EL INSOPORTABLE MALESTAR DEL SER (PARTE SEGUNDA). Por Guillermo Mas Arellano
EL INSOPORTABLE MALESTAR DEL SER (PARTE SEGUNDA)
Autor: Guillermo Mas Arellano
“Cada época tiene su fascismo”, escribió Primo Levi. No lo hizo antes al ser encarcelado en Auschwitz, sino después. No en referencia al régimen que dio lugar a la IIGM, sino al que nació de ella. Otra composición de una vieja tiranía. Adaptación del poder a una nueva plebe. Con insospechadas posibilidades y renovados eslóganes. Estamos hablando de un mundo burgués: socialdemócrata en lo político y consumista en lo social; liberal en lo moral y masificado en lo cultural. Un Nuevo Orden Mundial que Estados Unidos pudo extender, en calidad de primera potencia mundial, por Europa, financiando la reconstrucción casi íntegra de todo aquello que habían destruido las bombas. Hubo algo, sin embargo, que no se pudo reparar: una cultura milenaria entonces periclitada, y a continuación sustituida. El resultado de la pérdida fue apenas conjugable: algo así como un insoportable malestar del ser de amplias ramificaciones e insospechadas consecuencias.
No es casualidad
que algunos de los grandes autores que han pensado después de 1950 se hayan
visto en la obligación de, o bien en erigirse como cronistas de una realidad
insólita, digitalizada y alienante, o bien en remontarse para su empeño de
reconstruir el presente a las épocas más pretéritas dentro de una gran variedad
de temas. Badiou lo llamó “metapolítica”: “Es
indispensable que la filosofía trate en su pinza el material de pensamiento más
activo, más reciente, incluso más paradójico. Pero estas referencias mismas
suponen axiomas de pensamiento sustraídos al juicio de la Historia, axiomas que
permitan montar una categoría de Verdad que sea innovadora y apropiada a
nuestro tiempo (...). Una filosofía,
es siempre la elaboración de una categoría de verdad. No produce por sí misma
ninguna verdad efectiva. Ella toma las verdades, las muestra, las expone,
enuncia dónde se encuentran. Al hacer esto, vuelve el tiempo hacia la
eternidad, ya que toda verdad, en tanto infinidad genérica, es eterna”; y
Agamben, retomando a cierta escuela historicista que confluye con la noción de
“biopolítica” postulada por Foucault, “arqueología”, como búsqueda de la
ligación que conecta a un presente aparentemente novedoso con toda la tradición
del pasado.
La terminología
resulta, para este menester, tan abstrusa como abundante. Lo cierto es que el
presente, cada vez más evanescente por culpa de la disolución inducida de
nociones como “verdad” o “realidad”, ha tenido a bien hacer coincidir una
corriente anti-intelectual (con su consiguiente correlato hedonista) con una
imponente maraña de escuelas, ideologías, autores y conceptos fuertemente
anudados entre sí. Es de ahí de donde parte prácticamente una necesidad, por lo
tanto insoslayable, de hacer (explícita o implícitamente) una revisión casi
desde los orígenes de la trayectoria cultural de Occidente.
También la
narrativa posmoderna, incoada entonces con la novelista de, entre otros, Gaddis
o Barth; se vio en la obligación de narrar el caos que todo orden, o al menos
esa entrópica forma inédita de orden que lleva aparejada consigo la jerarquía
del nuevo fascismo; de volver a convertir (el clave paródica) el pasado en
mito, señalando, con ello, lo que precisamente no tiene de histórico, y poder
contrastar, así, algunas de las ideas filosóficas más extendidas en su tiempo
con la realidad: para mejor demostrar hasta qué punto eran absurdas. A eso se
refería exactamente Walter Benjamin cuando escribió: “el aura como expresión de la lejanía en lo próximo”; aquello que,
de Platón en adelante, la cultura occidental ha identificado en el seno del
objeto artístico: un remitente de sentido. La huella de la creación, como
origen, al fondo de todo lo creado. Eso que la industrialización, con su
mecanismo de producción en cadena iniciado en la Venecia renacentista, le había
arrebatado. Sólo la búsqueda de esa primera mirada, al decir de César Barrio o
Antón Patiño, de la percepción originaria que hay en todo lo vivo, también
aquello que solo late espiritualmente, de una imagen incontaminada, infantil,
inocente, necesariamente ingenua, puede absolver al arte. No salvar al hombre:
indicar el camino que debe tomar para hacerse merecedor de la salvación en un
mundo altamente tecnificado.
El Estado supone la
cuestión política fundamental de los últimos siglos. Y la burguesía, reconvertida
posteriormente en clase media, es su sujeto universal, el actor político
fundamental de la Modernidad. Con su natural correlato cultural. Todo fascismo
se caracteriza, desde sus manifestaciones culturales, por una nostalgia de la
autenticidad que busca reconducir el presente a través de una estricta hoja de
ruta, un “culto estatolátrico” (Félix Rodrigo Mora) que pretende guiar y
tutelar las vidas de los ciudadanos, la creación de un lenguaje propio a través
de la prensa y el dominio mental a través de la apropiación del imaginario
social. Este último y quizás más relevante punto (desde la óptica que nos
ocupa), referente tanto a la palabra escrita como a la representación visual,
alcanza su grado máximo de desacralización puesta al servicio de la política
(una polis naturalmente impuesta
legal y militarmente de arriba hacia abajo y no forjada de abajo hacia arriba,
común y participativamente), como ha sabido ver Jacques Rancière: “El poema espiritual y materialista de la
vida moderna es también el que anula la separación entre los signos de palabra
y el grafismo de las imágenes”. Lo que en buena medida debe ser leído junto
a lo escrito por Giorgio Agamben: “En
general, en nuestra cultura el hombre ha sido pensado siempre como la
articulación y la conjunción de dos principios opuestos: un alma y un cuerpo,
el lenguaje y la vida, en este caso un elemento político y un elemento
viviente. Debemos en cambio aprender a pensar al hombre como aquello que
resulta de la desconexión de estos dos elementos e investigar no el misterio
metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de la
separación”.
La historia de
nuestras imágenes es la historia de Occidente. La cara B, el revés, la
corriente subterránea que acompaña al tránsito emergente. Lo oculto: una trama
onírica inconsciente que heredan, renuevan y alimentan las distintas
generaciones de los hombres. Como evidencia de manera tajante el Marco Antonio
escrito por Shakespeare que muestra a las masas la túnica apuñalada de Julio
César, podemos cifrar la entidad de una política más allá de su capacidad
tecnocrática de gestión (tan del gusto de los conservadores, esos
“conservaduros” políticos), en el poder de los gestos, símbolos y
representaciones con los que ha sabido cautivar las emociones del pueblo (volk) a través de la dominación de su
espíritu (geist). Se trata, por
supuesto, de la máxima diseñada por Goebbels: no es relevante si se miente o no
porque la verdad no existe ni importa, siempre y cuando la imagen sea poderosa.
En la Antigua Roma, en la representación renacentista, en la actualidad, esa es
la esencia del poder y de la política toda: el dominio de la imagen.
En correspondencia
con lo anterior, merecen ser citadas unas palabras de Ricardo Piglia: “En una sociedad que controla lo imaginario e
impone el criterio de realidad como norma, el bovarismo debería de propagarse
para fortalecer al hombre y salvaguardar sus ilusiones”. La realidad yace
oculta bajo las proyecciones con las que el poder ha codificado nuestro deseo.
Es lo incontrolable aquello que con mayor grado de coerción merece ser
constreñido para poder mantener los intereses de los poderosos. Donde ya hay
más personas empleadas para desmentir bulos, los ínclitos verificadores, que a
propagarlos, los dudosos falseadores, es natural que nuestro avatar digital sea
más real que nuestra persona social física, puesto que nos relacionamos con más
intensidad por él, percibimos el mundo a través de la información visual y
escrita que recibe, y somos más autoconscientes de nuestro rol virtual que de
nuestro sentido existencial.
No es casualidad
que esa muy extendida y más que preocupante incapacidad para distinguir las
sombras de la caverna digital de la realidad haya obsesionado a los grandes
críticos culturales del último medio siglo largo, puesto que su empresa a la
hora de relacionar arte y sociedad ha sido de mayor hondura que la de nadie
antes. El gran problema moral de nuestro tiempo, al menos relativo a la verdad
y a la realidad, si es que el distingo tiene cabida, ha arrastrado a muchos de
esos mismos autores a la desesperación y al fracaso. A ello se debe que el
pensamiento de hoy, astutamente embozado en el último refugio en el que se ha
convertido la crítica cultural, deba centrar sus análisis en los innumerables
relatos que nos rodean, subyugan y que ahora tratan de sustituir a la realidad
como si de nuevo el mapa dominara al territorio, y también a quien en él
habita. La verdad se ha relativizado y la realidad, como señala Baudrillard, ha
devenido simulacro; la ficción, como apunta Jameson, es capaz de anticipar la
realidad y adelantarse figuradamente a su desarrollo, como ocurre en los
citados casos de Gaddis y de Barth, a partir del momento en el que la
literatura ha abandonado la mímesis para maximizar y absolutizar un mundo, el de
lo ficticio, a modo de mapa alternativo pero igualmente eficaz de lo real, y
que corre paralelo al propio mapa del simulacro. Contra la cultura espuria del
nuevo fascismo, cabe oponer la cultura materialista pero ilusoria del verdadero
realismo.
Para autores
académicamente prestigiosos como puedan serlo Adorno o Reich, dos destacados
miembros de la así llamada Escuela de Frankfurt, lo personal y hasta lo
propiamente psicológico es político, puesto que se encuentra oprimido por las
exigencias externas e inhumanas de la realidad. Frente a esta concepción
idealista, nociva, de raigambre tanto luterana como rousseauniana, esto es,
determinista y subjetivista, de relación entre el sujeto y el mundo sí que
resulta reivindicable una parte muy secundaria: la crítica, realizada con
acierto por Marcuse, del capitalismo socialdemócrata como una “sociedad
cerrada”, siguiendo la propia terminología liberal explicitada por Popper, que
entiende todo atisbo de oposición, de impugnación o de refutación, cualquier
proyecto social alternativo o voluntad conjunta de cambio, como una tentación
peligrosa, tribal y, por ello, digna de ser combatida.
Esa ausencia de
oposición que acaba de ser expuesta es uno de los signos fundamentales de esta
nueva forma de fascismo. Valiéndose de la sensibilidad exacerbada de un sujeto
kantiano que determina con su particular percepción la realidad del objeto, el
poder ha sido capaz de disolver los vínculos comunitarios en una suma de
percepciones individuales. Para el marxista Terry Eagleton, se hace necesario
criticar una concepción de la cultura “hastiada”, imperante y propia de un
“postrero mundo burgués” que encumbra el ensimismamiento, oponiendo, en primer
lugar, entre sí, tres categorías fundamentales como lo son teoría, praxis y
experiencia; lanzándose, entonces, tanto en brazos del relativismo líquido y
anti-intelectual como en brazos del idealismo dogmático e irreal: “Hay estilos del discurso ideológico cuya
pesimista insistencia en que mente y mundo pueden encontrarse en armonía es,
entre otras cosas, un rechazo encubierto del utopismo de la política
emancipatoria”. Eagleton concibe la estética como una disciplina que
trabaja sobre lo concreto y que parte de la cultura burguesa precisamente para
construir una alternativa de política cultural: “Lo estético es a la vez el modelo secreto de la subjetividad humana en
la temprana sociedad capitalista, y una visión radical de las energías humanas,
entendidas como fines en sí mismos, que se torna en el implacable enemigo de
todo pensamiento de dominación o instrumental”.
