ESPAÑA, PUEBLO GUERRERO. Por Guillermo Mas Arellano.
España, pueblo guerrero
Por Guillermo Mas Arellano
El español es un pueblo de guerreros, héroes y
conquistadores. Nada es más ajeno al imaginario hispano que ciertas figuras
hodiernas de importación anglosajona como lo son la del burgués, la del
mercader y la del burócrata. Nuestra literatura nace oficialmente con la
historia de un guerrero, el Cid Campeador, que, a diferencia de su homólogo
francés Rolando, no es de linaje real porque es tan vasallo como aquellos que
recibían su historia de labios de un juglar, y por ello lucha por redimir su
apellido. Don Juan Manuel, autor de El
Conde Lucanor, era un noble y un militar. Lo mismo se puede decir de Jorge
Manrique, soldado a semejanza de su padre, a cuya muerte le brindó sus
inmarcesibles Coplas. Según Ferlosio, quien –este sí–, a diferencia de su padre
era poco sospechoso de patriota, la más alta prosa española de todos los
tiempos, la que mejor emplea el recurso de la hipotaxis —el opuesto a la
parataxis azoriniana—, es la utilizada en las Crónicas de la conquista de
América por Bernal Díaz del Castillo.
A Garcilaso, primer poeta moderno español, le
mataron de una fatal pedrada mientras expugnaba una fortaleza; Calderón luchó
con bravura en los tercios; Cervantes combatió con honor en Lepanto y puso en
la boca de Don Quijote el mejor discurso sobre “las armas y las letras” que se
haya concebido; Quevedo escribió sobre su experiencia de soldado: “Cuánto es más eficaz mandar con el ejemplo
que con mandato”; Lope de Vega luchó valientemente en La Armada Invencible;
y encontramos a otros muchos integrantes (Ignacio de Loyola; Diego Hurtado de
Mendoza; Alonso de Ercilla; Francisco de Aldana; José Cadalso; o el propio
Rafael Sánchez Mazas), hasta llegar al siglo XX, donde todavía hay valerosos
ejemplos de escritores-soldados, o de soldados-escritores, como lo fue el
falangista Rafael García Serrano, que padeció amargas heridas a consecuencia de
su participación en una de las más cruentas contiendas de nuestra guerra, la
batalla de Teruel, y por las que penó una larga convalecencia, como relata él
mismo en sus excelentes memorias La gran
esperanza. Como está escrito, Si Dios
está de nuestra parte, ¿quién estará contra nosotros? (Romanos 8: 31).
Para Georges Dumézil, la matriz histórica del
mitologema del guerrero se encuentra en los pueblos Indoeuropeos de cuya lengua
común e imaginario social descienden los nuestros. Ese pueblo encarnaría como
ningún otro, en un tiempo fuera del tiempo, un “hogar común” o Urheimat
euroasiático como el que han tratado de reconstruir algunos de nuestros contemporáneos
más penetrantes tales como Alain de Benoist o Alexander Dugin. Se trataría de
una mítica civilización hiperbórea que tuvo que desplazarse en busca del Sol y
huyendo de las inclemencias climáticas del frío.
Para esos pueblos indoeuropeos, sólo un tipo
social era capaz de enfrentarse a los titanes: los héroes. Es la lucha de David
contra el gigante Goliath; el enfrentamiento a muerte entre Mitra y el toro:
cultos sureños que, si tenemos en cuenta la obra de Eliade o de Dumézil,
tuvieron su origen en el mundo indoeuropeo. El propio Dumézil dejó escrito que
todas las sociedades indoeuropeas estaban fundadas sobre una tríada
trifuncional básica: una casta sacerdotal, una casta campesina (o ganadera) y
una casta guerrera. Se trata del mismo esquema que se extendería por Europa y
por Asia dando forma a sociedades tan consistentes como la romana o la hindú.
Frente a esas tres castas se encontraba la figura del mercader, aquel
consagrado al “nec-otium” (aquello
que no es ocio), que debía de ocuparse de sus transacciones fuera de la polis
puesto que no se encontraban bien vistas por la comunidad.
