y así poder reducir la población mundial. Este segundo grupo remonta su
argumentario a Charles Darwin y Francis Galton; antes que ellos, a Thomas
Malthus y Adam Smith; para remontarse, en último término, a Juan Calvino, para
el que la salvación estaba ligada a la creación de riqueza. Esta recua de
pensadores tiene en común un determinismo de corte económico sustentado en los
recursos existentes y su distribución en función de la población. Para ellos,
la vida sería una lucha por esos recursos. Las élites globalistas asumen dichos
postulados temerosos de que no haya recursos suficientes para grandes capas de
la población y se creen, en cuanto que minoría selecta poseedora de la riqueza,
habilitados para tratar de revertir la situación evitando el crecimiento de la
población mundial y la reproducción de aquellos a los que consideran perdedores
en la selección de la “mano invisible” del mercado.
Incluso Karl Marx comparte una visión del
mundo malthusiana, es decir, proveniente del calvinismo, puesto que comprende,
mediante su famoso concepto de “plusvalía”, que el bienestar de unos siempre
conlleva la explotación de los otros puesto que los recursos son limitados. De
ahí se extrae una noción básica del socialismo: el culto a la igualdad. Que en
la práctica lleva a la extinción del mérito, algo que los liberales quieren
denunciar promoviendo un discurso del hombre hecho a sí mismo que es falso e
impostado. Socialismo y liberalismo, el mundo posterior a la Segunda Guerra
Mundial con una Europa debilitada y atrapada entre el Comunismo y el Libre
Mercado, son hermanos, como ha sabido ver Juan Bautista Fuentes: “todos los marxismos de los más diversos
pelajes como todos los liberalismos económicos de las más diversas cataduras
son engendros hermanos ambos a la postre de una misma modernidad”. Contra
las fantasías libertarias solo cabe oponer la realidad: nunca ha existido
Mercado sin Estado; y el Estado secularizado derivado del nacionalismo
luterano, sólo es posible en una cosmovisión güelfa que anteponga la figura del
mercader a la del guerrero. En definitiva, ambas ideologías comparten una raíz
común y también un enemigo común: la aristocracia de espíritu a la que quieren
opone una cultura de masas, sea en versión colectivista, sea en versión
consumista. Los comunistas fusilan a los aristócratas; los liberales tratan de
llevarlos a la ruina; en ambos casos se les desea la muerte: la dictadura
comunista destruye sus cuerpos pero la democracia social destruye sus almas.
Otro pensador del grupo de estas
ideologías es Jean-Jacques Rousseau. Para él, los sujetos eran producto de la
cultura y no de la naturaleza; de forma que las personas serían como folios en
blanco rellenados por una serie de factores culturales de entre los que prima
la educación. En vez del determinismo biológico y hasta genético que,
posteriormente, definirán autores como Pinker o Dawkins, Rousseau propone un
determinismo cultural. Las feministas de los años 60 con Kate Millet y Simone
De Beauvoir a la cabeza, continuarán dicha tesis al defender que “no se nace
mujer, se llega a ser”; un lema que la ideología de género llegará mucho más lejos:
los sujetos podrán determinar su sexo despues de “deconstruir” las imposiciones
genéricas (puesto que niegan la existencia de una categoría biológica como el
sexo) que la sociedad les ha impuesto. La diferenciación sexo/género realizada
por la ideología de género es irreal: pero desde que existe el sujeto kantiano,
el conocimiento ya no viene determinado por la realidad del objeto estudiado
sino por la percepción del sujeto que lo estudia.
“Las
ideologías son peligrosas, al decir de Roger Scruton, puesto que ocupan el
espacio que ha dejado vacío la religión y proporcionan el propósito último de
la existencia”.Las élites que promueven, mediante su poder y su capacidad
económica, la expansión del feminismo y el colonialismo, puestos en común con
la ideología de género, buscan la reducción de la población mundial. Dado que
la crecida de nacimientos en algunos países africanos como Nigeria resulta
imparable, estas élites buscan reducir la población europea para fomentar el
traslado de grandes masas de población africana a dicho continente: una
sustitución que equilibre la situación. La proliferación de técnicas
anticonceptivas, la incorporación de la mujer al mundo laboral y la expansión
mediática del feminismo serían técnicas empleadas para garantizar la congelación
de la natalidad en Europa.
El relato culpabilizador del colonialismo
ha sido desmentido dados los avances de todo signo llevados por occidente a las
tierras conquistadas; y el odio hacia el hombre promovido por la
culpabilización de una supuesta opresión histórica a la mujer también ha
quedado desmentido puesto que la situación de la mujer nunca ha sido idéntica
en todas las épocas y porque su papel social era relevante, sólo que no desde
unos estándares modernos. Pero la realidad es indiferente para dos ideologías
que son utilizadas como vehículos para debilitar al hombre blanco heterosexual:
aquel que no debe reproducirse y que en ningún caso tendrá voz ni voto en el
grado último de odio demostrado por la mujer hacia el hombre: el aborto. Recordemos,
a este respecto, que el aborto ha sido promovido históricamente por fundaciones
millonarias como la perteneciente a la familia Rockefeller; y por personajes
siniestros favorables a asuntos aberrantes tales como la eugenesia: así lo
demuestra el estudio biográfico de personajes fundamentales en la historia de
su implementación, de entre los que podemos destacar a Margaret Sanger. Sin
embargo, a ninguno de los izquierdistas que identifica el aborto con una
conquista social parece importalre la verdad en torno a dicha cuestión. También
habría que añadir un relato culpabilizador más: el del ecologismo que nos acusa
de estar dañando el planeta simplemente por respirar, por trasladarnos al
trabajo o por encender una lámpara para leer. Es mejor para el planeta, dicen
los ecologistas, que no haya seres humanos. Otra razón más para dejar de tener
hijos: la culpa por el así llamado “cambio climático”.
En el mundo de la moda, de la publicidad
y de la ficción, poco a poco se va imponiendo la imagen desvirilizadora del
andrógino. Algo que tiene su correlato en la así llamada “deconstrucción
masculina”. El objetivo es erradicar de nuestra Cultura toda concepción
castrense de la vida, cualquier atisbo de épica y de heroicidad en nuestros
ideales, para que no haya ninguna exaltación posible de aquello que
tradicionalmente se consideraba virtuoso. Ariadna y Medea, dos mujeres de la
mitología abandonadas respectivamente por Teseo y Jasón, son las inspiradoras,
en cuanto que arquetipos (como ha analizado Lucas Carena), de la mujer del
siglo XXI: resentidas contra el hombre. Pura misandria que considera toda
relación sexual una violación y cualquier atisbo de la actitud tradicional del
hombre como “machista”, “cosificadora” o “patriarcal”. Como ocurriera con la
figura igualmente maniquea del colonizador, se hace necesario crear un supuesto
relato histórico de atrocidades que legitime dicha actitud en el presente. A
pesar de la imposición mediática y hasta educativa de dicho relato, sin
embargo, no ha calado del todo puesto que su fondo es del todo antinatural:
está en la naturaleza de la mujer emparejarse con el hombre y formar una
familia.
La homofilia y la xenofilia también son
alentadas mediáticamente para acabar con la natalidad europea y, así, poder
reducir la población mundial mandando sucesivas oleadas de inmigrantes a
Europa. Son dos estrategias culturales sustentadas por amplios capitales que
favorecen su integración en los grandes focos de control del imaginario de
nuestra sociedad: la educación, los medios de comunicación y la ficción. Su
propósito es cambiar la propia faz de Europa desde dentro: creando una
anti-Europa que la sustituya poblada por unos así llamados “nuevos europeos”
representantes de unos valores opuestos por completo a los que por costumbre se
han defendido en suelo culturalmente grecolatino. La Unión Europea no es
Europa, aunque algunos de sus fundadores así lo quisieran, porque dicha
organización pretende en la actualidad vaciar de contenido a los Estados-Nación
que en la Modernidad han protagonizado la Historia europea. La realidad es que,
políticamente hablando, dicha organización ha terminado siendo colonizada por
viejos pensadores del 68 francés que nada tienen que ver con las ideas
cristianas fundacionales expresadas por Otto de Habsburgo, Jean Monnet, Konrad
Adenauer o Robert Schuman. Sin una religión común aglutinante, el centro
hermanador de las sociedades y de los hombres desaparece, expulsando a los
pueblos y a las personas a un flujo que no descansa sobre eje sólido alguno.
La Historia del Mundo Moderno en
Occidente es la historia de la progresiva disolución de la sociedad tradicional
europea. Hechos tan relevantes como la Revolución Francesa, la Independencia
norteamericana y su posterior Guerra de Secesión, la unificación italiana
realizada por el Norte o los procesos de independencia en Hispanoamérica
durante el siglo XIX son fruto, en buena medida, de la acción de una misma
organización “discreta”: la Masonería en su vertiente especulativa. Sus valores
son los mismos de los enemigos de Europa porque en buena medida ellos han
elegido representar ese papel. Sin el fin de la Cristiandad no habría existido
el anglicanismo y sin éste no existiría la Masonería especulativa. El Gran
Oriente de Francia ahondó, al fundamentar sus principios, en la secularización
desacralizada. Lo cual tenía, a su vez, un correlato político: la necesidad de
crear una Sociedad de las Naciones, proyecto posteriormente rebautizado como
Naciones Unidas.
