EL INSOPORTABLE MALESTAR DEL SER (PARTE PRIMERA). Por Guillermo Mas Arellano
El insoportable malestar del ser (Parte Primera)
Por Guillermo Mas Arellano
Nunca la cultura fue tan triste. Jamás los pensadores se sintieron más abandonados. Cuando la nostalgia, tan rentable para el consumo personalizado dentro de una ausencia común, colapsa nuestro mundo. Quizás la crítica cultural sea la última forma de pensamiento público capaz de alcanzar cierta hondura. Y es por eso que, ya sea a consecuencia de una simple patología que impacta por duplicado, o bien porque entrañe cierto gesto simbólico sobre el devenir de nuestro tiempo, no debemos soslayar la muerte bajo la propia mano de, respectivamente, los dos críticos culturales más importantes de las últimas décadas: David Foster Wallace (1962-2008) y Mark Fisher (1968-2017). Sus tragedias se enmarcan indudablemente en el ámbito de lo privado, y solo merecen ser rodeadas por el silencio para todo aquel que rehúye la crónica rosa, pero también merecen un comentario público acerca de la posible sintomatología de un mal común. Hablamos del insoportable malestar del ser, por supuesto.
Tampoco resultaría
del todo descabellado afirmar que las crónicas periodísticas, digresivas y
eruditas de Foster Wallace; y las críticas musicales, cinematográficas y
literarias de Fisher componen lo mejor de la filosofía de principios del siglo
XXI. Es por eso que, a pesar de la repulsa intelectual que nos pueda provocar
toda tentación morbosa, resulta imposible no hallar en el suicidio de ambos
autores una cristalización trágica de aquello que Steiner llamara “la tristeza del pensamiento”. En su
máxima expresión. Sobre todo si tenemos en cuenta que detrás de una psique
compleja, se encontraban dos observadores atentos y penetrantes de los nuevos
formatos y particularidades que adapta la realidad en nuestro tiempo; y cuya
obra total, si bien necesariamente incompleta, podemos considerar, en el fondo,
como la propia de dos moralistas. Tomando la acepción más unívoca del término:
en la obra de ambos hallamos una profunda preocupación ética por el estado de
la moral en las sociedades contemporáneas.
El 12 de septiembre
de 2008, David Foster Wallace se mató con 46 años. Hoy en día tendría 60.
Apenas una década después, el 17 de enero de 2017, Mark Fisher se quitó la vida
con 48 años. Hoy en día tendría 53 años. El primero de los dos, de nacionalidad
estadounidense, era hijo de profesores universitarios y había destacado
académicamente por su brillantez en lógica matemática y por poseer un talento
descomunal para el tenis. El segundo, de origen británico, era un doctor en
filosofía que tocaba en un grupo punk
para aficionados y se interesaba por el marxismo en su aproximación crítica a
la realidad cultural de su tiempo. En 1988, tras haber publicado La escoba del sistema y justo antes de
que viera la luz La niña del pelo raro,
Foster Wallace abandonó la docencia que impartía, a pesar de su juventud, en la
Universidad de Harvard. Mientras daba clases en un instituto, Fisher abrió su célebre
blog “K-Punk”, que mantuvo activo mientras daba el salto a un college londinense y publicaba sus
primeras obras de crítica cultural como Jacksonismo.
Michael Jackson como síntoma y sobre todo Realismo capitalista: ¿No hay alternativa? Tras el éxito que Foster
Wallace obtuvo por su obra maestra La
broma infinita y la aplicación que Fisher hizo del término hauntología,
tomado de Derrida, para comprender mejor la crisis financiera global de 2008,
la depresión que ambos llevaban años manifestando por escrito se agravó. A
pesar de la distancia geográfica, temporal e incluso en los respectivos ámbitos
de escritura de cada autor, en los dos casos resultó desolador la ausencia de
razones para comprender cómo dos finos estilistas, dos escritores de gran
sensibilidad sociológica, dos autores cargados de humor y a la busca de
soluciones intelectuales para la crisis cultural del capitalismo, habían
logrado caer en las garras de la más profunda desesperación. Pero este texto no
se propone ahondar en las vidas privadas de dos hombres enfermos.
