LA TRAICIÓN DE LOS EUROPEOS. Por Guillermo Mas Arellano

La traición de los europeos

Autor: Guillermo Mas Arellano



 

Existir es, en esencia, permanecer en permanente estado de combate: contra todo enemigo, empezando por uno mismo, y contra cada uno de nuestros adversarios, comenzando por los interiores; en todo momento, lugar y circunstancia. La paz es un privilegio exclusivo de los muertos; y la lucha es, por contra, el sino existencial de los vivos. Homero escribió: “Sólo existe un buen presagio: el de combatir por tu patria”. Y Horacio dejó dicho: “Dulce y honorable es morir por la patria”.

Para Ernst Jünger, sin embargo, la guerra es un evento cósmico sujeto a realidades superiores: “La guerra es un acontecimiento espiritual, un encuentro de fuerzas físicas”. Lo mismo puede decirse siguiendo la “metafísica de la guerra” de Julius Evola: “Las situaciones, los riesgos, las pruebas inherentes a las hazañas guerreras provocan la aparición del enemigo interior, el cual, en calidad de instinto de conservación, cobardía o crueldad, lástima o furor ciego, se considera que es lo que hay que vencer en el acto mismo de combatir al enemigo exterior”. Europa, al fin y a la postre, se fundó sobre un incomparable texto homérico referente a la Guerra de Troya. El concepto griego relativo a la palabra guerra, pólemos, resulta fundamental para entender la filosofía occidental: de Heráclito de Éfeso, que la consideraba “padre de todas las cosas” a Julien Freund, que la distinguía del término agón, relativo a las disputas puramente dialécticas.

Recuerdo ver entusiasmado, en mi infancia, una película llamada El último samurai (2003). Formaba parte de una oleada difícilmente recuperable de cine que, más allá de su muy cuestionable categoría artística, fue capaz de hacer retornar para toda una generación de niños (algunos de ellos, como quien esto escribe, muy jóvenes entonces) el arquetipo del héroe. Me refiero a títulos inolvidables como Gladiator (2000), Braveheart (1995), El último mohicano (1992) o El reino de los cielos (2005). Películas de ambientación histórica que pude ver en el cine, gracias a la permisividad de mis padres, o en la televisión, dada la buena selección gratuita de antaño. Y, sobre todo, al grado explícito de humanidad todavía existente entre el sujeto contemporáneo.

La película antes mencionada, protagonizada por Tom Cruise, tiene ecos evidentes que remiten a la excelente novela de Michael Blake, posteriormente adaptada por Kevin Costner, Bailando con lobos (1990); o incluso con la célebre película de Roland Joffé, La misión (1986), donde por cierto se incluyen las dos formas canónicas de entender la religiosidad: la pasiva en el sacerdote interpretado por Jeremy Irons y la activa en el soldado interpretado por Robert De Niro. La novela de Blake narra la historia de un soldado estadounidense en la Guerra de Sucesión que se encuentra sumido en plena crisis existencial y que, finalmente, acaba siendo cautivado por la cultura tradicional (sean los nativos norteamericanos, sean los samurais japoneses) con los que entra en contacto. Y por eso es que el occidental termina convertido en el último samurai cuando el resto del grupo es aniquilado a manos de la cultura foránea.

Ocurrió el 21 de mayo de 2013. La Catedral de Notre Dame estaba llena ese día. Más de 1.500 personas vieron como un anciano de 78 años subía al altar, a continuación depositó cuidadosamente un sobre sellado en el suelo y se descerrajó un tiro en la boca. Rindiendo un homenaje a su admirado Yukio Mishima y, al tiempo, representando ritualmente el suicidio de Occidente ante el empuje cultural de la posmodernidad, el islam y el liberalismo que han terminado por destruir los valores de la Tradición Sapiencial. Escribe Dominique Venner en su nota póstuma: “Me doy la muerte con el fin de despertar las conciencias adormecidas. Me sublevo contra la fatalidad. Me sublevo contra los venenos del alma y contra los deseos individuales que, invadiéndolo todo, destruyen nuestros anclajes identitarios y especialmente la familia, base íntima de nuestra civilización milenaria. Al tiempo que defiendo la identidad de todos los pueblos en su propia patria, me sublevo también contra el crimen encaminado a reemplazar nuestras poblaciones”. Se trata del último samurai oficiando el ritual del seppuku. Y nosotros, los europeos que desistimos de atender su llamada, somos los traidores que han transigido con el enemigo al devenir también bárbaros.

En la novela antes aludida, Baila con lobos, su autor, Michael Blake, postula para su protagonista un trayecto análogo al que debemos recorrer nosotros ahora. Lo hace partiendo de una experiencia religiosa de metanoia que acabará desembocando en un despertar espiritual tras superar una experiencia cercana a la muerte. John Dunbar es un soldado que se encuentra gravemente herido de la pierna (a la manera del talón de Aquiles), ha perdido el sentido de la vida, se siente desarraigado, y trata de suicidarse acercándose a la trinchera enemiga en plena Guerra de Sucesión: una acción que finalmente se convertirá en heroica al facilitar el paso de los suyos y, con ello, la victoria de su ejército. Después de eso, podrá elegir destino decidiendo marchar hacia la frontera donde se quedará en un fuerte abandonado que tendrá que reformar después del mal uso que le habían dado sus últimos habitantes. Allí establecerá una relación profunda con la naturaleza, con su caballo y con un lobo de la zona. Pronto conocerá también a los indios, en cuya cultura se integrará para volver a encontrar el sentido de la existencia, la experiencia de la comunidad y finalmente también el amor. El trayecto de Dunbar es el de la reintegración en la existencia por medio de la profundización en las raíces culturales identitarias de su tierra: aquellas que la sociedad de su tiempo en principio consideraban un enemigo.

Con 18 años, Venner se alistó en el ejército. Quiso seguir los pasos de su admirado Ernst Jünger. Coincidió con su contemporáneo Alain de Benoist (otro discípulo aventajado y amigo de Jünger) en el interés por la Historia al margen de los parámetros académicos. Y con otro gran defensor francés de Europa, Guillaume Faye, en la defensa del neopaganismo homérico como verdadera identidad cultural. Fue encarcelado durante 18 meses en los años 60 por ser miembro del grupo nacionalista Jeune Nation en tiempos de conflicto en Argelia y en prisión descubrió su pasión por la escritura. Participó en distintos grupos orientados hacia la acción como GRECE junto a algunos jóvenes de lo que se considera “extrema derecha” como Pierre Vial. Sin embargo, siempre desconfió de la política y por eso prefirió dedicarse al pensamiento en páginas tales como las publicadas en la revista Europe-Action, fundada en 1963 y finalizada en 1967. A pesar del paso del tiempo, Venner se mantuvo en esencia fiel a los principios que cristalizaron en dicha publicación. Precisamente por eso, nunca adquirió una postura fatalista frente a la decadencia Europea. Su suicidio a la edad de 78 años no fue una huida sino una invitación a la resistencia, a la reacción, a la revolución-conservadora.

Hay dos odios cervales que en estos momentos están siendo implementados en Occidente: uno contra el hombre heterosexual y otro contra el hombre blanco. Al hombre blanco se le acusa de descender de esclavizadores desde postulados colonialistas. Y al hombre heterosexual se le acusa de machista desde postulados feminsitas. Son dos ideologías del odio, el colonialismo y el feminismo de tercera ola, creadas a la contra: partiendo de una definición positiva que se diferencia del enemigo natural contra el que pretenden luchar. Ambas ideologías, pues eso es lo que son, parten de un doble interés: los pueblos colonizados que ahora pretenden expandirse geográficamente en venganza por el oprobio sufrido; y unas élites globalistas que promueven el feminismo para enfrentar a las mujeres con los hombres y así poder reducir la población mundial. Este segundo grupo remonta su argumentario a Charles Darwin y Francis Galton; antes que ellos, a Thomas Malthus y Adam Smith; para remontarse, en último término, a Juan Calvino, para el que la salvación estaba ligada a la creación de riqueza. Esta recua de pensadores tiene en común un determinismo de corte económico sustentado en los recursos existentes y su distribución en función de la población. Para ellos, la vida sería una lucha por esos recursos. Las élites globalistas asumen dichos postulados temerosos de que no haya recursos suficientes para grandes capas de la población y se creen, en cuanto que minoría selecta poseedora de la riqueza, habilitados para tratar de revertir la situación evitando el crecimiento de la población mundial y la reproducción de aquellos a los que consideran perdedores en la selección de la “mano invisible” del mercado.

Incluso Karl Marx comparte una visión del mundo malthusiana, es decir, proveniente del calvinismo, puesto que comprende, mediante su famoso concepto de “plusvalía”, que el bienestar de unos siempre conlleva la explotación de los otros puesto que los recursos son limitados. De ahí se extrae una noción básica del socialismo: el culto a la igualdad. Que en la práctica lleva a la extinción del mérito, algo que los liberales quieren denunciar promoviendo un discurso del hombre hecho a sí mismo que es falso e impostado. Socialismo y liberalismo, el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial con una Europa debilitada y atrapada entre el Comunismo y el Libre Mercado, son hermanos, como ha sabido ver Juan Bautista Fuentes: “todos los marxismos de los más diversos pelajes como todos los liberalismos económicos de las más diversas cataduras son engendros hermanos ambos a la postre de una misma modernidad”. Contra las fantasías libertarias solo cabe oponer la realidad: nunca ha existido Mercado sin Estado; y el Estado secularizado derivado del nacionalismo luterano, sólo es posible en una cosmovisión güelfa que anteponga la figura del mercader a la del guerrero. En definitiva, ambas ideologías comparten una raíz común y también un enemigo común: la aristocracia de espíritu a la que quieren opone una cultura de masas, sea en versión colectivista, sea en versión consumista. Los comunistas fusilan a los aristócratas; los liberales tratan de llevarlos a la ruina; en ambos casos se les desea la muerte: la dictadura comunista destruye sus cuerpos pero la democracia social destruye sus almas.