A nadie puede pasar
desapercibido de qué forma el capitalismo asumió, por medio de la publicidad y
de la institucionalización, algunos discursos aparentemente contrarios al
sistema, tales como el feminismo, el ecologismo y el postcolonialismo, entre
otros. De esta forma, la deconstrucción en el ámbito social parte de una
aparente autoaniquilación, a modo de seppuku samurái, sólo que despojado de
todo honor y cargado, a cambio, de un inmenso interés: son los poderosos,
hombres blancos, heterosexuales, religiosos, inmensamente ricos, los que
patrocinan, financian y ayudan a crear cupos minoritarios y discursos
revisionistas, dedicados precisamente a cuestionar la validez de categorías
como “hombre”, “blanco”, “heterosexual” o algunos valores religiosos
fundamentales, entre tantas otras cosas, sin cuestionar, por ello, el
capitalismo de manera destacada o la desigualdad económica de una forma
central: equivaldría a impugnar el dinero que reciben. Esa aparente
autoaniquilación, tan querida para un capitalismo que, siguiendo a Schumpeter,
encuentra en la destrucción un motor, no es más que la legitimación de una
élite adaptada a las nuevas circunstancias para no perder sus privilegios: es
realizada, en definitiva, precisamente para evitar un cambio social real. Por
eso es que los grupos minoritarios que dicen defender los derechos de tal o
cual colectivo lo único que hacen es servir de placebo ante cualquier
posibilidad de transmutación del paradigma: son instrumentos útiles para un
poder autoconstituido.
La estética o la
cultura deben ser criticadas, siguiendo esta labor de zapa necesaria para
denunciar todo valor o ámbito que en otro tiempo habría sido tildado de
“contrarrevolucionario”, en primer lugar debido a la incuestionable labor narcótica,
en calidad de opiáceo o de placebo, que mayormente representan en la sociedad
capitalista, donde son vaciados de contenido para poder ser convertidos en un
nuevo culto desacralizado o en un productor crónico de nostalgia adaptada a las
nuevas generaciones y a las sensibilidades de cada minoría inconformista,
invirtiendo, así, la célebre cita de Regis Debray: “La desacralización del mundo por su liberación óptica”. Más bien
ahora es al contrario. Sin embargo, lo que a este respecto nos dicen autores
como Benjamin o Eagleton es que restaurar y reprogramar la cultura, volverla de
nuevo subversiva y antisistema, “un arma
cargada de futuro” (Celaya), es la mejor forma de propiciar el despertar
espiritual o la concienciación colectiva en los espectadores aletargados.
La tan cacareada
“batalla cultural” no consistiría, por lo tanto, en cambiar la hegemonía del
relato A progresista por la hegemonía del relato B conservador, manteniendo,
tanto en un caso como en el otro, el mismo modelo estructural sin cuestionar el
fondo y fundamento del mismo, sino que cada vez resulta más palmaria y tangible
la exigencia consistente en demoler y reconstruir el modelo comenzando,
obviamente, por su cuestionamiento más radical. Es por eso que Eagleton ataca
toda concepción burguesa de la cultura concebida como un fin en sí misma, tan
grata a unas élites que la utilizan a modo de opiáceo de alto impacto,
remedando el esquema de culto antes válido para la religión y ahora adaptado
para los tiempos del ocio, del espectáculo y del consumo, y le opone una
auténtica concepción ideológica de las artes gracias a la cual puede revisar
toda la tradición estética e ideológica de la Modernidad, que comprende desde
Baumgarten y Kant hasta los posmodernos más apocalípticos e incluso integrados.
Frente a las abstracciones postkantianas que encumbran lo bello y lo sublime
sin poner apenas los pies en la realidad concreta de lo palpable, la crítica
materialista propuesta por Eagleton o Jameson trata de oponer la realidad
prosaica de la vida, expuesta a través de una ironía que resulta implacable
para con la concepción mercantilista, utilitaria y hedonista, vacua, en el
fondo, y multiforme, en la superficie, que postula el capitalismo como modelo
oficial en el ámbito de lo así denominado como cultural.
Gracias a la
investigación sobre el Bosón de Higgs, descubierto en 2012 en el CERN, tenemos
una evidencia inconfundible de que el vacío no es equivalente de la nada más
que a nivel metafórico (y, como sabe cualquier interesado en la lingüística, la
metáfora es el mecanismo básico del que se vale el hombre para expresar
conceptos abstractos), sino que a su vez está lleno de partículas. Eso
significa que no hay un no-lugar, una ausencia de materia, puesto que hasta lo
aparentemente inmaterial está lleno de algo. Según Agustín Fernández Mallo, la
nada es, pues, un concepto filosófico válido, no así científico, porque existe
la certeza de que el vacío contiene algo en su interior: sólo falta saber en
qué consiste ese interior mismo. De la misma manera, autores como Gilles
Deleuze o Gérard Genette extendieron una noción similar para el terreno de la
creación artística: nunca hay creación ex
nihilo (nada nace de la nada; de la misma forma que la complejidad de la
evolución parece descartar un móvil tan pedestre como el azar para explicar su
inextricable red de relaciones trazadas una y otra vez ad infinitum), tampoco se parte de la nada o del vacío en la
escritura: sobre el folio en blanco donde trazamos las líneas que componen
nuestro discurrir antes estaban, a modo de palimpsesto desdibujado o de
imaginario colectivo arquetípico, las distintas nociones de sustrato común
inconsciente recibidas tanto de manera individual como colectiva, y del que
formamos parte inevitablemente en calidad de animales sociales poseedores de
una comunicación verbal y simbólica, y en el que también nos enmarcamos como
autores que no crean de la nada sino de un vacío que ya estaba lleno de
nociones previas.
Toda imagen remite
a una imagen anterior: una intertextualidad despojada de texto pero férreamente
enhebrada. El Cuadrado Blanco de Malevich o las pinturas aparentemente
monocromáticas con las que Rothko llenaba la Capilla de Houston no representan
tampoco el vacío; en su lugar, desnudan místicamente al lienzo de toda forma
concreta para que el espectador se pueda proyectar sin permanecer atenazado por
la tiranía de la forma o por la ingenua concepción mimética del arte. El cuadro
no está vacío: sólo falta decir de qué está lleno: si del color puro o de su
ausencia igualmente pulcra. El genio del artista contemporáneo no reside, a la
manera del romanticismo alemán que pretende cancelar toda noción de artesanía,
en su capacidad prístina para generar una imagen insólita. Por el contrario,
habita en la habilidad de ser capaz de relacionar dos o más imágenes
aparentemente inconexas entre sí e independientes en su significado, de manera
que la interconexión restañada por el autor, resulte sugestiva y original.
Lo que se genera en
este paradigma no es tanto un nuevo objeto artístico como una nueva forma de
significado adaptada a las particularidades de un contexto sujeto a constante y
vertiginoso cambio, de forma que la imagen de la que partimos ya no es, en
cuanto que a su significado, idéntica a la que en su lugar dejamos: el contexto
se ha resignificado. En su analogía textual (ningún proceso del arte
contemporáneo discurre independiente de los otros o de forma aislada al propio
transcurso del mundo contemporáneo), es lo que hizo Borges al volver a Pierre
Menard como autor del Quijote. Así funciona la escritura: nunca se inventa,
sólo se glosa, incluso cuando sencillamente se tacha. Las comillas diferencian
la cita del pensamiento original: en ese gran hallazgo literario de Montaigne
se funda el nacimiento del género ensayístico. Partir de lo previo para crear
lo nuevo es un esquema artístico eminentemente contemporáneo y moderno. No se
trata del sistema clásico que imita a un modelo de autoridad y prestigio, sino
de una concepción moderna que recicla un residuo partiendo de aquello que otro
ha generado desde cualquier ámbito social o nivel artístico y cultural.
Por supuesto, hay
un correlato social del discurso cultural según el cual toda imagen o frase no
es más que una cita, una revisión o un remedo. El impacto producido por los
medios de comunicación en nuestra psique es análogo: no lloramos, no abrazamos,
no besamos, no mostramos goce, placer o pena, en definitiva, sin estar imitando
a alguien que llora, abraza, besa o muestra goce, placer o pena, a través de
sus mecánicas muecas, desde el otro lado de la pantalla: un cartel publicitario
que muestra lo que debemos desear ser y llevar, una fotografía de alguien a
quien no conocemos pero que ha compartido en redes sociales o una película que
vimos hace años pero cuyo gesto ha quedado grabado en nuestra retina.
Todos somos voyeurs
y actores, a un tiempo y a veces de manera solapada, en el mundo de la imagen.
Estamos sobrecargados de gestos y de muecas: por lo tanto, los nuestros
difícilmente pueden ser espontáneos o inocentes. Tampoco lo son ya los de los
niños. Saturados de imágenes y desbordados de modelos sobre los que proyectar
nuestro inconmensurable deseo, nos resulta imposible actuar libres del influjo
mimético. Sobre todo en una época, como esta, que eleva lo público a su grado
máximo de autoconciencia: la mercadotecnia que domina la moderna política.
Escribe Agamben: “La política es la
esfera de los puros medios; en otros términos, de la gestualidad absoluta,
integral, de los hombres”. La política y lo público: donde nada es inocente
porque todo está televisado y se remite, en su origen, a algo que a su vez fue
televisado. Una realidad construida para sepultar una realidad natural e
ignorada.
También el
capitalismo se ha apropiado de esto en el ámbito cultural, donde lo kitsch aparece como una imagen bella
retirada de su contexto e incorporada, de manera fugaz, a otro. Frente a ese
vaciamiento de significado de lo bello aparece la liturgia: donde lo sagrado es
una representación aparentemente indiferenciable de las demás pero cuyo entramado
aparato gestual se eleva sobre el resto precisamente por el contexto dado: el
templo y los feligreses que lo circundan y acompañan. Sólo la belleza,
entendida como valor reaccionario esencial, puede devolver al gesto su
significado: en un mundo consagrado a la utilidad, el esplendor inútil del
detalle convierte lo superfluo en monumento erigido en nombre de la
insignificancia. A todo creador le corresponde una cierta iconoclastia: matar
al padre, establecer una poética, trazar una suerte de canon propio equivale a
declarar la guerra al patrimonio consagrado: borrado todo, al menos
aparentemente, para poder crearlo de nuevo. En palabras de Kurt Vonnegut, “todo escritor debe destruir el mundo por lo
menos una vez en su obra”.