“La Humanidad, que antaño, en Homero, era un
objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en
espectáculo en sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite
vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”. Esas
palabras, trazadas por Walter Benjamin, vienen a marcar el signo cultural de la
modernidad toda: la “pérdida del aura” en la obra de arte, a consecuencia de la
producción en cadena ínsita al capitalismo y agravada a partir de la Revolución
Industrial; la propia entidad del capitalismo como religión que, según
Benjamin, "es tal vez el único caso
de culto no expiatorio, sino culpabilizante"; y, sobre todo, la
constatación de las demoledoras consecuencias que esa religión tiene sobre los
hombres: donde el dios Dinero convierte todo, irremisiblemente, en
prostitución. Es decir, que siguiendo el aserto benjaminiano solo podemos
hablar de nuestra propia deshumanización si queremos evitar el riesgo que
entraña caer en el más ridículo anacronismo.
Según el famoso
aserto de Fredric Jameson, “es más fácil
imaginar un fin al mundo que un fin al capitalismo”. Un aserto en principio
solo válido para la economía pero que finalmente se ha hecho extensible a otros
ámbitos como la política, la antropología o la cultura. Por eso es que los
filósofos liberales soñaron con el fin de la historia y lo anunciaron en sendos
libros y think thanks bien regados de
dádivas privadas. Sin embargo, en el trabajo de la crítica cultural desde los
tiempos de Benjamin hasta nuestros días, resalta la evidencia sobre cómo afecta
el sistema en el que vivimos inmersos a nuestras vidas: en palabras de Foster
Wallace, “La tristeza es inherente al
capitalismo”; y de Fisher, “El
capitalismo es inherentemente disfuncional y el costo que pagamos para que
parezca funcionar bien es en efecto alto”. Nuestras adicciones, obsesión
constante del autor de La broma infinita,
son los que nos permiten seguir viviendo; y nuestra deteriorada salud mental,
estudiada por el autor de Los fantasmas
de mi vida, que se quiere reducir al ámbito individual y a meras nociones
químicas, biológicas o biográficas, negando, con ello, sus evidentes causas
sociales y hasta políticas. Adicción y enfermedad como el haz y el envés del
mismo problema existencial: el capitalismo. Sociedad y cultura como la
manifestación de un mismo fenómeno dividido en dos vivencias: la experiencial y
la autorreflexiva.
La técnica y el
capitalismo han crecido sometidos al gobierno de lo humano, pero, conforme las
distintas revoluciones industriales y posteriormente digitales se iban
sucediendo, se han vuelto autónomos al punto de que, a día de hoy, funcionan de
manera independiente a una voluntad humana que han acabado por someter y
subyugar. Y ese sometimiento, esa humillación, es irreparable en cuanto que el
propio sistema demanda más producción, más beneficios, más resultados, de
manera constante y tendente al infinito… O al propio fin del mundo.
Convirtiendo al trabajador en empresario de su propio capital: su cuerpo, su
identidad, su tiempo, sus proyectos. Ese dominio positivista de una razón
instrumental resulta del todo antihumano: plenamente posthumanista. Todo lo
vivo se convierte en cuantificable, en acumulable, en protagonista de una
transacción ineludible y solamente positiva en cuanto que altamente rentable.
Lo reglado y lo programado frente a lo natural y espontáneo: la humanidad, de
nuevo, inmolada en nombre del avance, del crecimiento y del progreso como mito
de un “hombre nuevo” capitalista. Una lógica mercantil que ha lastrado nuestras
relaciones afectivas con los demás: nuestros actos han devenido operativos,
siempre previamente calculados bajo la lógica del beneficio, y el
desencantamiento del mundo ha terminado por ponernos ante el espejo de nuestro
propio desarraigo como seres vacíos, robotizados y desprovistos de todo atisbo
amoroso. La perspectiva de absoluto se ha cerrado sobre un horizonte inmediato
de continuos estímulos: efímeros como metas pero eficaces a modo de narcóticos.
