EL NAUFRAGIO DE OCCIDENTE. Por Guillermo Mas Arellano
El naufragio de Occidente
Heidegger lo dijo mejor que nadie: “Sólo un Dios puede salvarnos”. La
Tradición es Verdad, y la Verdad es el camino hacia el conocimiento profundo de
la Realidad. Es justo lo contrario del relativismo, del irrealismo y del
revisionismo en los que estamos inmersos; puesto que encarna la voz de los
muertos aún perceptible por los vivos que se despiertan a ella: se trata de la
única llave de la que realmente disponemos para descifrar el mundo más allá de
su existencia sensitiva pero también en ella. Si despojamos a la vida de la
Tradición, los hombres únicamente seríamos larvas y nuestra vida sólo serviría
de estiércol para los pequeños organismos que habitan en nosotros.
Ante el más que evidente panorama, con
siglos de antigüedad a su espalda, de naufragio de Occidente, el sujeto
contemporáneo apenas si puede agarrarse a algún baluarte espiritual,
trascendental o metafísico como parapeto ante la hecatombe generalizada. La
idea de la emboscadura jüngeriana se aproxima cada vez más a una entelequia
biensonante pero imposible de realizar debido al estado actual de corrupción
reinante. Resulta difícil, por lo tanto, poder albergar un mínimo de esperanza
acerca del futuro, del presente incluso, de aquello que todavía es humano.
Decir Modernidad es decir hundimiento, crisis, decadencia: todo individuo
moderno es un bárbaro entregado a la destrucción, en nombre de la sacrosanta
innovación.
Hay un momento especialmente simbólico,
más allá de los hechos concretos que motivaron el acontecimiento, en la
historia reciente: el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre,
respectivamente, las ciudades japonesas de Hiroshima y de Nagasaki por parte de
los Estados Unidos de América al término de la Segunda Guerra Mundial. Como
antes le había sucedido a Roma con el cristianismo y al catolicismo con el
protestantismo, los bárbaros asolaban y exterminaban el Imperio. La
civilización materialista imponiéndose de forma voraz a la comunidad ancestral.
Quizás sea el último “paso de distanciamiento” que restaba para ocluir
definitivamente lo que Francis Parker Yockey llama la “Edad de la Religión”. La
última sociedad tradicional con una aristocracia guerrera constituida sobre
unos sólidos principios (bushidō),
apenas tuvo capacidad de combatir puesto que no pereció a manos de otros
hombres ni bajo espada alguna, sino sometida al potencial destructivo de la
técnica occidental.
El propio Evola entendió el significado
oculto que entrañaba la humillación de la sociedad tradicional japonesa a manos
del Imperio cultural norteamericano forjado por la masonería y el liberalismo:
“Estos valores generales toman un relieve
particular en la nobleza de los samuráis y en su ética, el bushido, la
orientación la Tradición, en el Japón, es esencialmente activa, es decir, guerrera,
pero con la contrapartida de una formulación interior. La ética del samurai
tiene un carácter tan guerrero como ascético, con aspectos sagrados y rituales.
Se asemeja, de forma notable, al del Medievo caballeresco y feudal europeo.
Fuera del shintoismo, el Zen, que es una forma esotérica del budismo, ha jugado
un papel en la formación del samurai, pero también en la formación tradicional
de la vida japonesa en general, comprendidas las artes y el artesanado. Al
margen del bushido, conviene recordar igualmente la idea tradicional de la
muerte sacrificial guerrera, que se ha mantenido hasta los kamikazes, los
pilotos-suicida de la Segunda Guerra Mundial. El Japón ha facilitado, hasta
ayer, un ejemplo único en su género, de coexistencia entre una orientación
tradicional y la aceptación, sobre el plano material, de las estructuras de la
civilización técnica moderna. Con la Segunda Guerra Mundial, la continuidad
milenaria se ha roto, el equilibrio ha resultado alterado y el último Estado
del mundo donde se reconocía aún el principio de la realeza solar y del puro
derecho divino, ha desaparecido. El destino de la Edad Oscura, la ley en virtud
de la cual el potencial técnico e industrial, la potencia material organizada
tiene un carácter determinante en el enfrentamiento entre las fuerzas
mundiales, ha sellado también el fin de esta tradición, con el resultado de la
última guerra”.
El destino del hombre moderno confluye
con el de Orfeo. Arquetipo característico del escritor, su tránsito nocturno
sería posteriormente retomado por grandes autores de la talla de Juan de la
Cruz. Como el padre de los poetas y más destacado de los músicos, cualquiera
que se quiera hacer merecedor del despertar espiritual deberá cruzar el
Infierno, a consecuencia del amor y del ansia de trascendencia. Después,
únicamente, deberá salir victorioso del trance. Si esto es posible: cualquiera
que conozca el mitologema sabrá cómo acaba. Sin embargo, aún hay una lección
más dispensada por Orfeo: su cabeza no cesó de cantar después de que las
ménades lo decapitaran. Como anunciara Nietzsche con su concepto de “optimismo trágico”, debemos seguir
danzando, incluso con más ahínco que antes, tras la muerte de Dios decretada
por los hombres.
La cancelación de un orden superior
trascendente ha encerrado al hombre en un horizonte inferior y hasta
subterráneo. El cientificismo, el moralismo, el racionalismo, el psicologismo,
el esoterismo y las demás corrientes pseudo-intelectuales de nuestro tiempo son
consecuencia directa de dicha cancelación. Lo escribió René Guénon: “¿Es el mundo moderno mismo otra cosa en suma
que la negación pura y simple de toda verdad tradicional?”. También lo
entendió de manera análoga Julius Evola: “Los
modernos han considerado como una conquista el tránsito desde una civilización
del ser hacia una civilización del devenir”. E incluso Francis Parker
Yockey: “En su punto más álgido, el
Dinero, aliado con el Racionalismo, lucha por la supremacía en la vida de la
Cultura con las fuerzas del Estado y la Tradición, la Sociedad y la Religión”.
Lo eterno, como escribiera Baudelaire, ha dejado paso al mero flujo, y el
materialismo moderno redunda siempre en aquellos aspectos más bajos de la
condición humana; por su parte, la Tradición Sapiencial se orienta hacia los
fines elevados de la metafísica, con los que pretende religar al Ser. Se trata,
en palabras de Agustín de Hipona, de “un
combate sin tregua” al que los hombres de este tiempo hemos sido llamados.
Esa negación de lo superior es también
una mutilación del hombre en su esencia más primordial. Lo sume en la confusión
y en la incomprensión a la hora de entender y de experimentar el mundo. Todas
sus experiencias resultan alienantes, vanas, hueras. En ese sentido, la
experiencia profana del mundo es, literalmente, infernal, en cuanto que
subterránea, redundante, desesperante y carente de sentido; se trata de un
oscurecimiento metafísico proveniente de una concepción materialista del mundo
y de sus moradores. Más que nunca, la iluminación a modo de despertar
espiritual se hace imprescindible: como el Sol, lo divino siempre se encuentra
irradiando su Palabra desde lo alto; sencillamente, los modernos nos hemos
olvidado de que existe y le hemos dado la espalda. Se trata de un olvido
exterior que tiene un correlato interior (siguiendo el “solve et coagula” alquímico que propone disolver y endurecer a un
mismo tiempo): el olvido de Dios es el olvido del ser, puesto que ambos
habitan, en el fondo, con nosotros. Porque ambos componen, en lo fundamental,
aquello que somos. Su negación, por lo tanto, sólo puede conducir al Infierno
en vida: en el habitual reduccionismo psicologista, es algo que ha sido
confirmado por la proliferación de patologías como la ansiedad, la depresión,
el insomnio, las adicciones como el alcoholismo, los trastornos obsesivos, la
neurosis y el consumismo, que no son más que manifestaciones externas del vacío
espiritual interno.