La Ilustración ha pretendido imponer una
moral única universal desacralizada. La Masonería especulativa abandonó
cualquier atisbo de principio sagrado para entregarse, a cambio, a la ideología
liberal de los Derechos Humanos postulada, principalmente, por dos pensadores:
John Locke (1602-1734) e Immanuel Kant (1724-1804). Reducir la sociedad a un
Contrato Social, en la línea rousseauniana de los derechos y deberes, supone
disolver todos los vínculos comunes, así como cualquier atisbo de preservación
de la tradición. Asimismo, conlleva la erradicación del amor como afecto básico
de toda comunidad y del sacrificio como principio rector de la convivencia
común; para imponer, a cambio, una lógica mercantilista, sustentada en el
egoísmo y en el hedonismo, que reduce cualquier acción conjunta a una sencilla
lógica de gélida “razón instrumental”: calculando costes y beneficios, en el
plano individual. La versión secularizada de la salvación humana sería el ideal
gaseoso de felicidad que más adelante encontraría en el consumo su vehículo
perfecto de transmisión entre los sujetos. También lleva aparejada consigo una
visión panteísta de la Naturaleza que, según la obra de pensadores como Baruch
Spinoza (1632-1677) o Henry David Thoreau (1817-1862), sería equivalente
directo a Dios, ese “Gran Arquitecto Universal”. Sin embargo, ese culto a la
Naturaleza no ha llevado consigo como correlato un conservadurismo de los
recursos sino que ha fomentado, paradójicamente, su expolio más irresponsable
hasta fechas muy recientes. No podemos olvidar, en ese sentido, cómo algunos de
los masones que más han influido en la política mundial, tales como Theodore
Roosevelt o Al Gore, han sido adalides declarados del ecologismo.
Juan Calvino (1509-1564) es el inventor
del Homo œconomicus que sustituyó
al Zoon
politikón. Con él se inaugura una antropología del hombre nuevo que, a
pesar de los matices que se le quieran añadir, comparten el socialismo y el
liberalismo. Los comunistas, al fin y a la postre, odiaban a los kulaks exactamente igual que los
liberales detestan hoy a los rednecks.
Su fin es la felicidad universal por medio de un progreso tecno-económico que
nos conducirá al fin de la historia. La humanidad es una categoría que el
hombre se confiere a sí mismo en un mundo secularizado para distanciarse del
resto de los seres vivos. En el culto, por medio de la entronización de la
cultura como red de significados creados artificialmente por el hombre, se
encuentra una supuesta superación de la naturaleza a través del desarrollo de
la técnica. Esa diferenciación entre naturaleza y cultura; e incluso entre naturaleza
y técnica ha acabado derivando en una destrucción terrible de nuestros
recursos, en una servidumbre suicida hacia nuestra técnica y en un sincretismo
cultural que ha sido bautizado por sus profetas como “multiculturalismo”.
Joseph De Maistre (1753-1821) acusó a
Francis Bacon (1521-1626) de inspirar la Revolución Francesa con sus ideas
puesto que su filosofía subvierte el fin del conocimiento, esto es, la
contemplación; en su lugar, pretende poner el saber al servicio de la utilidad
humana y de los fines; y no a disposición de la Verdad. Más tarde, con Locke,
se pasa de la idea de bien a la idea del valor como eje de la acción humana.
Para él, es el hombre quien determina y, sobre todo, quien se autodetermina
trabajando y escogiendo a qué merece la pena dedicarle la existencia.
Posteriormente, Kant establecerá que la cultura es lo que domina la naturaleza,
cuyo último estadio es la autodeterminación que el sujeto usa para dominar su
propia naturaleza humana, que es imperfecta puesto que sufrió la “caída” al ser
expulsada del Paraíso o Edad de Oro, como nos enseña la mitología.
El relativismo es una postfilosofía
nacida del oscurecimiento de la metafísica, de la verdad y de la belleza. Para
Rémi Brague, “La renuncia a la verdad es
el precio que hay que pagar para obtener la democracia”. El proceso, sin
embargo, comienza mucho antes: a partir del desmoronamiento de la Cristiandad
con la llegada de la Reforma, desaparece cualquier atisbo de sociedad
tradicional en Europa junto con la noción de Verdad revelada. En su lugar, el
sujeto ya no cumple los mandatos divinos, que considera viejas costumbres
humanas que se quieren hacer pasar por sobrenaturales, y ni siquiera puede
confiar ciegamente en el magisterio terrenal otorgado por un sacerdote a modo
de representante terrenal de la sacralidad, sino que se basa únicamente en la
fe y en la relación personal con Dios. La noción de predestinación y la noción
de conciencia terminan de cerrar el círculo.
El intelectual, entendido como clérigo
laico, tratará de crear sistemas de pensamiento coherentes; más tarde llegarán los psicólogos, coach e incluso los celebérrimos influencers como modelos a imitar
semejantes a los santos y los héroes de otros tiempos. Aquellos que niegan la
categoría teológica de la Verdad afirman dicho aserto con la firme creencia de
que, en efecto, constituye una verdad. Roger Scruton lo escribe así: “El derrocamiento de la razón va de la mano
de un escepticismo sobre la verdad objetiva. Las autoridades cuyas obras se
citan con mayor frecuencia para desacreditar la cultura occidental son todos
endurecidos escépticos. Ningún argumento puede esgrimirse frente a su desprecio
por la misma cultura que hace posible la argumentación. Como descubre
rápidamente el escéptico, las leyes de la verdad y la deducción racional son
imposibles de defender sin darlas por supuesto al mismo tiempo”. El
moralismo imperante ha generado un totalitarismo de nuevo cuño, líquido y
postmoderno, que delimita cuidadosamente los márgenes que no se pueden
sobrepasar en el debate público. Algo en lo que, por supuesto, Estado y Mercado
confluyen: las normativas internas de las empresas privadas y las leyes comunes
de los organismos públicos coinciden en blindar la corrección política frente a
sus refractarios. Un supuesto discurso antisistema vela de manera inmejorable
por los intereses del Sistema.
Autores clásicos como Friedrich List
(1789-1846) o más recientemente Marcelo Gullo (Madre Patria) demuestran de qué forma las potencias marinas
anglosajonas han utilizado el libre comercio de forma que se puedan enriquecer
cuando dispongan de una situación ventajosa en lo que a recursos se refiere. En
ese sentido, existe una necesidad incómoda de reconocer del Estado para salvar
al Mercado y sus oligarcas en tiempos de crisis. De la misma forma, el Mercado
necesita una aparente oposición contracultural utópica en forma de ideales
elevados y redistribución de la riqueza que facilitan los grupos artísticos
hippies y los grupos políticos sesentayochistas, generalmente financiados y
patrocinados por el Estado. Sin la teoría política del Leviatán postulada por
Thomas Hobbes (1588-1679), no habría existido la teoría económica de la mano
invisible del mercado defendida por Adam Smith (1723-1790). Se trata de algo
señalado ya por Bertrand de Jouvenel: “Hobbes
es el filósofo de la economía política. Su concepción del hombre es idéntica a
la del homo oeconomicus”. Y aunque la visión de la condición humana
optimista del economista escocés contrasta con el pesimismo antropológico del
filósofo inglés, hay un mismo desprecio por el hombre. Hobbes postula, como más
tarde hará explícito Mussolini, que no puede haber nada fuera del Estado; y
Smith dirá, como más tarde afirmarán Rothbard y tantos otros, que el Mercado
sólo funciona libre de influencias estatales. Sin embargo, en ambas
concepciones, Estado y Mercado son superestructuras que subyugan la libre
autogestión de las comunidades. Las sociedades autoconstituidas, en estas dos
concepciones aparentemente antitéticas, quedan disueltas dado el omnívoro poder
de, respectivamente, Estado y Mercado.
Si se niega el origen divino del hombre,
se niega su lugar como parte de la creación y como ser más perfecto de la
misma, forjado a imagen y semejanza de su Creador. Si la imperfección de la
condición humana puede ser corregida por la educación, también puede ser
diseñada por la tecnología. Es el paso de homo sapiens a homo deus. De forma
que la negación de Dios y de lo sacro que pretendía posicionar lo humano en el
centro del universo, como reza el dogma humanista-iluminista, se termina
negando lo humano para posicionar lo técnico como estadio final de lo creado.
Nuestro mundo, de hecho, ya prescinde de lo humano, tras someterlo al dominio y
a la superioridad de la técnica. La lógica mecánica ya ha sustituido a la lógica
humana, otrora derivada del soplo divino o espíritu otorgado amorosamente por
la divinidad.
Despojarse de Dios y de sus mandatos, nos
dice el liberalismo por medio de la razón que nos enseña a construir a partir
de la nada, de lo existente y de lo visible supone alcanzar “la mayoría de
edad” para el hombre. Ya no se crea a partir de lo creado, sino partiendo de
una tabula rasa que permite cualquier tropelía que se considere oportuna. Sin
límites no hay sentimiento trágico de la vida: sólo existe la levedad, el
optimismo capitalista, el culto a la técnica y a la economía como nuevos dioses
que nos salvarán de la debacle. La máquina se convierte entonces en el ser más
perfecto de la creación. La hermandad forjada entre industrialización y
espiritismo característica de fenómenos decimonónicos tales como el mesmerismo
y sus derivados teosóficos, evolucionará por las sucesivas Revoluciones
Industriales hasta alumbrar la digitalización y el auge de la New Age en
Sillicon Valley. Del culto al sol se ha pasado al culto a la electricidad. El
sincretismo y el posthumanismo resultan indisociables el uno del otro. La
humanidad entendida como engorroso escollo presta a ser asistida por el
transhumanismo encuentra tanto justificaciones materiales como explicaciones de
índole pseudoespiritual y contrainiciática.