Del inevitable
escollo dialéctico e intelectual en el que dan a parar por igual aporías y
antinomias, sólo la imagen nos permite salir sin tener que recurrir al casi
siempre espurio, simplificador e interesado recurso de la síntesis. La imagen
no es lugar para la síntesis pero sí que lo es para la superación del problema
o, al menos, para albergar y englobar la contradicción: ese elemento que tiende
a observarse en el ámbito de la teoría pero que es, por contra, abundante en la
experiencia de lo real: aquella que precisamente contiene en su interior la
imagen. Sin necesidad de resolver el enredo verbal, la imagen incorpora dentro
de sí la contradicción: muestra lo que es sin tener que emitir un juicio
racional al respecto. Por eso la característica mayor del fascismo anterior a
la IIGM y del fascismo posterior a la IIGM no es otra que el intento de
homogeneizar de manera uniforme el discurso textual y el visual: algo que, por
primera vez en la historia y gracias al desarrollo de la tecnología, es posible
en todas las geografías y tradiciones al mismo tiempo. La fuera deslumbrante
del shock y la experiencia atrayente
del kitsch es, como ha sabido ver
Antón Patiño, una fórmula eficaz de dominación del imaginario social.
Autores como Victor
Klemperer y George Orwell, en el caso de lo escrito, o de Walter Benjamin y
Siegfried Kracauer, en el caso de lo audiovisual, supieron analizar de qué
forma el fascismo comienza su propagación en una sociedad: a través de la
apropiación de su cultura. Según el poder de las imágenes y el uso del lenguaje
comienzan a estar puestas al servicio de la dominación. Quien impone su
hegemonía en el diccionario común o en la imaginería popular es quien ostenta
el poder fáctico: esa es la lección que Gramsci dejó enmarcada bajo el rótulo
de “hegemonía cultural” tras sufrir en primera persona el régimen de Mussolini.
Lo que no pudo imaginar en ningún caso, sin embargo, es el panorama transmedia
de hibridación de discursos textuales y visuales en el que estamos inmersos.
Aquello que Debord llamara con acierto “Sociedad del Espectáculo” no es
sintomático de la sociedad más libre de todos los tiempos: lo es, en su lugar,
de todo lo contrario.
Leamos atentamente,
para seguir profundizando, un fragmento de una conferencia de Alexander
Solzhenitsyn pronunciada en Harvard el 8 de junio de 1978 y titulada “Un mundo
dividido en pedazos”, que supone un retrato muy lúcido del panorama
sociopolítico global que dominó en buena parte la segunda mitad del siglo XX en
Occidente: “El desastre ya está muy entre
nosotros: es la calamidad de una conciencia desespiritualizada y de un
humanismo irreligioso. Este criterio ha hecho del hombre la medida de todas las
cosas que existen. Por el camino del Renacimiento hasta nuestros días hemos
enriquecido nuestra experiencia pero hemos perdido el concepto de una Divinidad
que solía limitar nuestras pasiones. Hemos puesto demasiadas esperanzas en la
política y en las reformas sociales, sólo para descubrir que terminamos
despojados de nuestra posesión más preciada: nuestra vida espiritual, que está
siendo pisoteada por la jauría partidaria en el Este, el denominado comunismo,
y por la jauría comercial en Occidente, el llamado libre mercado”.
A este lado del
Muro de Berlín y tras una calculada recomposición de Occidente —denunciada por,
entre otros, Carl Schmitt, inmediatamente después de la caída del Reich— que
pasaba, inevitablemente, por la demonización de lo anterior y también de lo
contrario, el modelo liberal se vendió como paradisiaco. Para las generaciones
nacidas bajo el estandarte irrenunciable del liberalismo, la idea de que no hay
alternativa a esta vida alienada y deshumanizadora resulta insoportable: la
depresión, la ansiedad, la animalización, el infantilismo, la neurosis, el
pesimismo, el conservadurismo y, finalmente, el suicidio, no son síntomas
casuales ni derivan únicamente de problemas personales. En ese panorama
generalizado de insoportable malestar del ser, producido por una nueva forma de
fascismo en perfecta consonancia con el modelo capitalista de postguerra, el
papel del escritor es el del arquetipo trágico y anti-heroico creado por
Cervantes en la primera novela moderna; pero, al tiempo, responde también al
modelo dionisiaco y amoral postulado por Nietzsche: se trata de un Quijote, de
un refractario, de un outsider, de un
inmoralista que se niega a comulgar
con lo impuesto, que sólo responde ante su propia voluntad y que sólo pertenece
a una tradición premoderna y reaccionaria, plenamente antimoderna .
Seguir esperando, a
pesar de la melancolía; seguir soñando, a pesar de la ausencia de horizonte;
seguir viviendo, a pesar del constante fracaso; y finalmente seguir
escandalizando, a pesar de la homogeneización imperante. En palabras de
Pasolini, “En cada autor, en el acto de
inventar, la libertad se presenta como exhibición de la pérdida masoquista de
cualquier certeza. En el acto inventivo, necesariamente escandaloso, se expone
a los otros: al escándalo justamente, al ridículo, a la reprobación, y, por qué
no, a la admiración, aunque sea algo sospechosa. Se afirma aquí el “placer” que
se encuentra en toda actualización del deseo de dolor y muerte. Un autor no
puede ser más que un extranjero en tierra hostil. Habita en efecto la muerte en
lugar de habitar la vida, y el sentimiento que suscita es un sentimiento, más o
menos fuerte, de odio”. Frente a la tecnocracia digital y financiera del
Espectáculo y del Simulacro que domina nuestra Sociedad de Consumo, sólo se
puede oponer una actividad libertaria que camine más allá de todos los márgenes
que han sido previamente delimitados.
Nacido en 1929, el
escritor checoslovaco Milan Kundera publicó en 1967 una obra revolucionaria: La broma. Novela de tintes kafkianos
pero tristemente más que realistas (esto es, doblemente kafkianos) en la que Ludvik
Jahn, su protagonista, cae en desgracia y es expulsado de la vida pública
(“cancelado”, diríamos hoy) por culpa de una carta privada a su despechada
exnovia Marketa, en buena medida celosa por el triángulo amoroso que Ludvik
mantiene con Helena y con Lucie, donde se incluye el uso de la ironía acerca de
la experiencia vivida del comunismo. Publicada un año antes de los
acontecimientos de la así llamada Primavera de Praga (que aparecería de manera
central en su obra más conocida, La
insoportable levedad del ser), La
broma es una novela con un hondo contenido filosófico acerca del
inconmensurable poder del que dispone el humor a la hora de desautomatizar el
totalitarismo. Como en esos cuadros de Andy Warhol sobre políticos como Nixon o
tiranos como Mao, el pop tiene una
ligereza cómica inherente que resulta demoledora para con el aura de gravedad
que el fascismo reclama para sí. Reírse de la pompa y del protocolo implica
señalar la realidad más inverosímil de lo absurdo. Así, también en La fiesta de la insignificancia Milan
Kundera dedica, en el que probablemente sea su último libro, unas irónicas
páginas a la tragicómica figura del revolucionario Mijaíl Kalinin, que
contienen el que con total seguridad sea el más certero retrato jamás trazado
acerca de la verdadera faz del fascismo de todo signo y condición.
El
cine tenía algo que decir dentro del conjunto de la historia humana, ya lo dijo
y por lo tanto es natural que después de cumplido dicho momento desaparezca.
Coincidiendo justamente con el propio final de Occidente: el objetivo de ambos
se cumplió y ahora es tiempo de que se oscurezcan. La sala a oscuras, en
silencio y en compañía anónima de otros conciudadanos como último rito que
recupera lo sacro para una civilización ruinosa y en franca decadencia. Eso es
lo que, en buena medida, nos descubrió Ángel Faretta hace más de una década con
la publicación original de El concepto
del cine. Que ahora por fin está disponible para un lector español que
hasta el momento tenía que contentarse con sus seminarios virtuales, sus artículos
digitales y sus vídeos y podcast disponibles en Youtube.
Libro
decisivo en su propia trayectoria y en el pensamiento contemporáneo, El concepto del cine aparece nuevamente
corregido y ampliado en una tercera edición que supone un primer contacto con
las librerías españolas, de la mano de la editorial A Sala Llena (ASL) y su
principal responsable, José Luis De Lorenzo. Se trata de un momento inmejorable
para dar a conocer su completo y complejo sistema de pensamiento: toda una
filosofía del arte y una concepción universal de la cultura, que trataremos de
introducir aquí partiendo del citado libro y de manera no del todo torpe para
que el pensamiento farettiano continúe su más que merecida difusión dentro del
mundo hispano. Como síntesis y simplificación que el discípulo traza sin
demasiada pericia de la obra de su Maestro.
¿Quién
es Ángel Faretta, se preguntará el lector español, y por qué debemos darle
crédito a su Teoría? Es justo comenzar por responder esa cuestión: Faretta es
el más grande teórico en lengua española a principios del siglo XXI para todos
los ámbitos relacionados con la filosofía del arte, el cine y la estética. Sin
lugar a la duda, al escepticismo académico o al reparo cauteloso. Faretta,
contra lo que cabe pensar revisando su bibliografía de poeta y de novelista,
fue un maestro oral hasta pasados los 40 años. Esa escritura tardía le ha
llevado a generar un sistema coherente entre todos sus apartados, holístico en
sus intereses y carente de contradicciones en sus postulados. También empezó
tardíamente a ver cine, cuando conocía muy bien a los clásicos de la
literatura, a la tradición operística toda y a los grandes maestros de la
historia de la pintura; es decir, cuando ya tenía una filosofía de la historia
y del arte sólida: por eso su aproximación al cine fue, casi desde el primer
momento, la de un sólido pensador de las ideas.
Ángel
Faretta se inició como teórico en el cine porque consideraba que es el único
arte vivo, actuante y por ende capaz de levantar a la multitud, que no ha quedado
petrificado en libros de historia y museos. Aún es posible preguntarse el qué,
a partir del cómo, de la película, tratando de reconstruir la intencionalidad
de su autor o autores para con el conocimiento del espectador. El cine, además,
es un gran lector de la historia cultural y del arte: eso es lo que detecta
Faretta a la hora de aterrizar su foco en él de entre el vasto conjunto que
componen las artes. Porque a partir del cine se puede reconstruir la historia
cultural de Occidente retomando las grandes obras que precisamente se
encuentran expulsadas de lo mainstream pero
que tienen un valor estético superior al de lo actualmente canónico y
encumbrado. Lo excéntrico como nuevo centro una vez éste ha sido pervertido:
eso representan el cine, la serie B y el tango: una tríada a la manera de
objeto de estudio que destaca en la bibliografía farettiana.
La
publicación de Hitchcock en obra,
ahora hace dos años, marca el inicio de la llegada de su obra a España,
precisamente en el libro que supone la culminación de su trabajo sobre el cine:
estudiando al que, para el pensador argentino, es el mayor cineasta de todos
los tiempos y el más grande artista católico desde los tiempos de Dante
Alighieri. Se trata de una praxis que termina de articular, tomando como
referencia la filmografía básica del genial
director británico, una teoría de las artes focalizada en el estudio del
concepto del cine. Lo que nos lleva directamente a la importancia de tener una
teoría en unos tiempos donde abunda el escapismo de la realidad y la
ostentación del anti-intelectualismo, según Slavoj Žižek: “El pensamiento filosófico propiamente dicho empieza cuando somos
conscientes de hasta qué punto este proceso de abstracción es inherente a la
realidad misma: la tensión entre realidad empírica y sus determinaciones
nocionales abstractas es inmanente a la realidad, es un aspecto de las cosas
mismas. La vida sin teoría es gris, una realidad plana y estúpida; sólo la
teoría la torna verde, verdaderamente viva, revela la compleja red subyacente
de mediaciones y tensiones que le insufla movimiento”. Por eso es que hay
que reivindicar a los pensadores teóricos como Ángel Faretta: en el trabajo
sobre las artes no se puede realizar un análisis crítico eficiente sin un
trasfondo teórico consistente.