Se hace preciso, pues, cruzar la Laguna
Estigia en compañía de Caronte, como escribió Francis Parker Yockey, antes de
regresar a casa. El regreso o nóstos,
bien lo sabía Odiseo, siempre tuvo un costo. Todos los grandes héroes de la
mitología, incluido el mismo hombre-Dios Jesucristo o el gran arquetipo
literario Don Quijote, tuvieron su particular catábasis o descenso a los infiernos. Proceso que trasciende al
periplo individual: actualmente extensible a la propia civilización occidental.
Sin embargo, hay una cuestión acuciante a la hora de revertir dicho proceso:
¿se hace necesario estar arraigado en un culto concreto o las religiones han
fracasado a la hora de subvertir el proceso de fin de era en el que estamos
inscritos? ¿De qué forma es posible transgredir el nihilismo augurado y
censurado por la propia obra nietzscheana? ¿Acaso no hay formas de iniciación
más allá de las grandes religiones o grupos iniciáticos actualmente degradados
al ámbito de las moralinas (a las que hay que oponer un vitalismo “más allá del bien y del mal”) y a la
competencia mercantilista con las infames ONGs? Una vez se alcanza el despertar
espiritual resta definirse para no quedar atrapados en la inconcreción
sincrética tan a la moda.
El diagnóstico, pues, se hace evidente;
restan, entonces, las respuestas. Disponemos de testimonios muy profundos, por
suerte cada vez más frecuentes, acerca de la decadencia, al punto de que su
experiencia es lo único que podemos constatar y lo único que podemos
testimoniar. Incluso, en cierto sentido, cabe hablar de toda una industria
dedicada a la decadencia, así como de múltiples pseudo-reaccionarios que en
realidad son simples conservadores o incluso progresistas disfrazados de
reformadores. Resulta difícil sentarse a escribir sobre otro tema que no sea la
decadencia sin caer en la impostura o en la ficción especulativa. Muchos son
los diagnósticos, el de Henri de Lubac entre ellos: “No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no
puede organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que, sin Dios no puede, a fin
de cuentas, más que organizarla contra el hombre”. El humanismo, al decir
de Guénon, parte de una negación de lo suprahumano. La pregunta fundamental, la
eterna pregunta del que quiere revertir el signo de los tiempos, siempre ha
sido la misma: ¿qué hacer? ¿cómo hacerlo? ¿cuándo empezar a hacerlo?
Militia
est vita hominis super terram. La vida del hombre sobre la tierra es lucha, un
combate, una batalla. Y la política, una disciplina que estudia la esencia del
poder: por eso cuando se pierde en los meandros circunstanciales de la polis se
hace necesario volver cuestionar los principios fundamentales bajo la
penetrante mirada teológica de la “metapolítica”, en contraposición con aquello
que Primo Siena llamó “criptopolítica”; esto es, no estamos hablando de
política de partidos sino de la dialéctica “amigo-enemigo” y del “decisionismo”
como base para la acción constitutiva del poder. Sin embargo, uno de los
mayores debates en buena medida todavía vivos acerca de esa concepción miliciana
de la vida plantea una cuestión esencial: ¿hace falta definirse únicamente a la
contra, como han hecho los modernos con su inversión demoníaca, o se hace
necesaria la iniciación en una rama completa para poder considerarse parte de
la Tradición Sapiencial? La definición, como se ha apuntado, es un paso
necesario para superar el despertar y no malograr el rechazo al mundo moderno
en una simple rabieta prolongada en el tiempo.
No basta con negar el mundo moderno o
alguna de sus características más insidiosas. Es necesario realizar una
impugnación concreta oponiéndole el mundo de la Tradición Sapiencial. Se hace
necesario reivindicar, a cambio, el mundo premoderno y sus valores
tradicionales. En definitiva, la cuestión subyacente es esta: ¿nos salvamos por
las obras o éstas deben ser acompañadas de la ritualidad de una de las
múltiples vías —tampoco son tantas como a primera vista parece— que conducen
hacia el Uno? En una reciente conversación, el filósofo argentino Ángel Faretta
me revelaba un dato desconocido para mí: una de las mayores pensadores, para
muchos una santa, para otros tantos una mística, del siglo XX, la cristiana
Simone Weil, nunca terminó de bautizarse en el catolicismo. Algo totalmente
contrario a lo que sucedía con Mircea Eliade que, contra lo que suele pensarse,
se mantuvo fiel a lo largo de toda su vida al cristianismo ortodoxo en el que
fue educado. La pregunta es: ¿puede una santa prescindir del bautizo? ¿puede un
agnóstico pertenecer a una religión?
En el fondo, dicha diatriba no es sino la
traslación a términos más amplios de una cuestión casi epistolar entre dos
amigos, naturalmente el uno alumno del otro: René Guénon (1886-1951) y Julius
Evola (1898-1974). Guénon, como es sabido, concebía su particular versión del
Kali-Yuga o Edad del Hierro hindú de manera un tanto determinista y por ende
contraria a la acción: nada tiene solución y, por lo tanto, sólo tiene sentido
ingresar dentro de una de las vertientes de la Tradición Sapiencial para buscar
la iluminación, a la espera de la Apokalypsis. Su paso del catolicismo, que
siempre defendió (aunque Evola apunta a una cierta impostura pública que habría
manifestado privadamente Guénon en una carta enviada desde El Cairo), al islam
resulta elocuente en ese sentido: hoy en día, no lo olvidemos, el islam es la
gran amenaza demográfica que se cierne sobre la cultura europea. Guénon era un
sacerdote dedicado a la contemplación. Por su parte, Évola concebía una “vía de
la acción” o “vía del guerrero” encuadrada dentro de la “vía de la mano
izquierda” (“vāmāchāra”, en
sánscrito) donde un renacer europeo aún es posible porque las consecuencias
derivadas de la Edad del Hierro o Edad del Lobo eran atenuables si bien
imposibles de revertir en términos absolutos. Se trata de “cabalgar el tigre” y
de “tomar el cielo por asalto”.
Esa actitud es algo observable desde sus
inicios vanguardistas hasta sus últimos tiempos en consonancia con la obra de
su contemporáneo Ernst Jünger y la apología que éste hacía del “anarca” como
aquel que sólo busca el autogobierno sin interesarse por el devenir del mundo:
“El rebelde se ha comprometido a la
resistencia y tiene una intención de participar en la lucha, aunque sin
esperanza. Rebelde es aquel que se pone por su naturaleza al servicio de la
libertad, relación que le conduce con el tiempo a una revuelta contra el
automatismo y a un rechazo a admitir la consecuencia ética, el fatalismo. Al
tomarlo así, seremos pronto sorprendidos por el lugar que tiene el recurso a
los bosques, en el pensamiento y en la realidad de nuestros años”.
Recordemos, en ese sentido, que Evola fue junto con algunos destacados
contemporáneos, el responsable de la puesta en marcha de uno de los últimos
movimientos esotéricos importantes de Occidente: el Grupo de Ur, partidario de
“una espiritualidad romana”. Apenas unos años después, de la mano de Mircea
Eliade, aparecería otro grupo no menos reseñable: el Círculo de Eranos. Con el
eclipse de estos dos grupos llegaría el eclipse de una concepción ancestral de
la vida como símbolo.