Según el filósofo español Higinio Marín, el
guerrero homérico encarna, con su ideal aristocrático de vida, el génesis de la
idea de individuo que ha formado social, política y culturalmente a Occidente.
Y mucho más allá: del gladiador romano que Ridley Scott inmortalizara para el
cine en la película protagonizada por Russell Crowe al bushidō samurái como código de honor por el que Yukio Mishima se
quitó la vida, pasando por el Kshatriya de
la casta guerrera hindú y los Berserker vikingos encurtidos en una piel de lobo
como en las imágenes de The Northman
(2022). El mitologema del guerrero estaba presente en el poema épico de
Gilgamesh y ha seguido vivo en las grandes obras de nuestra época tales como Centauros del desierto (The Searchers, 1956).
Y, por supuesto, siempre ha estado presente en la
literatura hispana que nació con la narración de la vida de Rodrigo Díaz de
Vivar, alcanzó su punto culminante con las malandanzas de Don Quijote de la
Mancha, evolucionó hasta el Pirata de Espronceda y conoció su crepúsculo con la
descripción de las peripecias de Gabriel Araceli o de las aventuras de
Zalacaín. Porque tras el desmoronamiento de un mundo, el hispano, que durante siglos
resistió casi en soledad contra las embestidas de una Modernidad incipiente
pero en constante expansión, ha sobrevivido un código de honor personal que
Manuel García Morente consideró el propio del Caballero Cristiano que alumbró
la Hispanidad. Una civilización que alumbró para su Historia a personajes tan
excesivos como Lope de Aguirre y a héroes tan innegables como Hernán Cortés.
Tierra de conquistadores: donde se puede alentar al tiranicidio, según los
escritos carcelarios de Francisco Suárez, o a la hermandad universal, según una
concepción inalienable de la espiritualidad propia de Francisco de Vitoria.
Ramiro de Maeztu, autor de Defensa de la Hispanidad, no diferenciaba el proyecto comunitario
de Hispanidad como destino Imperial del proyecto individual de Hispanidad como
destino personal: “El drama se opera, por
supuesto, en la región medianera, que es la de las almas. A ellas corresponde
nutrirse del espíritu, para espiritualizar con él la tierra y conservar y
acrecentar el tesoro espiritual, para que las nuevas generaciones se alimenten
con él. Ellas son las que han de conservar izada la bandera. El espíritu no
puede morir, pero la patria, sí, por abandonarlo o traicionarlo o cambiar sus
valores por disvalores que envenenen las almas. También en este plano del
espíritu ser es defenderse. Ser es defender la Hispanidad de nuestras almas. La
Hispanidad, como toda patria, es una permanente posibilidad. Así como sobre el
individuo se alza la guadaña de la muerte, como una fatalidad inevitable, la
patria, en cambio, como la rueda de la Fortuna, es permanente posibilidad.
Puede morir, puede ser inmortal, por lo menos mientras no venga el fin del
mundo: todo depende de nosotros que, a nuestra vez, no realizaremos nuestros
destinos personales como abandonemos lo que nos señala, como corriente
histórica que apunta al provenir, la tradición de nuestra patria”.
En otras palabras: lo más básico y nuclear del
despertar espiritual que compone la base de toda rebelión contra el mundo
moderno se encuentra en aquello que Julián Marías denominaba como “vocación”
dentro de su Breve tratado de la ilusión.
Es decir, que el autoconocimiento en constante perfeccionamiento es lo que nos
conduce hacia el conocimiento exterior del mundo: en el momento en el que
descubrimos para qué hemos sido llamados al mundo es cuando en verdad empezamos
a dejar nuestra mínima impronta en él. Jacob Taubes lo supo entender asimismo:
"Como el orden externo del universo
ha perdido significado, la única dimensión en la que el hombre puede tener su
lugar para vivir es en su propio ser”. De nuevo Maeztu: “ser es defenderse”.