La filosofía liberal es, como la de
cualquier ideología moderna (pleonasmo), perfectamente utópica. Se proyecta
hacia el futuro sin aceptar la imperfección natural del ser humano;
pretendiendo cambiarla. El hombre virtuoso aristotélico sometía las pasiones
inferiores al intelecto: la áscesis, pues, consiste en un dominio interior; el
mundo del comercio, sin embargo, proyecta hacia el exterior esa fuerza
vitalista de los hombres; de la conquista de uno mismo que proponían los
antiguos hemos pasado a la conquista del mundo exterior que proponen los
modernos. Para Spengler, vivimos en un tiempo fáustico donde la implementación
de la magia y la alquimia a partir del Renacimiento y sobre todo durante la
Ilustración y el Romanticismo brindará la aparición de la técnica que
caracteriza nuestro tiempo donde el hombre se erigirá como dominador de la
naturaleza exterior del mundo y determinador de la naturaleza interior del
hombre. De esta forma, el oficio de tiempos pretéritos equivaldrá a la
identidad que en el presente ostenta el trabajador.
Personajes tan nefastos como el masón
Edward Mandell House, a la sazón jefe de Gabinete del Presidente norteamericano
Woodrow Wilson, y el también masón Frank Billings Kellogg, secretario de Estado
en el gabinete de Calvin Coolidge, firmaron pactos tan desastrosos para Europa
como “Los Catorce Puntos” de 1918 (al término de la IGM) o el “Pacto
Kellogg-Briand” de 1928. Son intentos por crear un Gobierno Mundial que
anticipan el proyecto totalitario que encarna la ONU (fundada tras la IIGM en
1945) bajo el ilusorio estandarte de acabar con las guerras. La guerra es
inherente a la política, necesaria a la hora de forjar una identidad personal e
ínsita a las comunidades humanas: su contención por medio del dominio vertical,
de arriba hacia abajo, emanado por un único Gobierno Mundial, sólo puede
significar la erradicación de la política y de los hombres, esto es, de la
soberanía política y de la libertad humana.
Sin fronteras, entonces, no existe
política real ni identidad verdadera. La Primera Guerra Mundial iniciada en
1914 supone el punto de inflexión que marca la diferencia entre una Europa
imperial milenaria y una Europa nacional que, en apenas unas décadas, volvería
a enfrentarse en otra guerra devastadora para acabar siendo desguazada y
entregada a organismos internacionales, tales como la ONU, la OTAN e incluso la
UE, de vocación pacifista. En un plano ideológico, se trata de la consumación
de una victoria: la del mundo anglosajón sobre el mundo Europeo, que se había
iniciado en 1723 con la Constitución masónica (“masón” en francés significa
albañil) del pastor anglicano James Anderson. El país fundado por el masón
George Washington sobre las ideas del también masón Benjamin Franklin ha sido
proyectado desde su establecimiento por sus más relevantes “Padres Fundadores”
como un hijo parricida de la Vieja Europa.
La Sociedad de las Naciones propuesta por
el masón Woodrow Wilson supuso el triunfo del bien encarnado en el liberalismo
político y el libre comercio. En clara antítesis, el ideal pangermánico del
bien caía derrotado. Como más tarde Winston Churchill (para quien “los imperios del futuro serán los imperios
de la mente”), en su momento el Presidente Wilson se propuso que ninguna
potencia europeo tuviera opción a descollar o a dominar el continente,
extinguiendo con ello cualquier atisbo de vocación imperial. Los imperios, para
estos masones, debían quedar sepultados en los libros de Historia: horadados
por el luteranismo en el primer instante de la Modernidad, heridos de gravedad
por el jacobinismo centralista en los albores revolucionarios del siglo XVIII y
finalmente desguazados por las Guerras Napoleónicas que harían tambalearse al
continente entero de una forma únicamente comparable a la de la Guerra Civil
Europa (E. Nolte) incoada en 1914. Tras el reparto de Europa después de la IIGM
por parte de la URSS masificada y de los EEUU consumistas, nació la Comunidad
Económica Europea que terminaría desembocando en la UE aburguesada de los
tecnócratas.
Frente a la “sociedad abierta”
intolerante con los intolerantes (¡!) propuesta por Karl Popper, otro pensador
judío de fuertes vínculos con el mundo anglosajón político, Leo Strauss, diseñó
una teoría política alternativa a la del filósofo austriaco. Si Popper ha
tenido en el influyente filántropo George Soros (cuyo nombre real es György
Schwartz), Strauss tuvo en Paul Wolfowitz, presidente del Banco Mundial y
principal responsable de la guerra contra Sadam Husein junto a Dick Cheney y a Donald
Rumsfeld, a su gran continuador. La leyenda de las “armas de destrucción
masiva” no sería más que la aplicación de las “mentiras nobles” neoplatónicas
postuladas por Strauss que han alimentado a los neoconservadores más
influyentes y mejor relacionados con la industria armamentística y la industria
petrolífera de los Estados Unidos en las últimas décadas.
Los problemas, por generalizados que
sean, no pueden acarrear soluciones globales. Como explica Roger Scruton, deben
ser abordados de manera local: “Solo a
nivel local es realista alguna esperanza de mejora. Porque no hay pruebas de
que las instituciones políticas globales hayan hecho nada por limitar el daño,
al contrario, al animar a la comunicación internacional y erosionar la
soberanía nacional, han alimentado la entropía global y debilitado las únicas
verdaderas fuentes de resistencia”. A nivel práctico, no tenemos ninguna
evidencia de que el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo
hayan sido capaces de evitar crisis económica alguna; o de que la Organización
de las Naciones Unidas o la Unión Europea hayan conseguido paliar las
consecuencias de, por ejemplo, la Guerra de los Balcanes. Sin embargo, tenemos
evidencias más que suficientes para probar de qué forma nuestra soberanía se ha
visto mermada, especialmente en situaciones de “excepcionalidad”, a la hora de
tomar decisiones cruciales sobre nuestro futuro.
Sin una identidad común ni la
responsabilidad de conservar el pasado para poder transmitirlo íntegro al
futuro, sólo nos une la burocracia de los tecnócratas que nos gobiernan y los
intereses económicos compartidos que hacen las veces de lo que antaño fueron
los afectos. La traición de los europeos, en ese sentido, es la claudicación a
la hora de plantear resistencia contra ese proceso impuesto desde fuera por
ciertas élites europeas y, sobre todo, por unos Estados Unidos de América
(primer país de la Historia fundamentado sobre una cosmovisión derivada de sus
fundadores masones) interesados desde 1898 por el debilitamiento de Europa y la
guerra subrepticia desde dicha fecha contra sus naciones más poderosas. Aceptar
la aculturación y el desarraigo como señas de identidad significa abrazar las
cadenas, asumir nuestra condición de bárbaros en vez de buscar pelear por lo
perdido.
Convertir a las mujeres en consumidoras
plenas en el frenesí exterior pero vacías en lo relativo a la vida interior,
enfrentar sus intereses a los del feto rompiendo una unidad natural y plantear
el aborto como un acto de autoafirmación son pasos esenciales en la
alimentación del narcisismo con el que se pretende borrar todo rastro de
maternidad en las mujeres. Esa total desconexión con la sociedad que se quiere
promover en las mujeres tiene en la reciente campaña de publicidad del juguete
sexual satisfyer un momento
culminante: ya no es necesario el hombre para el placer, nos dicen. Algo que,
unido al consumo de pornografía y al incremento del lesbianismo, termina por
distanciar a hombres y mujeres en algo tan natural y beneficioso como lo es el
deseo mutuo. El propio nombre del producto, de origen anglosajón, evidencia que
los europeos hemos dejado de ser tales, culturalmente hablando, para devenir
norteamericanos en todos los ámbitos. Promoviendo el aislamiento, facilitando
la explotación y dando rienda suelta al consumo.
La mujer, no lo olvidemos, es el sujeto
que más sufre de nuestro tiempo. El poder que imbrica Estado y Mercado se ha
propuesto mutilar la naturaleza femenina abortando sus tendencias vitales para
proponer, a cambio, un modelo del todo artificioso que se quiere hacer pasar
por progresista y “liberado”. Extirpar su condición natural sólo puede producir
desasosiego pero la constatación de ese mismo desasosiego en cada mujer lleva a
la culpa por no ser lo suficientemente progresista y liberada como exigen los
estándares de la época. En ese debate interno de la mujer puede residir la
auténtica clave de la supervivencia europea. Ser consumidora (en cuanto que
compradora), una productora (en cuanto que trabajadora) y una tributadora (en
cuanto que cesora) implica alcanzar el estadio final del cambio iniciado en los
años 60; rechazar cualquier aspecto de ese modelo para abrazar la maternidad,
la entrega al otro y la caridad sólo puede ser percibido como una regresión
moral. La gran lucha de nuestro tiempo, por lo tanto, no puede ser otra que la
lucha por recuperar a la mujer y porque ésta pueda abrazar sin complejos su
condición natural que ansía entregarse a los otros (¿por qué la mayoría
aplastante de enfermeras son mujeres?), cuyo grado último lo constituye la
maternidad.