En los primeros momentos de su vida, René
Guénon fue cristiano. A partir de 1907 ingresó en la masonería, si bien siempre
defendió la masonería operativa/profesional (católica, con integrantes tan
destacables como el conde Joseph de Maistre) de corte habsbúrgico frente a la
masonería especulativa/ideológica (protestante, con integrantes tan destacables
como el ministro Manuel Azaña) derivada del mundo anglosajón y la
Constituciones de Anderson en 1777. El modelo especulativo tendría su
manifestación filosófica en Kant y un equivalente artístico sería el de Goethe
o Mozart; frente a esta concepción resaltaría, esencialmente, el Barroco
hispánico de la Contra-Reforma y, más adelante, la ecúmene austrohúngara del fin de
siècle mitteleuropeo. Posteriormente, al trasladarse a El Cairo y casarse
por segunda vez tras quedar viudo, Guénon se convirtió al islam: más
concretamente, ingresó en el sufismo. En cambio, Julius Evola fue toda su vida
un neo-pagano muy crítico con el cristianismo dada su influencia nietzscheana.
Lo único que salvaba de la religión de Cristo era a la Órden del Temple y
ciertos rasgos medievales relacionados con el estilo de vida castrense. En lo
demás, consideraba que las religiones eran vías exhaustas que ya no servían
como bastiones de resistencia frente a la Modernidad. En cierto sentido, se
anticipó a la actual conversión de las grandes religiones en ONGs consagradas a
la difusión de la moralina para tiempos de masificación social: algo extensible
a la propia Masonería y que, en buena medida, es consecuencia de la Reforma
luterana con su reducción de lo sacro a algo meramente moral.
Por su parte, los inicios de Julius Evola
tuvieron lugar en el arte abstracto, como atestigua su temprano escrito de
título homónimo publicado en 1920. Para él, la vanguardia artística era un
territorio fértil para tomar distancia con el mundo, cultivar la interioridad (más
concretamente, el Ātman) y
posteriormente proceder a vaciarse, con todas las implicaciones sexuales del
término, a través del arte. Todo arte, entonces, como toda meditación, confluye
en la abstracción que se evade del mundo para mejor indagar en la interioridad.
Hay que recordar, en ese sentido, que la primera etapa del propio Julius Evola
tiene lugar en el meollo del dadaísmo, donde el italiano pudo canalizar en su
primera juventud un rechazo visceral de la burguesía a través de distintas
formas artísticas líricas y pictóricas. De hecho, uno de los textos
fundacionales del dadaísmo tiene la impronta clara de Evola a pesar de que
éste, como a su vez el propio fundador del Cabaret Voltaire, Hugo Ball,
evolucionaran después hacia intereses mucho más espirituales que artísticos. Lo
que coincidió con la aparición de una contracultura de signo californiano que,
como ocurriría con la new age y demás
perversiones teosóficas, terminaría de pervertir sus posibilidades subversivas
para con la cosmovisión liberal-burguesa.
Guénon, de alguna forma, se quedó
enclavado dentro de una cosmovisión hindú mientras que, sin desdeñar ni mucho
menos dicha vía, Evola supo entender la aparición del budismo, partiendo del shatriya que la fundó, Gautama
Siddharta, el paso de una cultura sacerdotal a una cultura guerrera. La
posición de Evola tiene coincidencias, en cierto sentido y a pesar de las
puntualizaciones que se quieran hacer, con la adoptada por otro de los grandes
teóricos del Kali-Yuga como lo fue Alain Daniélou: “He acabado constatando que no puedo comunicar con personas que
mantienen cualquier tipo de fe, tanto religiosa, política como artística. Estoy
demasiado acostumbrado a una actitud abierta, siempre dispuesto a cuestionarlo
todo, ya se trate de mitos, de moral, de la sociedad o de la ciencia. Me siento
cómodo con la gente que, al menos en el plano del pensamiento, carece
fundamentalmente de principios y de tabúes”. A diferencia del claramente
enmarcado Guénon, Évola fue aquello que Alexander Dugin ha denominado como un
“tradicionalista sin tradición”. Alguien que se encuentra separado del mundo
exterior, de todo lo que no compone su “Yo Absoluto”. Una síntesis perfecta
entre el sacerdote entregado a la contemplación (brahmán) y el guerrero conminado a la acción (kshatriya): alguien capaz de erigir un Templo inexpugnable como un
castillo en su interior.
Algo que resulta innegable es la acción de
la Providencia o del Destino detrás de la aparición, en un corto período de
tiempo, de dos pensadores de la envergadura de Guénon y Evola. Lo que ambos
tienen de divergente en su obra también lo tienen de complementario. Abriendo
así un abanico de posibilidades para el tradicionalista sapiencial que es, a la
vez, crisol y abismo; esto es, puente y despeñadero. Sin embargo, este texto no
pretende ser otro de tantos acerca de la cosmovisión de René Guénon o de las
aristas presentes en Julius Evola. En su lugar, pretendemos profundizar en cómo
algunos de sus más importantes discípulos han retomado esa profunda división en
torno a la pertenencia o no a algún culto particular que podemos denominar como
el abismo de la Tradición Sapiencial. Estamos hablando, más concretamente, de
dos de los más relevantes discípulos de Guénon: Luc Benoist y Attilio Mordini.
Y, por otro lado, de uno de los más grandes críticos de la Modernidad que era,
a un tiempo, discípulo de Oswald Spengler sin dejar de ser, por ello, uno de los
grandes continuadores de la obra de Julius Evola: Francis Parker Yockey.
Luc Benoist (1893-1980) fue uno de los
más destacados discípulos de Guénon. Historiador de formación, se desempeñó
laboralmente durante décadas como conservador e historiador del arte. En 1928
entró en contacto con la obra de René Guénon, como destaca su traductor al
español Enresto Milá, y en 1939 escribió un artículo encargado por Jean
Paulhan, a la sazón director de (La
Nouvelle Revue Française), en torno a la obra de Guénon. De dicha propuesta
nacería su libro de 1960, El esoterismo.
Previamente había publicado sendos libros de historia y de arte entre los que
se contaba una monografía sobre Michelangelo Buonarroti. Pero a partir de la
publicación de El esoterismo comenzó
a complementar dichos trabajos con estudios sobre temas esotéricos relativos a
la Tradición Sapiencial.
En buena medida el objetivo del libro de
Luc Benoist no es otro que el de definir qué cosa es la Tradición, así como
tratar de registrar sus manifestaciones históricas más evidentes y en último
término poder marcar la distancia con los productos más degradados de la misma,
como lo son la teosofía, el espiritismo, el ocultismo, la pseudo-iniciación, el
sincretismo, la contra-iniciación y tantas otras derivadas incontables del
“satanismo” entendido en el sentido guénoniano del término, esto es, como
inversión siniestra de lo sagrado. Benoist muestra, por lo tanto, tanto al Uno
y sus diversas máscaras en forma de caminos de iniciación (hinduismo, budismo,
taoísmo, islamismo, judaísmo, esoterismo) como también los intentos de Aquel
que quiere sustituir al Uno mediante el empleo de la parodia y la malversación.
La Historia es uno de los grandes temas
del pensamiento contemporáneo. Por un lado, podemos diferenciar a los
pensadores que, como Hegel o Marx, comprenden que detrás de los acontecimientos
hay un sentido interno porque existe una meta hacia la que el mundo y los
hombres progresan. Por otro lado, podemos diferenciar a los pensadores que,
como la mayoría de nuestros coetáneos, atribuyen al azar y a la contingencia el
origen de los acontecimientos: para ellos, en el fondo último de los
acontecimientos a los que estamos sometidos se encuentra la nada. Y en un
extremo opuesto del todo a estas dos posturas, se encuentra la posición de los
pensadores que detrás de la Historia hay un sentido divino. Para esta última
escuela, aquella integrada por los pensadores de la Tradición Sapiencial
dedicados al estudio de la historia, existe una suprahistoria directamente
conectada con el mito y, por lo tanto, remitente en último término a algo
infinitamente superior a cualquier realidad material: el respaldo que otorga
una perspectiva metafísica. Una forma de contar realidades concretas y caducas
desde un lenguaje universal e imperecedero.