Otro pensador del grupo de estas ideologías es Jean-Jacques Rousseau. Para él, los sujetos eran producto de la cultura y no de la naturaleza; de forma que las personas serían como folios en blanco rellenados por una serie de factores culturales de entre los que prima la educación. En vez del determinismo biológico y hasta genético que, posteriormente, definirán autores como Pinker o Dawkins, Rousseau propone un determinismo cultural. Las feministas de los años 60 con Kate Millet y Simone De Beauvoir a la cabeza, continuarán dicha tesis al defender que “no se nace mujer, se llega a ser”; un lema que la ideología de género llegará mucho más lejos: los sujetos podrán determinar su sexo despues de “deconstruir” las imposiciones genéricas (puesto que niegan la existencia de una categoría biológica como el sexo) que la sociedad les ha impuesto. La diferenciación sexo/género realizada por la ideología de género es irreal: pero desde que existe el sujeto kantiano, el conocimiento ya no viene determinado por la realidad del objeto estudiado sino por la percepción del sujeto que lo estudia.

Las ideologías son peligrosas, al decir de Roger Scruton, puesto que ocupan el espacio que ha dejado vacío la religión y proporcionan el propósito último de la existencia”.Las élites que promueven, mediante su poder y su capacidad económica, la expansión del feminismo y el colonialismo, puestos en común con la ideología de género, buscan la reducción de la población mundial. Dado que la crecida de nacimientos en algunos países africanos como Nigeria resulta imparable, estas élites buscan reducir la población europea para fomentar el traslado de grandes masas de población africana a dicho continente: una sustitución que equilibre la situación. La proliferación de técnicas anticonceptivas, la incorporación de la mujer al mundo laboral y la expansión mediática del feminismo serían técnicas empleadas para garantizar la congelación de la natalidad en Europa.

El relato culpabilizador del colonialismo ha sido desmentido dados los avances de todo signo llevados por occidente a las tierras conquistadas; y el odio hacia el hombre promovido por la culpabilización de una supuesta opresión histórica a la mujer también ha quedado desmentido puesto que la situación de la mujer nunca ha sido idéntica en todas las épocas y porque su papel social era relevante, sólo que no desde unos estándares modernos. Pero la realidad es indiferente para dos ideologías que son utilizadas como vehículos para debilitar al hombre blanco heterosexual: aquel que no debe reproducirse y que en ningún caso tendrá voz ni voto en el grado último de odio demostrado por la mujer hacia el hombre: el aborto. Recordemos, a este respecto, que el aborto ha sido promovido históricamente por fundaciones millonarias como la perteneciente a la familia Rockefeller; y por personajes siniestros favorables a asuntos aberrantes tales como la eugenesia: así lo demuestra el estudio biográfico de personajes fundamentales en la historia de su implementación, de entre los que podemos destacar a Margaret Sanger. Sin embargo, a ninguno de los izquierdistas que identifica el aborto con una conquista social parece importalre la verdad en torno a dicha cuestión. También habría que añadir un relato culpabilizador más: el del ecologismo que nos acusa de estar dañando el planeta simplemente por respirar, por trasladarnos al trabajo o por encender una lámpara para leer. Es mejor para el planeta, dicen los ecologistas, que no haya seres humanos. Otra razón más para dejar de tener hijos: la culpa por el así llamado “cambio climático”.

En el mundo de la moda, de la publicidad y de la ficción, poco a poco se va imponiendo la imagen desvirilizadora del andrógino. Algo que tiene su correlato en la así llamada “deconstrucción masculina”. El objetivo es erradicar de nuestra Cultura toda concepción castrense de la vida, cualquier atisbo de épica y de heroicidad en nuestros ideales, para que no haya ninguna exaltación posible de aquello que tradicionalmente se consideraba virtuoso. Ariadna y Medea, dos mujeres de la mitología abandonadas respectivamente por Teseo y Jasón, son las inspiradoras, en cuanto que arquetipos (como ha analizado Lucas Carena), de la mujer del siglo XXI: resentidas contra el hombre. Pura misandria que considera toda relación sexual una violación y cualquier atisbo de la actitud tradicional del hombre como “machista”, “cosificadora” o “patriarcal”. Como ocurriera con la figura igualmente maniquea del colonizador, se hace necesario crear un supuesto relato histórico de atrocidades que legitime dicha actitud en el presente. A pesar de la imposición mediática y hasta educativa de dicho relato, sin embargo, no ha calado del todo puesto que su fondo es del todo antinatural: está en la naturaleza de la mujer emparejarse con el hombre y formar una familia.

La homofilia y la xenofilia también son alentadas mediáticamente para acabar con la natalidad europea y, así, poder reducir la población mundial mandando sucesivas oleadas de inmigrantes a Europa. Son dos estrategias culturales sustentadas por amplios capitales que favorecen su integración en los grandes focos de control del imaginario de nuestra sociedad: la educación, los medios de comunicación y la ficción. Su propósito es cambiar la propia faz de Europa desde dentro: creando una anti-Europa que la sustituya poblada por unos así llamados “nuevos europeos” representantes de unos valores opuestos por completo a los que por costumbre se han defendido en suelo culturalmente grecolatino. La Unión Europea no es Europa, aunque algunos de sus fundadores así lo quisieran, porque dicha organización pretende en la actualidad vaciar de contenido a los Estados-Nación que en la Modernidad han protagonizado la Historia europea. La realidad es que, políticamente hablando, dicha organización ha terminado siendo colonizada por viejos pensadores del 68 francés que nada tienen que ver con las ideas cristianas fundacionales expresadas por Otto de Habsburgo, Jean Monnet, Konrad Adenauer o Robert Schuman. Sin una religión común aglutinante, el centro hermanador de las sociedades y de los hombres desaparece, expulsando a los pueblos y a las personas a un flujo que no descansa sobre eje sólido alguno.

La Historia del Mundo Moderno en Occidente es la historia de la progresiva disolución de la sociedad tradicional europea. Hechos tan relevantes como la Revolución Francesa, la Independencia norteamericana y su posterior Guerra de Secesión, la unificación italiana realizada por el Norte o los procesos de independencia en Hispanoamérica durante el siglo XIX son fruto, en buena medida, de la acción de una misma organización “discreta”: la Masonería en su vertiente especulativa. Sus valores son los mismos de los enemigos de Europa porque en buena medida ellos han elegido representar ese papel. Sin el fin de la Cristiandad no habría existido el anglicanismo y sin éste no existiría la Masonería especulativa. El Gran Oriente de Francia ahondó, al fundamentar sus principios, en la secularización desacralizada. Lo cual tenía, a su vez, un correlato político: la necesidad de crear una Sociedad de las Naciones, proyecto posteriormente rebautizado como Naciones Unidas.

La Ilustración ha pretendido imponer una moral única universal desacralizada. La Masonería especulativa abandonó cualquier atisbo de principio sagrado para entregarse, a cambio, a la ideología liberal de los Derechos Humanos postulada, principalmente, por dos pensadores: John Locke (1602-1734) e Immanuel Kant (1724-1804). Reducir la sociedad a un Contrato Social, en la línea rousseauniana de los derechos y deberes, supone disolver todos los vínculos comunes, así como cualquier atisbo de preservación de la tradición. Asimismo, conlleva la erradicación del amor como afecto básico de toda comunidad y del sacrificio como principio rector de la convivencia común; para imponer, a cambio, una lógica mercantilista, sustentada en el egoísmo y en el hedonismo, que reduce cualquier acción conjunta a una sencilla lógica de gélida “razón instrumental”: calculando costes y beneficios, en el plano individual. La versión secularizada de la salvación humana sería el ideal gaseoso de felicidad que más adelante encontraría en el consumo su vehículo perfecto de transmisión entre los sujetos. También lleva aparejada consigo una visión panteísta de la Naturaleza que, según la obra de pensadores como Baruch Spinoza (1632-1677) o Henry David Thoreau (1817-1862), sería equivalente directo a Dios, ese “Gran Arquitecto Universal”. Sin embargo, ese culto a la Naturaleza no ha llevado consigo como correlato un conservadurismo de los recursos sino que ha fomentado, paradójicamente, su expolio más irresponsable hasta fechas muy recientes. No podemos olvidar, en ese sentido, cómo algunos de los masones que más han influido en la política mundial, tales como Theodore Roosevelt o Al Gore, han sido adalides declarados del ecologismo.

Juan Calvino (1509-1564) es el inventor del Homo œconomicus que sustituyó al  Zoon politikón. Con él se inaugura una antropología del hombre nuevo que, a pesar de los matices que se le quieran añadir, comparten el socialismo y el liberalismo. Los comunistas, al fin y a la postre, odiaban a los kulaks exactamente igual que los liberales detestan hoy a los rednecks. Su fin es la felicidad universal por medio de un progreso tecno-económico que nos conducirá al fin de la historia. La humanidad es una categoría que el hombre se confiere a sí mismo en un mundo secularizado para distanciarse del resto de los seres vivos. En el culto, por medio de la entronización de la cultura como red de significados creados artificialmente por el hombre, se encuentra una supuesta superación de la naturaleza a través del desarrollo de la técnica. Esa diferenciación entre naturaleza y cultura; e incluso entre naturaleza y técnica ha acabado derivando en una destrucción terrible de nuestros recursos, en una servidumbre suicida hacia nuestra técnica y en un sincretismo cultural que ha sido bautizado por sus profetas como “multiculturalismo”.

Joseph De Maistre (1753-1821) acusó a Francis Bacon (1521-1626) de inspirar la Revolución Francesa con sus ideas puesto que su filosofía subvierte el fin del conocimiento, esto es, la contemplación; en su lugar, pretende poner el saber al servicio de la utilidad humana y de los fines; y no a disposición de la Verdad. Más tarde, con Locke, se pasa de la idea de bien a la idea del valor como eje de la acción humana. Para él, es el hombre quien determina y, sobre todo, quien se autodetermina trabajando y escogiendo a qué merece la pena dedicarle la existencia. Posteriormente, Kant establecerá que la cultura es lo que domina la naturaleza, cuyo último estadio es la autodeterminación que el sujeto usa para dominar su propia naturaleza humana, que es imperfecta puesto que sufrió la “caída” al ser expulsada del Paraíso o Edad de Oro, como nos enseña la mitología.

El relativismo es una postfilosofía nacida del oscurecimiento de la metafísica, de la verdad y de la belleza. Para Rémi Brague, “La renuncia a la verdad es el precio que hay que pagar para obtener la democracia”. El proceso, sin embargo, comienza mucho antes: a partir del desmoronamiento de la Cristiandad con la llegada de la Reforma, desaparece cualquier atisbo de sociedad tradicional en Europa junto con la noción de Verdad revelada. En su lugar, el sujeto ya no cumple los mandatos divinos, que considera viejas costumbres humanas que se quieren hacer pasar por sobrenaturales, y ni siquiera puede confiar ciegamente en el magisterio terrenal otorgado por un sacerdote a modo de representante terrenal de la sacralidad, sino que se basa únicamente en la fe y en la relación personal con Dios. La noción de predestinación y la noción de conciencia terminan de cerrar el círculo.