En palabras de Marías: “Cuando la vocación se hace concreta, aunque originariamente sea
genérica y nazca del encuentro de ella en la sociedad, realizada en otros, se
liga a la propia personalidad, se entrelaza con la trayectoria vital y se
convierte en una dimensión de ella. Ya no se trata de la vocación esquemática
de médico, sino de este médico individual, definido por una situación no
intercambiable y un proyecto personal que transforma la vocación genérica. Tal
vez el labrador individualiza la profesión milenaria, ejercida por millones y
millones de hombres en todas partes y en todas las épocas, al adscribirla a su
tierra. La función de la madre de familia adquiere un carácter único y
archipersonal porque se trata de esta
familia insustituible. En ambos casos, el quehacer cotidiano adquiere el
dramatismo que pertenece a la vida como tal y no se puede separar de su
configuración. Es quizá la justificación del uso lingüístico que en español usa
el verbo «ser» y no el «hacer» para designar la profesión: ¿Qué es usted?, y no
qué hace (...). Lo que más puede descubrir a nuestros propios ojos quién somos
verdaderamente, es decir, quién pretendemos ser últimamente, es el balance insobornable
de nuestra ilusión. ¿En qué tenemos puestas nuestras ilusiones, y con qué
fuerza? ¿Qué empresa o quehacer llena nuestra vida y nos hace sentir que por un
momento somos nosotros mismos? ¿Qué presencia orienta nuestra expectativa, qué
anticipación nos polariza, tensa el arco de nuestra proyección, se convierte en
el blanco involuntario e irremediable de ella? ”.
Podemos sintetizar diciendo que cualquiera que se
disponga a experimentar un despertar espiritual ante la crisis occidental
deberá desarrollar una sensibilidad crítica contra la Modernidad por la cual
busque aquello que todo en el mundo secularizado conspira por arrebatarle: la
sacralidad que trasciende la materia partiendo de aquello que se encuentra más
fuertemente incrustado en ella: el espíritu o soplo divino. Para ello se hace
necesario defender, teóricamente pero también en el día a día, todo aquello que
trascienda al hombre: la patria, el honor, la religión, los ideales, la
comunidad, la espiritualidad ínsita a todo ser humano o la tradición
sapiencial. Que nos religa con lo elevado y nos ayuda a releer lo presente a la
luz de lo pasado.
Debemos entender que los seres humanos hemos sido
creados con unas aspiraciones que sobrepasan con mucho las perspectivas vitales
ofrecidas por nuestro tiempo. Y no estoy haciendo referencia a términos
cuantitativos, sino cualitativos: somos seres anhelantes de sentido. Por lo
tanto, el despertar espiritual no supone un paso forzado o un esfuerzo ímprobo,
sino que consiste en la más natural de las demandas humanas: la necesidad de
hallar una finalidad que le dé sentido a la muerte, esto es, a nuestro
insignificante paso por la vida.
En relación con lo que se acaba de mencionar y
haciéndose eco de Huizinga, Pedro Laín Entralgo plantea una serie de preguntas
tan fundamentales como perfectamente actuales: “...En su nervio más íntimo, en esto consistió la crisis de la Edad
Media; crisis que no terminará hasta que en la primera mitad del siglo XVII
Galileo y Descartes inicien formalmente la mentalidad moderna. Visto desde
nuestro siglo —es decir, desde la situación creada por la crisis—, ¿qué ha sido
el mundo moderno, considerado como solución de la crisis que comenzó en la vida
europea durante el tiempo que desde Huizinga es tópico llamar otoño de la Edad
Media? Y por otra parte, ¿en qué ha consistido la crisis de él que desde
nuestros abuelos estamos viviendo los hombres de Occidente, y por extensión los
hombres todos? Tal ahora es nuestro problema”. Por supuesto, lo sigue
siendo con más intensidad que antes.
Si la crisis de nuestro tiempo comenzaba con la
negación de la Edad Media a través de la imposición de una leyenda oscurantista
y del todo falsaria, se hace necesario retornar una vez más a la Edad Media,
desde una óptica del todo imparcial, para poder volver a una dimensión
antropológica pre-moderna. Para lo que se hace necesario recurrir a una
aclaración de Luis Díez del Corral: “La
Edad Media representa la afirmación en grado máximo de la particularidad, del
individualismo y de la subjetividad frente al principio de la unidad, que no es
negado, sino mantenido idealmente como término de referencia y contrapunto en
la forma peculiar del Imperio medieval. El feudalismo es justamente un sistema
que trata de cohonestar en la medida de lo posible los dos principios contrapuestos,
una sutil y vasta red de relaciones humanas entre la aldea y el Imperio (...).