El parangón
cultural de lo anterior, que no es otra cosa que un mal social y espiritual de
primera envergadura, se encuentra en aquello señalado con acierto por Debord o
por Baudrillard: una realidad donde la representación se impone sobre lo
representado y los simulacros son los que dirigen a lo real, como si las
sombras de la caverna platónica hubieran ocupado el lugar de las ideas “en sí”
para generar aquello que está a la vista de cualquiera. Una vez más, el mapa se
ha impuesto de manera aplastante sobre el territorio: generando, en
consecuencia, una histeria colectiva de escepticismo y un clima homogéneo de
paranoia que resulta altamente rentable para quienes hacen del miedo ajeno un
mecanismo de control, desde la óptica de poder, o de consumo, desde la óptica
del mercado. Nuestras patologías, como nuestras adicciones, son entonces el
resultado de la ausencia de comprensión de lo anteriormente expuesto pero de la
vivencia constante de ello: no podemos entender la gravedad de nuestra crisis
aunque nuestra existencia esté instalada a perpetuidad sobre su fenomenología.
No estamos capacitados para reflexionar sobre nuestra patología común pero
todas las manifestaciones culturales que usamos para escapar de la realidad
evidencian los síntomas. Fundido con el mundo, el hombre ya no quiere pensar la
realidad, si bien desearía dejar de vivirla: todas sus elecciones se mueven en
torno a la evasión: la droga, el consumo, la adicción, el hedonismo, la
frivolidad, el sueño. Todo ello puede ser resumido en la máxima nietzscheana: “El desierto crece: ¡ay de aquel que dentro
de sí cobija desiertos!”.
No es casual ni
caprichoso, desde luego, que muchas veces se haya tenido la necesidad de
retornar, para meditar, a lo largo de estos dos largos siglos de
desertificación pronosticados por aquel que anunciara la muerte (que no la
inexistencia) de Dios, a aquella fatídica mañana turinesa del 3 de enero de
1889 en la que Nietzsche se abrazó al cuello de un caballo que estaba siendo
golpeado con saña por el látigo de su conductor, para exclamar unas enigmáticas
palabras (“soy tonto, madre”) e inmediatamente después desplomarse. Después
vendrían diez años de silencio y de parálisis, tras los cuales sólo aguardaría
la muerte. Sin pronunciar alguna otra palabra conocida. El silencio de la
filosofía, incoado entonces, supuso el despegue de la cultura como culto
desacralizado de una sociedad secularizada presa de la imperiosa necesidad de
representarse a sí misma en su espectáculo narcisista de autoalienación.
De nuevo cabe la
tentación de pensar que el silencio de Nietzsche fue la consecuencia de su
pensamiento, cuando quizás sólo fue la consecuencia de la locura de un hombre enfermo.
Exactamente lo mismo a lo que aludíamos al principio de este texto al hablar
del terrible final de Foster Wallace y de Fisher. Pero la tentación simbólica,
siempre presente cuando se habla de filosofía o de arte, sigue siendo poderosa:
y lo mismo sucede con el suicidio de Zweig en Persépolis en plena Segunda
Guerra Mundial, tras haber escrito las melancólicas crónicas de un mundo de
ayer desaparecido y después de haber abandonado una inmensa e inabarcable
colección de antigüedades y libros, muchos de los cuales seguramente fueron
pasto del fuego. ¿Acaso no simboliza la muerte de Nietzsche la desaparición de
la propia filosofía? ¿Es el suicidio de Zweig el correlato biográfico de la
tragedia de la alta cultura europea inmolada en dos guerras mundiales? Y lo
mismo sucede con la terrible imagen de Foster Wallace colgado de la viga del
techo tras haber besado con arrepentimiento, según la imagen póstuma imaginada
por su propia hermana, a los dos perros negros con cuya fiel compañía mitigaba
el dolor de la existencia. ¿No es la imagen perfecta del fin de la
posmodernidad como discurso cultural crítico con el capitalismo avanzado? La
verdadera pregunta, sin embargo, es: ¿estamos en verdad legitimados para
colocar las vidas de nuestros escritores más queridos en el lugar estratégico
para desentrañar el significado del mundo que habitualmente ocupan los
personajes de ficción? ¿No será más bien la pervivencia de una estructura
religiosa que busca en ídolos laicos a los nuevos mártires de la
secularización: de John Lennon al “Ché” Guevara, pasando por James Dean o
Elvis? De eso se trata. La reapropiación del capitalismo de nuestro imaginario
mítico poblado de mártires: algo que aquí vamos a tratar de sortear por todos
los medios posibles de los que disponemos.