La mutilación del sujeto contemporáneo
encarnado en los hombres y mujeres que diariamente niegan su condición, no
habría sido posible sin la instrumentalización de la educación y la
manipulación mediática para facilitar el éxito de la ingeniería social. La
propaganda insuflada desde los mass media
desde el final de la Segunda Guerra Mundial es lo suficientemente elocuente
como para haber creado una realidad paralela que, para muchos, es más real que
la propia realidad constatable de nuestras vidas: aquello que Debord llamó
Espectáculo y que Baudrillard calificó de Simulacro. La lucha por el imaginario
debe destruir desde dentro dicha construcción. Sin embargo, es ahí donde entra
la hipocresía puritana que diferencia de manera tangencial entre vida pública y
vida privada, organizando la primera según unos estándares homogeneizadores a
los que cualquier ciudadano debe atenerse mientras esté sometido a la mirada
ajena. Las buenas formas, según esta concepción, priman sobre aquello que es
honesto, natural y popular; estos valores, de hecho, serán mostrados como
abominables frente a la versión políticamente correcta de nosotros mismos que
debemos proyectar.
La ausencia de ofensa nos ha llevado a
una indefinición crónica que acaba desembocando en la disolución total de las
identidades bien definidas. La imagen extrema de lo políticamente correcto es
la “cancelación”. Se trata de una caída pública en desgracia a consecuencia de
unas acusaciones de vulneración de los principios del decoro social. No es
necesario que un juez corrobore dichas acusaciones: basta con el hecho mismo de
la denuncia, sobre todo si el culpable es un hombre y quien acusa una mujer. El
grado máximo de misandria va un paso más allá de la simple “cancelación”: es la
creación del “feminicidio”. Se trata de un homicidio cometido por un hombre y
cuyo móvil no sería otro que la condición femenina de la víctima. Lo
políticamente correcto ha conseguido reducirlo todo al sexo, la raza o la
identidad sexual de los personajes involucrados sin que intervengan otros
factores: una nueva forma de determinismo que, una vez más, vulnera el libre
albedrío y el personalismo católicos. Según el feminicidio, que ya tiene una
base legal en España, los hombres matan a las mujeres por considerarlas
inferiores y propias, esto es, un simple objeto que les pertenece y pueden
desechar. Incluso en la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton,
múltiples periodistas dijeron que todo se debía a que la perdedora era una
mujer y la sociedad no quería tener una presidenta debido a la carga histórica
del patriarcado.
Más allá de la anécdota, la entrada del
feminicidio en la legislación española supone la aceptación de la segregación
contra los hombres por parte de la sociedad europea. Una desigualdad legal que
supuestamente propicia una ”discriminación positiva” pero que en la práctica
promueve el odio por motivos de sexo, el aislamiento social y el desamparo
legal de la mitad de la ciudadanía. Haber nacido hombre en el siglo XXI, como
haber nacido blanco, te convierte en un criminal en potencia debido a la carga
de un pasado legendario que la mayoría de la población cree, desde la
ignorancia, como rigurosamente cierto: es la consecuencia del revisionismo
anglosajón importado a suelo europeo con fines políticos de debilitamiento,
dado que los sentimientos identitarios en torno a aspectos tangenciales como la
raza, la orientación sexual o determinados sentimientos pretenden horadar y
sustituir a las grandes luchas sociales, atomizando la sociedad y reduciendo
los problemas de los individuos a meras neurosis concretas. Y no sólo: se ha
creado toda una industria de la solidaridad que cuenta con poderosísimas ONGs e
instrumentos estatales para sacar partido de la culpabilidad europea con
supuestas ayudas al Tercer Mundo de las que viven, a través de dietas y
subvenciones, miles de aprovechados amparados en un discurso victimista.
Hoy más que nunca se hace necesario que
los hombres aspiren a ser héroes y que las mujeres aspiren a ser madres.
Recuperar la épica fundamentada sobre valores tradicionales y el amor concebido
como el material aglutinante de una sociedad componen las dos claves que
podrían garantizar la supervivencia de Europa. En un tiempo donde los hombres
se encuentran paralizados por la culpa, la nostalgia y el desarraigo; y las
mujeres son prácticamente obligadas a odiar a los hombres a consecuencia de una
leyenda negra asumida y a renegar de sus instintos maternales por medio del
narcisismo consumista; despertar a la honda realidad espiritual de una vida superior
equivale a despertar a una vida asentada sobre el pasado y, por ende,
habilitante para el futuro. La gracia recibida por los hombres es la capacidad
para sacrificarse por los otros: los héroes deben proteger a la comunidad. La
gracia recibida por las mujeres es la capacidad para perpetuar la especie: las
madres deben garantizar la continuidad. Sin embargo, aquello que es un regalo
hoy en día es entendido como un oprobio, un castigo y una esclavitud.
El ataque desde los medios de
comunicación a la institución de la familia tradicional, sólo es la otra cara
de una realidad que nos demuestra la catástrofe demográfica en la que llevamos
décadas inmersos. Se plantea la inmigración como posible solución a dicho
declive sin manifestar lo que de sustitutorio tiene, desde un punto de vista
cultural, dicha operación. Hablamos de que aproximadamente 1 de cada 4
embarazos españoles acaban en aborto. Algo que lleva sucediendo desde hace más
de una década. Se trata de un genocidio lento pero silencioso: el de los millones
de niños europeos que no han nacido en las últimas décadas. Se trata de un
exterminio subyacente pero eficaz: el del pueblo europeo que, según los datos,
en 2050 será minoritario dentro de su propio continente e ínfimo dentro del
conjunto de la población mundial. La principal consecuencia de dicho desastre
será económica. La irrelevancia geopolítica del continente que alumbró la idea
de individuo, de democracia (en el sentido griego del término, no en el
norteamericano) y los mayores valores de la cultura universal también parece
sellada. Las pensiones no podrán ser pagadas y la competencia desleal de los
inmigrantes provocará, como ya ha sucedido, la reducción de los derechos de los
trabajadores acarreando consigo menos salario y más horas de trabajo para los
autóctonos. Finalmente, será necesaria la manutención de los ciudadanos por
parte del Estado, a través de una renta básica universal esclavizadora; de esta
forma, se cumple uno de los grandes lemas de nuestro tiempo: cuanto más fuertes
son el Estado y el Mercado, más débiles son los individuos y las comunidades.
Sin embargo, esas mismas élites que
pretenden controlar el aumento de la población mundial se encuentra cada día
más cerca de poder disfrutar de un privilegio reservado a las minorías plutocráticas:
la otra cara de la eugenesia se llama transhumanismo. Mientras que grandes
capas de la población mundial no pueden tener hijos para no dañar el planeta y
agotar sus recursos, las élites podrán mejorar sus embriones con bioingeniería.
Por eso la democracia, que antes era una útil herramienta y hasta un fin para
algunas de las sociedades discretas en las que se encuadran estas élites, se ha
convertido en algo que ser derribado para mejor imponer, a cambio, un modelo
totalitario menos “líquido” y más convencional, similar al chino. La
depauperización de los individuos, la fragmentación de las sociedades y la
utilización de situaciones excepcionales como guerras, crisis y pandemias, son
sistemáticamente utilizadas para la consecución de dicho fin. La autodeterminación
de los ciudadanos lobotomizados por la ideología de género convivirá con la
programación de las élites alumbrada por el transhumanismo.
Aquello que resulta más peligroso, contra
lo que cabría pensar, es la falsa disidencia. En los propios años 60 se puso en
marcha una anticultura supuestamente contracultural y una antirrevolución
supuestamente encaminada a derrocar el Sistema. Ambos movimientos confluían en
una retahíla de estilos de vida marginales encarnados en el hippismo y sus
consignas. Para ellos, la política es una simple cuestión lúdica que jamás
pondrá en tela de juicio el Poder detentado al alimón por el Estado y el
Mercado. En el terreno estético, el supuesto arte alternativo de las
vanguardias ocupa un lugar análogo pero igualmente estéril. Sin embargo, la
producción constante de nuevos movimientos en la misma estela hacen ver que
existe una oposición al Sistema cuando lo cierto es que ninguno de estos
movimientos pone en cuestión los valores fundamentales de nuestro tiempo. Y, en
caso de hacerlo, carece por completo de voluntad de acción para llevar dichos
cambios a la realidad. Se trata de algo denunciado por el estadounidense Thomas
Frank, el británico Mark Fisher o por el español Adriano Erriguel: “Nos imaginamos rebeldes pero no lo somos”.
Sin verdadera transgresión, los multimillonarios de Silicon Valley o los
funcionarios de Podemos seguirán apareciendo como la quintaesencia de la
resistencia contra el Poder.
El freudomarxismo de Marcuse convierte
todo aquello de la realidad que no gusta al sujeto en una opresión de la que
debe ser protegido por la sociedad: a través de un ente estatal o de la
colaboración con las grandes empresas. De esta forma, se crea una equivalencia
entre las opresiones constatables de la realidad y las opresiones subjetivas de
la sensibilidad: para un posmodernista, es igual la situación de un hombre que
se siente mujer y la de un obrero que no puede llegar a final de mes. No hace
falta asumir la realidad, por lo tanto, si eres hombre pero te sientes mujer
porque la sociedad debe solidarizarse con las víctimas; en cambio, si eres
obrero y no eres capaz de llegar a fin de mes, el problema es tuyo porque tú
minoría no está patrocinada. Esas supuestas victorias sociales puestas en
consonancia con la constante ampliación de los Derechos Humanos, son en
realidad victorias de los consumidores que favorecen al Mercado. Así es como
los verdaderos problemas sociales se ven eclipsados por individuos convertidos
en empresarios de sí mismos: capaces de modificar el producto para obtener un
mejor rendimiento, en términos de placer y eficiencia, de la vida. Entregar la
vida a un marido, a un hijo, resulta reaccionario; permanecer atrapada en una
dicotomía donde o se es consumidor, o se es productor, resulta progresista. El
triunfo de la ideología de género es la imposición del liberalismo como
horizonte vital homogeneizador; en otras palabras, la destrucción de la
comunidad y de la lucha colectiva.