El intelectual, entendido como clérigo laico, tratará de crear sistemas de pensamiento coherentes;  más tarde llegarán los psicólogos, coach e incluso los celebérrimos influencers como modelos a imitar semejantes a los santos y los héroes de otros tiempos. Aquellos que niegan la categoría teológica de la Verdad afirman dicho aserto con la firme creencia de que, en efecto, constituye una verdad. Roger Scruton lo escribe así: “El derrocamiento de la razón va de la mano de un escepticismo sobre la verdad objetiva. Las autoridades cuyas obras se citan con mayor frecuencia para desacreditar la cultura occidental son todos endurecidos escépticos. Ningún argumento puede esgrimirse frente a su desprecio por la misma cultura que hace posible la argumentación. Como descubre rápidamente el escéptico, las leyes de la verdad y la deducción racional son imposibles de defender sin darlas por supuesto al mismo tiempo”. El moralismo imperante ha generado un totalitarismo de nuevo cuño, líquido y postmoderno, que delimita cuidadosamente los márgenes que no se pueden sobrepasar en el debate público. Algo en lo que, por supuesto, Estado y Mercado confluyen: las normativas internas de las empresas privadas y las leyes comunes de los organismos públicos coinciden en blindar la corrección política frente a sus refractarios. Un supuesto discurso antisistema vela de manera inmejorable por los intereses del Sistema.

Autores clásicos como Friedrich List (1789-1846) o más recientemente Marcelo Gullo (Madre Patria) demuestran de qué forma las potencias marinas anglosajonas han utilizado el libre comercio de forma que se puedan enriquecer cuando dispongan de una situación ventajosa en lo que a recursos se refiere. En ese sentido, existe una necesidad incómoda de reconocer del Estado para salvar al Mercado y sus oligarcas en tiempos de crisis. De la misma forma, el Mercado necesita una aparente oposición contracultural utópica en forma de ideales elevados y redistribución de la riqueza que facilitan los grupos artísticos hippies y los grupos políticos sesentayochistas, generalmente financiados y patrocinados por el Estado. Sin la teoría política del Leviatán postulada por Thomas Hobbes (1588-1679), no habría existido la teoría económica de la mano invisible del mercado defendida por Adam Smith (1723-1790). Se trata de algo señalado ya por Bertrand de Jouvenel: “Hobbes es el filósofo de la economía política. Su concepción del hombre es idéntica a la del homo oeconomicus”. Y aunque la visión de la condición humana optimista del economista escocés contrasta con el pesimismo antropológico del filósofo inglés, hay un mismo desprecio por el hombre. Hobbes postula, como más tarde hará explícito Mussolini, que no puede haber nada fuera del Estado; y Smith dirá, como más tarde afirmarán Rothbard y tantos otros, que el Mercado sólo funciona libre de influencias estatales. Sin embargo, en ambas concepciones, Estado y Mercado son superestructuras que subyugan la libre autogestión de las comunidades. Las sociedades autoconstituidas, en estas dos concepciones aparentemente antitéticas, quedan disueltas dado el omnívoro poder de, respectivamente, Estado y Mercado.

Si se niega el origen divino del hombre, se niega su lugar como parte de la creación y como ser más perfecto de la misma, forjado a imagen y semejanza de su Creador. Si la imperfección de la condición humana puede ser corregida por la educación, también puede ser diseñada por la tecnología. Es el paso de homo sapiens a homo deus. De forma que la negación de Dios y de lo sacro que pretendía posicionar lo humano en el centro del universo, como reza el dogma humanista-iluminista, se termina negando lo humano para posicionar lo técnico como estadio final de lo creado. Nuestro mundo, de hecho, ya prescinde de lo humano, tras someterlo al dominio y a la superioridad de la técnica. La lógica mecánica ya ha sustituido a la lógica humana, otrora derivada del soplo divino o espíritu otorgado amorosamente por la divinidad.

Despojarse de Dios y de sus mandatos, nos dice el liberalismo por medio de la razón que nos enseña a construir a partir de la nada, de lo existente y de lo visible supone alcanzar “la mayoría de edad” para el hombre. Ya no se crea a partir de lo creado, sino partiendo de una tabula rasa que permite cualquier tropelía que se considere oportuna. Sin límites no hay sentimiento trágico de la vida: sólo existe la levedad, el optimismo capitalista, el culto a la técnica y a la economía como nuevos dioses que nos salvarán de la debacle. La máquina se convierte entonces en el ser más perfecto de la creación. La hermandad forjada entre industrialización y espiritismo característica de fenómenos decimonónicos tales como el mesmerismo y sus derivados teosóficos, evolucionará por las sucesivas Revoluciones Industriales hasta alumbrar la digitalización y el auge de la New Age en Sillicon Valley. Del culto al sol se ha pasado al culto a la electricidad. El sincretismo y el posthumanismo resultan indisociables el uno del otro. La humanidad entendida como engorroso escollo presta a ser asistida por el transhumanismo encuentra tanto justificaciones materiales como explicaciones de índole pseudoespiritual y contrainiciática.

La filosofía liberal es, como la de cualquier ideología moderna (pleonasmo), perfectamente utópica. Se proyecta hacia el futuro sin aceptar la imperfección natural del ser humano; pretendiendo cambiarla. El hombre virtuoso aristotélico sometía las pasiones inferiores al intelecto: la áscesis, pues, consiste en un dominio interior; el mundo del comercio, sin embargo, proyecta hacia el exterior esa fuerza vitalista de los hombres; de la conquista de uno mismo que proponían los antiguos hemos pasado a la conquista del mundo exterior que proponen los modernos. Para Spengler, vivimos en un tiempo fáustico donde la implementación de la magia y la alquimia a partir del Renacimiento y sobre todo durante la Ilustración y el Romanticismo brindará la aparición de la técnica que caracteriza nuestro tiempo donde el hombre se erigirá como dominador de la naturaleza exterior del mundo y determinador de la naturaleza interior del hombre. De esta forma, el oficio de tiempos pretéritos equivaldrá a la identidad que en el presente ostenta el trabajador.

Personajes tan nefastos como el masón Edward Mandell House, a la sazón jefe de Gabinete del Presidente norteamericano Woodrow Wilson, y el también masón Frank Billings Kellogg, secretario de Estado en el gabinete de Calvin Coolidge, firmaron pactos tan desastrosos para Europa como “Los Catorce Puntos” de 1918 (al término de la IGM) o el “Pacto Kellogg-Briand” de 1928. Son intentos por crear un Gobierno Mundial que anticipan el proyecto totalitario que encarna la ONU (fundada tras la IIGM en 1945) bajo el ilusorio estandarte de acabar con las guerras. La guerra es inherente a la política, necesaria a la hora de forjar una identidad personal e ínsita a las comunidades humanas: su contención por medio del dominio vertical, de arriba hacia abajo, emanado por un único Gobierno Mundial, sólo puede significar la erradicación de la política y de los hombres, esto es, de la soberanía política y de la libertad humana.

Sin fronteras, entonces, no existe política real ni identidad verdadera. La Primera Guerra Mundial iniciada en 1914 supone el punto de inflexión que marca la diferencia entre una Europa imperial milenaria y una Europa nacional que, en apenas unas décadas, volvería a enfrentarse en otra guerra devastadora para acabar siendo desguazada y entregada a organismos internacionales, tales como la ONU, la OTAN e incluso la UE, de vocación pacifista. En un plano ideológico, se trata de la consumación de una victoria: la del mundo anglosajón sobre el mundo Europeo, que se había iniciado en 1723 con la Constitución masónica (“masón” en francés significa albañil) del pastor anglicano James Anderson. El país fundado por el masón George Washington sobre las ideas del también masón Benjamin Franklin ha sido proyectado desde su establecimiento por sus más relevantes “Padres Fundadores” como un hijo parricida de la Vieja Europa.

La Sociedad de las Naciones propuesta por el masón Woodrow Wilson supuso el triunfo del bien encarnado en el liberalismo político y el libre comercio. En clara antítesis, el ideal pangermánico del bien caía derrotado. Como más tarde Winston Churchill (para quien “los imperios del futuro serán los imperios de la mente”), en su momento el Presidente Wilson se propuso que ninguna potencia europeo tuviera opción a descollar o a dominar el continente, extinguiendo con ello cualquier atisbo de vocación imperial. Los imperios, para estos masones, debían quedar sepultados en los libros de Historia: horadados por el luteranismo en el primer instante de la Modernidad, heridos de gravedad por el jacobinismo centralista en los albores revolucionarios del siglo XVIII y finalmente desguazados por las Guerras Napoleónicas que harían tambalearse al continente entero de una forma únicamente comparable a la de la Guerra Civil Europa (E. Nolte) incoada en 1914. Tras el reparto de Europa después de la IIGM por parte de la URSS masificada y de los EEUU consumistas, nació la Comunidad Económica Europea que terminaría desembocando en la UE aburguesada de los tecnócratas.

Frente a la “sociedad abierta” intolerante con los intolerantes (¡!) propuesta por Karl Popper, otro pensador judío de fuertes vínculos con el mundo anglosajón político, Leo Strauss, diseñó una teoría política alternativa a la del filósofo austriaco. Si Popper ha tenido en el influyente filántropo George Soros (cuyo nombre real es György Schwartz), Strauss tuvo en Paul Wolfowitz, presidente del Banco Mundial y principal responsable de la guerra contra Sadam Husein junto a Dick Cheney y a Donald Rumsfeld, a su gran continuador. La leyenda de las “armas de destrucción masiva” no sería más que la aplicación de las “mentiras nobles” neoplatónicas postuladas por Strauss que han alimentado a los neoconservadores más influyentes y mejor relacionados con la industria armamentística y la industria petrolífera de los Estados Unidos en las últimas décadas.