Cierto es que algunos períodos de la Edad Media, en ciertas corrientes
espirituales al menos, el hombre parece volver las espaldas al mundo e
interpretar estática, conclusamente el orden de la naturaleza, cuya realidad
queda esfumada en una interpretación simbolicista. La felicidad no es buscada
en este mundo, sino en el más allá; preténdese un bienestar futuro,
ultramundano, que se contrapone al malestar presente del mundo; pero, en el
fondo, no es una huida del mundo, una dejación de los deberes humanos de
configurar el mismo, aunque al contrario, en términos generales, el ímpetu de
la trascendencia es condición imprescindible para reobrar un enérgico sobre el
mundo, como lo prueba en plena Edad Media el impulso de realización técnica
que, desde la arquitectura a la agricultura, demuestran los centros sociales
más representativos de su mentalidad religiosa”
Uno de los pilares de la filosofía católica es la
creencia en el libre albedrío, que se encuentra plenamente integrada en lo más
granado de la literatura hispánica a modo de bastión inexpugnable contra el
mundo moderno. Los grandes clásicos literarios de la Hispanidad la han
defendido frente a los embates del determinismo moderno heredado de la Reforma.
Somos libres para hacernos merecedores de la gracia y de la salvación a través
de nuestros actos. Leyendo a Cervantes, Javier García Gibert descubre hasta qué
punto es relevante dicha cuestión dentro de la obra del autor del Quijote: “Ese camino que cada cual recorre en virtud de su albedrío puede
conducirse a escenas y estaciones de salvación o de perdición moral. Pocos
axiomas hay más importantes en el humanismo cervantino que el que postula que
el albedrío lleva consigo, como nota aledaña e inexcusable, la responsabilidad
moral, que determina el mérito o el demérito de las actuaciones humanas. La
proverbial benevolencia de Cervantes jamás significa, por tanto, una exención
del merecido castigo por las malas acciones y los errores morales cometidos en
virtud del libre albedrío. Ningún grave desafuero ético se comete en su obra a
beneficio de inventario”.
Otro importante teórico de la Hispanidad, Manuel
García Morente, destacó otro de los ideales que rellenan el corpus del
caballero cristiano tal y como lo define la Hispanidad a través de sus grandes
obras literarias y de sus mayores gestas históricas: “El caballero cristiano cultiva con amoroso cuidado su honra. ¡Como que
la honra es propiamente el reconocimiento en forma exterior y visible de la
valía individual interior e invisible! El honrado es el que recibe honores,
esto es, signos exteriores que reconocen y manifiestan el valor interno de su
persona. El mecanismo psicológico del sentimiento de honor consiste en lo
siguiente: entre lo que cada uno de los hombres es realmente y lo que en el
fondo de su alma quisiera ser, hay un abismo. Ennoblécese, empero, nuestra vida
real por el continuo esfuerzo de acercar lo que en efecto somos a ese ser ideal
que quisiéramos ser. En la tierra la limitación humana no permite al hombre
realizar la perfección, esto es, la identificación entre el ser real que
efectivamente somos y el ser ideal que quisiéramos llegar a ser; por eso
justamente la vida humana consiste en una imitación o recuerdo imperfecto de la
vida ideal divina: limitación de Cristo. Honra es, pues, toda aquella
manifestación externa que alienta al hombre en su afán y propósito de
perfección, ocultando en lo posible entre la maldad real y la bondad ideal, el
caballero cumplido. La honra, el honor es, pues, ese reconocimiento externo del
valor interior de la persona. En cambio, el menosprecio es todo acto o
manifestación externa que hace patente bien a las claras el abismo entre el ser
real y el ser ideal perfecto, y que tiene por consecuencia su menor aprecio de
la persona individual. Puede, pues, una persona deshonrarse o ser deshonrada.
Se deshonra cuando es ella misma, por su conducta o sus palabras, la que pone
de manifiesto su menor valía o menor aprecio, el abismo entre la realidad
íntima de su persona y el ideal a cuyo servicio está o debe estar”.