Nada de esto es casual: desde los años 60
del siglo pasado se han implementado medidas de ingeniería social con el fin de
desmantelar la sociedad europea desde dentro tras la Guerra Civil europea que,
según Ernst Nolte, entrañaron las Dos Guerras Mundiales. El bienestar económico
de las clases medias europeas implementado durante esas décadas y la expansión
del modelo de vida americano consumista y masificado allende los mares ha sido
la forma de comprar, como en un pacto fáustico, el alma de los europeos. Se
trata de la asunción del estilo de vida de la globalización por parte de una
cultura cuyos valores son del todo ajenos a dicha cosmovisión. Una vez ese
bienestar económico ha tocado a su fin, como pueden comprobar de primera mano
las nuevas generaciones en sus experiencias laborales y en sus perspectivas
materiales, los perdedores de la globalización, hasta ahora ocultos bajo las
pilas de cifras oficiales, han emergido en múltiples ámbitos: el surgimiento
del populismo político y de toda una cultura identitaria de la reacción son sus
muestras más visibles.
Las consecuencias más tangibles de
décadas de ingeniería social se saldan en un malestar que transgrede con mucho
las malas condiciones de vida en términos laborales y de seguridad: proliferan
las patologías psíquicas y las adicciones más o menos veladas que, en el fondo,
sólo ocultan un vacío espiritual y una incomprensión existencial profunda. La
extensión de la depresión supone el tránsito de la decadencia de un ámbito
social y cultural a un plano psicológico personal. Y aunque estos problemas se
quieren equiparar con los problemas individuales del hombre que se siente mujer
y del tipo que se cree Tarzán, lo cierto es que se trata de un mal de época
propiciado por el signo de los tiempos y las décadas de dejadez que los propios
europeos han alentado con su actitud pasiva ante las medidas de ingeniería
social impuestas por las élites.
En apenas unas décadas se han producido
cambios sociales determinantes que en otro tiempo habrían llevado siglos. El
avance de la tecnología, esa Tercera Revolución industrial que pronto ha alumbrado
una Cuarta Revolución industrial de consecuencias difícilmente calculables, ha
tenido mucho que ver en ello. Las brechas intergeneracionales, otro factor más
de quiebra comunitaria, son un testimonio evidente de esa mutua incomprensión
producida por los cambios perceptibles simplemente en el transcurso de una
década. El Sistema está a punto de derrumbarse debido al propio peso de su
ambición. Paradójicamente, como ha sabido ver muy bien Félix Rodrigo Mora,
cuanto más poder ha almacenado, más frágil se ha vuelto porque el
debilitamiento de la sociedad ha hecho del Estado un ente tan poderoso como
frágil. Las élites favorables a implementar nuevos cambios como los estipulados
por la Agenda 2030 a través de grupos como el Foro de Davos, no asumen el fracaso
del Sistema. Viven en una irrealidad tal que no les permite reconocer la
imposibilidad de cambiar la naturaleza humana sólo mediante la manipulación
cultural y la ingeniería social. Su odio por el pueblo y su desprecio por
cualquier soberanía que no esté sometida a sus designios es demasiado grande.
El descontrol y la violencia terminarán por emerger de las crisis derivadas del
crecimiento de la inflación (sobre todo en los EEUU), la acumulación de la
deuda y la escasez de recursos. Si los poderes represivos del Estado, cada vez
más en aumento, no se muestran implacables, otro marco completamente diferente
al actual podrá ser impuesto. Por lo tanto, generar ahora un caldo de cultivo
de ideas adecuado para cuando llegue dicha situación resulta clave para aprovechar
ese momento de crisis como llevan décadas haciéndolo las propias élites.
Nuestra acción será la que determine el futuro de Europa.
La acción sin reflexión no es más que un
impuso imposible de domeñar; pero la reflexión sin acción no es más que un aborto
que sirve para abstraerse de la realidad. Las ideas tienen consecuencias, como
afirmaba un famoso título, y no estamos hablando de ellas por divertimento sino
porque detrás de toda bibliografía hay una biografía que, en este caso,
constata de qué forma una gran cantidad de vidas humanas están siendo arrasadas
a consecuencia del pensamiento imperante. La Nueva Derecha francesa fue, con
representantes tan destacables como Alain de Benoist o el citado Dominique
Venner, una reacción contra Mayo del 68. Posteriormente se extendió a otras
latitudes gracias a figuras tan destacables como Alberto Buela en
Hispanoamérica o Adriano Erriguel en España. Dicho movimiento, sin embargo, no
ha tenido la misma extensión en Italia que en Francia, dado que la primera nación
tuvo un Partido Comunista aliado en muchos aspectos, sobre todo la defensa de
los valores populares, con la Iglesia Católica; algo que en Francia no ocurrió
ni por asomo, puesto que la intelligentsia
sesentayochista odia lo popular y pretende erradicarlo. La izquierda
posmoderna pretende sustituir el pueblo real por un pueblo adiestrado a través
de la ingeniería social. Algo en lo que estos “tontos útiles” del poder
coinciden con las élites plutocráticas que utilizan la democracia y la
oclocracia para esconder su tiranía.
La muerte de Venner, en ese sentido, es
la consecuencia lógica, la llamada a la acción y el paso a los hechos, después
de varias décadas de ahondamiento en el diagnóstico teórico. Su rito sólo puede
ser solipsista porque cualquier acción política común que vaya en la dirección
de lo postulado por Venner será perseguida públicamente por resultar
“fascista”. A lo que nos impele el pensador francés es a realizar una
revolución, en su sentido etimológico de reinstaurar una situación previa, donde
Europa vuelva a ser la gran Cultura identitaria de los tiempos pasados. Porque,
de nuevo en palabras de Roger Scruton, "Nuestra civilización no puede sobrevivir si seguimos cediendo ante los
islamistas". Igual que en el “arqueofuturismo” de su compatriota y
coetáneo, el también neopagano Guillaume Faye; también en las previsiones de
futuro para Europa realizadas por Dominique Venner aparece con fuerza una única
vía: aquella que asuma la técnica moderna para alcanzar fines propios de la
tradición sapiencial europea. En sus propias palabras, “se trata de reactualizar los principios vivos de un ideal de vida”.
Frente a la islamofilia zurda y al
multiculturalismo de salón, puesto que no hay tanta distancia como pareciera
entre la internacional socialista y la umma mahometana, hay que oponer realismo
político. El mito tecno-económico del Progreso, al igual que los Sueños de la
Razón goyescos, produce los peores monstruos. Como la acción política, tal y
como se ha dicho, se encuentra en buena medida descartada por los antecedentes
históricos del fascismo y su terrible reguero en forma de víctimas, no es
posible derribar el sistema liberal sino que se hace necesario esperar a que
caiga por su propia cuenta. Algo que no parece tan lejano puesto que ya se encuentra
en estado avanzado, como se ha podido comprobar en los grandes acontecimientos
recientes: el coronavirus, Afganistán y Ucrania.
El multiculturalismo se planteó como la
respuesta cultural a un fin de la historia cada vez más tendente a disolver la identidad
de los pueblos en algún organismo transnacional “superador”. Como el pacifismo,
el multiculturalismo es un delirio que parte de alienar la condición humana.
Así lo explicó Roger Scruton: “Una vez
que diferenciamos raza y cultura, hemos abierto el camino para reconocer que no
todas las culturas son igualmente admirables y que no todas las culturas pueden
coexistir cómodamente”. La Política y la Fuerza hacen el Derecho. El poder
político elige al poder judicial, determinando el marco que marcará las relgas
del juego en el ámbito legal. Y el ejército y la policía, nacidos al tiempo que
el Estado moderno y que las fronteras nacionales en tiempos de secularización,
aplican sus dictados y velan por su cumplimiento. Sin fuerza no hay poder: esa
es la verdad suprema del realismo político. Crear un marco constitucional que
pueda ser impuesto por la fuerza es, por lo tanto, una operación política de
primer orden que utiliza la fuerza del Estado contra todo aquel que queda fuera
del marco. Así es como la democracia, planteada en el papel como un poder
popular creado de abajo hacia arriba, termina funcionando exactamente igual que
un régimen autoritario donde el poder se genera de arriba hacia abajo. En
definitiva, siempre hay una pequeña oligarquía aupada sobre la estulticia
generalizada de una oclocracia. En la dictadura esa minoría dirigente emana de
la política y del ejército; en la democracia, los políticos son títeres
controlados por una minoría empresarial transnacional. Y en los dos casos, el
pueblo carece de representación real en la política.
Mientras todos los miembros de la Aldea
Global fueran fieles al mismo imaginario cultural norteamericano y
estructuraran sus valores morales, personales y culturales en torno a él, no
habría problema. Pero cualquier pueblo que aspirara a reivindicar sus
verdaderas raíces frente a la imposición mediática sería considerado una seria
amenaza. Y eso ha sido y es Rusia: un pueblo que afirma su identidad, señalando
con ellos la desnudez del emperador. El multiculturalismo sólo funciona si se
rinde pleitesía a los valores del liberalismo; en caso contrario, sólo sirve
para debilitar a algunas culturas que integran ese delirio como una verdad, al
igual que le ha ocurrido a los pueblos europeos, frente a la entereza de unos musulmanes
que no han renunciado a ningún valor fundamental en su intento por colonizar
Europa.
“Y
supe con tristeza de la renuncia: ningún rumor puede reemplazar a la palabra”, Stefan George.
Igual que un dragón por largo tiempo dormido, al fin la Historia ha despertado.
En forma de guerra. Esto es, de gran política. Esa política de amplios espacios
que es la geopolítica, ha comenzado a moverse tras décadas de estancamiento.