Los problemas, por generalizados que sean, no pueden acarrear soluciones globales. Como explica Roger Scruton, deben ser abordados de manera local: “Solo a nivel local es realista alguna esperanza de mejora. Porque no hay pruebas de que las instituciones políticas globales hayan hecho nada por limitar el daño, al contrario, al animar a la comunicación internacional y erosionar la soberanía nacional, han alimentado la entropía global y debilitado las únicas verdaderas fuentes de resistencia”. A nivel práctico, no tenemos ninguna evidencia de que el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo hayan sido capaces de evitar crisis económica alguna; o de que la Organización de las Naciones Unidas o la Unión Europea hayan conseguido paliar las consecuencias de, por ejemplo, la Guerra de los Balcanes. Sin embargo, tenemos evidencias más que suficientes para probar de qué forma nuestra soberanía se ha visto mermada, especialmente en situaciones de “excepcionalidad”, a la hora de tomar decisiones cruciales sobre nuestro futuro.

Sin una identidad común ni la responsabilidad de conservar el pasado para poder transmitirlo íntegro al futuro, sólo nos une la burocracia de los tecnócratas que nos gobiernan y los intereses económicos compartidos que hacen las veces de lo que antaño fueron los afectos. La traición de los europeos, en ese sentido, es la claudicación a la hora de plantear resistencia contra ese proceso impuesto desde fuera por ciertas élites europeas y, sobre todo, por unos Estados Unidos de América (primer país de la Historia fundamentado sobre una cosmovisión derivada de sus fundadores masones) interesados desde 1898 por el debilitamiento de Europa y la guerra subrepticia desde dicha fecha contra sus naciones más poderosas. Aceptar la aculturación y el desarraigo como señas de identidad significa abrazar las cadenas, asumir nuestra condición de bárbaros en vez de buscar pelear por lo perdido.

Convertir a las mujeres en consumidoras plenas en el frenesí exterior pero vacías en lo relativo a la vida interior, enfrentar sus intereses a los del feto rompiendo una unidad natural y plantear el aborto como un acto de autoafirmación son pasos esenciales en la alimentación del narcisismo con el que se pretende borrar todo rastro de maternidad en las mujeres. Esa total desconexión con la sociedad que se quiere promover en las mujeres tiene en la reciente campaña de publicidad del juguete sexual satisfyer un momento culminante: ya no es necesario el hombre para el placer, nos dicen. Algo que, unido al consumo de pornografía y al incremento del lesbianismo, termina por distanciar a hombres y mujeres en algo tan natural y beneficioso como lo es el deseo mutuo. El propio nombre del producto, de origen anglosajón, evidencia que los europeos hemos dejado de ser tales, culturalmente hablando, para devenir norteamericanos en todos los ámbitos. Promoviendo el aislamiento, facilitando la explotación y dando rienda suelta al consumo.

La mujer, no lo olvidemos, es el sujeto que más sufre de nuestro tiempo. El poder que imbrica Estado y Mercado se ha propuesto mutilar la naturaleza femenina abortando sus tendencias vitales para proponer, a cambio, un modelo del todo artificioso que se quiere hacer pasar por progresista y “liberado”. Extirpar su condición natural sólo puede producir desasosiego pero la constatación de ese mismo desasosiego en cada mujer lleva a la culpa por no ser lo suficientemente progresista y liberada como exigen los estándares de la época. En ese debate interno de la mujer puede residir la auténtica clave de la supervivencia europea. Ser consumidora (en cuanto que compradora), una productora (en cuanto que trabajadora) y una tributadora (en cuanto que cesora) implica alcanzar el estadio final del cambio iniciado en los años 60; rechazar cualquier aspecto de ese modelo para abrazar la maternidad, la entrega al otro y la caridad sólo puede ser percibido como una regresión moral. La gran lucha de nuestro tiempo, por lo tanto, no puede ser otra que la lucha por recuperar a la mujer y porque ésta pueda abrazar sin complejos su condición natural que ansía entregarse a los otros (¿por qué la mayoría aplastante de enfermeras son mujeres?), cuyo grado último lo constituye la maternidad.

La mutilación del sujeto contemporáneo encarnado en los hombres y mujeres que diariamente niegan su condición, no habría sido posible sin la instrumentalización de la educación y la manipulación mediática para facilitar el éxito de la ingeniería social. La propaganda insuflada desde los mass media desde el final de la Segunda Guerra Mundial es lo suficientemente elocuente como para haber creado una realidad paralela que, para muchos, es más real que la propia realidad constatable de nuestras vidas: aquello que Debord llamó Espectáculo y que Baudrillard calificó de Simulacro. La lucha por el imaginario debe destruir desde dentro dicha construcción. Sin embargo, es ahí donde entra la hipocresía puritana que diferencia de manera tangencial entre vida pública y vida privada, organizando la primera según unos estándares homogeneizadores a los que cualquier ciudadano debe atenerse mientras esté sometido a la mirada ajena. Las buenas formas, según esta concepción, priman sobre aquello que es honesto, natural y popular; estos valores, de hecho, serán mostrados como abominables frente a la versión políticamente correcta de nosotros mismos que debemos proyectar.

La ausencia de ofensa nos ha llevado a una indefinición crónica que acaba desembocando en la disolución total de las identidades bien definidas. La imagen extrema de lo políticamente correcto es la “cancelación”. Se trata de una caída pública en desgracia a consecuencia de unas acusaciones de vulneración de los principios del decoro social. No es necesario que un juez corrobore dichas acusaciones: basta con el hecho mismo de la denuncia, sobre todo si el culpable es un hombre y quien acusa una mujer. El grado máximo de misandria va un paso más allá de la simple “cancelación”: es la creación del “feminicidio”. Se trata de un homicidio cometido por un hombre y cuyo móvil no sería otro que la condición femenina de la víctima. Lo políticamente correcto ha conseguido reducirlo todo al sexo, la raza o la identidad sexual de los personajes involucrados sin que intervengan otros factores: una nueva forma de determinismo que, una vez más, vulnera el libre albedrío y el personalismo católicos. Según el feminicidio, que ya tiene una base legal en España, los hombres matan a las mujeres por considerarlas inferiores y propias, esto es, un simple objeto que les pertenece y pueden desechar. Incluso en la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton, múltiples periodistas dijeron que todo se debía a que la perdedora era una mujer y la sociedad no quería tener una presidenta debido a la carga histórica del patriarcado.

Más allá de la anécdota, la entrada del feminicidio en la legislación española supone la aceptación de la segregación contra los hombres por parte de la sociedad europea. Una desigualdad legal que supuestamente propicia una ”discriminación positiva” pero que en la práctica promueve el odio por motivos de sexo, el aislamiento social y el desamparo legal de la mitad de la ciudadanía. Haber nacido hombre en el siglo XXI, como haber nacido blanco, te convierte en un criminal en potencia debido a la carga de un pasado legendario que la mayoría de la población cree, desde la ignorancia, como rigurosamente cierto: es la consecuencia del revisionismo anglosajón importado a suelo europeo con fines políticos de debilitamiento, dado que los sentimientos identitarios en torno a aspectos tangenciales como la raza, la orientación sexual o determinados sentimientos pretenden horadar y sustituir a las grandes luchas sociales, atomizando la sociedad y reduciendo los problemas de los individuos a meras neurosis concretas. Y no sólo: se ha creado toda una industria de la solidaridad que cuenta con poderosísimas ONGs e instrumentos estatales para sacar partido de la culpabilidad europea con supuestas ayudas al Tercer Mundo de las que viven, a través de dietas y subvenciones, miles de aprovechados amparados en un discurso victimista.

La culpa judeocristiana se ha convertido en una seña de identidad de la burguesía. Para paliar dicho sentimiento de malestar, los burgueses han puesto en marcha toda una industria de la solidaridad basada en el amor a la otredad, el apadrinamiento del Tercer Mundo y la acogida buenista del inmigrante. Útil para absolver las malas conciencias de la clase media consumista, esta estrategia supone un verdadero suicidio a largo plazo en términos de civilización. Una sustitución está teniendo lugar a consecuencia de la islamización de Europa. Las sociedades del pasado contaban historias protagonizadas por héroes: sus sociedades eran fuertes; las sociedades de nuestro tiempo cuentan historias protagonizadas por víctimas: sus sociedades caminan a pasos agigantados hacia la descomposición. Éxitos de venta recientes como los de Douglas Murray (La extraña muerte de Europa) y Christophe Guilluy (No society: El fin de la clase media occidental), a la par que recientes debates mediáticos sobre estos temas, ponen de relieve que la situación es cada vez más evidente aunque la soluciones siguen pareciendo igualmente lejanas.

Hoy más que nunca se hace necesario que los hombres aspiren a ser héroes y que las mujeres aspiren a ser madres. Recuperar la épica fundamentada sobre valores tradicionales y el amor concebido como el material aglutinante de una sociedad componen las dos claves que podrían garantizar la supervivencia de Europa. En un tiempo donde los hombres se encuentran paralizados por la culpa, la nostalgia y el desarraigo; y las mujeres son prácticamente obligadas a odiar a los hombres a consecuencia de una leyenda negra asumida y a renegar de sus instintos maternales por medio del narcisismo consumista; despertar a la honda realidad espiritual de una vida superior equivale a despertar a una vida asentada sobre el pasado y, por ende, habilitante para el futuro. La gracia recibida por los hombres es la capacidad para sacrificarse por los otros: los héroes deben proteger a la comunidad. La gracia recibida por las mujeres es la capacidad para perpetuar la especie: las madres deben garantizar la continuidad. Sin embargo, aquello que es un regalo hoy en día es entendido como un oprobio, un castigo y una esclavitud.

El ataque desde los medios de comunicación a la institución de la familia tradicional, sólo es la otra cara de una realidad que nos demuestra la catástrofe demográfica en la que llevamos décadas inmersos. Se plantea la inmigración como posible solución a dicho declive sin manifestar lo que de sustitutorio tiene, desde un punto de vista cultural, dicha operación. Hablamos de que aproximadamente 1 de cada 4 embarazos españoles acaban en aborto. Algo que lleva sucediendo desde hace más de una década. Se trata de un genocidio lento pero silencioso: el de los millones de niños europeos que no han nacido en las últimas décadas. Se trata de un exterminio subyacente pero eficaz: el del pueblo europeo que, según los datos, en 2050 será minoritario dentro de su propio continente e ínfimo dentro del conjunto de la población mundial. La principal consecuencia de dicho desastre será económica. La irrelevancia geopolítica del continente que alumbró la idea de individuo, de democracia (en el sentido griego del término, no en el norteamericano) y los mayores valores de la cultura universal también parece sellada. Las pensiones no podrán ser pagadas y la competencia desleal de los inmigrantes provocará, como ya ha sucedido, la reducción de los derechos de los trabajadores acarreando consigo menos salario y más horas de trabajo para los autóctonos. Finalmente, será necesaria la manutención de los ciudadanos por parte del Estado, a través de una renta básica universal esclavizadora; de esta forma, se cumple uno de los grandes lemas de nuestro tiempo: cuanto más fuertes son el Estado y el Mercado, más débiles son los individuos y las comunidades.