La Hispanidad es tanto un hecho histórico, al
decir del historiador y mitólogo Gonzalo Rodríguez, como un hecho literario. Su
esencia ha sido compilada en las páginas de obras teatrales, cuentos y novelas,
crónicas y sonetos, cuadros y construcciones. Posteriormente, ha sido fielmente
transcrita a la palabra por medio de pensadores enormes. Es por eso que nuestra
filosofía es mucho menos dialéctica que literaria: se encierra en metáforas,
analogías y parábolas.
Una de esas características de la Hispanidad que
hacen confluir el mito, la literatura y la historia es el levantamiento. El
pueblo que, con el lusitano Viriato, inventó la guerrilla, posteriormente fue
capaz de ponerla en práctica con numerosos ejércitos: Roma o Al-Ándalus;
Napoleón o Azaña sufieron de manera directa el revés que lo popular siempre le
ha reservado a lo avasallador o a ilustrado en todo tiempo y lugar. El mundo
parlamentario-británico nos resulta del todo ajeno: rechazamos el Estado y sus
organismos de manera natural. Desde la heroica resistencia en Numancia, pasando
por las revueltas de los comuneros y hasta los anarquistas finiseculares que
asesinaron a, entre otros, el liberal-conservador Cánovas del Castillo. No en
vano somos la patria con más Golpes de Estado de origen militar; la tierra
sobre la que el anarquismo, por encima del socialismo o del fascismo, ha
arraigado de manera más evidente. Tenemos un problema con la autoridad que
emana del talante quijotesco: no queremos que nadie arregle el mundo porque
estamos dispuestos a salir a arreglarlo. Sólo somos capaces de unirnos para
blindar una idea trascendente y universal: el poder espiritual encarnado en la
Monarquía Hispánica de los Reyes Católicos que se funda sobre el lema latín
“plus ultra”.
El pueblo de Las Navas de Tolosa y de Lepanto,
que libró a Europa de la islamización, también es el pueblo que resistió de
manera más exacerbada contra la Reforma luterana y sus múltiples variaciones:
el calvinismo o el anglicanismo. La estética pareja de dicha acción política es
el Barroco: una reivindicación carnal de la espiritualidad como no se había
visto en Occidente desde los tiempos de la tragedia griega más sublime. Su
teatro, su lírica y su novela, género este último que inventó Cervantes, mezcla
con audacia innovación y arraigo; vanguardismo formal y tradición en el
contenido. Mitos como el de Segismundo o Fuenteovejuna conforman un imaginario
imperecedero que incluye tanto una filosofía de la comunidad como una compleja
estructura que reflexiona acerca de la libertad personal. El humanismo católico
que vertebra la moralidad hispana no puede concebir que Dios nos haya creado
desde antes de nuestro nacimiento para la salvación o la condena, como proponen
los protestantes. Tampoco que el fin de nuestra existencia sea la acumulación
material de propiedades ni la mejora incesante de las condiciones materiales.
Ninguna raza o cultura puede ser superior a otra ni está legitimada para
dominar o exterminar. No hemos venido a construir una carrera material o para
nadar en la prosperidad. La vida no es una cuestión de calidad sino de
cantidad: su fin es el autoconocimiento y su duración es efímera al tiempo que
perenne. Puesto que se muere por la eternidad no se tiene miedo a vivir por
nada.
Muy crítico con la Modernidad, Manuel García
Morente opuso a los valores cartesianos y racionalistas el ideal del Caballero
Cristiano que se encuentra en el corazón mismo de la Hispanidad y que fue
inmortalizado por Velázquez en sucesivas telas. Frente al historicismo
puramente fenomenológico y de corte germánico imperante en los tiempos de
Morente, éste reivindicaba una Historia de las Ideas con los ojos puestos en lo
eterno, esto es, continuando con la aproximación incoada con Marcelino Menéndez
y Pelayo tanto en su Historia de los
heterodoxos españoles (1880) como en Historia
de las ideas estéticas en España (1883). Se trata de una alternativa al
utopismo característico del idealismo nacido en el Renacimiento y potenciado a
partir de la articulación de un liberalismo afirmador de la autonomía
intelectual del sujeto frente a la conciencia de límites que tenía el hombre
perteneciente a una sociedad pre-moderna. Oponiéndose al proyecto único de la
Historia que defienden los grandes adalides de la Modernidad, Morente defendía
un arquetipo único en el que todos los hombres de todas las épocas pueden
mirarse por igual: el caballero cristiano y español.