En
el estudio estético según la filosofía de la historia de Faretta encontramos tres
momentos primeros previos a la modernidad (sintetizados por Sebastián Porrini
con acierto: “la tragedia ática, el orden
medieval y el barroco”) que dialogan con tres momentos de “reacción”
paralelos a la modernidad: 1) el romanticismo de Hoffmann y de Novalis
coincidiendo con el primer momento de la literatura fantástica de Poe y Mary
Shelley; 2) el cine de Griffith; 3) y la etapa silente de Lang y Murnau que
dará lugar a la autoconciencia que Welles incluye en Ciudadano Kane (1941). Son tres “giros teológicos” significativos,
determinantes incluso, pero no únicos ni mucho menos en la historia: mientras
los impresionistas pintaban trasluciendo un optimismo capitalista evidente,
autores como Vincent van Gogh, Odilon Redon y sobre todo James Ensor, nos dice
Faretta, se encargan de representar un universo de máscaras, figuras sombrías y
de lo monstruoso e incluso grotesco (del italiano grottesco: derivado de la voz “gruta”): algo que también
cristalizaría en el cine y que venía tomado, directamente, del claroscuro y del
tenebrismo barrocos. Entre ambos tendríamos a otro autor fantástico en tiempos
de Ilustración y racionalismo extremo: el genial Francisco de Goya y sus
“pinturas negras”. Lo barroco, de nuevo, entendido como “último estilo
ecuménico” y generado por jesuitas como Baltasar Gracián alude directamente a
la conciencia de la caída que ejemplificaron tanto la Contrarreforma en tiempos
de luteranismo y fragmentación de la Cristiandad como el Imperio Austrohúngaro
en momentos más recientes. En el terreno más puramente estético, el barroco es
la insistencia en lo macabro, en la muerte, en lo nocturno; y, en definitiva,
en el claroscuro tenebrista. El cine tomaría el relevo contrarreformista y
barroco de lo habsbúrgico en su empeño antimoderno, tradicionalista y
reaccionario de denunciar tanto el “desencantamiento exterior del mundo” como
la “desertización espiritual interior” del hombre.
Esos
tres “giros teológicos” van seguidos de: 1) la diferenciación entre “cine” y
“cinematógrafo”; 2) la separación de “símbolo” y “alegoría”, entendida la
segunda como “imagen concreta de un
concepto abstracto”; 3) una mentalidad dixie,
propia de un sureño tradicional derrotado versus una mentalidad wasp, propia del liberalismo
pequeñoburgués; 4) tres elementos básicos o “conceptos heurísticos”: el
principio de simetría, el eje vertical y el fuera de campo frente al
ilusionismo de salón, la alegoría y el teatro filmado; 5) y la reincorporación
de lo sagrado a través de lo trágico, la reintroducción del héroe como elemento
mítico y una imagen de la mujer como personaje principal frente a la
homogeneización liberal-bilocadora propia del siglo XIX, a la desacralización
interna y externa del mundo y a “la movilización total”. Un concepto clave que
Faretta toma de Vico es el de ricorso
entendido como representación y actualización de lo divino (corso) en la diégesis o representación
que manifiesta y traduce “un contenido
formal-simbólico que sea paralelo a su resolución técnico-formal”. La
“segunda historia”, el discurso simbólico, nos hace ser conscientes de que la
primera historia, la narración cuyo grado máximo de reducción es el mcguffin, escondía un sentido en su
disposición argumental, representación material y puesta en escena.
Según
Faretta, “El cine es una construcción
mitopoética que nos ha redimido de la realidad fotográfica (...), una forma
genialmente anacrónica del pensar y el poetizar de Occidente”. El breve
filme dirigido por D.W. Griffith A corner
in wheat de 1909 marca el inicio del cine porque en dicho corto ya está
todo lo que más adelante será desarrollado hasta su etapa final de
autoconciencia. Hitchcock sería, retomando la monografía Hitchcock en obra, el mejor iniciador en el cine para el espectador
profano dada la enorme calidad de sus primeras historias y por la potencia
irresistible de su contenido simbólico. El cine es, para Faretta, una
reconfiguración de los datos tradicionales con los que opera la metafísica: un
ajuste de cuentas con el Renacimiento y con el Romanticismo por parte de una
cultura tradicional que permanece en diáspora desde el Otoño de la Edad Media,
al decir de Huizinga, y que comparte una misma cosmovisión que reaparece, de
manera reformulada, a través de la propia máquina que pretende impugnar. El
alegorismo autónomo y autárquico, renacentista y romántico, enfrentado al
simbolismo de la cultura tradicional que opera con la metafísica. El cine, por
lo tanto, es un arte realizado por un grupo y generado para un grupo, ambos
bajo el signo de una misma comprensión universal, que niega la autonomía del
hombre postulada por el liberalismo y la concepción subjetiva del arte como
producto creado por un genio autosuficiente.
Una
diferencia fundamental en la concepción de Faretta, como se ha dicho y más
adelante se desarrollará, es aquella que distingue cine de cinematógrafo;
mientras que el cinematógrafo equivaldría a las sombras de la caverna
platónica, el cine remite a una realidad superior porque señala que no todo se
limita a las imágenes mostradas sino que existe un mundo en perfecta
continuidad con ellas. Una concepción empírica, pues, enfrentada a una imaginación
trascendente de la imagen en movimiento. El capitalismo de los hermanos Lumière
cristaliza, entonces, en el cinematógrafo. Según Faretta, el cine no comienza
con ellos sino que solamente inventan el cinematógrafo, esto es, la captación
de la realidad como documento periodístico o como teatro filmado. No olvidemos
que Auguste y Louis eran, después de todo, dos burgueses (en términos de Marx:
“propietarios de medios de producción”)
positivistas, liberales y capitalistas. Para ellos, la realidad es algo
reproducible de manera seriada (véase: “la pérdida del aura” según Walter
Benjamin): la imagen en movimiento como continuación de la fotografía. Lo
medúseo y lo museístico: esa mirada de la Gorgona que petrifica lo vivo para
despojarlo de su especificidad y reducirlo a objeto de consumo. No en vano, la
primera película de los hermanos Lumière es la salida de la fábrica de los
obreros dentro de la propia industria Lumiere: filman a sus trabajadores al
momento de abandonar su puesto de trabajo. Otras escenas filmadas por ellos a
la manera de fotografías en avance son las de un tren llegando puntual a una
estación (símbolo de la velocidad y del Progreso) o las de una familia jugando
tranquilamente en el jardín: la perpetuidad del mundo burgués en continuidad
con la narrativa decimonónica que pretende calcar la vida. Petrificarla y a
continuación exponerla.
Por
su parte, Georges Méliès era un mago de oficio que puso en marcha el
ilusionismo de salón filmado: lo que más adelante se denominará “realismo
mágico”. Se trata de lo que Faretta llama “una salida mágica” (que no
fantástica): una oposición al mundo burgués y fotográfico mediante distintos
trucos visuales que, sin embargo, mantienen la cámara fija, se valen de
escenarios artificiosos en exceso y que carecen de una técnica narrativa
propia. El mayor problema de la obra de Méliés, sin embargo, es que su
cinematógrafo nada en el artificio hasta ahogarse en la irrealidad mágica más
absoluta. El trabajo final resulta inverosímil y, por lo tanto, es incapaz de
enfrentarse con solvencia a la cosmovisión
positivista-liberal-burguesa-capitalista. A la postal marmórea no se le puede
oponer el exceso escénico como pretendió, sin duda haciendo gala de las mejores
intenciones pero de una previsión dudosa, el bueno de Méliés.
D.W.
Griffith, por fin, es capaz de crear narraciones cuya primera historia resulta
atrayente y transparente a un mismo tiempo para mejor introducir una segunda
historia en la narración. Faretta compara esa primera historia, presente, como
se ha dicho, ya desde A Corner in Wheat
(1909) con la de Antígona o Edipo de Sófocles (reinterpretada en la Poética de Aristóteles); con la de Hamlet o Romeo y Julieta de Shakespeare (casi contemporáneo de la Arte Poética de Boileau): narraciones
sencillas de contar, de entender y de recordar, además de propicias para
contener dentro de sí el contenido simbólico. Por eso la clave de bóveda de lo
que desarrollará Griffith es una unión entre invención y sentido: si sólo es
invención se caerá en el ilusionismo huero de Méliés; si por el contrario sólo
es sentido alegórico o mero naturalismo se traicionará la primera historia
necesaria para poder habilitar una segunda historia facilitada a través de la
conjunción simbólica.
El
símbolo, por lo tanto, tiene la capacidad de religar dos mitades fragmentadas.
Es como el puente de El exorcista (1973)
donde la señora MacNeil se cruza por primera vez con el Padre Karras: poniendo
en común dos realidades antes separadas entre sí como mitades de una moneda
rota que resulta reparada. De la misma forma, lo que conecta la primera
historia y la segunda de un filme es el símbolo entendido como signo que cambia
de significado en sus progresivas apariciones representadas en la diégesis del
filme. En su etimología, “símbolo” proviene del término griego symbolon, conformado a su vez de “sim”,
que significa precisamente unir de nuevo lo que estaba dividido, y “ballein”, que Faretta traduce por “arrojar”,
enviar o lanzar; symbolé, como
escribió acertadamente Carlos del Tilo, quiere decir precisamente “ajuste”.
En
definitiva, se trata de unir dos significados antes aislados y proceder a arrojarlos:
es precisamente lo que hace el cine en su representación de lo real al unir
nuestro mundo con la otredad que el liberalismo pretende erradicar en su
horizontalización del mundo y de la mirada. La Modernidad ha sabido conjugar el
idealismo emancipador de los valores tradicionales junto al positivismo fruto
de una sociedad industrial como dos intentos análogos por mejorar una
naturaleza humana considerada imperfecta en su origen al tiempo que constantemente
oprimida por el yugo lo real: sueños de la razón. Frente a esa conjunción
diabólica, el cine propone, ya a partir de Griffith, una toma de conciencia de
los límites o limes inherentes a lo
humano a través del retorno de lo trágico y de lo sagrado por medio de la
reintroducción del héroe en la ficción. Frente a la productividad del
liberalismo que invita a buscar beneficio constante, el héroe se sacrifica por
la comunidad sin esperar beneficio alguno a cambio. Su correlato femenino será
una “revalorización de la mujer” que la representa como sujeto actuante en la
historia en vez de como sujeto puramente burgués: lo podemos ver en títulos
decisivos como Cat People (1942), Carrie
(1976) o más recientemente en Titanic
(1997).
D.W.