Sin embargo, esas mismas élites que pretenden controlar el aumento de la población mundial se encuentra cada día más cerca de poder disfrutar de un privilegio reservado a las minorías plutocráticas: la otra cara de la eugenesia se llama transhumanismo. Mientras que grandes capas de la población mundial no pueden tener hijos para no dañar el planeta y agotar sus recursos, las élites podrán mejorar sus embriones con bioingeniería. Por eso la democracia, que antes era una útil herramienta y hasta un fin para algunas de las sociedades discretas en las que se encuadran estas élites, se ha convertido en algo que ser derribado para mejor imponer, a cambio, un modelo totalitario menos “líquido” y más convencional, similar al chino. La depauperización de los individuos, la fragmentación de las sociedades y la utilización de situaciones excepcionales como guerras, crisis y pandemias, son sistemáticamente utilizadas para la consecución de dicho fin. La autodeterminación de los ciudadanos lobotomizados por la ideología de género convivirá con la programación de las élites alumbrada por el transhumanismo.

Aquello que resulta más peligroso, contra lo que cabría pensar, es la falsa disidencia. En los propios años 60 se puso en marcha una anticultura supuestamente contracultural y una antirrevolución supuestamente encaminada a derrocar el Sistema. Ambos movimientos confluían en una retahíla de estilos de vida marginales encarnados en el hippismo y sus consignas. Para ellos, la política es una simple cuestión lúdica que jamás pondrá en tela de juicio el Poder detentado al alimón por el Estado y el Mercado. En el terreno estético, el supuesto arte alternativo de las vanguardias ocupa un lugar análogo pero igualmente estéril. Sin embargo, la producción constante de nuevos movimientos en la misma estela hacen ver que existe una oposición al Sistema cuando lo cierto es que ninguno de estos movimientos pone en cuestión los valores fundamentales de nuestro tiempo. Y, en caso de hacerlo, carece por completo de voluntad de acción para llevar dichos cambios a la realidad. Se trata de algo denunciado por el estadounidense Thomas Frank, el británico Mark Fisher o por el español Adriano Erriguel: “Nos imaginamos rebeldes pero no lo somos”. Sin verdadera transgresión, los multimillonarios de Silicon Valley o los funcionarios de Podemos seguirán apareciendo como la quintaesencia de la resistencia contra el Poder.

El freudomarxismo de Marcuse convierte todo aquello de la realidad que no gusta al sujeto en una opresión de la que debe ser protegido por la sociedad: a través de un ente estatal o de la colaboración con las grandes empresas. De esta forma, se crea una equivalencia entre las opresiones constatables de la realidad y las opresiones subjetivas de la sensibilidad: para un posmodernista, es igual la situación de un hombre que se siente mujer y la de un obrero que no puede llegar a final de mes. No hace falta asumir la realidad, por lo tanto, si eres hombre pero te sientes mujer porque la sociedad debe solidarizarse con las víctimas; en cambio, si eres obrero y no eres capaz de llegar a fin de mes, el problema es tuyo porque tú minoría no está patrocinada. Esas supuestas victorias sociales puestas en consonancia con la constante ampliación de los Derechos Humanos, son en realidad victorias de los consumidores que favorecen al Mercado. Así es como los verdaderos problemas sociales se ven eclipsados por individuos convertidos en empresarios de sí mismos: capaces de modificar el producto para obtener un mejor rendimiento, en términos de placer y eficiencia, de la vida. Entregar la vida a un marido, a un hijo, resulta reaccionario; permanecer atrapada en una dicotomía donde o se es consumidor, o se es productor, resulta progresista. El triunfo de la ideología de género es la imposición del liberalismo como horizonte vital homogeneizador; en otras palabras, la destrucción de la comunidad y de la lucha colectiva.

Nada de esto es casual: desde los años 60 del siglo pasado se han implementado medidas de ingeniería social con el fin de desmantelar la sociedad europea desde dentro tras la Guerra Civil europea que, según Ernst Nolte, entrañaron las Dos Guerras Mundiales. El bienestar económico de las clases medias europeas implementado durante esas décadas y la expansión del modelo de vida americano consumista y masificado allende los mares ha sido la forma de comprar, como en un pacto fáustico, el alma de los europeos. Se trata de la asunción del estilo de vida de la globalización por parte de una cultura cuyos valores son del todo ajenos a dicha cosmovisión. Una vez ese bienestar económico ha tocado a su fin, como pueden comprobar de primera mano las nuevas generaciones en sus experiencias laborales y en sus perspectivas materiales, los perdedores de la globalización, hasta ahora ocultos bajo las pilas de cifras oficiales, han emergido en múltiples ámbitos: el surgimiento del populismo político y de toda una cultura identitaria de la reacción son sus muestras más visibles.

Las consecuencias más tangibles de décadas de ingeniería social se saldan en un malestar que transgrede con mucho las malas condiciones de vida en términos laborales y de seguridad: proliferan las patologías psíquicas y las adicciones más o menos veladas que, en el fondo, sólo ocultan un vacío espiritual y una incomprensión existencial profunda. La extensión de la depresión supone el tránsito de la decadencia de un ámbito social y cultural a un plano psicológico personal. Y aunque estos problemas se quieren equiparar con los problemas individuales del hombre que se siente mujer y del tipo que se cree Tarzán, lo cierto es que se trata de un mal de época propiciado por el signo de los tiempos y las décadas de dejadez que los propios europeos han alentado con su actitud pasiva ante las medidas de ingeniería social impuestas por las élites.

En apenas unas décadas se han producido cambios sociales determinantes que en otro tiempo habrían llevado siglos. El avance de la tecnología, esa Tercera Revolución industrial que pronto ha alumbrado una Cuarta Revolución industrial de consecuencias difícilmente calculables, ha tenido mucho que ver en ello. Las brechas intergeneracionales, otro factor más de quiebra comunitaria, son un testimonio evidente de esa mutua incomprensión producida por los cambios perceptibles simplemente en el transcurso de una década. El Sistema está a punto de derrumbarse debido al propio peso de su ambición. Paradójicamente, como ha sabido ver muy bien Félix Rodrigo Mora, cuanto más poder ha almacenado, más frágil se ha vuelto porque el debilitamiento de la sociedad ha hecho del Estado un ente tan poderoso como frágil. Las élites favorables a implementar nuevos cambios como los estipulados por la Agenda 2030 a través de grupos como el Foro de Davos, no asumen el fracaso del Sistema. Viven en una irrealidad tal que no les permite reconocer la imposibilidad de cambiar la naturaleza humana sólo mediante la manipulación cultural y la ingeniería social. Su odio por el pueblo y su desprecio por cualquier soberanía que no esté sometida a sus designios es demasiado grande. El descontrol y la violencia terminarán por emerger de las crisis derivadas del crecimiento de la inflación (sobre todo en los EEUU), la acumulación de la deuda y la escasez de recursos. Si los poderes represivos del Estado, cada vez más en aumento, no se muestran implacables, otro marco completamente diferente al actual podrá ser impuesto. Por lo tanto, generar ahora un caldo de cultivo de ideas adecuado para cuando llegue dicha situación resulta clave para aprovechar ese momento de crisis como llevan décadas haciéndolo las propias élites. Nuestra acción será la que determine el futuro de Europa.

La acción sin reflexión no es más que un impuso imposible de domeñar; pero la reflexión sin acción no es más que un aborto que sirve para abstraerse de la realidad. Las ideas tienen consecuencias, como afirmaba un famoso título, y no estamos hablando de ellas por divertimento sino porque detrás de toda bibliografía hay una biografía que, en este caso, constata de qué forma una gran cantidad de vidas humanas están siendo arrasadas a consecuencia del pensamiento imperante. La Nueva Derecha francesa fue, con representantes tan destacables como Alain de Benoist o el citado Dominique Venner, una reacción contra Mayo del 68. Posteriormente se extendió a otras latitudes gracias a figuras tan destacables como Alberto Buela en Hispanoamérica o Adriano Erriguel en España. Dicho movimiento, sin embargo, no ha tenido la misma extensión en Italia que en Francia, dado que la primera nación tuvo un Partido Comunista aliado en muchos aspectos, sobre todo la defensa de los valores populares, con la Iglesia Católica; algo que en Francia no ocurrió ni por asomo, puesto que la intelligentsia sesentayochista odia lo popular y pretende erradicarlo. La izquierda posmoderna pretende sustituir el pueblo real por un pueblo adiestrado a través de la ingeniería social. Algo en lo que estos “tontos útiles” del poder coinciden con las élites plutocráticas que utilizan la democracia y la oclocracia para esconder su tiranía.

La muerte de Venner, en ese sentido, es la consecuencia lógica, la llamada a la acción y el paso a los hechos, después de varias décadas de ahondamiento en el diagnóstico teórico. Su rito sólo puede ser solipsista porque cualquier acción política común que vaya en la dirección de lo postulado por Venner será perseguida públicamente por resultar “fascista”. A lo que nos impele el pensador francés es a realizar una revolución, en su sentido etimológico de reinstaurar una situación previa, donde Europa vuelva a ser la gran Cultura identitaria de los tiempos pasados. Porque, de nuevo en palabras de Roger Scruton, "Nuestra civilización no puede sobrevivir si seguimos cediendo ante los islamistas". Igual que en el “arqueofuturismo” de su compatriota y coetáneo, el también neopagano Guillaume Faye; también en las previsiones de futuro para Europa realizadas por Dominique Venner aparece con fuerza una única vía: aquella que asuma la técnica moderna para alcanzar fines propios de la tradición sapiencial europea. En sus propias palabras, “se trata de reactualizar los principios vivos de un ideal de vida”.