Emil Cioran habló
de “la melancolía” como un “halo vaporoso de la Temporalidad”. Se refería, por
supuesto, al dolor que produce la experiencia temporal de los hombres, dentro
de una distinción donde el autor rumano diferenciaba: la temporalidad eterna e
inmutable de los dioses, la temporalidad transitoria de los hombres y una
suerte de tiempo autoconsciente y reflexivo de los poetas y de los filósofos.
Dentro de ese tercer grupo, podemos decir que a la experiencia de la Modernidad
que está presente en todos los grandes autores de los últimos dos siglos,
antimodernos siempre por vocación, se suma la conciencia de la crisis
anteriormente mencionada. La obra que da cuenta del proceso histórico, social y
cultural, si es que cabe la diferencia, en el que está inmerso el mundo, corre
inextricablemente unido a la propia biografía. Si, siguiendo a Paul Celan,
“dice verdad aquel que dice sombra”, los autores modernos han puesto por
escrito aquello que todos los hombres modernos han vivido y, por supuesto, aún
viven: la desertificación espiritual de Occidente. La vivencia del páramo
externo en el que espejea el páramo interno que cada hombre desarraigado,
moderno, porta dentro de sí. Y la reflexión filosófica, literaria o cultural no
puede ser separada de la propia biografía de los autores, como sí que ocurre
con los grandes pensadores de la Edad Premoderna (Edad Media, Antigüedad
Greco-latina, tradición hebrea y filosofías del Oriente).
La modernidad como
flujo, como culto a lo efímero, fue acuñada por Baudelaire en 1865 (como
recogía recientemente César León de Castro para El Correo de España): “la modernidad es lo transitorio, lo
fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo
inmutable”. En sus Memorias del
subsuelo (1864), Dostoievski ya anticipaba su desconfianza hacia el devenir
de la modernidad: “Ustedes creen en el
palacio de cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá sacar la
lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese palacio
de cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque
no se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas”. Según la
interpretación que Peter Sloterdijk hará del conocido pasaje del autor ruso,
dicho “palacio de cristal” no es sino la anticipación de la sociedad de
consumo: “La condición humana se
convierte en una cuestión de poder adquisitivo y el sentido de la libertad se
manifiesta en la capacidad de elegir entre productos del mercado o de producir
uno mismo tales productos”. Esa crítica antimoderna y hasta apocalíptica,
cuyo mejor ejemplo y máximo exponente sin duda alguna es La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (“Europa es la realización del hundimiento de
Occidente”), ya había tenido en Max Weber a un agudo colaborador que
denunciaba la “racionalidad procedimental”, cuyo dominio había propiciado “el
desencantamiento del mundo” tras “excluir lo mágico del mundo”. Todos ellos
sufrieron los estragos de ese proceso, repitiendo desde distintas ópticas y en
el particular sistema de pensamiento de cada uno de los autores citados, el
mismo diagnóstico.