Así, la Historia tiene tres momentos para
el pensador tradicional helenocristiano Attilio Mordini: Creación, Redención y
Parusía; de la misma forma, la divinidad tiene tres facetas fundamentales:
Padre, Hijo y Espíritu; su Evangelio favorito es el más esotérico de todos: el
de Juan. Se trata, de nuevo, de una perspectiva suprahistórica que transgrede
todo historicismo para imbricarse de lleno en la teleología. La Historia, para
el pensador italiano, no sería más que la profundización entre los hechos que
unen estos tres momentos primordiales. La labor del historiador, como la del
retórico, sería la de convertir ese conjunto de hechos aparentemente carentes
de significado en un discurso perfectamente diseñado. Poner orden en el caos,
en definitiva, recreando el acto Creador primordial del que nosotros y cuanto
nos rodea es fruto. Así es como Mordini compara la labor del historiador con la
del retórico: la belleza de un texto bien trabado sobre la verdad de un asunto
es comparable con la belleza de una historia sustentada sobre principios
trascendentales sólidos.
Por su parte, para Evola la Tradición se
puede definir en los siguientes términos: “La
Tradición es, en su esencia, algo metahistórico y, al mismo tiempo, dinámico:
es una fuerza general ordenadora en función de principios poseedores del
carisma de una legitimidad superior”. En el siglo XX, hay dos grandes
pensadores de la Historia entendida teleológicamente: Oswald Spengler
(1880-1936) y el citado Julius Evola (1898-1974). A su vez, estos dos pensadores
tuvieron numerosos discípulos, entre los que podemos destacar, de manera
análoga, dos en cada caso: para Spengler, Ortega y Gasset (1883-1955) y Parker
Yockey (1917-1960); y para Evola, habría que mencionar al citado Mordini
(1923-1966) y a Guido De Giorgio (1890-1957). Las particularidades propias
tanto de José Ortega, autor de La
rebelión de las masas (1927), y Gasset como de Guido De Giorgo, autor de La tradición romana (1973), a los que
además el título de “discípulo” debería de resultarles cuanto menos dudoso, por
cuanto tienen también de maestros, hacen que los dejemos fuera de este texto.
Como a Mordini y a Parker Yockey nos referiremos más adelante, ahora
introduciremos algunas ideas acerca de la conocida obra de Spengler La decadencia de Occidente (1918).
Para Spengler, la Historia está
organizada en un conjunto de ciclos internos que se dividen en distintos
periodos vitales similares a los de cualquier ser vivo. Algo similar a la
evolución biológica propia de cada conjunto orgánico. Para él, las
civilizaciones no son diferentes, en sus distintas etapas, a cualquier otro
organismo vivo. Cada cultura se estructura de manera solipsista e independiente
a las demás siguiendo esos distintos ciclos invariables de toda
civilización-organismo: infancia, juventud, madurez y senectud. Frente al
modelo histórico lineal de autores como Hegel o Marx, Spengler opone una visión
cíclica, en el sentido de circular, de eterno retorno de lo mismo. Para
desentrañar las particularidades de cada cultura así como para poder anticipar
y prever la evolución de los acontecimientos se hace necesario indagar en la
“morfología histórica y cultural” capaz de predecir el futuro.
Se trata de una concepción deudora de
autores como Giambattista Vico (1668-1744), Franz Brentano (1838-1917),
Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), Jacob Burckhardt (1818-1897), Benedetto
Croce (1866-1952) y Johann Jakob Bachofen (1815-1887); y que a su vez remite
tanto al Kali-Yuga o Edad Oscura hindú como a la Edad de Hierro de Hesíodo o
incluso a la Edad del Lobo nórdica. La recepción de Spengler a otras lenguas
resultó fundamental en el desarrollo del pensamiento contemporáneo: su
traductor al español fue Manuel García Morente, el gran estudioso de la
Hispanidad en el siglo XX, mientras que de su traslación al italiano se encargó
el propio Julius Evola, el gran crítico del Mundo Moderno desde los fundamentos
de la Tradición. Además, hay que reseñar el papel de continuadores suyos como
Otto de Habsburgo (1912-2011): hijo del último emperador austrohúngaro, miembro
del Parlamento Europeo y partidario de una Paneuropa unida a partir de modelos
históricos que estudió profundamente como el caso de Carlos V y de la monarquía
hispánica.
Ningún pensador posterior ahondó en la
línea marcada por Spengler como Francis Parker Yockey. Nacido en Chicago,
Parker Yockey creció alimentado por el culto a un mundo europeo desaparecido.
Esto le llevó a trabajar paralelamente la reconstrucción cultural de dicho
mundo periclitado y la arqueología de la ideología colonial americana.
Contrastando el Imperio perdido con el (anti)Imperio surgido de los rescoldos
de dicha pérdida. Nacido en 1917 en Chicago, luchó en la Segunda Guerra Mundial
y fundó el Frente de Liberación Europeo (ELF) el mismo año en que se publicó Imperium (1947), después de su
participación en Los Juicios de Nuremberg como abogado. Dicha experiencia
resultó traumática y también supuso un despertar acerca de la imposición de un
Nuevo Orden Mundial construido sobre una Leyenda Negra y sobre unos asesinatos
que, según su opinión de abogado, no resultaban acordes a ninguna ley
establecida.
Después de escribir su magnum opus, de acuñar el término
“rojipardismo” y de asumir una posición política activa, Parker Yockey comenzó
un calvario carcelario que culminaría con su muerte a los 42 años: un suicidio
aparente detrás del cual muchos han querido ver una muerte convenientemente
disimulada. Este dato da pie a una comparativa con la suerte de otros
intelectuales relativos, en mayor o menor medida, al fascismo, tras la el
conflicto mundial: Carl Schmitt, Pierre Drieu La Rochelle, Louis Ferdinand
Céline, Robert Brasillach y tantos otros. Su crítica al feminismo y a la
pérdida de la virilidad en la cultura occidental va en la línea evoliana.
Asimismo, su obra exuda un antiliberalismo y un antimaterialismo innegables. Propuso
una alianza europea con la URSS y contra el imperialismo norteamericano que se
asemeja enormemente a conceptos posteriores como la “eurosiberia” de Faye o la
“eurasia” Dugin. Ante todo, constató la decadencia de la cultura occidental y
denunció la antisoberanía, que también es la antipolítica, para una dictadura
perfecta orientada hacia un Único Gobierno Mundial. Su homólogo francés fue
Jean Thiriart pero su defensa de Europa entendida como imprecación a la lucha
fue tomada por el citado Guillame Faye. Para él, los Estados Unidos son “el
anti-Occidente”.