Esa política de grandes ideas que es la metapolítica, ha comenzado a retornar a
nuestro léxico habitual. La suprahistoria en la que se inscriben los imperios
ha vuelto a la vida: distintas concepciones de la historia han despertado. Es
el fin de la posmodernidad y el inicio de una realidad multipolar. Tras la
horizontalización liberal, ha vuelto la lucha por los recursos y los espacios:
es la victoria del Zoon politikón o
animal político sobre el Homo œconomicus
o el hombre económico.
En palabras de Francis Parker Yockey, “El origen de la política es el alma humana.
El origen de la gran política creativa es el alma de una gran cultura”.
Tras la Caída del Muro de Berlín, parecería que la Historia habría terminado,
como muchos apuntaron, y que el triunfo del liberalismo supondría el anunciado
fin de la Historia. Más de tres décadas después de aquel pobre optimismo,
podemos constatar de qué forma las experiencias en Irak, Afganistán y ahora en
Ucrania evidencian el confuso error envuelto en tal ensoñación.
Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial,
un conflicto, éste, que no es más que la consecuencia lógica directa de la
Primera Guerra Mundial, unas élites oligárquicas supranacionales decidieron
desmantelar los valores europeos para imponer, a cambio, dos ideologías
masificadas en el Viejo Continente: comunismo y consumismo; esto es, socialismo
y liberalismo. El fin de la cosmovisión soviética dejó vía libre a la
propagación del liberalismo y su mito tecno-económico-(post)industrial del
Progreso, que se extendió desde 1945 por algunos países como Francia y que a
finales del siglo XX también supo atrapar otras patrias como España o Alemania.
El marco político determinó el marco
económico y jurídico: nadie podría poner en duda ninguno de los dos sin verse
amenazado por la acusación pública de fascismo, que además de condenar al
acusado al ostracismo desencadena todo el poder policial, judicial y militar sobre él. Los valores tradicionales
europeos habían sido excluidos de la autodenominada Unión Europea. Una condena
que quiso revestirse de imperecedera pero que ha acabado derrumbándose en apenas
unos años. El éxito político de Viktor Orbán en Hungría pronto encontró un eco
en Polonia. Y a pesar de la aparente unanimidad de la UE contra Rusia, lo
cierto es que se hace difícil borrar la evidencia de que estamos luchando
contra nuestros propios intereses al prestar un servicio únicamente calificable
como “suicida” a los Estados Unidos.
No podemos olvidar que nada de lo que ha
ocurrido en Ucrania en los últimos meses habría sido posible con una hipotética
reelección de Donald Trump en la Presidencia de los Estados Unidos. El desastre
de Crimea de 2014 coincidió con el Gobierno de Obama como el conflicto del
Donbass lo ha hecho con el Gobierno de Biden, tan sólo unos meses después de la
ridícula expulsión de Afganistán, que marcó el definitivo derrumbe de la
hegemonía norteamericana en la geopolítica mundial. De alguna forma, la crisis
en la frontera de Rusia impulsada por la OTAN no es más que una estúpida
reacción que intenta paliar lo evidente: la nueva fase de la globalización es
asiática y su eje se encuentra mayormente situado en el Océano Pacífico, y no
en el Océano Atlántico.
La repentina sucesión, en apenas unos
años que se corresponden al milímetro con los inicios del siglo XXI, de
situaciones de “excepcionalidad” nos abocan a la creación inminente, pero aun
así por largo tiempo augurada y promovida por ciertas organizaciones discretas
que han ayudado a construir el mundo moderno de manera determinante, en un
Estado Mundial. La caída de Donald Trump ha coincidido de manera casi exacta en
el tiempo con el alineamiento perfecto entre el gobierno chino y los países
europeos en la gestión del COVID-19. Del Obamacare personalista y fallido al
Asalto al Capitolio mediáticamente sobreexplotado se ha producido una fractura
racial y social en la sociedad norteamericana cuya factura interna aún es
imposible de determinar pero cuya influencia externa estamos empezando a
comprobar. En primera persona.
La debilidad de los Estados Unidos está
perfectamente simbolizada en la debilidad física y mental de su líder oficial,
Joe Biden, que contrasta con la fortaleza intelectual y corporal de Vladimir
Putin. Aproximadamente la mitad del pueblo norteamericano no reconoce la
victoria de Biden y sospecha que el veterano político no sea más que un títere
manejado a su antojo por los verdaderos gobernantes del Estado Profundo. La
principal motivación electoral para votar a Biden fue principalmente la de
retomar una vieja costumbre que Trump había pretendido dejar atrás: las
guerras; y ya estamos en ello. Mientras los últimos días de Biden se terminan,
la dudosa Kamala Harris, a la que nadie ha votado y que sólo cuenta con el
apoyo del progresismo más abyecto, se prepara para ocupar la silla presidencial
en lo que podría ser considerado como otro golpe de mano más impuesto por las
élites sin tener que pasar por el sufragio popular.
Mientras Rusia no se resiente
económicamente a consecuencia de las sanciones, la Unión Europea sí que se ha
visto debilitada. Mientras que la reacción de los países europeos no es todo lo
sólida que los norteamericanos desearían, el apoyo chino a Rusia ha sembrado
las dudas. Sin embargo, lo más grave del asunto Biden con respecto a la Guerra
de Ucrania es relativa al hijo de Joe, Hunter. Hunter Biden, hijo del
presidente, ya tuvo problemas en la campaña de Donald Trump por su dudosa
relación laboral con la empresa Gas Burisma Holding, situada en Kiev, que es el
mayor proveedor de gas ucraniano. Ya en tiempos de Obama, Joe Biden fue el
elegido a la hora de tender puentes en Ucrania tras la marcha de Viktor
Yanukovych. Algo que coincidió de forma casi exacta en el tiempo con la entrada
de Hunter bajo el puesto de asesor en Burisma Holding en 2014. Las sospechas
más graves, sin embargo, son las siguientes: que Mykola Slotschewskyj, dueño de
Burisma Holding y jefe de Hunter Biden, estuviera siendo investigado por el
Fiscal General de Ucrania Viktor Shokin, cuya dimisión al parecer fue exigida
por Joe Biden bajo pena de no recibir unas cuantiosas subvenciones provenientes
del Gobierno presidido por Barack Obama.
Los Medios de Comunicación tienen un
papel miserable en esto. Nadie puso en duda la acción anticonstitucional del
gobierno, el origen posteriormente desmentido del virus chino o las medidas
recomendadas para paliar la hemorragia gripal; sin embargo, la toma de partido
en contra de Putin y lo que su proyecto político ha sido del todo explícita.
Lejos de informar, la aplastante mayoría de los periodistas únicamente están
vertiendo propaganda sobre las mentes de una población que, en términos
educacionales, cada día es más analfabeta; y que, en términos emocionales, cada
día está más enloquecida en su neurosis, esquizofrenia, ansiedad y paranoia. Su
acción sólo tiene parangón en la acción de la prensa europea durante la IGM y
la IIGM. Y ya conocemos las consecuencias.
En las primeras semanas después del
estallido del conflicto armado, los medios de comunicación escogieron dedicarse
a la propaganda antes de dedicarse a la información objetiva. En consecuencia,
numerosos periodistas proyectaron sus deseos sobre la realidad, llevando a una
gran capa de la población al engaño. Según la versión oficial, el intento de
Putin, a quien se pintaba como un loco desatado e incluso como un enfermo
terminal de cáncer, de querer ocupar Ucrania mediante una blitzkrieg o guerra relámpago había fracasado estrepitosamente
gracias a la heroica resistencia del pueblo ucraniano, encabezada por el
ínclito actor Zelenski que ya había interpretado al Presidente de su país para
una serie de televisión antes de serlo. ¿Acaso existe algo más sintomático de
lo que es la posmodernidad?
Nada se dijo de la verdadera estrategia
de Putin: conquistar sus objetivos palmo a palmo, como ya hicieran en Siria al
derrotar al DAESH creado por los norteamericanos, no tanto para ocupar el
territorio como para derrotar al gobierno enemigo. Tampoco se ha dicho nada de
la implicación del mencionado Zelenski, miembro bien asentado en la comunidad
judía internacional y quintaesencia del político promocionado de nuevo cuño a
lo Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Pedro Sánchez, e incluido en los Papeles
de Panamá. También existe un silencio delator en torno a la corrupción de otros
tantos miembros del Gobierno ucraniano ni se habla de la segregación de la
población rusa y la prohibición del idioma ruso en territorios actualmente
pertenecientes a Ucrania pero tradicionalmente rusos como Odessa (véase: Isaak
Bábel). La resistencia ucraniana no ha sido tal, a pesar de la abrumadora
afluencia de armamento entregada por la industria armamentística estadunidense
y financiada generosamente por las ayudas europeas; sencillamente, los rusos
han actuado con inteligencia desmantelando las infraestructuras y las
comunicaciones ucranianas.
Hoy como entonces, el resultado de la
Guerra de Ucrania será utilizado para la unificación homogeneizadora liberal.
Se creará una nueva política de bloques que nos conducirá a la pobreza y la
barbarie, en el corto plazo, y a la sustitución y a la extinción en un no tan
largo período de tiempo La derrota de Europa, de nuevo a mano de los Estados
Unidos. Sólo que las sucesivas derrotas exteriores de los Estados Unidos ésta
vez tienen un correlato interior aún más agresivo si cabe; y no hay potencia
mundial que suporte una fragmentación interna de esa envergadura. La
posibilidad de una hegemonía rusa de carácter autárquico es la mayor amenaza
que existe a día de hoy contra la implantación del Estado Mundial.