Griffith, no lo olvidemos, era un dixie sureño surgido de los Estados
Confederados pulverizados tras la Guerra de Secesión. Hijo de un mundo
derrotado, su padre había luchado en la contienda y, en consecuencia, había
perdido sus terrenos tras el fin de la misma. En calidad de fracasado, tratará
de ganar por medio de la estética aquello que le fue arrebatado a través de las
armas. En el arte se repetirá, por lo tanto, la batalla entre el mundo
industrial y capitalista de los estadounidenses frente al mundo tradicional y
agrario de los confederados. En vez de rechazar la máquina (véase el uso del
teléfono y del automóvil en The lonely
villa de 1909), la genialidad de Griffith reside en su capacidad para
reintroducir lo trágico por medio de lo heroico, para incluir un componente
simbólico en la segunda historia valiéndose de la transparencia de la primera
historia y sobre todo en la creación del cine tal y como lo conocemos: a través
de los tres conceptos heurísticos que, por supuesto, el propio Griffith no
llama así: 1) el eje vertical o el más allá de la cámara que pone en
continuidad el microcosmos de la imagen intradiegética con el macrocosmos
exterior extradiegético; 2) El principio de simetría a través de la repetición
intencionada de algo (el símbolo) como el leitmotiv
musical o la reiteración lírica de un verso en poesía; 3) El eje vertical
introducido en lo que Aristóteles llamaba diégesis (composición de lugar, en
oposición a mímesis) rompe la horizontalidad positivista del mundo
introduciendo una escala (escalera) con distintos niveles: uno de subida y otro
de bajada, otorgando una continuidad jerárquica de sentido entre ambos
estadios. La escalera, cuya etimología proviene del término griego clímax, comunica lo alto con lo bajo,
esto es, religa simbólicamente aquello que previamente había sido separado o que
representa dos contrarios antes enfrentados entre sí.
No
es casualidad ni mucho menos, dados los orígenes de Griffith, que el cine se
extienda sobre todo en Norteamérica. Primero porque tras la IGM y, sobre todo,
tras la IIGM, dicho país se convertirá en primera potencia mundial y podrá
extender su dominio hegemónico del imaginario colectivo (Edgar Morin) global a
través de la fábrica de sueños hollywoodiense consumida en todo Occidente. Pero
no sólo: precisamente por ser el gran estandarte político, estético, económico
y hasta mitológico o teológico del liberalismo, en apenas 200 años sufrirá los
suficientes avatares y un número suficiente de vicisitudes socio-históricas
como para saber de primera mano los estragos que la ideología
capitalista-burguesa imprime en los hombres y las sociedades. Tras el crack del
29, no sólo Griffith será un dixie sino que toda la sociedad norteamericana
habrá conocido en carne propia los peligros tangibles del libre mercado: algo
que no sería posible en otras latitudes donde el ritmo histórico no habría
llevado a la sociedad a ese grado de desarrollo industrial. Así escribe
Faretta: “El cine se nos aparece como el
summun y la síntesis de la tradición del sur norteamericano. Desde Griffith y
Buster Keaton, pasando por Lo que el viento se llevó, hasta The Long Riders o
Forrest Gump, al cine norteamericano siempre se lo imaginó desde lo dixie”.
Es
por eso que una serie de directores alemanes, en tiempos de ascenso
nacional-socialista; estadounidenses, en la larga crisis económica iniciada
tras el colapso de la bolsa; e ingleses, cuando la burbuja de la sociedad
industrial reviente y el Imperio británico empiece a fragmentarse, dirigirán su
mirada a un mundo otro en peligro de extinción, si no ya directamente
pulverizado: el Imperio Austrohúngaro, universo de lo barroco y movimiento de
reacción iniciado en la Contrarreforma. Retomando autores del romanticismo
alemán pero, sobre todo, las grandes obras literarias del siglo XIX,
pertenecientes a la ficción fantástica y de terror, que en aquellos momentos
carecían de prestigio y lectores. De nuevo Hollywood, establecido sobre los
principios teórico-técnicos de Griffith y sostenido en un pacto ideológico, más
aún teológico, entre productores judíos y realizadores católicos en reacción
contra la ideología wasp del
liberalismo-burgués en su versión puritana. Utilizando la máquina, una vez más,
contra la propia máquina: en herencia de los géneros que Poe (“El demonio del mal es uno de los instintos
primeros del corazón humano” y “la
desdicha cunde multiforme sobre la tierra”) ya había puesto en marcha en la
literatura décadas antes. Y de sus subgéneros más evidentes: el péplum, el
terror, el noir, el fantástico, el western, la ciencia-ficción, el melodrama y
el thriller.
Novelas
como Drácula (1897) de Bram Stoker o Frankenstein (1818) de Mary Shelley
estaban olvidadas y carecían de prestigio cuando Hollywood comenzó a adaptarlas
en los años 30 y 40 del siglo XX. La figura de la máscara se retoma en un
tiempo de Gran Depresión donde el thriller
criminal y la novela negra proliferaban en el cine para demostrar, a través de
autores como Chandler, MacDonald o Hammett, las grietas del capitalismo-liberal.
Solo que la naturaleza fantástica del cine se interesó más por las criaturas
monstruosas que representan esa otredad que la homogeneización horizontal
positivista pretende erradicar. En ese sentido, se retoma lo trágico, lo
barroco, lo dionisíaco, lo dual: una sacralidad que pretendía ser expulsada de
Occidente. Algo que coincide con lo expuesto por Eugenio Trías en su estudio
del cine (“lo siniestro constituye
condición y límite de lo bello”), retomando a Schelling (“Aquella suerte de espanto que afecta las
cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”) y a Freud (“lo extraño inquietante”).
Se
trata, en definitiva, de reivindicar esa “danza macabra” del espíritu de la que
Stephen King hablaba como “campo
especializado en la muerte, el temor y la monstruosidad”: precisamente aquello
que, como han demostrado Robert Graves o Camille Paglia, se ha querido reprimir
(especialmente en lo referente a lo femenino) y que ha sobrevivido en la
cultura popular durante siglos. Eso que el mito ilustrado del Progreso, en
consonancia con la idea capitalista del Espectáculo (Debord) y su posterior
conversión en Simulacro (Baudrillard), ha querido eliminar por medio de la
educación, primero, y el entretenimiento, después. Para Faretta, la última
ritualización de lo monstruoso, de lo enmascarado, antes de caer en una deriva
siniestra y peligrosa, es el cine: un intento por integrar lo oscuro en tiempos
de la banalización (lo sagrado reducido a kitsch)
de la fiesta y de lo carnavalesco que también habita en nuestro interior: la
violencia, el sexo, la subversión, el deseo. En definitiva, lo extraño: aquello
que nos vuelve extranjeros a nuestros propios ojos.
Lo
esencial del fantástico es, para Ángel Faretta, la presencia de la otredad.
Según esta concepción el nacimiento de la literatura fantástica, esa que alude
a lo que Alfred Kubin llamó “la otra parte”, supone el movimiento cultural más
importante de la cultura tradicional en diáspora desde el otoño de la Edad
Media (es decir, desde el surgimiento de la burguesía y su nueva religión
capitalista en la Venecia y en Flandes del siglo XV) hasta el posterior
nacimiento del cine y desde el final del Barroco europeo anterior. Estamos
hablando, por supuesto, de las citadas obras de Mary Shelley de Bram Stoker pero,
sobre todo, de dos autores de la talla de Edgar Allan Poe y de Herman Melville
como anticipadores tanto en La Caída de
la casa Usher (1839) como en Moby
Dick (1851); y, muy especialmente, de un cuento como El hombre de la arena (El
arenero, 1817) de E.T.A. Hoffmann. Este último escribe dicha narración como
“respuesta polémica”, puesto que “pensar
es también pensar contra alguien” (Carl Schmitt), a la obra de su profesor
de ética en la localidad prusiana de Königsberg: Inmannuel Kant.
De
la misma manera a lo realizado por Hoffmann y con una diferencia de apenas unos
pocos de meses, la antes mencionada Mary Shelley escribe contra la sociedad industrial
y la movilización total del positivismo que periclitó el mundo comunitario,
rural y agrario. Algo que coincide en el tiempo y en el fondo con la publicación
de La cristiandad o Europa (1800) de
Novalis: a su vez una reacción, junto con la obra completa de otros autores
como Hölderlin o Von Kleist, a esa “inteligencia alemana” (Hugo Ball) que
encuentra en la filosofía dialéctica de Hegel a uno de sus máximos exponentes y
que se remonta hasta el neopaganismo de Goethe. Por último, la nacionalidad del
vampiro en Drácula haría referencia a
lo mitteleuropeo, los habsbúrgico y lo austrohúngaro entendido todo ello como
un otro mundo o alter mundus incluido
en la modernidad y donde la monarquía católica todavía es posible.
Lejos
de ser un producto del romanticismo, entonces, la literatura fantástica es
refractaria al mismo puesto que impugna su amalgama caótica, informe y
sincrética. En palabras de Faretta, “es
la reacción a la épica de la burguesía” que encarna en la novela
decimonónica, puesto que trata de reintroducir la teología y la metafísica en
Occidente (a diferencia de la ciencia-ficción). El gran motivo que retoma, a
modo de mitologema (Kerényi) o de arquetipo (Jung), la literatura fantástica es
el doppelgänger o “sombra”: el doble
e incluso el autómata como cristalización perfecta de la otredad que todos
portamos en nuestro interior (alter ego)
y que enmascaramos socialmente. Así, tanto las criaturas monstruosas de H.P. Lovecraft
como la isla donde desembarca el protagonista de La invención de Morel es el alter
mundus: el otro lugar, la tierra ignota, el lugar exótico que representa la
totalización de un mundo que invierte las leyes del nuestro. En último término,
la literatura fantástica adelanta como género de la metafísica y subgénero de
la teología todo aquello que desarrollará posteriormente el cine: no en vano,
se trata de un arte por naturaleza expresionista, diegético y no mimético.
Frente
a la “ética protestante” que, según Weber, vertebra el espíritu del
capitalismo, la primera etapa del cine fantástico (aunque todo cine es
fantástico) se corresponde al expresionismo alemán (aunque todo cine es
expresionista) de Murnau y Lang en los años 30; a una era centrada en la
productora Universal y que tiene lugar en los Estados Unidos de los años 40; y,
en último término, habría que destacar los 9 filmes que Faretta llama la
“enealogía” del productor Val Lewton desde la RKO y que engloba un período que
va de 1942 a 1946 con títulos dirigidos por Jacques Tourneur y Robert Wise. La
segunda etapa del cine fantástico tiene lugar en los años 50 y comprende dos
partes: las películas de terror inglesas de Roger Corman sobre los cuentos de
Poe y las películas de la Hammer Production dirigidas por Terence Fisher. Y la
tercera etapa del cine fantástico está compuesta, siempre según Faretta, de las
películas de John Carpenter en los años 70, 80 y 90. La clase B puede expresar,
recobrando lo terrorífico, aquello que no se puede decir habitualmente en una
gran producción: permite expresar y profundizar en el sentido metafísico,
religioso y esotérico de una forma insólita.