La propia evolución
del contexto añadiría matices al discurso antimoderno, al punto de que Joseph
Roth, en los últimos años de su alcoholizada vida (que coincidieron en el
espacio y en el tiempo con el fin de un Imperio y el nacimiento de una guerra
que lo devastaría todo para mejor reformular el Orden Mundial), ya dio cuenta
de ello en sus crónicas: “A la conquista
de la ciudad le sigue la conquista del trabajo. Rodeado de máquinas, el hombre
no tiene más opción que convertirse también él en máquina”. Un año antes de
la muerte de Roth, en 1939, Ezra Pound escribió un texto disperso, reaccionario
y plenamente antimoderno titulado Guía de
la kultura, donde se podía leer: “La
lucha era, y quizá siga siendo, por defender alguno de los valores que hacen la
vida digna de ser vivida. Y ellos siguen huroneando en busca de un significado
en el caos”. Un caos que, como ya había profetizado Nietzsche en Más allá del bien y del mal, era, antes
de nada, interior en el hombre moderno. En palabras de Pessoa, “No soy nada/ Nunca seré nada/ No puedo
querer ser nada/ Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”.
Ese proceso sólo irá agravándose con el paso de las décadas, hasta terminar de
dar a luz el posmodernismo cultural que podemos definir en palabras de Gilles
Lipovetsky, “Eso es la sociedad
posmoderna; no el más allá del consumo, sino su apoteosis, su extensión hasta
la esfera privada, hasta en la imagen y el devenir del ego llamado a conocer el
destino de la obsolescencia acelerada, de la movilidad, de la
desestabilización. Consumo de la propia existencia a través de la proliferación
de los mass media, del ocio, de las técnicas relacionales, el proceso de
personalización genera el vacío en tecnicolor, la impresión existencial en y
por la abundancia de modelos, por más que estén amenizados a base de
convivencialidad, de ecologismo, de psicologismo”.
Desde su crítica
antimoderna, Pound se adelantaba a aquello que, décadas después y con la
cultura de masas incoada en los Estados Unidos tras la IIGM y extendida
posteriormente por la Europa rediseñada (en todos los sentidos), constituía,
para Jean Baudrillard, la definición exacta de la posmodernidad: “La posmodernidad es el intento, tal vez
desesperado, de alcanzar un lugar donde uno pueda vivir con lo que queda. Más
que otra cosa, se trata de una supervivencia entre los restos. Todo lo que
queda por hacer es jugar con los fragmentos. Esto es lo post-moderno: jugar con
fragmentos”. Convertir el caos, lo separado, lo informe, el flujo líquido y
lo fugaz en el centro de la vida; y, por supuesto, también de las distintas
manifestaciones culturales que la sociedad realiza de sí misma. Aquello que
Benjamin, como hemos visto antes, anticipó con una capacidad visionaria digna
de ser remarcada: la autoalienación como espectáculo en una sociedad donde
todo, siguiendo con Baudrillard y con Jameson, es simulacro. Añade Baudrillard:
“Vivimos en un mundo de simulación, en un
mundo en el que la más alta función del signo es hacer que desaparezca la
realidad y, a la vez, esconder esta desaparición”.
¿A quién escribió
Franz Kafka, que quiso quemar todos sus textos en el último aliento de su vida?
Para Dios, esto es, para el vacío de un mundo desertificado: “para todos y para
nadie”, hubiese dicho Nietzsche. Kafka fue, sin duda, el más original autor del
siglo XX; su obra es, en el fondo, mucho más una anticipación del capitalismo
avanzado que de los totalitarismos (aunque la tan extendida confusión pone de
manifiesto la similitud entre ambos sistemas). Su tono paródico, su sentido del
humor irónico, el trasfondo existencial absurdo, todavía no ha sido
desentrañado con la hondura que sus páginas atesoran. Todo lo que se puede
decir sobre el total de la Modernidad, que por supuesto incluye su fase más
profunda o posmoderna, se encuentra ahí. Y resultó, por supuesto, fundamental,
al punto de que su influencia en ambos solo es equiparable a la ejercida por
William Burroughs, para formar el pensamiento de Mark Fisher y de David Foster
Wallace. Un nuevo Job: eso es Joseph K, eso es el agrimensor, o bien el
desdichado Gregor Samsa; eso es, en definitiva, el hombre moderno, que se
pregunta, en silencio, si no será todo una broma infinita y macabra que han
tramado Dios y el Diablo, al alimón, en el momento de diseñar los pormenores
cotidianos y burocráticos del realismo capitalista, con todo lo que éste
arrastra consigo de infernal.