El concepto de “decadencia” hizo fortuna
después de Spengler, al que se acusó de pesimista sin conocer a cambio el
escolio de Nicolás Gómez Dávila: “Los
pesimistas profetizan un futuro de escombros, pero los profetas optimistas son
aún más espeluznantes, anunciando la ciudad futura donde moran, en colmenas
intactas, la vileza y el tedio”. Guillaume Faye hace la siguiente
definición del término en su impecable Diccionario
ideológico (1985): “Proceso de
debilitamiento de un pueblo o de una civilización provocado por causas
endógenas y en el que ambos van perdiendo su identidad y creatividad. Las
causas de la decadencia son casi siempre las mismas en la Historia:
individualismo y hedonismo excesivos, relajación de las costumbres, egoísmo
social, desvirilización, desprecio de los valores heroicos, intelectualismo de
las élites, declive de la educación popular, alejamiento o abandono de la
espiritualidad y de lo sagrado, etc. Se dan con frecuencia otras causas:
modificación del sustrato étnico, degeneración de las aristocracias naturales,
pérdida de la memoria histórica, olvido de los valores fundacionales. La
decadencia se produce cuando se desvanece la preocupación por la preservación en
la Historia de la comunidad del pueblo y se debilitan los lazos comunitarios de
solidaridad y linaje. Resumiendo, se puede decir que en la decadencia se
conjugan síntomas en apariencia contradictorios: un excesivo intelectualismo
entre las élites, cada vez más desconectadas de la realidad y un primitivismo
entre el pueblo”
La cultura europea es una cultura
aristocrática. Está fundada sobre un concepto espiritual de la raza. Su
trayecto se inicia con relatos de la guerra: el aristócrata, ejemplar destacado
de la clase dirigente, era aquel capaz de tomar el mando ante una catástrofe,
conduciendo bajo su mando al pueblo. Se trata, asimismo, de una concepción
esotérica del conocimiento, puesto que se lo reserva a unas minorías selectas,
algo que cristalizaría en el ideal platónico del “rey-filósofo”. Los dos
grandes poemas épicos de Homero refuerzan esta idea y fundan la noción de
individuo que ha constituido el rasgo característico y distintivo de la cultura
europea. Sus héroes componen una élite integrada por sangre real: dirigentes y
aristócratas. No hay mayor signo de decadencia que la corrupción de las élites
gobernantes. Su degradación alienta la masificación y, a su vez, alimenta la
propia degradación de la masa.
Vilfredo Pareto postuló la necesidad de
renovar a las élites, como quien cambia el agua de una flor, para evitar el
estancamiento; es evidente que hace siglos que en Europa no se realiza dicha
actividad: quizás ese sea el mayor de nuestros males y la mejor explicación del
actual estado de embrutecimiento al que nos encontramos sometidos. El primer
fascismo fue, en ese sentido, un intento final europeo por recuperar la
autoridad, la fuerza y la jerarquía frente a la relajación mortecina de la
oclocracia masificada y la oligarquía tecnificada. En palabras de Parker Yockey,
“Hay que salvar del naufragio a Occidente”.
Sin rumbo, sin fines, sin una noción espiritual de raza o una misión histórica
a modo de Destino, la decadencia se hace inevitable. Así lo expresó René Guénon
hablando de nuestra civilización: "Donde
todo está en potencia y donde nada está en acto". O Augusto Del Noce
radiografiando nuestro tiempo: “Las
sociedades contemporáneas poseen infinidad de medios, pero tienen confusos los
fines”.
Attilio Mordini ha pasado a la posteridad
sobre todo por escribir su libro El
templo del cristianismo, publicado originalmente en 1963. Nacido en Florencia
el 22 de junio de 1923, puesto que era florentino a la manera de su querido
Dante (miembro de los “Fedeli D'Amore”)
o de su contemporáneo Giovanni Papini, siempre llevó un estilo de vida
austero. Su gran objetivo era obtener la liberación de Europa: un primer punto
en común por Parker Yockey. Otro sería la descarnada lucha, por lo menos en el
ámbito teórico, contra el imperialismo estadounidense. Fue maestro del citado
Jean Thiriart, estuvo en prisión durante la Segunda Guerra Mundial y
posteriormente volvió a estarlo tras su finalización, ya en 1946; encerrado como
lo estuvo Ezra Pound en 1943, en cuya reclusión comenzó a escribir su célebres Cantos, antes de ser confinado en un
hospital psiquiátrico durante 12 años. En la prisión, Mordini contrajo la
tuberculosis que finalmente le mataría en la cárcel a la temprana edad de 43
años.
Mordini, como tantos otros, ha sido
impugnado en el ámbito intelectual simplemente por manifestarse como
antidemócrata (por lo menos, contrario a una democracia no-orgánica); para él,
la democracia es el grado último del racionalismo. Un disfraz para el gobierno tiránico
de unas minorías plutocráticas: frente a la figura del mercader sólo se puede
oponer la del guerrero. Mordini era un católico gibelino, quizás el último, que
consideraba el triunfo del güelfismo anti-imperial como origen metafísico de la
decadencia occidental, al expurgar la figura sacra del Rey-Emperador,
diferenciando entre Papa y Emperador; y restando, asimismo, legitimidad al
poder temporal encarnado en el segundo: "El cristianismo es verdadera síntesis, y como tal parte del Verbo, era
fatal afirmarse sobre el sincretismo de la antigua Roma, realizando la fusión
del heroísmo germánico con el pensamiento griego y el derecho romano".
La sociedad mercantil, enemiga de la
aristocracia espiritual del mérito, es consecuencia de la cosmovisión güelfa, burguesa
y acomodaticia que no comprende la vida como milicia ni al héroe como modelo
existencial. El nominalismo británico de Juan Duns Scoto y Guillermo de Ockham
sería el inicio del humanismo al atacar el realismo aristotélico-tomista de Santo
Tomás de Aquino. Si todo puede ser sometido a la opinión porque no hay una
verdad más allá de la experiencia, nace el relativismo que alimentará el
paradigma mecanicista de la ciencia. Posteriormente, el iluminismo separará la
filosofía de la teología. El laicismo, su brazo político, parte del presupuesto
luterano de que la religión es un asunto individual y no católico, esto es,
universal. El Renacimiento, con el alumbramiento de la perspectiva y de la
autoría, extenderá las conclusiones del relativismo y el narcisismo al ámbito
de la estética. La exégesis de la decadencia occidental realizada por Mordini,
en definitiva, no es la típica crítica cristiana moralista sino que parte de
presupuestos tradicionalistas que emanan de la sabiduría perenne. Como Chateubriand,
entiende que la arquitectura es la forma de expresión constitutiva de toda
cultura y, para ambos, el gótico medieval es la expresión máxima de la cultura
occidental cristiana.
Igual que Chesterton en El hombre eterno (1925), Mordini
consideraba que la creación de la Palabra equivale a la creación de la luz como
acto fundante de Dios; y, a su vez, que el uso de la palabra es lo constitutivo
del hombre. Según su cosmovisión, la Encarnación del Verbo sería el Eje
Vertical de la Historia: su momento central. Todavía estaríamos viviendo una
Edad Media situada entre la Encarnación de Jesucristo y a la espera de Su
Segunda Venida. Tanto la Caída como la Ascensión, esto es, la muerte y la
resurrección, están presentes en todas las culturas. Hay una expulsión del
Paraíso, es cierto, pero luego viene Cristo. No debemos perder la esperanza
pero tampoco hay que regodearse en el fatalismo: en ese sentido, no es
pesimista ni optimista sino que, la política es una cuestión de hechos y, por
lo tanto, sólo cabe una actitud realista frente a ella.
La Reforma le hizo a la Iglesia lo que el
cristianismo le hizo a Roma: acabar con el ideal de Imperio, disociar lo
espiritual de lo político y cancelar lo trascendente para redundar en moralina
mundana: racionalista, psicologista y humanista. La tesis güelfa dispara la
laicización, la centralización y el estatismo, al disociar, en un plano social,
Iglesia de Estado; y en un plano personal, la acción de la contemplación como
vías de aproximación a lo trascendente, cuando en un modelo tradicional ambas
vertientes confluirían en un plano holístico donde toda autoridad imperial
sería tanto política como espiritual; y toda función humana relacionada con la
sacralidad emanaría tanto de una acción efectiva como de una meditación mística.
En ese sentido, para Julius Evola, su maestro René Guénon se equivoca al
considerar que la Iglesia católica va a reestablecer en Occidente la Tradición.
Según Evola, la preponderancia de las así llamadas “religiones del desierto”
(hebraísmo, cristianismo, mahometismo) significa la preeminencia de una
religiosidad devocional, esto es, femenina y oriental, basada en la meditación
y en los cultos a la Virgen (de manera específica en el caso católico), que en
una religiosidad castrense que entienda la vida belicosamente. Algo que, desde
luego, no comparte Attilio Mordini, para el que la Iglesia es la obra de Dios
sobre la tierra y que, a cambio, reivindica el ideal gibelino como una
concepción viril y virtuosa de la existencia. En una sociedad sin posibilidad
de verdadera iniciación ni de acceso a los símbolos, la ascesis debe ser reivindicada como
doctrina del despertar para los espíritus superiores.