El
mayor recurso del que se vale el género fantástico para crear un alter mundus es la diégesis: poniendo en
marcha una representación que pretende (re)crear otro mundo. Un elemento
fundamental, puramente mítico, es el recorrido por un laberinto: la prueba de
iniciación simbólica de la que el héroe debe salir, como Teseo, victorioso,
superando el punto crucial encarnado en la amenaza mortal del Minotauro. Un
extrañamiento ritual, repetitivo, que presenta el héroe y también al propio
espectador: el enigma cuya superador resolución traerá una cura en forma de
catarsis redentora. En Taxi Driver (1976)
o en Halloween (1978) se representa
lo marginal en la figura del outsider que
puede ser Travis Bickle o Michael Myers por igual como un voyeur
excéntrico que denuncia los problemas morales de su sociedad. No en vano, el
cine crea figuras como el zombie o el
hombre lobo que no estaban en la literatura fantástica pero sí en la antropología
y que permiten al cine de serie B hablar con profundidad de ciertos temas que
estaban vedados para una gran producción. La clase B, por decirlo todo, religa
al cine con su antecedente literario (el relato fantástico) y completa una
profundización en el concepto de cine a través de una técnica que no estaba
incluida en los filmes de Griffth. Se trata de curso y de recurso:
Faretta retomando a Vico, para dotar de continuidad al concepto del cine.
La
religión, según Faretta, es la administración de lo sagrado: la gestión de
aquello que resulta tan excesivo como es lo inconsciente. No en vano, Rudolf
Otto define lo sagrado como lo “absolutamente otro”; la manifestación epifánica
de lo sagrado e ingobernable por la razón: el numen o la “hierofanía” que encarnan lo sagrado y aparecen
representados, por ejemplo, en el cine de Hitchcock. Algo que tiene que ver con
el concepto de potlatch, que es un
“exceso ritualizado”; la conciencia de una limitación en la imitatio Dei (imitación de Dios) y la necesidad de una fiesta para
invertir el tiempo horizontal introduciendo el eje vertical: en la literatura
fantástica o en el cine de terror, por ejemplo, se produce a través de la
irrupción de la otredad monstruosa.
Lucha
de lo real con la otredad como haz y envés del mundo es un fundamento de lo
trágico que espejea con el thriller y la serie B puesto que no podía aparecer
de manera central en las obras de serie A. El positivismo niega la diferencia
de la otredad y pretende una homogeneización total del mundo, debido a la
propagación del así llamado Progreso. El proceso de secularización ha llevado,
por lo tanto, a lo que Faretta llama “homogeneización” (siguiendo los escritos
de Pasolini y su denuncia de una nueva forma de fascismo) que se puede
sintetizar como “una postura
drásticamente antitrágica y antiheroica”. El cine de Griffith es, ya desde
1909, una respuesta a la presentada por Hoffmann casi una década atrás en 1818:
un hacer metafísico a modo de eje vertical, entendiendo como tal el “conocimiento operativo de los datos
tradicionales”. La metafísica, compuesta por lo que Vico llamaba
“universales fantásticos”, es el rastro de la escritura de Dios sobre el mundo:
algo que se imbrica plenamente con la concepción dual que Platón imprimió a su
filosofía. Para Faretta, modernidad equivale a conjurar “indecisión”: lo nunca
hecho o expresado frente al acto de encarnación que implica al cine.
Las
distintas variedades del thriller son esencialmente tres: 1) el fantástico; 2)
el melodrama; 3) y el criminal, como representaciones del alter mundus y del alter ego
que derivan de la obra de Edgar Allan Poe en general y del cuento El hombre de la multitud (1840) en
particular. Para Faretta, thriller (to
thrill: proviene del efecto catártico que se produce en el espectador) no
es más que la traducción al inglés del término italiano melodrama. Una
concepción, la del melodrama, deudora, por otro lado, tanto de autores de ópera
tales como Giacomo Puccini o de Giuseppe Verdi: algo que manifiesta tanto la
ascendencia italiana del autor de la teoría como la procedencia de los
antecedentes artísticos en los que se sustenta. El eje del melodrama se basa en
la búsqueda de una catarsis moral en el espectador: una cura capaz de remover
en su interior y volverle (auto)consciente: un despertar espiritual, diríamos,
en contra de la pequeña burguesía que protagoniza y alienta la “movilización
total” de la Modernidad.
Es
por ello que lo popular es esencial en la obra de Ángel Faretta, dado que es
precisamente ahí donde ha sobrevivido durante siglos aquello que era expulsado,
ocultado o reprimido por la alta cultura (“uno
de los desvíos producidos en la Modernidad es el descentramiento de las cosas”
porque “el centro se ha profanado”;
y, en consecuencia, el centro sacro se encuentra ahora en los extramuros: los limes como marca o frontera con su
consecuente necesidad de defensa), impuesta de arriba hacia abajo por las
élites. La pervivencia de una filosofía tradicional que operaba metafísicamente
y que incluía una concepción de lo oscuro encarnado en la otredad y ritualizado
colectivamente para no devenir siniestro. Su aproximación al tango, cuyo amor
le llegó por vía paterna, corre pareja a su aproximación al cine: parafraseando
a Jack Warner y su célebre dicho, jamás se puede olvidar a los granjeros de
Arkansas. Si ya fracasamos en la primera historia, si nos volvemos
intelectualistas y perdemos al público, contribuimos al asesinato de una
cultura popular que desde la Edad Media está en peligro por el desarrollo de la
Modernidad. Por eso la poética de la Modernidad es, para Faretta, el tango: una
creación popular pero no folclórica; tradicional y no siguiendo una moda vintage e interesada. De esta manera, se
supera la petrificación capitalista.
En
ese sentido, la melancolía no es más que una forma moderna de llamar a esa
pasión o pathos que encontramos ya desde el célebre grabado de Durero a
los cuadros paisajísticos de Caspar Friedrich: un estado anímico digno de
oponerse al optimismo propio del capitalismo-liberal y que, además, se extiende
topológicamente al entorno generando un doble vínculo entre el otro yo (alter ego) y el otro mundo (alter mundus). Un sentimiento poetizado,
simbolista y lírico como nueva reacción a la modernidad: del verso libre en
Jules Laforgue al tango desgarrador en Alfredo Le Pera como reconfiguración de
la melancolía en tiempos de oscurecimiento de lo eterno. Escribe Faretta: “El humor melancólico, ya desde Aristóteles y
Galeno, es el humor de lo estético-filosófico por excelencia. A fortiori, el
lado más melancólico sería tanto el de quien produce, como el de aquel que
disfruta y hasta se deleita con producciones estéticas que guardan algunas de las
características anímico-espirituales, cuanto formales, a las que a-y-tendemos
aquí”.
Si,
según Donoso Cortés, “en toda cuestión
política va siempre envuelta una cuestión teológica”, diríamos que Ángel
Faretta es el primer pensador que extrae las conclusiones artísticas de dicha
idea totalizadora. Su concepto del cine incluye además lo político, lo
simbólico, lo moral y lo religioso. Y no se trata de un capricho aislado: su
interés por el fantástico lo empareja lejanamente con su contemporáneo
estadounidense Fredric Jameson; y su concepción teológica de la estética con el
marxista británico Terry Eagleton. A pesar del símil, no debe olvidarse aquello
que precisamente más los distancia: la concepción de que hay una “pugna” en
marcha con “dos bandos” claramente diferenciados: materialistas y defensores de
lo trascendente. No se puede ser neutral: ese es el descubrimiento que hace
Ernst Jünger, en la temprana fecha de 1914, al hablar de una “movilización
total”: aquella que Faretta identifica con una segunda etapa del capitalismo y
su correlato paralelo con el desarrollo del concepto de cine.
Se
trata de una “reacción”, la última conocida, contra “la dictadura del mundo laico-liberal-capitalista” que periclitó la
Edad Media con la creación de la burguesía, la expansión del comercio y el
desarrollo de los mercados modernos crearon una concepción antropológica del
hombre como mero homo economicus y
“ser deseante” desprovisto de toda trascendencia: algo en plena consonancia con
las ideas calvinistas de producción y con la concepción luterana de
predestinación que desdeña toda posibilidad de salvación en este mundo. De
hecho, términos como Edad Media o Renacimiento son términos polémicos acuñados
en los siglos XVIII y XIX, casi 500 años después de su perspectiva sincrónica,
por aquellos que atesoran la propiedad sobre la imprenta: los creadores de la
Leyenda Negra en todo tiempo y lugar: primero contra la Hispanidad, después
contra el Barroco, contra el Romanticismo, contra el Sur norteamericano y,
finalmente, también contra Hollywood o incluso contra Hitchcock. La cancelación
antes de que la llamáramos cancelación o siquiera pudiéramos concebirla:
impugnando de manera artera una concepción tradicional y metafísica de la
existencia.
Por
eso se hace necesaria la reivindicación de un otro mundo posible: siempre en
oposición al concepto de utopía (u-topos:
el no lugar como espacio irreal) del Renacimiento, al individualismo encarnado
en el ideal liberal de Robinson Crusoe o en ciertas concepciones del individuo
aisladas de la sociedad como en el trascendentalismo norteamericano transcrito
por Thoreau. Dado que la tradición no puede perderse ni destruirse puesto que
es verdadera, se inició una cultura en diáspora que no ha dejado de representar
un Alter mundus entendido como “creación totalizadora de un mundo”
delimitado por limes o fronteras. Escribe Faretta: “Es el mundo otro y opuesto por excelencia en las diégesis fantásticas y
de terror. La terra incognita. Si bien tales mundos participan de lo
geográfico, apuntan más bien a territorios mentales y sobre todo espirituales
que se oponen al aquí y al ahora diegético en el cual emergen algunas de sus
manifestaciones. El alter mundus también puede ser o intentar ser una creación
total o totalizadora del propio autor, como sucede en los alteri mundi de
Kafka, incluida su América; en la novela de Alfred Kubin La otra parte; en el Tlön de Borges, aunque aquí no pasa de lo especulativo; o en La Ciudad, de Mario Levrero. Un antecedente olvidado
durante un tiempo, y por fortuna desde hace décadas vuelto a poner en
circulación, es la novela La Ciudad Vampiro, de Paul Feval. La fortaleza Bastiani de El Desierto de los
Tártaros, de Dino Buzzatti, claro está
que participa del alter mundus de la fantástica”. Por su parte, esas marcas
topográficas o limes son “Son en el epos
fantástico, pero también en el policial, tanto narrativo como cinematográfico,
esas fronteras imprecisas, lugares intermedios, de paso, donde algo concluye y
otra cosa comienza. Se da desde luego en lo narrativo-figurativo trazado como
frontera y límite, pero según costumbre simboliza el intermedio, el pasaje o
pasadizo, también el callejón, la pausa o la detención para el homo viator y
para el recién llegado. En la poética del tango argentino es el arrabal, nombre
evidentemente más poético que catastral (como el callejón de Manzi absurdamente
criticado por Borges); en ciertos films es el punto donde termina lo masa
urbana para desadensarse en las primeras estribaciones agrestes o deshabitadas.