Tras el desastre que supuso la pérdida de las
colonias en 1898, hubo distintas reacciones desde nuestras élites
intelectuales: el pesimismo de intelectuales como Ortega, que pensaban que la
solución era europea; propuestas “regeneracionistas” de corte nacionalista
(Joaquín Costa), secesionista (Prat de la Riba) e incluso pedagógicas
(Francisco Giner de los Ríos). Todas esas propuestas sin excepción partían de
un sesgo negrolegendario e hispanófobo: se legitimaban sobre ideologías
post-ilustradas. La denuncia de autores como Julián Juderías o Emilia Pardo
Bazán no caló en el pueblo y nuestras élites, como ha demostrado Elvira Roca
Barea en Fracasología, acabaron en
manos de ideales modernos. Si el romanticismo es, en términos políticos, una
“nostalgia de la autenticidad”; la Hispanidad es una respuesta personalista, en
una línea muy cercana a la que también desde el cristianismo defendería años
después Emmanuel Mounier, a ese deseo de autenticidad propio de aquel que se
niega a conformarse con una vida mediocre, inane y carente de trascendencia:
propia del burócrata.
Igual que hay una metafísica, existe una
metapolítica. Es aquella cifrada por Juan Donoso Cortés, autor neoplatónico que
supuso el equivalente intelectual del proyecto carlista como alternativa al
liberalismo: “En toda cuestión política
va siempre envuelta una cuestión teológica”. Practicada por muchos de sus
más grandes discípulos: Carl Schmitt, Leonardo Castellani o Alexander Dugin. Y
también por aquellos que fueron sus maestros, empezando por el reaccionario
Joseph De Maistre o por el mordaz Francisco de Quevedo. Tras el fracaso de las
reacciones anti-liberales que encarnan el socialismo y el fascismo, Maeztu tuvo
la grandeza de miras que no albergó ningún otro coetáneo anti-moderno: la
solución no se encontraba en ninguna tentación mesiánica. Su teología política
le llevó al pasado para mejor impulsarse hacia el futuro: “Ante el fracaso de los países extranjeros, que nos venían sirviendo de
orientación y guía, los pueblos hispánicos no tendrán más remedio que
preguntarse lo que son, lo que anhelaban, lo que querían ser. A esta
interrogación no puede contestar más que la Historia. ¿Cuál no será entonces la
sorpresa de los pueblos hispanos, al encontrar lo que más necesitan, que es una
norma para el porvenir, en su propio pasado, no el de España precisamente, sino
en el de la Hispanidad en sus dos siglos creadores, el XVI y el XVII? Así es,
sin embargo”.
Escribe Alexander Dugin: “La modernidad europea, que abolió la religión, la fe en el Rey y en el
Padre Celestial, las castas, la sagrada comprensión del mundo y esencialmente el
patriarcado, fue el comienzo de la caída de la civilización indoeuropea. El
capitalismo, el materialismo, el igualitarismo y el economismo son la venganza
de aquellas sociedades contra las cuales los indoeuropeos hicieron la guerra,
subyugaban y se esforzaban por corregir, lo que componía la esencia de toda la
historia de los pueblos indoeuropeos. La modernidad fue el fin de la
civilización indoeuropea. Esto no es una abstracción, porque nos afecta de la
manera más directa”. Lo que coincide con la cita de Nietzsche a propósito
del aspecto moral de la Modernidad: “Un
orden legal pensado como soberano y universal, no como un medio en la lucha
entre estructuras de poder sino como un medio para prevenir toda lucha en
general sería un principio contrario a la vida, un agente de disolución y de
destrucción del hombre, el intento de asesinar el futuro del hombre, un signo
de hastío, un camino secreto hacia la nada”. Una cita que recoge las
consecuencias antropológicas de la pérdida del orden tradicional que estructuraba
las sociedades indoeuropeas.
