The Northman (2022). Por Guillermo Mas Arellano
The Northman (2022)
Por Guillermo Mas Arellano
Un cuervo negro
sobrevolando el mar. Con ese impactante fotograma que alude tanto a La bruja (The Witch, 2015) como a El
Faro (The Lighthouse, 2019) se
inicia la tercera parte de una tetralogía esotérica cuyo eje vertebrador son
los cuatro elementos que, para los antiguos, componían la naturaleza: tierra,
agua, fuego y aire. Y dentro de ese conjunto que conforma la filmografía en
marcha del brillante Robert Eggers, El
hombre del norte (The Northman,
2022) compone una épica oscura, a modo de tenebrosa “catábasis” o descensus ad Inferos, en el viaje de un
héroe encarnado brillantemente por Alexander Skarsgård. Una versión pagana del
mito nórdico que William Shakespeare cristianizó (como antes hiciera Chrétien
de Troyes con la historia de Perceval) bajo el epígrafe de Hamlet: una leyenda
de venganza.
Igual que entre las
décadas de los 60, 70 y 80 Stanley Kubrick y Roman Polanski realizaron,
respectivamente, dos obras maestras alegóricas del terror como lo son La semilla del diablo (Rosemary's Baby, 1968) y El resplandor (The Shining, 1968); en los años finales de la segunda década del
siglo XXI, tanto Robert Eggers como Ari Aster (con Hereditary en 2018 y Midsommar
en 2019) realizaron, de la mano de la renovadora productora A24, distintos
títulos hermanados en cuya estela vive aún el género de terror de nuestro
tiempo. Un cine de horror para aquellos que no son amantes del género: alejado
del gore, de los sustos fáciles y las interpretaciones de libro que tanto
desagradan al público no entregado. Un cine de terror que es, asimismo, el que
mejor ha sabido hablar de la realidad amenazadora y pesadillesca en la que nos
encontramos inmersos desde el 11 de septiembre de 2001 en adelante.
El estreno ahora de
la última película de Eggers supone, en ese sentido, un paso más en la
construcción de un microcosmos de terror donde cada elemento dialogue con el
del macrocosmos que es representado; donde lo psicológico quede expuesto sin
desdeñar un ápice de lo mitológico; y donde la primera historia, en forma de
argumento, no tiene más utilidad que la de un vehículo para exponer los
símbolos de un proceso iniciático que es, a su vez, la invocación de fuerzas
obscuras. No en vano el argumento y el desarrollo de Hereditary (2018) dialoga con el de La bruja (2015); y el de El
faro (2019) lo hace con el de Midsommar
(2019).
El argumento de El hombre del norte (2022) es bien
conocido: su arquetipo es universal y su mitología conoce múltiples formas. El
rey (Ethan Hawke) muere a manos de su hermano (Claes Bang), que se desposa con
su mujer (Nicole Kidman) y trata de asesinar a su primogénito para poder
comenzar un nuevo linaje. Sólo que el primogénito escapa de la muerte y jura
venganza, para volver muchos años después henchido por el odio y la sed de
sangre. Sin embargo, lo más interesante de la versión que Eggers realiza de
esta historia es su ambientación pagana y un poder visual que tiene difícil
parangón en el cine actual (habría que hablar de Yorgos Lanthimos o de Nicolas
Winding Refn). Porque el mayor acierto de la película reside en el mayor
desarrollo del personaje interpretado por Anya Taylor-Joy: una bruja, a modo de
la Diosa Blanca o la Gran Madre, capaz de coronar, a través de un matrimonio de
alquimia dionisíaca, el nacimiento de una nueva dinastía regada por la sangre
que derramó la destrucción.
La estricta
sociedad puritana de La Bruja y el
bucólico protofascismo nórdico de Midsommar
dejan paso en El hombre del norte
a un mundo pagano cuando ya existe el cristianismo pero donde no se ha podido
poner coto al sacrificio humano ni canjear la venganza por compasión. El género
de terror, el más cercano a la perfección por su naturaleza fantástica a la par
que expresionista, es también el mejor a la hora de mostrar la dualidad ínsita
a la vida. En el cine de Eggers el día y la noche se encuentran siempre
claramente diferenciados: el orden patriarcal diurno, por un lado, y el caos
daimónico nocturno, por otro, pero destinados a confluir cuando la lucha
concluya en ese campo de batalla que representa el cine del nacido en
Vancouver. Los personajes de Eggers manifiestan esa misma dualidad al aparecer
enfrentados a un mal que es exterior a la vez que interior; como víctimas de una
tensión constante entre el deseo de hacer la propia voluntad y la imposibilidad
de quebrantar la inefable escritura del destino. Se trata de una representación
impecable de lo ctónico y de lo siniestro freudiano donde lo sobrenatural se da
la mano con lo subconsciente en una danza macabra de lo irracional. El
resultado es, en las tres películas del director, un intento por domar a la
criatura (el cuervo, el oso, el lobo) al tiempo que una resignación a la hora
de aceptar esa naturaleza bestial que en ambos casos los hombres portamos en
nuestro interior.
Las imágenes de El hombre del norte son como un fuego en la noche: arden por sí solas y abrasan a cualquiera que se acerque a ellas. Se trata de gran cine. A diferencia del ínclito Denis Villeneuve, perdido en grandes producciones para un público masivo que lo alejan de la esencia de su talento, Eggers hace un cine para todos y para nadie. Su última película, una versión sofisticada de aquel Conan el Bárbaro brillantemente escrito por el nietzscheano Robert E. Howard, es capaz de renovar el cine de acción: demostrando que hay esperanza más allá de la “palomitada” monocromática de turno. Y es por eso que su tercera obra maestra hasta la fecha merece ser celebrada en pantalla grande.
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