Por ejemplo en la diégesis del western es locus classicus el límite entre el
campo abierto, la llanura o meseta con las primeras estribaciones del pueblo
habitado al que ingresa el héroe, por lo general desconocido hasta entonces
allí. También la marca en donde lo otro acecha e intenta invadir, como en la
ejemplar Rio Bravo (1959), de Howard
Hawks. Generalmente este topos está marcado o señalado por la presencia de
corrales, establos, cubos de alfalfa y sobre todo por la herrería y la
correspondiente fragua”. Algo que en buena medida coincide, en este punto
concreto, con la “filosofía del límite” que Eugenio Trías aplicaba al cine, ese
“microcosmos de todas las artes”,
según palabras del filósofo español.
La
crítica cinematográfica, presa del psicologismo y de la sentimentalidad (por no
hablar de perversos intereses económicos), es más tendente a valerse de
términos biológicos y hasta fisiológicos que de conceptos teóricos y estéticos.
La inflación entendida como producción excesiva de un producto o valor, es el
método del que se vale el capitalismo, en lugar de la censura clásica y por
medio de la industria y del mercado, para restar valor a la serie B y al
thriller. Una estrategia a la que recientemente se ha sumado el neoclasicismo
entendido como marca de estilo folclórica que imita la forma y la arquitectura
del clásico pero que se encuentra del todo vacío de contenido y significado: un
kitsch que no remite a nada. El
neoclasicismo nace en los años 60, cuando la televisión amenaza a los grandes
estudios y la crítica norteamericana encumbra al cine de autor europeo,
provocando el surgimiento de autores como Cassavetes o Lumet que imitan ese
tipo de películas. Directores como Don Siegel, primero, o Clint Eastwood,
después, tratan de retomar el cine clásico: sin consistencia aunque con éxito y
premios. Finalmente tendríamos que hablar del auge actual del superhéroe,
promovido por la industria y alentado por el gran público, que trata de neutralizar
a la figura que el cine retomó de la mitología para religar al espectador con
la metafísica de lo sagrado: el héroe trágico. Una operación que forma parte de
la reivindicación de lo trágico entendido como una toma de conciencia de las
consecuencias que tienen nuestros actos. Se trata de la demarcación de un
límite en nuestra existencia: hay un orden frente al caos, un destino
enfrentado a la contingencia del azar y unas nociones bien delimitadas de bien
y mal frente a la concepción relativista del mundo. Esa verdad terrible pero
verdadera viene “endulzada” por el poder cautivador de la primera historia del
thriller y la serie B: el viático que evita que salgamos espantados de la sala
de cine.
El
liberalismo, según Faretta, es una negación radical de la sacralidad y una
concepción filosófica del mundo, no sólo un sistema económico, como pretende
disfrazarse a la manera del diablo que pretende fingir su inexistencia. La
visión del mundo liberal es anti-mítica, contra-sagrada e irreligiosa. Su
filosofía es individualista aunque muy pocos individuos (los ricos) ostentan un
poder real en el mundo liberal mientras que los demás se ven sometidos a la
experiencia alienante del trabajo asalariado y a la desertización espiritual de
un mundo consagrado al consumo. Películas como Apocalipse Now (1979) o Titanic
(1997) ayudan a desmentir esa concepción total de la existencia que
defiende el liberalismo: la nave se convierte en símbolo del mundo: no es
posible salvarla y, por lo tanto, todos nos veremos arrastrados a la
destrucción al tiempo que ella. El Hollywood clásico funciona, entonces, como
“Leviatán” siguiendo una concepción orgánica a modo de “enjambre” (Porrini):
una alianza entre judíos (Jack Warner o Louis B. Mayer) y católicos (John Ford
y Vincente Minnelli), como prueban las colaboraciones entre David O. Selznick y
Alfred Hitchcock; o Val Lewton y Jacques Tourneur: dos concepciones que se
encuentran, en definitiva, enfrentadas por igual “al mundo y a la mentalidad wasp”. Se trata de un momento final de reacción
en la Historia de Occidente tras el Renacimiento italiano, el Barroco hispano y
el Romanticismo alemán; tras la tríada antes mencionada “la tragedia ática, el orden medieval y el barroco”; y
posteriormente completada: Hoffmann, Griffith y Murnau para derivar en Welles y
Coppola. Y, además, el cine se desliga por necesidad de la idea tardorromántica
de genio creador al recuperar una concepción artesanal del arte deudora de las
artes y oficios medioevales que el humanismo había destruido con su noción de
autoría.
En
ese sentido, la cinefilia europea y sus delirios negrolegendarios escupidos
contra el cine norteamericano desde la reputada revista “Cahiers du Cinema” encontró
en prestigiosas publicaciones como “The New Yorker” o “The New York Times” a su
parangón atlántico y creó la idea de un cine europeo o “de autor” para mejor
contrarrestar a ese Hollywood clásico de contenido contrario a la mentalidad
liberal-positivista-capitalista-burguesa. Finalmente, dicho intento ha generado
toda una Leyenda Negra anti-hollywoodiense a través de numerosas películas
sobre el macartismo que muestran a malvados productores gordos, fumadores de
puros y adornados por un sombrero de copa: una visión revisionista y paródica
que los acusa de racistas y machistas empleando la difamación donde debería
encajar la refutación. Sin embargo, el tiempo se ha encargado a poner a cada
uno en su sitio: mientras los bodrios autorales se hunden en el olvido los
clásicos hollywoodienses todavía mantienen la frescura ínsita a lo
inmarcesible.
Si
hay un término clave en la obra de Faretta ese es conciencia, o, más bien,
autoconciencia. La definición de autoconciencia es “saber que se sabe y saber qué se sabe”, también llamado “lo óptico de lo óntico”: la distancia
del yo que mira ontológicamente a la manera del Velázquez Barroco o del
Hitchcock que aparece inserto en sus propias películas. Se trata de una
incorporación crítica de todo lo que antecede una vez los recursos han sido
agotados y el fin del arte en cuestión (el cine) resulta conseguido. El cine
más que ningún arte es autoconsciente y por eso (además de por sus limitaciones
técnicas) es que sólo pudo darse en la fase final de la Historia de Occidente:
el ritual colectivo de la sala de cine detiene el ritmo habitual de la vida
para una inmersión comunitaria al tiempo que individual en una reflexión
metafísica que restaña la ligazón con lo sagrado. En ese sentido, hermana en la
condición humana compartida por todos los espectadores que son interpelados por
el significado de lo que se está representando en la pantalla. Según el teólogo
Teilhard de Chardin, por un lado discípulo de católico de Bergson y por otro
eslabón con el padre de la etología Konrad Lorenz, el ser humano ya ha podido
llegar al fondo de la exploración de lo exterior y de lo interior: conoce el
espacio interior y ha descifrado el ADN. Es decir, esa escritura de Dios que la
metafísica tradicional se propone reconstruir de manera operativa, también a
partir del cine, en la repetición ritual que supone la sala a oscuras.
La
primera generación de la autoconciencia tiene lugar con la escena final de Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles
donde el trineo “Rosebud” se quema al revelarse al espectador, al igual que
décadas más adelante “El Corazón del Mar” varía de significado en cada
aparición que hace en pantalla de Titanic
(1997); aunque la verdadera generación autoconsciente es la de los años 70 con,
entre otros, Francis Ford Coppola y William Friedkin: sobre todo a partir de
dos películas que versan sobre sociedades secretas (la mafia y los jesuitas)
como lo son El Padrino (1972) y de El exorcista (1973). La Guerra de
Vietnam resultó decisiva en ese sentido: Hollywood ya no apoya al Gobierno,
como ocurrió en la IIGM, sino que se opuso a su decisión de intervenir
bélicamente en el extranjero. Cine que mira al propio cine: ya sea mostrando
los entresijos de Hollywood o retomando de manera voluntaria y poco sutil
motivos ya tratados con anterioridad. En esa revisión del Hollywood clásico, la
generación autoconsciente que incluye a realizadores como Carpenter o De Palma
hace explícito lo que antes se mostraba de manera velada: el contexto. Es
decir: de qué forma trabaja el poder para desencadenar decisiones antipopulares
como la propia Guerra de Vietnam en favor de industrias tan poderosas e
influyentes como la armamentística. Sin embargo, la autoconciencia corre el
riesgo de quedar encallada en la así llamada “cinefilia” entendida como un
placebo que se vale del “malditismo”, la nostalgia y del sentimentalismo, todo
ello de un fuerte carácter neorromántico, para desautomatizar y rebajar las
posibilidades espirituales del cine. El cinéfilo posee un profundo conocimiento
anecdótico (enciclopédico) y técnico (industrial) pero desconoce por completo
los valores estéticos, simbólicos y metafísicos del cine.
Recapitulemos
antes de proseguir: el cine, tal y como ha sido postulado a partir del concepto
de cine que venimos explicitando según la teoría de Ángel Faretta, es un arte
reaccionario, iliberal, antimoderno, que no es romántico ni positivista: es
opuesto al capitalismo y “critica la
máquina desde la máquina”. En cierto sentido, la de Faretta es una tarea
comparable a la realizada por Vico: una suerte de “Ciencia Nueva” las artes en
general y del cine en particular que resulta alternativa a todas las miradas
que han pretendido entender de forma sesgada y más o menos malintencionada
dicho arte. Carpenter, Cameron, Coppola, De Palma o Friedkin son algunos de los
nombres más destacados de la segunda generación autoconsciente: posterior a
Welles, mucho más enfrentada a su propio contexto al tiempo que arraigada en
una tradición previamente deglutida. El cinematógrafo es teatral, novelístico y
enciclopédico; el cine, por el contrario, se vale de un argumento (mythos), de símbolos (signos y mitologemas)
y de los tres principios heurísticos postulados por Griffith (logos, entendido como “la ciencia, el discurso, la práctica, el
saber de algo”). En ese sentido, resulta en consonancia con el cristianismo
que comprende dos niveles: esotérico y exotérico y además asume el paganismo
gnóstico y paródico; el humanismo, por su parte, alimenta un sincretismo
alegórico que mezcla todo sin establecer niveles ni categorías. Podemos hablar,
entonces, de dos bandos bien diferenciados e involucrados en una suerte de
lucha por el imaginario o “movilización total” (Jünger) donde la tradición es
la tesis hegeliana y la modernidad su antítesis, sin aparente posibilidad de
una síntesis superadora.
Lo
heroico, gran hallazgo simbólico y mítico que el cine reintroduce en Occidente,
supera todo reduccionismo económico o sexual (dinero y deseo son los dos
componentes que mueven el mundo moderno y todas sus manifestaciones) y lo
trágico resignifica precisamente lo heroico mediante la angustia que proviene
de lo angosto: el pathos de una
situación extrema que permite posar la mirada, aunque sea tangencialmente, en
el absoluto. Algo que se relaciona con los arquetipos o mitologemas que Dumézil
señala en el segundo volumen de su gran obra Mito y Epopeya (1977): una auténtica trifuncionalidad indoeuropea
para administrar lo sagrado: un héroe (mando), un brujo (magia) y un rey
(administración).