Todos nos
percibimos a nosotros mismos dentro y fuera del mundo moderno; como ciudadanos
de la modernidad y como turistas que se pasean ante el espectáculo surgido de
la “transvaloración de todos los valores”; se trata de interpretar ambos
papeles a un tiempo, como el actor de una modesta compañía teatral. Vivimos la
experiencia alienadora, por un lado, y nos convertimos en observadores de la
experiencia alienadora, muchas veces por medio de una cultura que, como en la
cita de Benjamin mencionada al principio de este artículo, ha hecho de la
autoalienación el último espectáculo posible. Para el sujeto contemporáneo a
las redes sociales, para los “nativos televisivos” de los años ochenta y
noventa, primero, y para los “nativos digitales” nacidos a partir del cambio de
milenio, después, aquello que observamos al otro lado de la pantalla conforma
realidad directamente, produce imitación instantánea y genera identificación al
momento: la mímesis hace que imitemos a los modelos que miramos durante horas
todos los días, que sintamos que nuestro avatar es incluso más real que el yo
que mostramos a la mayoría de las personas y llega a producir que momentos
esenciales de nuestra vida, definitorios incluso, sean contemplados únicamente
al otro lado del televisor: como cuando pasamos dos meses confinados por culpa
de un virus y nuestro último lazo comunitario para que no nos sintamos
simplemente como miles de millones de personas encerradas en sus casas sin
posibilidad de contacto, sean las redes sociales, las nuevas plataformas de streaming y la programación televisiva.
El espectador de cualquiera de esos canales, claro está, se sentirá desde
cualquier geografía e incluso escala social, parte de la masa consumidora pero,
gracias a la publicidad personalizada y al sistema de algoritmos, también se
sentirá como un individuo cuya personalidad insustituible es reafirmada por aquello
que genera realidad: lo que aparece al otro lado de las pantallas, lo que se
desea, lo que podemos consumir cuando no estamos desarrollando nuestro rol de
productores. Como escribiera Don DeLillo, “Están
tomando fotos de gente tomando fotos”. Y lo peor es que ya no conocemos
otra forma no-laboral de relacionarnos con los demás que no sea intercambiando likes.
La ironía y la
autoparodia, que hace décadas que están en manos de la propia publicidad (como
casi todos los rasgos estilísticos o ideales políticos que en los años 60 eran
vanguardistas contraculturales), permiten al espectador vivir esa distancia y
esa autoconsciencia de sí sin la necesidad de sentirse demasiado ridículos. De
nuevo Benjamin: comprando, el consumidor busca la absolución, pero, lejos de
hallarla, solo se siente más culpable por su propia incapacidad para dejar de
caer en aquel acto degradante que sabe que lo convierte en masa. De los
millones de espectadores de las exitosas películas de Los Vengadores, muchos hacen bromas de sí mismos por ir a ver una
película de comercial, un producto sin paliativos, diseñado para engañarles
forzándoles a pagar una entrada por algo que es mera pirotecnia visual y
sentimentalismo huero; no por ello, claro está, dejan de hacer aquello que no
pueden dejar de hacer: ir a ver la película, especialmente los profesores
universitarios que son expertos en las teorías de Walter Benjamin. Con la
construcción en serie de barcos en el Arsenale
Novissimo de Venecia durante el Renacimiento (1473), se puso en marcha un
modelo capitalista que acabaría con los gremios medievales y las propiedades
comunales en las principales naciones de Occidente, durante los siglos
subsiguientes, hasta poner en marcha, alcanzado el siglo XIX y la Revolución
Industrial, el sistema de trabajo asalariado, con el que se puso fin a un tipo
de sociedad comunitaria que estaba íntimamente ligada a los valores
tradicionales propio de la filosofía perenne y adaptada a la cultura local de
cada lugar. En la parte final de su obra, la de Comunismo ácido (2019) y algunos textos póstumos que
progresivamente van viendo la luz, Mark Fisher volverá sobre la cultura hippie californiana de los años 60 para
reivindicar, frente a críticos de la talla de Clouscard o de Pasolini, los
estilos de vida contraculturales como una tentativa viable de vida alternativa
sobre la que construir proyectos utópicos en el horizonte postcapitalista
actual.