El fracaso biográfico de pensadores como
Parker Yockey o Mordini solo prueba que los procesos de degradación de
Occidente son irreversibles y que la disolución no puede ser detenida. Sin
embargo, la constatación de esta realidad no debe ser confundida con ningún
tipo de determinismo: tras el ocaso de una era es posible un nuevo renacimiento
porque Dios, ante todo, se encuentra en el interior del Hombre. Aunque la obra de
ambos pensadores pretende ser esperanzadora proponiendo la lucha activa, lo
cierto es que el ciclo se encuentra en un grado irreversible de su evolución y
que los agentes del caos y la inversión teológica son más poderosos y
represivos que nunca. Por lo tanto se hace necesario "cabalgar el
tigre", esto es, buscar una forma diferente de oposición que habilite la
salvación personal. Jünger y Evola coinciden en el diagnóstico sobre la
imposibilidad de vencer al Sistema pero la oportunidad para sobrevivir a dicho
Sistema sin acabar por ello pervertido: se trata de estar “emboscado” o de
“cabalgar al tigre”. Pero también hay que “tomar partido”, “pensar polémicamente”,
“definir a los enemigos” y decidir quiénes son nuestros “amigos”. La lucha con
el dragón es externa pero sobre todo interna; la yihad es con el infiel pero
sobre todo es con uno mismo (“nosce te
ipsum”), al decir de Evola. Al tiempo es temporal y espiritual; horizontal
y vertical. Una vez más: la verdadera vía ascética hace confluir en ella acción
y contemplación; convierte el castillo en Templo y en interior del hombre en
fortaleza.
La metafísica es un saber natural cuyo
soporte natural son los símbolos con los que opera ritualmente para iluminar
con un conocimiento trascendente o “gnosis”
la realidad inmanente. Por el contrario, la filosofía occidental es
contra-ontológica: racionalista, empirista o irracionalista; pero no metafísica.
Algo que ha cristalizado en la propia neurosis biográfica e intelectual de los
pensadores modernos: entregados a las preguntas sin respuesta, a los juegos de
lenguaje, a la interpretación sin objeto... Un “indecisionismo” procrastinador y
proclive a la indefinición que, cuando no oculta intereses materiales detrás
del exhibicionismo académico, sencillamente oculta cobardía vital o ausencia
del eje en el pensamiento. Tomando la diferenciación marcada por Mircea Eliade,
los profesores universitarios están entregados al pensamiento pero no están
capacitados para la comprensión. La ausencia de niveles, la renuncia de lo
esotérico por considerarlo “aristocrático”, ha traído la uniformización del
mundo donde lo cuantitativo ha subyugado a lo cualitativo. Si no hay jerarquías,
todo se vuelve idéntico: vía libre para la homogeneización y para la
horizontalización. El trabajo maquinal ha reducido al propio hombre a la
categoría de máquina: nos hemos convertido en aquello que usamos y hemos
acabado esclavizados por la lógica de las máquinas. El individualismo
nos ha convertido en un conjunto átomos disgregados: la anti-unidad más caótica
e insignificante que se pueda concebir.
Lo trascendente explica lo inmanente; no
al revés, como pretende la ciencia moderna. El orden es lo luminoso mientras
que el caos es lo tenebroso. Por eso tradicionalmente se identifica a Dios con
lo solar: Él es Creador de luz y arquitecto ordenador; frente al Lucifer que,
siguiendo a Prometeo e invirtiendo satánicamente lo creado, pretende portar la
luz y ser arquitecto del universo. El Ser profundo que habilita nuestro
espíritu es aquel que emana del soplo divino. Si negamos esa naturaleza que
portamos en nuestro interior, estamos negando también lo fundamental del hombre
y nos estamos auto-mutilando de manera terrible. La ciencia ha acabado con el
concepto de verdad al suspender constantemente las conclusiones y valoraciones
de su trabajo; y el idealismo ha acabado con la realidad al proponer que la
experiencia de los fenómenos es tan válida como la categoría objetiva de los propios
fenómenos. En el mundo tradicional todo elemento es un símbolo; en el mundo moderno
todo elemento es gratuito. Se trata de una concepción de la ciencia sagrada,
remitente en último término a la metafísica, versus ciencia profana, que no
puede sacar conclusiones generales de la existencia.
La “morfología histórica” de Spengler, la
“metahistoria” de Evola y la “retórica de la historia” de Mordini confluyen en
múltiples puntos, a pesar de sus puntuales diferencias. Podemos hablar, por lo
tanto, de una concepción tradicional de la Historia: la necesidad de trazar un
orden suprahistórico que trascienda los meros acontecimientos despojados de
sentido. Más que una filosofía de la historia, se trata de una filosofía de la
cultura a modo de cartografía de las ideas: puesto que el concepto de
“civilización” parte de una concepción racionalista y la Historia, como
escribía repetidamente Parker Yockey, es irracional al punto de que la propia
razón es un producto de la Historia. Frente a la teleología del progreso incoada
por Joachim de Fiore, según la cual la Historia persigue un final, estos
“pesimistas” proponen que la civilización es la negación de la cultura y el
signo más evidente de su agotamiento. La naturaleza rousseauniana contraria a
los ciclos parejos del macrocosmos y del microcosmos; y la noción estética de
la fealdad frente al ideal de belleza se opondrían, en un primer momento, al
concepto de cultura; posteriormente, el existencialismo tomaría el relevo de
dichas corrientes, pasando por tres anti-culturas como lo son el darwinismo, el
marxismo y el freudismo, para acabar confluyendo en la cultura de masas y en el
hedonismo.
No olvidemos que el mundo, entendido como
representación, no es más que un derivado de otra realidad más profunda que lo
precede y a la que en último término remite. Es así en la doctrina de Platón,
en la religión hindú o en la mezcla de ambas que por ejemplo supone la
filosofía de Schopenhauer. Sus consecuencias en ámbitos como el de la política
o la historia resultan, asimismo, evidentes: cuanto vemos, según esta
concepción, no es más que el eco material de un plano metafísico. Guido De
Giorgio, Oswald Spengler, Julius Evola, Francis Parker Yockey o Attilio Mordini
son, ante todo, estudiosos de la suprahistoria y de la metapolítica a través
del desarrollo autónomo e interno de las distintas culturas. Cultura, al fin y
al cabo, proviene del término latino relativo al “cultivo”. Se trata, como ha
demostrado Gustavo Bueno, de un término que lleva implícito una evidente
impronta germánica. Para Guillaume Faye, “la
cultura es el conjunto de mentalidades tradicionales, costumbres y valores de
un pueblo. La civilización es la expresión concreta y material de la cultura;
ella constituye las realizaciones prácticas”.
Sin embargo, otro discípulo aventajado de
Schopenhauer y Nietzsche; ajeno, por lo tanto, a las tendencias masificadoras
del pensamiento hegeliano-marxista y al escapismo idealista de los kantianos,
fue el austriaco Otto Weininger (1880-1903). Joven autor de Sexo y Carácter (1903), y apasionado
estudioso de la obra de Richard Wagner (1813-1883), resultó determinante en el
posterior desarrollo pensamiento de su tiempo y dejó numerosos apuntes
abandonados al quitarse la vida a la edad de 23 años. En uno de ellos se puede
leer: “La cultura sigue siendo un ideal,
y a un ideal sólo puede acercarse el sujeto individual y buscador, no una
compañía a paso normal o a paso ligero. La cultura de una nación debe ir
precedida por la cultura de un individuo; de ahí que sean irrisorios temores como
el de que un pueblo sea culturalmente superado porque muestra una mayor
producción en masa. La cultura no es algo en lo que pudieran juntarse dos
personas, en lo que ambas pudieran colaborar. Hay que considerar, como lo
esencial de toda cultura, un significado dual que tiene dos aspectos. La
sensibilidad para los problemas es la condición de toda cultura, y hablando de
forma puramente intelectual, es idéntica a ella. De ahí que toda cultura se
fundamente en la individualidad, pues sólo hay problemas para las
individualidades”.