Frente a la opción finalmente alumbrada por otro
guerrero, Ernst Jünger, al postular “la emboscadura” como opción final del
anti-moderno a la hora de afrontar el tiempo para el que ha sido llamado;
Ramiro de Maeztu o Manuel García Morente reivindican algo mucho más sólido que
cualquier esbozo geopolítico o programa democrático: un código moral en la
línea del bushidō japonés. Defensor
del realismo frente al idealismo; de la generosidad frente al afán de lucro;
compasión frente a despotismo; valentía frente a indecisión; corazón frente al
deseo de medrar; honor y templanza frente a la comodidad y la extravagancia.
Pero, sobre todo, la ausencia de miedo a la muerte frente al temor nihilista de
quién teme el fin puesto que le arrebataría su vida vana.
También Julius Evola, uno de los máximos teóricos
para un “hombre en tiempos de crisis”, habló en términos bastante gratos a la
comparación de una “vía autónoma hacia la trascendencia” consistente en
“cabalgar el tigre” pero no cerrado sobre sí en ninguna fórmula apolillada del
pasado. El guerrero, al fin y a la postre, es el mitologema que ha llevado a
Occidente a ser lo que realmente es; y el guerrero, en definitiva, es el que
une de manera más inextricable a todas las grandes civilizaciones que en la
tierra han sido. Y la última gran manifestación concreta, desde un punto de
vista cronológico, de ese ideal universal y metafísica que es el guerrero ha
sido la encarnada por el caballero hispano. Es la mayor alternativa mítica que
nos queda frente a la perspectiva de devenir todos burgueses. Desde que el
irracionalista Nietzsche propusiera el sendero del Übermensch y su “voluntad de
poder” como vía alternativa a “la moral de los esclavos”, el código de honor
castrense que se entrega en nombre de un fin superior sigue siendo una
alternativa vital válida a la Modernidad: así lo entendió también el escritor
texano Robert E. Howard.
No en vano, J. R. R. Tolkien fue capaz de crear
una mitología gigantesca y levantada en honor de lo trascendente, en pleno
siglo XX, donde la figura castrense del montaraz Aragorn resulta metáfora
perfecta del defensor de la Tradición que debe transmitir el fuego y reforjar
la espada como actualización de la lucha diaria con el dragón, a pesar de las
dificultades. Algo que puso por escrito Mircea Eliade en un breve pero
enjundioso libro titulado Oceanografía (1993)
que recientemente ha sido publicado por vez primera en nuestro idioma: “Todo esto demuestra falta de virilidad. Hay
pánico a la desesperación, una manía colectiva ante el mal, una histeria ante
lo efímero, un miedo obsesivo ante la nada. Todas esas gentes contemplan con
terrible dolor las tinieblas y el caos. Tienen miedo de la luz porque ésta
significa superación continúa, vida continúa. La oscuridad y la negación son
mucho más cómodas. Son mucho menos responsables. Hace falta menos valor para
desesperarse que esperar contra toda evidencia y toda esperanza”. Poner
orden en el caos, nos dice Jordan Peterson, es la tarea del héroe: eso encarnan
personajes imborrables del imaginario común tales como San Jorge o San Miguel
Arcángel.
El término “vir” denomina lo varonil
en cuanto que se referiría a una rectitud que vertebra la masculinidad. Lo
viril es lo virtuoso, de forma que “viri”
era el nombre que recibía el soldado en Roma. En buena medida, ningún pensador
de los últimos siglos ha hecho una apología mayor de la virilidad que Carl
Schmitt al postular el concepto de “decisionismo”. Frente a la inconcreción
característica del adolescente que Javier Gomá Lanzón ejemplifica con la imágen
de un jóven Aquiles confinado en el Gineceo, la necesidad de tomar una postura
y definirse resulta clara para Schmitt. Se trata de una postura política que
extrae, a modo de consecuencia, del romanticismo estético alemán y su apología
del individuo: depurando dicha concepción de todo rastro ilustrado que pudiera
tener. Algo que, en buena medida, el pensador alemán había recogido de su
admirado Donoso Cortés al considerar que “la
excepción en jurisprudencia es análoga al milagro en teología”. Dicho en
plata: quien ostenta el poder no puede someter todas las decisiones a sufragio
puesto que hay algunas cuestiones fundamentales que deben ser resueltas
previamente.