La utopía es la
alternativa a un capitalismo que, desde Reagan y Tatcher, se presenta como
única posibilidad viable de civilización. Para Fredric Jameson, defender que el
capitalismo no está tan mal es, a efectos prácticos, igual que defender que el
capitalismo es el mejor sistema imaginable. En sus palabras: “Adaptando la famosa sentencia de Tatcher, no
hay alternativa a la utopía, y el capitalismo tardío parece no tener enemigos
naturales (los fundamentalismos religiosos que se resisten al imperialismo
estadounidense y occidental no respaldan en absoluto las posturas
anticapitalistas). Pero no es sólo la invencible universalidad del capitalismo
la que está en cuestión, deshaciendo incansablemente todos los avances sociales
obtenidos desde el comienzo de los movimientos socialistas y comunistas,
revocando todas las medidas de bienestar, la red de seguridad, el derecho de sindicación,
las leyes reguladoras industriales y ecológicas, y ofreciendo privatizar las
pensiones y de hecho desmantelar todo lo que se interponga en el camino del
libre mercado en todo el mundo. Lo devastador no es la presencia de un enemigo
sino la creencia universal no sólo de que esa tendencia es irreversible, sino
de que las alternativas históricas al capitalismo se han demostrado inviables e
imposibles, y que ningún otro sistema socioeconómico es concebible, y mucho
menos disponible en la práctica. Los utópicos no sólo ofrecen concebir dichos
sistemas alternativos; la forma utópica es en sí una meditación representativa
sobre la diferencia radical, la otredad radical, y sobre la naturaleza
sistemática de la totalidad social, hasta el punto de que uno no puede imaginar
ningún cambio fundamental de nuestra existencia social que antes no haya
arrojado visiones utópicas cual sendas chispas de un cometa. La dinámica
fundamental de cualquier pulsión utópica (o de cualquier utopismo político)
radicará siempre, por lo tanto, en la dialéctica entre la identidad y la
diferencia, en la medida en la que dicha política tenga por objetivo imaginar,
y a veces incluso hacer realidad, un sistema radicalmente distinto a éste”.
La irrealidad
inherente al capitalismo avanzado (es decir, aquello que comúnmente se suele
dominar, con cierta imprecisión terminológica, como “neoliberalismo”, iniciado
a raíz de la llegada de los Chicago Boys a Chile de la mano de Pinochet y
extendida por los Estados Unidos y posteriormente al país de una Margaret
Tatcher que pronunció aquella fatídica sentencia: “There is no alternative”, que resume bien el grueso del ideario
liberal contemporáneo) sería imposible de mantener sin la lógica cultural en
forma de gigantesca industria mediática y pseudoartística que lleva aparejada
consigo. Los constantes delirios transhumanistas, ecológicos, animalistas,
espaciales y del todo utópicos del capitalismo, que se manifiestan con especial
inconsciencia en sus élites empresariales de Sillicon Valley (“la silicolonización
del mundo”, que diría Sadin); y en los autodenominados “filántropos” empeñados
en salvar el mundo a la manera de los héroes de la Marvel, no son la prueba de
que el mundo está en manos de cuatro corporaciones (es un decir, igual son
cinco o seis) y de una docena de magnates (aunque sin duda, ellos sean los que
“cortan el bacalao”), sino que las corporaciones y los magnates forman parte de
un mundo que avanza, impulsado por la ceguera de la técnica, con el piloto
automático y sin frenos hacia territorio ignoto, generando constantemente
relatos, simulaciones y por supuesto espectáculo, a modo de coartada, desde think thanks y foros internacionales
estupendamente financiados, así como a través de una industria cultural
omnívora que asimila los discursos antisistema como propios para escupirlos,
después, en forma de un producto capitalista más, puesto con comodidad a
disposición y al alcance del consumidor. En ese sentido, el capitalismo es un
maestro en el arte de crear paradojas o contradicciones y de obligar a los
hombres a vivir instalados perpetuamente en ellas. Espectador/Actor;
Productor/Consumidor; Pasivo/Autoconsciente; etcétera; la bipolaridad como
nueva normalidad es el signo del capitalismo en nuestras desgastadas mentes.