Según Evola, se ha producido una
“regresión de las castas” cuya conclusión más evidente es “la época de los
mercaderes” caracterizada por “la
reducción de todos los horizontes y de todos los valores al plano de la
materia, de la máquina y del número”. Del Imperio se pasa a la monarquía y,
de esta, al sistema parlamentario; es el tránsito desde una aristocracia
orientada hacia el honor a una plutocracia entregada al dinero. Del templo se
pasa al castillo para finalmente dar a parar en las fronteras, las fábricas y
las oficinas. De la familia fundamentada sobre lo sacro se transita a la
familia basada en la autoridad paterna para en último término pasar a la
familia burguesa cada vez más descompuesta como consecuencia, precisamente, del
empuje del placer sobre el deber. Incluso la acción se ha reducido a simple
trabajo: del oficio artesanal como vocación al trabajo productivo como
dinamismo. Los esclavos se han levantado contra los aristócratas y los
mercaderes han sustituido a los guerreros; en definitiva, el hombre se ha
convertido en un medio para generar acumulación y no en un fin para practicar
el ascetismo. Como apunta Evola, a los ojos del hombre moderno “el asceta no es más que un hombre que pierde
su tiempo, un parásito de la sociedad; el héroe en el sentido antiguo no es más
que un loco peligroso que conviene eliminar recurriendo a oportunas profilaxis
pacifistas y humanitarias, mientras que el moralista puritano y fanático está
rodeado de una aureola resplandeciente”. Destruida la comunidad, sólo queda
el individuo.
El Imperio supone una estructura de
orden, apolínea; mientras que la política moderna se basa en una disgregación.
La comunidad, la familia y el individuo componen los tres círculos concéntricos
contenidos los unos dentro de otros sobre los que se fundamenta la sociedad
tradicional. Por el contrario, el mundo moderno persigue la destrucción de la
unión entre poder terrenal y poder espiritual encarnados en la figura del
Pontífice (literalmente, el que traza puentes entre lo humano y lo divino); la
disgregación de la unión entre hombre y mujer por medio del matrimonio; y, por
último, la disolución de la unión entre el hombre y su Ser profundo, aquella
porción de divinidad que lleva dentro de sí. El mundo moderno impone el culto
al hombre por medio del humanismo, el culto al individuo por medio del
liberalismo, el culto a la masa por medio del comunismo y el culto a la razón
por medio de la ilustración para terminar desembocando en el culto al placer
por medio del hedonismo consumista. Más allá de la aparente oposición que
presentan muchas de estas doctrinas modernas, en realidad todas ellas se
completan las unas a las otras en su natural oposición a la Tradición: son las
distintas máscaras del materialismo.
La preeminencia del “hombre-masa” como
sujeto de una “urbe mundial” en nuestro tiempo y que no es más que el fruto de
la democratización y el relativismo, sería para Spengler la consecuencia de una
“física fáustica” y, por lo tanto, contraria tanto a la “física apolínea” de
origen grecolatino como a la “física mágica” de origen oriental. Dicho cambio
de paradigma supondría el paso de una etapa de desarrollo a una etapa otoñal.
Su inflexión vendría marcada, en la línea de Edward Gibbon, por el auge del
cristianismo. En el grado último de la degradación, arribaría la oclocracia a
modo de gobierno vulgarizado de las masas: “El
sufragio universal no contiene ningún derecho real, ni siquiera el de elegir
entre los partidos; porque los poderes alimentados por el sufragio dominan,
merced al dinero, todos los medios espirituales de la palabra y de la prensa, y
de esta suerte desvían a su gusto la opinión del individuo sobre los partidos,
mientras que, por otra parte, disponiendo de los cargos, la influencia y las
leyes, educan un plantel de partidarios incondicionales que elimina a los
restantes y los reduce a un cansancio electoral que ni en las grandes crisis
puede ser ya superado”.
Ninguna civilización muere asesinada,
determinó el historiador británico y masón Arnold Toynbee, sino que todas
perecen a consecuencia de causa natural. Con la misma resignación
suprahistórica lo entendió Julius Evola: “Cuando
el último residuo de la fuerza de lo alto y de la raza del espíritu está
agotada en las generaciones sucesivas, no queda nada: ningún lecho contiene ya
al torrente, que se dispersa en todas direcciones. El individualismo, el caos,
la anarquía, la hibrys humanista, la degeneración, hacen su aparición por todas
partes. El dique se rompe. Incluso cuando subsiste la apariencia de una grandeza
antigua, basta el menor choque para hacer hundir un Estado o un Imperio. Lo que
podrá reemplazarlo será su inversión arimánica, el Leviatán moderno
omnipotente, la entidad colectiva mecanizada y totalitaria. Desde la
pre-antigüedad hasta nuestros días, tal es la evolución que nos será preciso
constatar. Tal como veremos, del mito lejano de la realeza divina, regresando
de casta en casta, se llegará hasta las formas sin rostro de la civilización
actual, donde se despierta, de una forma rápida y avasalladora, en las
estructuras mecanizadas, el demonismo puro del demos y del mundo de las masas”.
Porque “la doctrina de los ciclos era
conocida por el hombre tradicional”. Se trata de constatar el signo de los
tiempos con lucidez y desapego, sin dramatismos ni amaneramientos, manteniendo
el compromiso con el realismo del diagnóstico trazado. Desde el distanciamiento
y la objetividad del observador sereno.
La voluntad de poder es la fuerza motora
de la Historia. Tanto en el plano personal como en el comunitario, es a través
de ella cómo se produce la autoafirmación de los sujetos y de los pueblos que
anhelan tender hacia la trascendencia. Como en la imagen mítica de Vulcano, el
yunque es la fuerza sobre la que se vertebra el mejoramiento constante del Ser
que hace de cada momento un instante sagrado; el lugar donde se forjan las
armas de los dioses y, llegado el caso, se vuelven a unir los fragmentos
dispersos de las mismas; el escenario donde se realiza la operación alquímica o
“nigredo” que transforma el plomo en
oro, esto es, la naturaleza imperfecta con la que nacemos en un Ser ascético y
virtuoso.
Tanto Evola como Spengler son discípulos
aventajados del vitalismo postulado por Nietzsche; para ellos, el cristianismo
se ha vuelto una doctrina anti-tradicional y “fáustica”, a partir de la Edad
Media; la raza es una cuestión espiritual y no material; el liberalismo, un mal
temporal que pronto alumbrará monstruos mucho peores; la moral es una
degradación de la sacralidad perdida por las religiones; y el hundimiento de
Occidente no es un proceso reversible sino la consumación de un ciclo que, como
todo aquello que forma parte de la realidad visible tanto en el microcosmos
como en el macrocosmos, está condenado a perecer una vez superadas todas sus
etapas de desarrollo. Es natural, por lo tanto, que Francis Parker Yockey aúne
sobre sí ambas figuras, puesto que ya habían nacido de una raíz común: aquella
que consideraba que “la decadencia de
Europa es la supremacía del Bárbaro”.