Que la visión de la crisis de Ucrania en
los medios de comunicación occidentales es maniquea resulta evidente para
cualquier espectador mínimamente informado. La insistencia en las supuestas
atrocidades cometidas por el gobierno de Putin, las continuas comparaciones con
reputados exterminadores de la talla de Hitler o de Stalin y las denuncias
lacrimógenas de su valores culturales iliberales y acusados de anacrónicos y
excluyentes desde una perspectiva progresista, resultan abrumadores. Si bien no
por ello más certeros. Nunca fueron tan actuales las palabras de Guillame Faye
como ahora: “Lo que molesta a los
dirigentes europeos (políticos y medios de comunicación confundidos), es
primeramente la orientación ideológica del poder ruso, centrado en los valores
de identidad, arraigo y patriotismo, lo inverso de las opciones ideológicas
occidentales profundas. La nueva Rusia representa pues un peligro, en términos
de atracción mental sobre los pueblos de origen europeos, al ser un ejemplo a
seguir; se trata de una espina para las oligarquías occidentales desarraigadas,
un objeto de odio patológico. La hostilidad del poder ruso a las
manifestaciones del orgullo gay o al matrimonio homosexual, por ejemplo, le
hace ser detestado por toda la intelligentsia próxima al poder y por la clase
periodística en Francia. Naturalmente, el gobierno ruso es políticamente
incorrecto”. Es por eso que el Foro de Davos al completo y George Soros en
particular llevan años demostrando públicamente su odio por todo lo que Rusia
representa.
Nos encaminamos hacia una Tercera
Globalización que, a diferencia de lo que sucedió en las dos anteriores, no va
a estar dominada, al menos si Estados Unidos no lo evita dinamitando una nueva
escalada de conflictos bélicos, desde la así llamada “anglosfera” eminentemente
masónica; y buena parte de lo que está ocurriendo en Europa no es más que el
intento de una parte del Gobierno de los Estados Unidos, los conservadores neostraussianos,
conectada en línea directa con el Complejo Militar-Industrial del Pentágono por
enfrentar a la UE con Rusia para tratar de debilitar a ambos contendientes,
reactivar su economía (¿a quién compra Europa ahora el gas y el petróleo?) en
buena medida dependiente de la industria militar y aunar a la población
encrespada de un país fraccionado que, en algunas zonas, incluso no reconoce al
Presidente actual dada la oscura sombra que se cierne sobre su proceso de
elección. Lejos quedan ya los postulados de Mackinder sobre Europa como eje
geopolítico mundial.
China tiene actualmente un control sobre
los recursos energéticos de África y de Hispanoamérica que no tienen los
Estados Unidos. Está generando nuevas rutas comerciales y practica una política
económica culturalmente menos agresiva que la por décadas planteada por los
EEUU. Y, en el terreno tecnológico, está empezando a ponerse al nivel, hasta
ahora hegemónico, que detentaban los norteamericanos, con Silicon Valley a la
cabeza, desde prácticamente los años 70 del siglo XX. En otras palabras: pensar
que Europa, que una Europa reducida al estatus depauperado de la Unión Europea,
puede sobrevivir dignamente, como ha hecho desde el final de la Segunda Guerra
Mundial, estando sometida de manera denigrante al tutelaje interesado y
explotador de los Estados Unidos es una ilusión que debe ser calificada cuanto
menos de ingenua. Como esclavos políticos, culturales, militares y económicos
de los Estados Unidos y la OTAN, los europeos tenemos los días de prosperidad
material contados.
Frente a la innegable crisis creciente de
las democracias liberales, al fracaso geopolítico de un modelo de dominación
cultural que hace escasos meses que fue expulsado de Afganistán y la tentación
occidental de volver hacia unos “dioses fuertes” (R.R. Reno) que modelos
patrióticos y con una fuerte influencia religiosa tales como los de las
democracias “iliberales” (V. Orban) del Grupo de Visegrado (Polonia y Hungría,
especialmente) o la propia Rusia, muestran como alternativas viables al revisionismo
histórico, la ideología de género, el progresismo económico-técnico y el modelo
individualista del liberalismo. La idea, siguiendo la teoría clásica propuesta
por Halford Mackinder en 1904, consiste en dominar la geopolítica mundial
reforzando la dominación clave en la zona de Eurasia. Sin embargo, puede que el
error de ciertos postulados añejos sin actualizar sea pensar que todavía es
posible mantener el eje de la geopolítica mundial en Occidente; los
acontecimientos recientes apuntan a que, por la situación actual de los
recursos mundiales, el futuro de un mundo multipolar pasa mucho más por Asia
que por Europa o por los Estados Unidos de América.
El papel de Europa en el contexto
ucraniano es el de unos estados nacionales despojados de su soberanía, cada vez
más débiles en tanto que militarmente desprotegidos, energéticamente
dependientes y políticamente sometidos a los organismos tecnocráticos de la UE
que parecen acercarse al modelo, ansiado por muchos, de unos Estados Unidos de
Europa a imitación de su ídolo liberal. Mientras no haya alternativas fuertes
ejemplificadas en países de relevancia, la existencia geopolítica de Europa
será solamente una entelequia creada por los Estados Unidos para cancelar toda
posibilidad de acuerdo entre Europa y Rusia. Pero nada de eso será sometido a
sufragio: como en el referéndum griego de 2015, como en la votación para entrar
en la OTAN de 1982, como en el referéndum de la Constitución de la UE de 2005,
la voluntad popular carece de importancia. Otros han tomado las decisiones
relevantes y quien no se atenga dócilmente a ello será acusado de “populista” e
incluso de “fascista”. Tendrán que pasar décadas para poder esclarecer en su
justa medida hasta qué punto la Guerra de Ucrania no ha sido provocada, como lo
fue la Guerra de Irak en 2003, para alimentar las economías en riesgo de crisis
de dos sectores muy concretos de la economía estadounidense: la industria
armamentística y la industria petrolera. Entonces como ahora, políticos
partitocráticos y filantrópicos empresarios a éste y al otro lado del mar están
recibiendo una suculenta tajada que engrosa el grueso cómputo global de
corrupción existente entre nuestras élites.
Cuando los Estados Unidos de América
fueron expulsados de forma ridícula de Afganistán, numerosos colectivos
feministas, incluyendo varios miembros activos del Gobierno de España, pidieron
la implementación urgente de nuevas operaciones militares con el objetivo de
“salvar” a las mujeres ucranianas. Eso demuestra dos síntomas graves de nuestro
rumbo catastrófico: 1) La concepción estatolátrica, en palabras de Félix
Rodrigo Mora, de que las mujeres deben ser salvadas por un ente estatal; y 2)
La concepción políticamente correcta según la cual Rusia no puede ejercer la
fuerza bélica para defender su frontera pero las naciones occidentales sí que
pueden ejercer la fuerza para defender a las víctimas del así llamado
“heteropatriarcado”. Esas mismas feministas, cabe añadir, no han opuesto
resistencia alguna a que las mujeres ucranianas huyan junto a los niños
mientras que los hombres deben permanecer por ley en el país para ser empleados
en el combate.
El apoyo incondicional de España a la
OTAN es más suicida, si cabe, que el de otros grandes pueblos europeos. El
escepticismo alemán es comprensible dada su dependencia energética del gas
ruso. Sin embargo, los españoles apoyan la política exterior de unos Estados
Unidos que llevan años armando a un país con el que tenemos frontera y que
alberga un proyecto expansionista evidente: Marruecos. Nuestro Gobierno forma
coalición con los independentistas catalanes y vascos, nuestros traidores
internos, y se muestra melifluo contra nuestros enemigos externos
expansionistas, los marroquíes. Por su genuflexión constante hacia el yanqui,
es capaz de enemistarse con Argelia, otro país amenazado por el expansionismo
marroquí, y en consecuencia verse obligado a pactar con Nigeria, uno de los
países del mundo donde al día mueren más católicos por estrictos motivos
religiosos, para recibir su suministro energético. Y lo que los españoles no le
compremos a Nigeria se lo tendremos que comprar a los estadounidenses a precio
de oro.
En otras palabras: Rusia tuvo que invadir
Ucrania (Casus belli) forzada por el
expansionismo anglosajón sobre sus fronteras y ahora nosotros no les podemos
comprar ni el gas ni el petróleo (que ahora compramos a un precio
sustancialmente mayor), por lo que se lo compramos a un país que permite la
masacre constante de católicos y además rendimos pleitesía a quién hacen tan
sólo unos meses invadió nuestra frontera para introducir en ella a centenares
de inmigrantes ilegales. Para la mentalidad postmoderna, idealista, cándida,
ingenua, biempensante y del todo irreal, los rusos son unos malvados
hitlerianos mientras que los españoles somos unos correctos socialdemócratas
partidarios de los Derechos Humanos. En el mundo real del realismo político y
la verdadera naturaleza del poder, el ruso es un pueblo que ha tomado la
determinación de sobrevivir mientras que el español hace tiempo que no tiene
otra vida que no sea la meramente burocrática.
En el momento de invadir Ucrania, Rusia
ya había calculado las reacciones de la OTAN. La imposibilidad de participar en
Eurovisión o en la Champions League, por terrible que resulte para el europeo
lobotomizado, es soportable para Putin. Y las sanciones económicas también, si
uno lleva meses e incluso años preparándose para ello. Rusia es un país
energéticamente muy rico, algo que los europeos anhelantes de combustible al
parecer no hemos terminado de entender, y pronto procederá a vender sus
recursos a otros países necesitados de ellos como la India, uno de los países
sin duda más poderosos en el nuevo mapa geopolítico mundial. En ese sentido, la
Guerra de Ucrania supone el acelerón definitivo para desplazar el eje de la geopolítica
multipolar de unas coordenadas occidentales a unas asiáticas.