Para
Faretta, el héroe se encuentra contenido en la película, la administración de
lo sagrado se encuentra en quienes la realizan y el público le da sentido a la
película como resultado completado. El cine enraíza con el mito en su estudio
del héroe: presente en películas como Vértigo
(1958) o en The man who shot Liberty
Valance (1962), donde se cumplen
todos los tramos del arquetipo heroico, incluida la herida originaria: la
cólera de Aquiles (el vértigo de Scottie Fergusson en la película de Hitchcock)
que derivará en el abrazo al final de la Ilíada
con Príamo. En ese sentido, el western resulta esencial a la hora de tratar
la figura del héroe: "como género
debió llevar necesariamente a relacionar al héroe con una posibilidad de
afrontar la primera función en su doble vertiente, sacerdotal y soberana".
Una
idea en cierto sentido semejante a la del arquetipo jungiano o a la de patrones
universales es la de “persistencia motriz”, definida por Faretta cómo “proceder mítico del arte en el cine” a
través del gesto y la representación como encarnación atávica de una idea
original. Facilita aquello que Platón llamaba “reconocimiento”, Leibniz
“apercepción” y el propio Faretta llama “autoconciencia”. La representación
conduce a la anagnórisis o recuerdo
por medio de la autoconciencia y, atravesando de la expiación, literalmente
cura al espectador. Así lo escribió también René Guénon: “el símbolo es un signo de reconocimiento”; en ese sentido, Faretta
es un neoplatónico fiel y plenamente integrado dentro de una tradición de
pensamiento milenaria que apuesta por una dualidad propia de una realidad
trascendente superior a nuestra realidad material: Platón diferenciaba el “mundo
en sí” o “de las ideas” del mundo sombrío de las representaciones; Baudelaire,
traductor al francés de Poe y gigantesco poeta él mismo, al tiempo de acuñar lo
moderno (modernité), distinguía lo
relativo a lo eterno a lo propio de lo efímero; y Griffith, mediante su trabajo
como cineasta, nos dio pie a comprender por un lado lo representado y por otro
la representación.
Para
Faretta, “el símbolo es una imagen
concreta de algo que no se ve (...), es la razón suficiente del cine”. Es
natural, por lo tanto, que volvamos a la pregunta planteada tiempo atrás por el
gran René Guénon: “¿Por qué se encuentra
tanta hostilidad, más o menos confesa, respecto al simbolismo?”. Y su
respuesta, hoy más certera que nunca: “Ciertamente
porque es un modo de expresión que se ha convertido en algo por completo ajeno
a la mentalidad moderna, y porque el hombre está naturalmente inclinado a
desconfiar de aquello que no entiende. El simbolismo es todo lo contrario de lo
que le conviene al racionalismo y todos sus adversarios se comportan, algunos
sin saberlo, como auténticos racionalistas”. El cine es, según la
concepción farettiana, literalmente, un Milagro concedido en una época de
oscurecimiento y la autoconciencia, por su parte, es una Gracia que religa, si
bien no refunda, al sujeto moderno con la metafísica. El cine se inmiscuye en
la interioridad del espectador como el teatro griego lo hacía en el alma del
espectador ateniense en tiempos de Sófocles. El cine es un arte expresionista y
fantástico por naturaleza, esto es, no mimético (contra lo postulado por André Bazin)
dada la presencia de, entre otros elementos, el montaje o la puesta en escena. En
cuanto que “forma de expresión primaria”, el cine colma nuestros deseos pero
también nos redime de vivir una temporalidad exclusivamente horizontal para
permitirnos entender que hay un sentido trascendente en la vida y también en el
arte.
El
cine ha acabado su objetivo: el concepto del cine, entonces, se ha desarrollado
por medio de distintos filmes y autores, y posteriormente transcrito con
brillantez por Faretta. Ello es rastreable en una obra que, a estas alturas,
trasciende con mucho el estudio exclusivo del cine para conformar toda una
cosmovisión con una filosofía del arte e historia de la cultura desarrollada en
distintas obras: Dominio eminente. Teoría
de la clase B y la cultura tradicional en desde el Otoño de la Edad Media
es su teoría en marcha del fantástico; La
traducción de la melancolía es su poética general de las artes y su
filosofía de la historia (en el sentido topológico), ya publicada; y hay que
añadir una teoría general del relato cuyo título de momento no ha trascendido.
Su praxis, por su parte, se encuentra diseminada tanto en sus escritos en la
web “A sala llena” como en otros títulos: La
pasión manda: de la condición y la representación melodramáticas, Espíritu de simetría. Escritos en Fierro
(1984-1991) y en Hitchcock en obra;
además de en su monografía en marcha
sobre Vincente Minnelli, Peregrino en
Bizancio.
La
teoría cinematográfica de Faretta postulada primera y principalmente en El concepto del cine es un hito del
pensamiento en lengua española que, junto con la obra mucho menos desarrollada
de Eugenio Trías y algunos otros nombres destacables (Guillermo Cabrera
Infante, Roman Gubern, Gérard Imbert, José Luis Sánchez Noriega, Raúl Álvarez,
Josep Casals, Vicente Molina Foix, Antonio José Navarro, Domènec Font, Juan
Francisco Ferré, etcétera) sitúa a los hablantes en lengua española en la
vanguardia de la bibliografía mundial: por delante de la anglosfera o del mundo
germánico, en lo que a este campo estético particular se refiere. Y no es
casualidad, ni mucho menos, que Faretta haya realizado dicha labor desde
Argentina: país de tradición hispánica y geografía americana, una “provincia
europea transatlántica” que ha fracasado “en apenas 200 años”. Faretta
pertenece a una generación de pensadores argentinos de principios del siglo
XXI, muchos de ellos todavía desconocidos para los lectores españoles (a pesar
de su gran categoría), pero cuyo nivel y cantidad no tiene nada que envidiar a
un país tan prestigioso en el ámbito intelectual como lo es Francia: el propio
Ángel Faretta, Sebastián Porrini, Hugo Mujica, Mariano Fazio, Blas Matamoro,
Mario Saban, Juan José Sebreli, Mario Bunge, Pablo Gissara, Marcelo Gullo y
tantos otros.
Lo
que Gonzalo Rodríguez García ha hecho en El
Poder del Mito con la obra Tolkien y
los cuentos de hadas es semejante a lo que ha hecho Sebastián Porrini con los grandes
pensadores metafísicos de los últimos siglos en Los Otros (donde, por cierto, se le dedica un capítulo impecable a
la obra de Faretta) y, ahora también para los lectores españoles, Ángel Faretta
con los cien años de la última de las artes en El concepto del cine, esto es, señalar un camino alternativo al de
la Modernidad que se encuentra incrustado en el corazón del a propia
Modernidad. No es casualidad que tanto Gonzalo Rodríguez (en “El aullido del
lobo”) como Sebastián Porrini (en la “ADEH”) y Ángel Faretta (en su canal
homónimo) tengan una vida activa en Youtube: se trata, una vez más, de criticar
la máquina desde la máquina y no de ser un (neo)ludita que demuestra su odio al
mundo moderno aporreando las máquinas a la manera del Unabomber. La tercera
edición de El concepto del cine
coincide en el tiempo con la muerte de Roberto Calasso, el aniversario de medio
siglo desde el estreno de El Padrino
y los 100 años desde el estreno de Nosferatu,
una de las grandes películas de Murnau. La simbología del acontecimiento no
podía ser más acentuada.
En
su formación, Ángel Faretta ha recibido el magisterio tanto de Giambattista
Vico, cuya terminología maneja con soltura, como de Arthur Schopenhauer, de
quien ha recabado tanto su concepto de la representación (coincidente en buena
medida con el ricorso de Vico) como el gusto por la paralipómena; de Charles Baudelaire,
de T.S. Eliot y de Mircea Eliade como insignes antimodernos; y de Nicolás
Maquiavelo, Teilhard de Chardin y de Carl Schmitt como católicos reaccionarios,
entre muchos otros. Discípulo directo tanto del escritor Bioy Casares (El sueño de los héroes) como del teórico
Gillo Dorfles (El devenir de las artes),
a su vez Faretta ha logrado dejar, en apenas una década, una escuela más o
menos explícita de la que destacan distintos integrantes a modo de miembros de
una suerte de “nuevo Círculo de Eranos” en torno a la teoría del cine y a una
cosmovisión común. Dichos discípulos de la filosofía del arte farettiana
serían, sobre todo, Sebastián de Carro, Melina Cherro, Diego Ávalos, Amisadai
Domínguez, Iván González, Enrique García y también, humildemente y sin ánimo de
colarse en la foto, quien esto escribe.
La
diáspora incoada con “el otoño de la Edad Media” (Huizinga) sólo se puede abandonar
con un regreso al hogar: aquello que en el tango se denominaba “volver” pero
que los clásicos, siguiendo a Bruno Snell, denominaban nostos a la manera del viaje a Ítaca postulado por Kavafis. Escribe
Snell: “El hombre Homérico no se
considera a sí mismo como la fuente de sus propias decisiones; ese desarrollo
está reservado para la tragedia. Cuando el héroe Homérico, después de sopesar
debidamente sus alternativas, llega a una conclusión final, siente que su curso
está moldeado por los dioses”. No cabe, por tanto, no reclamar nada a un Destino
que nos viene dado: nadie decide poner fin a la diáspora puesto que nos es
impuesta. Nuestra condición es, como nos revela toda mitología y recoge
cualquiera de las tradiciones religiosas, la caída; y si bien debemos aspirar a
la salvación, nuestra condición sigue estando limitada puesto que hemos sido
expulsados del Paradiso: de nuevo el pathos,
lo trágico y la inevitable melancolía que toda tarea heroica lleva,
inevitablemente, aparejada consigo, puesto que se enfrenta a una otredad
sagrada, ominosa e inabarcable. Aún en tiempo de insoportable malestar del ser:
sobre todo entonces, cuando por todos lados se nos invita a la levedad del
consumo, del espectáculo y de las relaciones y sentimientos superficiales. Cuando
el mundo ha sufrido un desencantamiento trascendente y nuestro interior
permanece en estado de desertificación espiritual.
Una
vez más, leamos a Faretta: “El cine
recorrió, en poco menos de un siglo, todos los episodios del estadio estético
de Occidente, y que a este lo llevó bastante más de dos milenios atravesar”.
Porque el cine religa Atenas (lo grecorromano) con Jerusalén (lo hebreo) en el
siglo en el que el tiempo se descubrió como relativo y la técnica permitió
captar la imagen en movimiento: “El
concepto del cine emplea en su operar muchas de las mismas transformaciones
operativas -como las hemos denominado- de aquello que se ha llamado -teniendo
presente a la poética- tradición metamórfica. Su designio es sencillo pero
eminente. Reconfigurar mediante temas, motivos, nombres de personas y de
lugares, incluso géneros determinados, datos mítico-simbólicos. Es lo conocido
también como tradición hermética o simbolista, y que no debe confundirse con
rituales domésticos, ni con torres de marfil en arriendo particular. El cine es
la demostración más palpable y eminente de estas transformaciones”. Para
Faretta, sin embargo, el fin del cine coincide plenamente con el fin de
Occidente en un agotamiento mutuo de horizonte nada halagüeño. Es por eso que
él dice escribir “entre las ruinas”; aunque a nosotros nos haya tocado en
suerte poder contemplar el imponente monumento filosófico, estético y teológico
que levanta su imprescindible Teoría.
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