Y no sólo: Evola y Spengler coinciden, al
igual que Ernst Jünger en su buena parte de su diagnóstico; pero, sobre todo,
en sus conclusiones acerca del signo decadente de los tiempos. Escribe el autor
de La emboscadura (1951) que “Las catedrales se derrumban, pero en los
corazones subsiste un saber, un patrimonio heredado, el cual va socavando los
palacios de la tiranía, igual que hicieron las catacumbas”. Escribe el
autor de La decadencia de Occidente (1918)
que “El socialismo, el impresionismo, los
ferrocarriles eléctricos, los torpedos y el cálculo diferencial forman parte
del ocaso del destino de Occidente. Sólo un ingenuo soñador podría esperar un
retorno a un pasado irremediablemente perdido. El que no se da cuenta de este
hecho, no tiene más importancia entre los hombres de su generación. Sigue
siendo un tonto, un curandero o un pedante”.
Todo ello coincide con aquello que Evola
llamaba “el hombre diferenciado”, es
decir, que se sustenta en la Tradición y sus principios inmutables frente al “hombre fugaz” que es presa del devenir
contingente y de la aceleración constante que rige nuestra época; se trata,
pues, de una versión propia de “el
emboscado” e incluso del “anarca”.
No es casualidad que la filosofía planteada de la “movilización total” jüngeriana por el italiano coincidiera en
múltiples puntos con la del alemán; al fin y a la postre, Evola quiso traducir
la obra El trabajador (1932) del
pensador alemán y le dedicó un ensayo en 1960. Alexander Dugin retoma más
adelante la idea evoliana del “hombre
diferenciado” para exponerla de manera brillante: “El hombre diferenciado es aquel que, a pesar de estar inmerso en el
mundo moderno, permanece absolutamente separado de él, distante, desprovisto de
vínculos orgánicos, de cualquier complicidad emocional o comunión de valores.
El hombre diferenciado es una persona autónoma, es el defensor de una
subversión radical contra el mundo moderno y sus fundamentos que, a su vez,
representan la subversión del mundo normal, tradicional, basado en una sociedad
jerárquica que defiende valores sagrados”. Los tres autores citados, por
cierto, suelen ser acusados de “fascistas”; lo cierto es que, a pesar de su
mayor o menor relación puntual con el fascismo italiano o con el
nacionalsocialismo alemán, Spengler, Evola y Jünger se destacaron como críticos
con lo que para ellos era un movimiento de masas errado, antes que nada, en su
concepto positivista y no espiritual de la raza.
Por su parte, lo que escribe Evola en una
cita extensa pero digna de ser mencionada de Revuelta contra el mundo moderno (1934) camina en un sentido
análogo a lo expresado por Spengler: “Al
margen de las grandes corrientes del mundo, todavía hay hombres anclados en
tierras inmóviles. Son, en general, extraños, que se alejan de todas las
encrucijadas de la fama y la cultura moderna. Mantienen las líneas de la
cresta, no pertenecen a este mundo aunque estén dispersas por la tierra y,
aunque a menudo se ignoran entre sí, están unidas de forma invisible y forman
una cadena irrompible en el espíritu tradicional. Esta falange no actúa: su
única acción es la que corresponde al símbolo del fuego eterno. Gracias a estos
hombres, la tradición sigue presente, la llama arde invisiblemente, algo que
siempre conecta al mundo con el mundo superior”. Los verdaderos emboscados
no son autoconscientes de su condición: sencillamente encarnar el arquetipo del
rebelde y, en la medida en que son, como diría Ramiro de Maeztu, se defienden
encastillados.
Ambos, Spengler y Evola, encontraban en
la voluntad el único asidero, a modo de tablón de salvación, al que uno puede
agarrarse en tiempos de naufragio. El austriaco Otto Weininger, una de las
influencias intelectuales decisivas, según propia confesión, sobre la obra de
Julius Evola, escribió sobre ello en uno de sus fragmentos póstumos: “La creencia que establece la vida eterna a
través de su afirmación en la voluntad y el pensamiento es la antípoda del
sentimiento de falta de vida, es vendedora del miedo (...). En la creencia, el
hombre se afirma a sí mismo, su más íntima esencia divina, libre, audaz y temerariamente;
en la superstición asiente miedoso a cada giro del destino, abandona su
libertad de pensamiento y de acción al vincularse a algo. De ahí que la
superstición sea siempre pusilánime y cobarde, mientras que la creencia es
magnánima y valiente; de ahí que el sufrimiento de un hombre por su
superstición aumente cuanto más capaz es de creer”.
Francis Parker Yockey, en ese sentido y
quizás a consecuencia de su temprana muerte, nunca cayó en el desaliento; a
cambio, siempre apostó por la acción conjunta para despertar a Europa del
letargo. En ese sentido, sirvió de inspiración para una generación
principalmente francesa de autores postfascistas contrarios del todo al
fatalismo: Alain de Benoist, Guillaume Faye o Dominique Venner. Este último
escribió: “Antes de que nos impongan ese
destino, los europeos no tienen otra opción que romper con la fatalidad y
regresar a sus orígenes. Siguiendo el ejemplo de Perceval, deben, en el bosque
de símbolos, redescubrir su tradición para buscar los valores vitales de una
vida que aún pueden cambiar. Hacer una vida que merezca la pena, entender lo
que uno es, encontrar la manera de vivir y actuar de acuerdo a nuestra
tradición, esa es nuestra tarea. Esto no es sólo algo previo a la acción. El
pensamiento es acción. Nuestro mundo no será salvado por sabios ciegos o
eruditos impasibles; será salvado por poetas y guerreros”. Añadiendo: “No es posible restaurar las formas del
pasado. Nunca se puede volver atrás. Las estructuras del pasado no volverán. En
cambio, el alma de una civilización puede renacer bajo otras apariencias,
siempre y cuando se sepa interpretar su sustancia para convertirla en modelo de
un renacimiento”.
América nació como colonia de Europa
pero, pasado un tiempo, han sido los norteamericanos quienes han terminado por
colonizar política, económica, social y culturalmente a los europeos. Ahora lo
sabemos: la existencia política de España tocó a su fin tiempo atrás, con la
claudicación autoimpuesta en materia de soberanía interior y exterior: al
renunciar a imponer un castigo a sus traidores y al asumir la derrota en la
defensa de sus fronteras. Sin soberanía ni autodefensa no hay política de la
misma forma que sin historia ni mitología, si es que la diferenciación tiene
lugar, resulta imposible concebir una identidad. Esa es la traición de los
europeos: la silenciosa transformación en bárbaros que rechazan su Tradición y
asumen en su lugar una cultura ajena. La incapacidad bélica, energética y
demográficamente de ser una autarquía poderosa. Y, ante todo, el olvido
profundo del glorioso pasado que deberíamos poder mantener vivo para el futuro.
Con su claridad característica, así lo expresaba Faye: “La ausencia de conciencia histórica será sin duda la tumba de la
civilización occidental, incapaz de ver el futuro y de estar a la altura de su
pasado, incluso de asegurar su propia supervivencia”. Y Nietzsche: “El hombre de más larga memoria es el de
mayor futuro”.
Escribió Parker Yockey: “El frente real de las guerras de esta época
es simplemente Europa contra anti-Europa”. Y escribió Faye: “Nosotros luchamos a la vez por la herencia
de nuestros ancestros y por el porvenir de nuestros hijos”. Se comparta o
no la esperanza en una posibilidad de renacimiento, resulta evidente que en
tiempos de esclavitud asumida y servilismo generalizado, la voluntad de creer
es el único valor que mínimamente permite seguir albergando sueños relacionados
con la aristocracia. Dar un sentido a la vida después de la experiencia del
nihilismo se eleva como la gran prueba europea del futuro. El “dharma” y la áscesis, en cualquier caso, exigen de nosotros que hagamos lo
que debe ser hecho en cualquier tiempo, lugar y condición. Como escribiera
acertadamente Nietzsche, “lo que no te
mata, te fortalece”.
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