Frente a la islamofilia zurda y al multiculturalismo de salón, puesto que no hay tanta distancia como pareciera entre la internacional socialista y la umma mahometana, hay que oponer realismo político. El mito tecno-económico del Progreso, al igual que los Sueños de la Razón goyescos, produce los peores monstruos. Como la acción política, tal y como se ha dicho, se encuentra en buena medida descartada por los antecedentes históricos del fascismo y su terrible reguero en forma de víctimas, no es posible derribar el sistema liberal sino que se hace necesario esperar a que caiga por su propia cuenta. Algo que no parece tan lejano puesto que ya se encuentra en estado avanzado, como se ha podido comprobar en los grandes acontecimientos recientes: el coronavirus, Afganistán y Ucrania.

El multiculturalismo se planteó como la respuesta cultural a un fin de la historia cada vez más tendente a disolver la identidad de los pueblos en algún organismo transnacional “superador”. Como el pacifismo, el multiculturalismo es un delirio que parte de alienar la condición humana. Así lo explicó Roger Scruton: “Una vez que diferenciamos raza y cultura, hemos abierto el camino para reconocer que no todas las culturas son igualmente admirables y que no todas las culturas pueden coexistir cómodamente”. La Política y la Fuerza hacen el Derecho. El poder político elige al poder judicial, determinando el marco que marcará las relgas del juego en el ámbito legal. Y el ejército y la policía, nacidos al tiempo que el Estado moderno y que las fronteras nacionales en tiempos de secularización, aplican sus dictados y velan por su cumplimiento. Sin fuerza no hay poder: esa es la verdad suprema del realismo político. Crear un marco constitucional que pueda ser impuesto por la fuerza es, por lo tanto, una operación política de primer orden que utiliza la fuerza del Estado contra todo aquel que queda fuera del marco. Así es como la democracia, planteada en el papel como un poder popular creado de abajo hacia arriba, termina funcionando exactamente igual que un régimen autoritario donde el poder se genera de arriba hacia abajo. En definitiva, siempre hay una pequeña oligarquía aupada sobre la estulticia generalizada de una oclocracia. En la dictadura esa minoría dirigente emana de la política y del ejército; en la democracia, los políticos son títeres controlados por una minoría empresarial transnacional. Y en los dos casos, el pueblo carece de representación real en la política.

Mientras todos los miembros de la Aldea Global fueran fieles al mismo imaginario cultural norteamericano y estructuraran sus valores morales, personales y culturales en torno a él, no habría problema. Pero cualquier pueblo que aspirara a reivindicar sus verdaderas raíces frente a la imposición mediática sería considerado una seria amenaza. Y eso ha sido y es Rusia: un pueblo que afirma su identidad, señalando con ellos la desnudez del emperador. El multiculturalismo sólo funciona si se rinde pleitesía a los valores del liberalismo; en caso contrario, sólo sirve para debilitar a algunas culturas que integran ese delirio como una verdad, al igual que le ha ocurrido a los pueblos europeos, frente a la entereza de unos musulmanes que no han renunciado a ningún valor fundamental en su intento por colonizar Europa.

“Y supe con tristeza de la renuncia: ningún rumor puede reemplazar a la palabra”, Stefan George. Igual que un dragón por largo tiempo dormido, al fin la Historia ha despertado. En forma de guerra. Esto es, de gran política. Esa política de amplios espacios que es la geopolítica, ha comenzado a moverse tras décadas de estancamiento. Esa política de grandes ideas que es la metapolítica, ha comenzado a retornar a nuestro léxico habitual. La suprahistoria en la que se inscriben los imperios ha vuelto a la vida: distintas concepciones de la historia han despertado. Es el fin de la posmodernidad y el inicio de una realidad multipolar. Tras la horizontalización liberal, ha vuelto la lucha por los recursos y los espacios: es la victoria del Zoon politikón o animal político sobre el Homo œconomicus o el hombre económico.

En palabras de Francis Parker Yockey, “El origen de la política es el alma humana. El origen de la gran política creativa es el alma de una gran cultura”. Tras la Caída del Muro de Berlín, parecería que la Historia habría terminado, como muchos apuntaron, y que el triunfo del liberalismo supondría el anunciado fin de la Historia. Más de tres décadas después de aquel pobre optimismo, podemos constatar de qué forma las experiencias en Irak, Afganistán y ahora en Ucrania evidencian el confuso error envuelto en tal ensoñación.

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, un conflicto, éste, que no es más que la consecuencia lógica directa de la Primera Guerra Mundial, unas élites oligárquicas supranacionales decidieron desmantelar los valores europeos para imponer, a cambio, dos ideologías masificadas en el Viejo Continente: comunismo y consumismo; esto es, socialismo y liberalismo. El fin de la cosmovisión soviética dejó vía libre a la propagación del liberalismo y su mito tecno-económico-(post)industrial del Progreso, que se extendió desde 1945 por algunos países como Francia y que a finales del siglo XX también supo atrapar otras patrias como España o Alemania.

El marco político determinó el marco económico y jurídico: nadie podría poner en duda ninguno de los dos sin verse amenazado por la acusación pública de fascismo, que además de condenar al acusado al ostracismo desencadena todo el poder policial, judicial  y militar sobre él. Los valores tradicionales europeos habían sido excluidos de la autodenominada Unión Europea. Una condena que quiso revestirse de imperecedera pero que ha acabado derrumbándose en apenas unos años. El éxito político de Viktor Orbán en Hungría pronto encontró un eco en Polonia. Y a pesar de la aparente unanimidad de la UE contra Rusia, lo cierto es que se hace difícil borrar la evidencia de que estamos luchando contra nuestros propios intereses al prestar un servicio únicamente calificable como “suicida” a los Estados Unidos.

No podemos olvidar que nada de lo que ha ocurrido en Ucrania en los últimos meses habría sido posible con una hipotética reelección de Donald Trump en la Presidencia de los Estados Unidos. El desastre de Crimea de 2014 coincidió con el Gobierno de Obama como el conflicto del Donbass lo ha hecho con el Gobierno de Biden, tan sólo unos meses después de la ridícula expulsión de Afganistán, que marcó el definitivo derrumbe de la hegemonía norteamericana en la geopolítica mundial. De alguna forma, la crisis en la frontera de Rusia impulsada por la OTAN no es más que una estúpida reacción que intenta paliar lo evidente: la nueva fase de la globalización es asiática y su eje se encuentra mayormente situado en el Océano Pacífico, y no en el Océano Atlántico.

La repentina sucesión, en apenas unos años que se corresponden al milímetro con los inicios del siglo XXI, de situaciones de “excepcionalidad” nos abocan a la creación inminente, pero aun así por largo tiempo augurada y promovida por ciertas organizaciones discretas que han ayudado a construir el mundo moderno de manera determinante, en un Estado Mundial. La caída de Donald Trump ha coincidido de manera casi exacta en el tiempo con el alineamiento perfecto entre el gobierno chino y los países europeos en la gestión del COVID-19. Del Obamacare personalista y fallido al Asalto al Capitolio mediáticamente sobreexplotado se ha producido una fractura racial y social en la sociedad norteamericana cuya factura interna aún es imposible de determinar pero cuya influencia externa estamos empezando a comprobar. En primera persona.

La debilidad de los Estados Unidos está perfectamente simbolizada en la debilidad física y mental de su líder oficial, Joe Biden, que contrasta con la fortaleza intelectual y corporal de Vladimir Putin. Aproximadamente la mitad del pueblo norteamericano no reconoce la victoria de Biden y sospecha que el veterano político no sea más que un títere manejado a su antojo por los verdaderos gobernantes del Estado Profundo. La principal motivación electoral para votar a Biden fue principalmente la de retomar una vieja costumbre que Trump había pretendido dejar atrás: las guerras; y ya estamos en ello. Mientras los últimos días de Biden se terminan, la dudosa Kamala Harris, a la que nadie ha votado y que sólo cuenta con el apoyo del progresismo más abyecto, se prepara para ocupar la silla presidencial en lo que podría ser considerado como otro golpe de mano más impuesto por las élites sin tener que pasar por el sufragio popular.

Mientras Rusia no se resiente económicamente a consecuencia de las sanciones, la Unión Europea sí que se ha visto debilitada. Mientras que la reacción de los países europeos no es todo lo sólida que los norteamericanos desearían, el apoyo chino a Rusia ha sembrado las dudas. Sin embargo, lo más grave del asunto Biden con respecto a la Guerra de Ucrania es relativa al hijo de Joe, Hunter. Hunter Biden, hijo del presidente, ya tuvo problemas en la campaña de Donald Trump por su dudosa relación laboral con la empresa Gas Burisma Holding, situada en Kiev, que es el mayor proveedor de gas ucraniano. Ya en tiempos de Obama, Joe Biden fue el elegido a la hora de tender puentes en Ucrania tras la marcha de Viktor Yanukovych. Algo que coincidió de forma casi exacta en el tiempo con la entrada de Hunter bajo el puesto de asesor en Burisma Holding en 2014. Las sospechas más graves, sin embargo, son las siguientes: que Mykola Slotschewskyj, dueño de Burisma Holding y jefe de Hunter Biden, estuviera siendo investigado por el Fiscal General de Ucrania Viktor Shokin, cuya dimisión al parecer fue exigida por Joe Biden bajo pena de no recibir unas cuantiosas subvenciones provenientes del Gobierno presidido por Barack Obama.

Los Medios de Comunicación tienen un papel miserable en esto. Nadie puso en duda la acción anticonstitucional del gobierno, el origen posteriormente desmentido del virus chino o las medidas recomendadas para paliar la hemorragia gripal; sin embargo, la toma de partido en contra de Putin y lo que su proyecto político ha sido del todo explícita. Lejos de informar, la aplastante mayoría de los periodistas únicamente están vertiendo propaganda sobre las mentes de una población que, en términos educacionales, cada día es más analfabeta; y que, en términos emocionales, cada día está más enloquecida en su neurosis, esquizofrenia, ansiedad y paranoia. Su acción sólo tiene parangón en la acción de la prensa europea durante la IGM y la IIGM. Y ya conocemos las consecuencias.

En las primeras semanas después del estallido del conflicto armado, los medios de comunicación escogieron dedicarse a la propaganda antes de dedicarse a la información objetiva. En consecuencia, numerosos periodistas proyectaron sus deseos sobre la realidad, llevando a una gran capa de la población al engaño. Según la versión oficial, el intento de Putin, a quien se pintaba como un loco desatado e incluso como un enfermo terminal de cáncer, de querer ocupar Ucrania mediante una blitzkrieg o guerra relámpago había fracasado estrepitosamente gracias a la heroica resistencia del pueblo ucraniano, encabezada por el ínclito actor Zelenski que ya había interpretado al Presidente de su país para una serie de televisión antes de serlo. ¿Acaso existe algo más sintomático de lo que es la posmodernidad?