El realismo político es esencial para
combatir el idealismo de quien niega la condición humana y la naturaleza de la
política. El idealista antepone sus preceptos ideológicos a los acontecimientos;
el realista antepone los acontecimientos y los hechos que generan la realidad y
que son generados por la realidad a cualquier precepto ideológico que los
contradiga. Lo explica bien Alexander Dugin en diálogo con Alain de Benoist: “Putin es un jefe de Estado realista. Está,
además, intelectualmente más cerca de los europeos que de los chinos, los
cuales pertenecen a una civilización completamente distinta. A Putin le hubiera
gustado convertirse en aliado de una Europa independiente en el contexto de un
mundo multipolar, pero Europa está, efectivamente, comprometida por completo
con el atlantismo, colonizada por los norteamericanos. Europa no es libre,
puesto que no tiene ni siquiera la libertad de apoyar a Putin como aliado. No
se pueden tener relaciones estratégicas con alguien que no es libre. En la
medida en que Europa siga bajo control estadounidense, se convertirá cada vez
más en la cabeza de puente de la estrategia norteamericana sobre el continente
eurasiático, y la amistad que Putin desea no será posible. Si Europa vuelve a
ser soberana, todo será diferente”.
Rusia quizás sea el último pueblo del
mundo donde los intelectuales todavía tengan un poder político determinante.
Eso explica por qué en la Guerra de Ucrania no se enfrentan únicamente dos
bloques enfrentados por intereses económicos cruzados sino que existen dos
bandos ideológicos claramente diferenciados: se trata de dos cosmovisiones en
colisión. Frente al desprecio occidental por aquello que Nuccio Ordine denominó
“la utilidad de lo inútil”, en la política rusa el pensamiento todavía es
tenido en cuenta a la hora de trazar las líneas maestras del futuro. Alexander
Dugin no es más que el heredero directo de Aleksandr Solzhenitsyn como gran
pensador de la sociedad rusa. El 20 de septiembre del año 2000, Solzhenitsyn se
reunió por primera vez con Putin. El exilio norteamericano que el autor de El archipiélago gulag (1973) y Un día en la vida de Iván Denísovich
(1962) había pasado en los Estados Unidos entre los años 1974 y 1994 (por cierto
que en 1994, antes de la llegada de Putin al poder, fue cuando una Rusia
monitorizada por la OTAN firmó una renuncia de Lugansk, Donetsk y del Donbass
en un acuerdo pactado en Budapest) le habían llevado de una idealización
primera del liberalismo a un desencanto absoluto. Ser el mayor opositor vivo
del comunismo soviético nunca llevó a Solzhenitsyn a idolatrar, ni mucho menos,
el capitalismo de mercado.
Solzhenitsyn era muy crítico con el
desastroso gobierno de Boris Yeltsin que permitió despedazar la Rusia
postsoviética para mayor beneficio de los oligarcas capitalistas y la política
exterior norteamericana. Además, Solzhenitsyn advirtió que el primer problema
de la sociedad rusa era el peligro de la desaparición de la propia sociedad por
medio de una terrible crisis demográfica a causa del hedonismo narcisista, al
materialismo consumista y especialmente a las altas tasas de aborto. Además, el
Premio Nobel de Literatura ruso fue muy crítico con los bombardeos de la OTAN
sobre Serbia en los mismos años en los que dicha organización comenzó una
agresiva expansión sobre las fronteras de la antigua URSS. Frente a la
decadencia occidental, Solzhenitsyn proponía un autogobierno fuerte anclado
sobre sus raíces culturales e históricas. Sobre todo, el saqueo neoliberal de
Rusia entre los años de 1991 y 1998 fue lo que llevó a la victoria de Putin
(antes de esto miembro destacado del KGB; exactamente igual que George Bush lo
fue de la CIA), en la que la Iglesia Ortodoxa (recuérdese, a este respecto, la
honda espiritualidad de Solzhenitsyn) recobró la importancia que llevaba más de
medio siglo sin tener.
En ese sentido, la tensión en la frontera
ucraniana es una obra maestra del maquiavelismo político firmada por aquellos a
los que más interesa una Europa débil, fragmentada y echada en brazos del
revisionismo histórico, la ideología de género impuesta desde el Estado y los
valores de mercado como eje vital de unos individuos disgregados entre sí y
encuadrados en el marco de una comunidad política atomizada. No debemos olvidar
que existen muchas formas de dominación: del control del imaginario colectivo a
la limitación de la política económica, pasando por la dominación cultural y
mediática; entre otras tantas variantes. Y la persistencia de un órgano como la
OTAN, tras la desaparición del Pacto de Varsovia al que supuestamente
contrarrestaba, sólo demuestra el verdadero objetivo de ciertos intereses
capitalistas transnacionales: crear un Gobierno Único Mundial que favorezca el
vaciamiento de la soberanía nacional en nombre de unas hipotéticas crisis
globales de acuciante resolución. La excepcionalidad cimentada sobre sucesivos shocks mediáticamente presentados para
la ocasión tales como pandemias, crisis económicas, guerras y, especialmente,
desastres climáticos, aparece como el verdadero modelo político que las élites
han planteado para nuestro futuro. Pero para alcanzar dicho objetivo resulta
del todo necesario erradicar cualquier atisbo, por insignificante que pueda
parecer en la cartografía de conjunto, de posibilidad alternativa a ese
proyecto de Tercera Globalización antes mencionado. Solo que Rusia y China no
parecen dispuestas a agachar la cabeza esta vez. El tiempo dirá si el futuro es
globalista o imperial; a nosotros nos toca esperar, mientras los medios de comunicación
sepultan la existencia de la propia incertidumbre.
Europa ha sido derrotada pero no debemos
darla por vencida mientras aún se pueda trazar una genealogía entre el pasado y
el futuro. Hay que unir, mediante palabras y acciones, el ayer con el mañana:
el puente surgido de ese esfuerzo esclarecerá nuestra identidad. Comprender de
qué forma hemos llegado hasta aquí, tanto revisando la teoría como desgranando
los hechos, resulta un paso clave para poder transitar de la reflexión a la
acción. El paneslavismo ruso, como antes la hispanidad o el pangermanismo, nos
recuerdan que hasta hace no tanto tiempo Europa y sus distintos pueblos tenían
una evidente vocación imperial. Nadie tiene que venir a entregarnos la
libertad; nosotros debemos salir en busca del Destino, en palabras de Ezra
Pound: “Esclavo es aquel que espera por
alguien que venga y lo libere”.
Dominique Venner escribió que “Todas las grandes civilizaciones se apoyan
en una antigua tradición que transcurre a través del tiempo. La tradición es la
fuente de las energías fundadoras. La condición previa de todo renacimiento
consiste en cultivar nuestra memoria, en transmitirla viva a nuestros hijos y
comprender también las pruebas que la historia nos ha impuesto. Con la vuelta a
los orígenes, la vida recobra sentido”. Para Venner, en la Tradición
homérica la estética es superior a la moral porque lo bello es bueno y esa suma
compone lo verdadero. El mundo y la vida, así, serían entendidos como una obra
de arte. Cada pincelada, por nimia que sea, debe rendir homenaje al conjunto.
Porque lo mínimo está en correspondencia con el total. La belleza nos recuerda
que todo está ordenado y, por lo tanto, tiene un sentido.
Por eso es que el arte contemporáneo
hunde sus raíces en el caos y el feísmo que ha terminado educando a toda una
juventud iconoclasta y melófoba. Los jóvenes estériles al influjo de la belleza
son los verdaderos traidores de Europa. Su ausencia de sensibilidad espiritual
es el rasgo más característico de cuán profundo ha llegado la alienación. La
decadencia creativa de nuestros artistas y la nostalgia cultural en constante
renovación son síntomas evidentes de necrosis en el alma de un pueblo.
Parafraseando a Heidegger, sólo la Belleza podrá salvarnos. En su lugar, los
occidentales permanecen atrapados en el flashback:
rememorando, mediante productos culturales perfectamente diseñados, las
películas, series y libros que veían en la infancia. Precuelas, remakes, secuelas, reboots, adaptaciones, traslación de las mismas historias a otros
formatos y soportes; etcétera. Incluso en los círculos disidentes la nostalgia
parece haber generado un cierto inmovilismo: no hay resistencia activa, sólo
rememoración estéril y femenina de lo perdido. Más de medio siglo de
deconstrucción sólo nos ha llevado a un ahondamiento estéril en los instintos
subterráneos del hombre.
"No
llores como mujer lo que no supiste defender como hombre“. Estancarse en el
sentimentalismo, en el psicologismo o en el moralismo es precisamente lo que a
toda costa debe ser evitado. No hay que perder de vista que el frío diagnóstico
no es más que un aborto si no lleva aparejado consigo una ruta más o menos
concreta de actuación. Nuestro canto a la belleza es una invitación diaria a
hacer de nuestra persona y de nuestra existencia una obra de arte. Crear con lo
creado y no permanecer estáticos y quejosos en aquello que fue y desapareció:
así es como verdaderamente se tienden puentes entre el pasado y el futuro.
Frente al sentimiento trágico de la vida europeo, se ha implantado una vocación
prometeica de la existencia en el hombre moderno. La verdadera revolución
consistirá en revertir ese proceso volviendo a los orígenes de nuestra
identidad.
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