Uno de los mayores continuadores de
Nietzsche, el pensador italiano Gianni Vattimo, postuló la idea de que el
pensamiento democrático es “un pensamiento débil”. Falto de metafísica y de lo
que, en oposición, el inglés Rusell Reno ha denominado, por oposición, “los
dioses fuertes”. La identidad, en definitiva, propia de una civilización que ha
renunciado a la idea de Padre: entregada a la proliferación de los papás. Así
lo denunció Alain de Benoist en un lúcido artículo llamado “El reino de
Narciso”. Escribió el filósofo francés: “De
esta feminización tenemos ya testimonios: la primacía de la economía sobre la
política, del consumo sobre la producción, de la discusión sobre la decisión,
la declinación de la autoridad en provecho del diálogo. También la obsesión de
la protección del niño, la exhibición en la plaza pública de la vida privada y
las confesiones íntimas en los reality de la TV. La moda del humanitarismo y de
la caridad mediática, poner el acento constantemente sobre los problemas de la
sexualidad, de la procreación y de la salud. La obsesión por las apariencias,
del querer agradar y del cuidado de sí mismo. La feminización de las
profesiones. La importancia de las tareas de la comunicación y de los servicios.
Y la sacralización del matrimonio por amor”.
Según Alain de Benoist, vivimos en “una sociedad dominada por el matriarcado
mercantil”. Eso se debe a la hegemonía del narcisismo en nuestra cultura: “El narcisismo produce una obsesión de auto
generación, en un mundo sin recuerdos ni promesas, en el cual pasado y futuro
se encuentran igualmente replegados sobre un eterno presente en el cual cada
uno se asume así mismo como objeto del propio deseo, pretendiendo escapar a las
consecuencias de sus actos”. Donde el hombre y lo masculino, por contra,
han sido ridiculizados y convertidos en equivalentes de lo desagradable.
Se puede pensar que esa feminización de
la cultura es más o menos provocada pero lo cierto es que sus consecuencias son
innegables. Lo masculino ha sido demonizado y eso ha provocado que lo femenino
pierda su centro y se desequilibre: nunca los hombres parecieron menos a los
hombres y nunca las mujeres fueron menos femeninas. Hoy más que nunca la familia, en tanto que
núcleo patriarcal de la sociedad integrado por un hombre y por una mujer bien
dispuestos, es el eje del despertar espiritual. En la necesidad acogedora de
ser madre o en la voluntad paternal de conducir con seguridad una familia se
levantan las mejores formas de resistencia contra el Estado y contra los
valores promovidos por la Modernidad.
Los arquetipos del héroe y de la madre
son sustituidos por una imagen narcisista y consumidora (la de la “mujer
liberada” incoada en el Mayo del 68 y el “hombre afeminado” que desde hace
décadas se promueve desde el mundo de la publicidad) que nos susurra al oído
que ninguna renuncia o sacrificio valen por el placer de la egolatría; algo que
es radicalmente falso y que resulta del todo inmoral. Por eso, dentro de la
batalla de nuestro tiempo ninguna es tan relevante como la batalla por el ideal
de mujer que conforme nuestras sociedades. Hay que liberar a las mujeres del
nefasto influjo del Ministerio de Igualdad: a través de la lucha por el
imaginario. El feminismo ha provocado, con su guerra contra la maternidad, la
infelicidad de las mujeres, el descenso de la natalidad y el incremento del
consumo. El hedonismo ha vuelto a las mujeres infelices, resentidas y
alienadas: enfrentadas al hombre, a la biología y a su vocación natural. Sólo
la familia puede conciliar aquello que el Estado, los medios de comunicación y
la intelectualidad espuria han desunido. Los hombres y mujeres del siglo XXI
debemos aprender de nuevo a ser madres y héroes o a morir en el intento.
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