Nada se dijo de la verdadera estrategia de Putin: conquistar sus objetivos palmo a palmo, como ya hicieran en Siria al derrotar al DAESH creado por los norteamericanos, no tanto para ocupar el territorio como para derrotar al gobierno enemigo. Tampoco se ha dicho nada de la implicación del mencionado Zelenski, miembro bien asentado en la comunidad judía internacional y quintaesencia del político promocionado de nuevo cuño a lo Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Pedro Sánchez, e incluido en los Papeles de Panamá. También existe un silencio delator en torno a la corrupción de otros tantos miembros del Gobierno ucraniano ni se habla de la segregación de la población rusa y la prohibición del idioma ruso en territorios actualmente pertenecientes a Ucrania pero tradicionalmente rusos como Odessa (véase: Isaak Bábel). La resistencia ucraniana no ha sido tal, a pesar de la abrumadora afluencia de armamento entregada por la industria armamentística estadunidense y financiada generosamente por las ayudas europeas; sencillamente, los rusos han actuado con inteligencia desmantelando las infraestructuras y las comunicaciones ucranianas.

Hoy como entonces, el resultado de la Guerra de Ucrania será utilizado para la unificación homogeneizadora liberal. Se creará una nueva política de bloques que nos conducirá a la pobreza y la barbarie, en el corto plazo, y a la sustitución y a la extinción en un no tan largo período de tiempo La derrota de Europa, de nuevo a mano de los Estados Unidos. Sólo que las sucesivas derrotas exteriores de los Estados Unidos ésta vez tienen un correlato interior aún más agresivo si cabe; y no hay potencia mundial que suporte una fragmentación interna de esa envergadura. La posibilidad de una hegemonía rusa de carácter autárquico es la mayor amenaza que existe a día de hoy contra la implantación del Estado Mundial.

Que la visión de la crisis de Ucrania en los medios de comunicación occidentales es maniquea resulta evidente para cualquier espectador mínimamente informado. La insistencia en las supuestas atrocidades cometidas por el gobierno de Putin, las continuas comparaciones con reputados exterminadores de la talla de Hitler o de Stalin y las denuncias lacrimógenas de su valores culturales iliberales y acusados de anacrónicos y excluyentes desde una perspectiva progresista, resultan abrumadores. Si bien no por ello más certeros. Nunca fueron tan actuales las palabras de Guillame Faye como ahora: “Lo que molesta a los dirigentes europeos (políticos y medios de comunicación confundidos), es primeramente la orientación ideológica del poder ruso, centrado en los valores de identidad, arraigo y patriotismo, lo inverso de las opciones ideológicas occidentales profundas. La nueva Rusia representa pues un peligro, en términos de atracción mental sobre los pueblos de origen europeos, al ser un ejemplo a seguir; se trata de una espina para las oligarquías occidentales desarraigadas, un objeto de odio patológico. La hostilidad del poder ruso a las manifestaciones del orgullo gay o al matrimonio homosexual, por ejemplo, le hace ser detestado por toda la intelligentsia próxima al poder y por la clase periodística en Francia. Naturalmente, el gobierno ruso es políticamente incorrecto”. Es por eso que el Foro de Davos al completo y George Soros en particular llevan años demostrando públicamente su odio por todo lo que Rusia representa.

Nos encaminamos hacia una Tercera Globalización que, a diferencia de lo que sucedió en las dos anteriores, no va a estar dominada, al menos si Estados Unidos no lo evita dinamitando una nueva escalada de conflictos bélicos, desde la así llamada “anglosfera” eminentemente masónica; y buena parte de lo que está ocurriendo en Europa no es más que el intento de una parte del Gobierno de los Estados Unidos, los conservadores neostraussianos, conectada en línea directa con el Complejo Militar-Industrial del Pentágono por enfrentar a la UE con Rusia para tratar de debilitar a ambos contendientes, reactivar su economía (¿a quién compra Europa ahora el gas y el petróleo?) en buena medida dependiente de la industria militar y aunar a la población encrespada de un país fraccionado que, en algunas zonas, incluso no reconoce al Presidente actual dada la oscura sombra que se cierne sobre su proceso de elección. Lejos quedan ya los postulados de Mackinder sobre Europa como eje geopolítico mundial.

China tiene actualmente un control sobre los recursos energéticos de África y de Hispanoamérica que no tienen los Estados Unidos. Está generando nuevas rutas comerciales y practica una política económica culturalmente menos agresiva que la por décadas planteada por los EEUU. Y, en el terreno tecnológico, está empezando a ponerse al nivel, hasta ahora hegemónico, que detentaban los norteamericanos, con Silicon Valley a la cabeza, desde prácticamente los años 70 del siglo XX. En otras palabras: pensar que Europa, que una Europa reducida al estatus depauperado de la Unión Europea, puede sobrevivir dignamente, como ha hecho desde el final de la Segunda Guerra Mundial, estando sometida de manera denigrante al tutelaje interesado y explotador de los Estados Unidos es una ilusión que debe ser calificada cuanto menos de ingenua. Como esclavos políticos, culturales, militares y económicos de los Estados Unidos y la OTAN, los europeos tenemos los días de prosperidad material contados.

Frente a la innegable crisis creciente de las democracias liberales, al fracaso geopolítico de un modelo de dominación cultural que hace escasos meses que fue expulsado de Afganistán y la tentación occidental de volver hacia unos “dioses fuertes” (R.R. Reno) que modelos patrióticos y con una fuerte influencia religiosa tales como los de las democracias “iliberales” (V. Orban) del Grupo de Visegrado (Polonia y Hungría, especialmente) o la propia Rusia, muestran como alternativas viables al revisionismo histórico, la ideología de género, el progresismo económico-técnico y el modelo individualista del liberalismo. La idea, siguiendo la teoría clásica propuesta por Halford Mackinder en 1904, consiste en dominar la geopolítica mundial reforzando la dominación clave en la zona de Eurasia. Sin embargo, puede que el error de ciertos postulados añejos sin actualizar sea pensar que todavía es posible mantener el eje de la geopolítica mundial en Occidente; los acontecimientos recientes apuntan a que, por la situación actual de los recursos mundiales, el futuro de un mundo multipolar pasa mucho más por Asia que por Europa o por los Estados Unidos de América.

El papel de Europa en el contexto ucraniano es el de unos estados nacionales despojados de su soberanía, cada vez más débiles en tanto que militarmente desprotegidos, energéticamente dependientes y políticamente sometidos a los organismos tecnocráticos de la UE que parecen acercarse al modelo, ansiado por muchos, de unos Estados Unidos de Europa a imitación de su ídolo liberal. Mientras no haya alternativas fuertes ejemplificadas en países de relevancia, la existencia geopolítica de Europa será solamente una entelequia creada por los Estados Unidos para cancelar toda posibilidad de acuerdo entre Europa y Rusia. Pero nada de eso será sometido a sufragio: como en el referéndum griego de 2015, como en la votación para entrar en la OTAN de 1982, como en el referéndum de la Constitución de la UE de 2005, la voluntad popular carece de importancia. Otros han tomado las decisiones relevantes y quien no se atenga dócilmente a ello será acusado de “populista” e incluso de “fascista”. Tendrán que pasar décadas para poder esclarecer en su justa medida hasta qué punto la Guerra de Ucrania no ha sido provocada, como lo fue la Guerra de Irak en 2003, para alimentar las economías en riesgo de crisis de dos sectores muy concretos de la economía estadounidense: la industria armamentística y la industria petrolera. Entonces como ahora, políticos partitocráticos y filantrópicos empresarios a éste y al otro lado del mar están recibiendo una suculenta tajada que engrosa el grueso cómputo global de corrupción existente entre nuestras élites.

Cuando los Estados Unidos de América fueron expulsados de forma ridícula de Afganistán, numerosos colectivos feministas, incluyendo varios miembros activos del Gobierno de España, pidieron la implementación urgente de nuevas operaciones militares con el objetivo de “salvar” a las mujeres ucranianas. Eso demuestra dos síntomas graves de nuestro rumbo catastrófico: 1) La concepción estatolátrica, en palabras de Félix Rodrigo Mora, de que las mujeres deben ser salvadas por un ente estatal; y 2) La concepción políticamente correcta según la cual Rusia no puede ejercer la fuerza bélica para defender su frontera pero las naciones occidentales sí que pueden ejercer la fuerza para defender a las víctimas del así llamado “heteropatriarcado”. Esas mismas feministas, cabe añadir, no han opuesto resistencia alguna a que las mujeres ucranianas huyan junto a los niños mientras que los hombres deben permanecer por ley en el país para ser empleados en el combate.

El apoyo incondicional de España a la OTAN es más suicida, si cabe, que el de otros grandes pueblos europeos. El escepticismo alemán es comprensible dada su dependencia energética del gas ruso. Sin embargo, los españoles apoyan la política exterior de unos Estados Unidos que llevan años armando a un país con el que tenemos frontera y que alberga un proyecto expansionista evidente: Marruecos. Nuestro Gobierno forma coalición con los independentistas catalanes y vascos, nuestros traidores internos, y se muestra melifluo contra nuestros enemigos externos expansionistas, los marroquíes. Por su genuflexión constante hacia el yanqui, es capaz de enemistarse con Argelia, otro país amenazado por el expansionismo marroquí, y en consecuencia verse obligado a pactar con Nigeria, uno de los países del mundo donde al día mueren más católicos por estrictos motivos religiosos, para recibir su suministro energético. Y lo que los españoles no le compremos a Nigeria se lo tendremos que comprar a los estadounidenses a precio de oro.

En otras palabras: Rusia tuvo que invadir Ucrania (Casus belli) forzada por el expansionismo anglosajón sobre sus fronteras y ahora nosotros no les podemos comprar ni el gas ni el petróleo (que ahora compramos a un precio sustancialmente mayor), por lo que se lo compramos a un país que permite la masacre constante de católicos y además rendimos pleitesía a quién hacen tan sólo unos meses invadió nuestra frontera para introducir en ella a centenares de inmigrantes ilegales. Para la mentalidad postmoderna, idealista, cándida, ingenua, biempensante y del todo irreal, los rusos son unos malvados hitlerianos mientras que los españoles somos unos correctos socialdemócratas partidarios de los Derechos Humanos. En el mundo real del realismo político y la verdadera naturaleza del poder, el ruso es un pueblo que ha tomado la determinación de sobrevivir mientras que el español hace tiempo que no tiene otra vida que no sea la meramente burocrática.

En el momento de invadir Ucrania, Rusia ya había calculado las reacciones de la OTAN. La imposibilidad de participar en Eurovisión o en la Champions League, por terrible que resulte para el europeo lobotomizado, es soportable para Putin. Y las sanciones económicas también, si uno lleva meses e incluso años preparándose para ello. Rusia es un país energéticamente muy rico, algo que los europeos anhelantes de combustible al parecer no hemos terminado de entender, y pronto procederá a vender sus recursos a otros países necesitados de ellos como la India, uno de los países sin duda más poderosos en el nuevo mapa geopolítico mundial. En ese sentido, la Guerra de Ucrania supone el acelerón definitivo para desplazar el eje de la geopolítica multipolar de unas coordenadas occidentales a unas asiáticas.

El realismo político es esencial para combatir el idealismo de quien niega la condición humana y la naturaleza de la política. El idealista antepone sus preceptos ideológicos a los acontecimientos; el realista antepone los acontecimientos y los hechos que generan la realidad y que son generados por la realidad a cualquier precepto ideológico que los contradiga. Lo explica bien Alexander Dugin en diálogo con Alain de Benoist: “Putin es un jefe de Estado realista. Está, además, intelectualmente más cerca de los europeos que de los chinos, los cuales pertenecen a una civilización completamente distinta. A Putin le hubiera gustado convertirse en aliado de una Europa independiente en el contexto de un mundo multipolar, pero Europa está, efectivamente, comprometida por completo con el atlantismo, colonizada por los norteamericanos. Europa no es libre, puesto que no tiene ni siquiera la libertad de apoyar a Putin como aliado. No se pueden tener relaciones estratégicas con alguien que no es libre. En la medida en que Europa siga bajo control estadounidense, se convertirá cada vez más en la cabeza de puente de la estrategia norteamericana sobre el continente eurasiático, y la amistad que Putin desea no será posible. Si Europa vuelve a ser soberana, todo será diferente”.

Rusia quizás sea el último pueblo del mundo donde los intelectuales todavía tengan un poder político determinante. Eso explica por qué en la Guerra de Ucrania no se enfrentan únicamente dos bloques enfrentados por intereses económicos cruzados sino que existen dos bandos ideológicos claramente diferenciados: se trata de dos cosmovisiones en colisión. Frente al desprecio occidental por aquello que Nuccio Ordine denominó “la utilidad de lo inútil”, en la política rusa el pensamiento todavía es tenido en cuenta a la hora de trazar las líneas maestras del futuro. Alexander Dugin no es más que el heredero directo de Aleksandr Solzhenitsyn como gran pensador de la sociedad rusa. El 20 de septiembre del año 2000, Solzhenitsyn se reunió por primera vez con Putin. El exilio norteamericano que el autor de El archipiélago gulag (1973) y Un día en la vida de Iván Denísovich (1962) había pasado en los Estados Unidos entre los años 1974 y 1994 (por cierto que en 1994, antes de la llegada de Putin al poder, fue cuando una Rusia monitorizada por la OTAN firmó una renuncia de Lugansk, Donetsk y del Donbass en un acuerdo pactado en Budapest) le habían llevado de una idealización primera del liberalismo a un desencanto absoluto. Ser el mayor opositor vivo del comunismo soviético nunca llevó a Solzhenitsyn a idolatrar, ni mucho menos, el capitalismo de mercado.

Solzhenitsyn era muy crítico con el desastroso gobierno de Boris Yeltsin que permitió despedazar la Rusia postsoviética para mayor beneficio de los oligarcas capitalistas y la política exterior norteamericana. Además, Solzhenitsyn advirtió que el primer problema de la sociedad rusa era el peligro de la desaparición de la propia sociedad por medio de una terrible crisis demográfica a causa del hedonismo narcisista, al materialismo consumista y especialmente a las altas tasas de aborto. Además, el Premio Nobel de Literatura ruso fue muy crítico con los bombardeos de la OTAN sobre Serbia en los mismos años en los que dicha organización comenzó una agresiva expansión sobre las fronteras de la antigua URSS. Frente a la decadencia occidental, Solzhenitsyn proponía un autogobierno fuerte anclado sobre sus raíces culturales e históricas. Sobre todo, el saqueo neoliberal de Rusia entre los años de 1991 y 1998 fue lo que llevó a la victoria de Putin (antes de esto miembro destacado del KGB; exactamente igual que George Bush lo fue de la CIA), en la que la Iglesia Ortodoxa (recuérdese, a este respecto, la honda espiritualidad de Solzhenitsyn) recobró la importancia que llevaba más de medio siglo sin tener.

En ese sentido, la tensión en la frontera ucraniana es una obra maestra del maquiavelismo político firmada por aquellos a los que más interesa una Europa débil, fragmentada y echada en brazos del revisionismo histórico, la ideología de género impuesta desde el Estado y los valores de mercado como eje vital de unos individuos disgregados entre sí y encuadrados en el marco de una comunidad política atomizada. No debemos olvidar que existen muchas formas de dominación: del control del imaginario colectivo a la limitación de la política económica, pasando por la dominación cultural y mediática; entre otras tantas variantes. Y la persistencia de un órgano como la OTAN, tras la desaparición del Pacto de Varsovia al que supuestamente contrarrestaba, sólo demuestra el verdadero objetivo de ciertos intereses capitalistas transnacionales: crear un Gobierno Único Mundial que favorezca el vaciamiento de la soberanía nacional en nombre de unas hipotéticas crisis globales de acuciante resolución. La excepcionalidad cimentada sobre sucesivos shocks mediáticamente presentados para la ocasión tales como pandemias, crisis económicas, guerras y, especialmente, desastres climáticos, aparece como el verdadero modelo político que las élites han planteado para nuestro futuro. Pero para alcanzar dicho objetivo resulta del todo necesario erradicar cualquier atisbo, por insignificante que pueda parecer en la cartografía de conjunto, de posibilidad alternativa a ese proyecto de Tercera Globalización antes mencionado. Solo que Rusia y China no parecen dispuestas a agachar la cabeza esta vez. El tiempo dirá si el futuro es globalista o imperial; a nosotros nos toca esperar, mientras los medios de comunicación sepultan la existencia de la propia incertidumbre.

Europa ha sido derrotada pero no debemos darla por vencida mientras aún se pueda trazar una genealogía entre el pasado y el futuro. Hay que unir, mediante palabras y acciones, el ayer con el mañana: el puente surgido de ese esfuerzo esclarecerá nuestra identidad. Comprender de qué forma hemos llegado hasta aquí, tanto revisando la teoría como desgranando los hechos, resulta un paso clave para poder transitar de la reflexión a la acción. El paneslavismo ruso, como antes la hispanidad o el pangermanismo, nos recuerdan que hasta hace no tanto tiempo Europa y sus distintos pueblos tenían una evidente vocación imperial. Nadie tiene que venir a entregarnos la libertad; nosotros debemos salir en busca del Destino, en palabras de Ezra Pound: “Esclavo es aquel que espera por alguien que venga y lo libere”.

Dominique Venner escribió que “Todas las grandes civilizaciones se apoyan en una antigua tradición que transcurre a través del tiempo. La tradición es la fuente de las energías fundadoras. La condición previa de todo renacimiento consiste en cultivar nuestra memoria, en transmitirla viva a nuestros hijos y comprender también las pruebas que la historia nos ha impuesto. Con la vuelta a los orígenes, la vida recobra sentido”. Para Venner, en la Tradición homérica la estética es superior a la moral porque lo bello es bueno y esa suma compone lo verdadero. El mundo y la vida, así, serían entendidos como una obra de arte. Cada pincelada, por nimia que sea, debe rendir homenaje al conjunto. Porque lo mínimo está en correspondencia con el total. La belleza nos recuerda que todo está ordenado y, por lo tanto, tiene un sentido.

Por eso es que el arte contemporáneo hunde sus raíces en el caos y el feísmo que ha terminado educando a toda una juventud iconoclasta y melófoba. Los jóvenes estériles al influjo de la belleza son los verdaderos traidores de Europa. Su ausencia de sensibilidad espiritual es el rasgo más característico de cuán profundo ha llegado la alienación. La decadencia creativa de nuestros artistas y la nostalgia cultural en constante renovación son síntomas evidentes de necrosis en el alma de un pueblo. Parafraseando a Heidegger, sólo la Belleza podrá salvarnos. En su lugar, los occidentales permanecen atrapados en el flashback: rememorando, mediante productos culturales perfectamente diseñados, las películas, series y libros que veían en la infancia. Precuelas, remakes, secuelas, reboots, adaptaciones, traslación de las mismas historias a otros formatos y soportes; etcétera. Incluso en los círculos disidentes la nostalgia parece haber generado un cierto inmovilismo: no hay resistencia activa, sólo rememoración estéril y femenina de lo perdido. Más de medio siglo de deconstrucción sólo nos ha llevado a un ahondamiento estéril en los instintos subterráneos del hombre.

"No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre“. Estancarse en el sentimentalismo, en el psicologismo o en el moralismo es precisamente lo que a toda costa debe ser evitado. No hay que perder de vista que el frío diagnóstico no es más que un aborto si no lleva aparejado consigo una ruta más o menos concreta de actuación. Nuestro canto a la belleza es una invitación diaria a hacer de nuestra persona y de nuestra existencia una obra de arte. Crear con lo creado y no permanecer estáticos y quejosos en aquello que fue y desapareció: así es como verdaderamente se tienden puentes entre el pasado y el futuro. Frente al sentimiento trágico de la vida europeo, se ha implantado una vocación prometeica de la existencia en el hombre moderno. La verdadera revolución consistirá en revertir ese proceso volviendo a los orígenes de nuestra identidad.

La opción de un renacimiento europeo aún es posible, aunque ciertamente no parece una vía muy probable. Sin embargo, debemos tener la certeza de que nada en la historia de los hombres ni de las culturas está sometido a ningún determinismo inmovilizador o paralizante. En palabras del propio Venner: “La historia de los pueblos y de las sociedades no está regida por una ley de continuidad, sino por accidentes imprevisibles”. A pesar de las peores circunstancias, siempre será posible ejercer, por mínimas que sean las aparentes consecuencias, la gracia del libre albedrío.

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