El trabajo aparece
como principal generador de identidad en un mundo donde, ante todo, se nos
educa para ser consumidores (adictos) al tiempo que productores (ansiosos,
necesitados); y, mientras, se generan sueños utópicos a través de la cultura:
las máquinas nos van a redimir, nos dicen al otro lado de las pantallas, del
trabajo, pero mientras esa promesa es postergada ad nauseam, cada vez se trabaja más tiempo a cambio de menos dinero
y en peores condiciones, sin que nadie haga de esa realidad cotidiana y
degradante un elemento central del debate público. En ese sentido, las
identidades minoritarias sirven como armas canceladoras de los intereses de
clase: ya no hay solo un grupo oprimido, sino muchos, y encima el propio
capitalismo es el que pilota los lobbys de
las minorías sociales. Mientras, nadie pone en tela de juicio el capitalismo
que es, precisamente, el responsable de la desigualdad de la mujer, de la
explotación de los recursos naturales y, sobre todo, de la transformación
antropológica del hombre en mero homo economicus
a través de la simple reducción de la identidad a los resultados que cada uno
ofrezca en términos de producción y de consumo. De esta forma se ha producido
toda una destrucción del tejido social y una reducción de todo problema
colectivo a mal individual que puede ser solucionado sólo a través del consumo
como forma de terapia o de la producción como vía de absolución social y no de
la acción política. Hemos pasado del sindicato a los influencers pensando ingenuamente que todo era cuestión de moda y
de unos privilegios blindados para siempre.
La libertad,
despojada de aspiración a la verdad, nos ha convertido en consumidores a la
busca de, a través del consumo, hallar esa entelequia que es la felicidad; solo
que a cada producto que compramos, nos encontramos un poco más lejos de ella,
al tiempo que necesitados de volver a comprar, tratando en cada caso de ganar
la distancia perdida. La autodeterminación y el diseño de la identidad por
medio de la caracterización de la personalidad y del solipsismo psicologista
encajan perfectamente en ese ideal. Por eso en el mundo del simulacro ya solo
nos identificamos con nuestros referentes de ficción y con nuestros avatares
virtuales: donde el yo que aparentamos ser en redes sociales resulta mucho más
significativo acerca de quiénes somos qué el ser humano que realmente nos
conforma en nuestro paso por el mundo real. La única certeza que tenemos, en
ese sentido, es nuestro rol laboral y algunas pinceladas psicológicas (clase
social, condición económica, preferencia sexual, culto folclórico o militancia
política activa, etcétera) que permiten un mínimo de solidez, normalmente
rentable desde el punto de vista del consumo: dime qué compras y te diré quién
eres.
La eficacia es el
primer mandato de la religión capitalista: aquel que permite acortar el tiempo
a través de la explotación del espacio para tratar de imponer distancia con la
muerte. Pero lo que se pierde en el proceso es el conocimiento, fruto de la
asimilación, cuya trascendencia nos puede llevar al saber. El fantasma de la
depresión recorre Occidente. Si todas las familias infelices, según el famoso dictum de Tolstoi, lo son a su manera,
no debería resultarnos extraño constatar que nuestra sociedad sea aquella
poblada por una mayor cantidad de sujetos extravagantes jamás recopilada. El
sufrimiento, aparecido bajo la apariencia de múltiples formas de alienación y
de perversión, tan degradantes como por lo demás ingeniosas y puede que hasta
originales, es el rasgo distintivo, desde un punto de vista antropológico, de
nuestra época. Sus consecuencias están a la vista de todos y muchos se precian
públicamente de haber contribuido a ello. Hemos pasado de la represión
denunciada por Freud en los años 20 y Marcuse en los 50 a un planteamiento
totalmente opuesto: en apenas unas décadas, nuestra sociedad está pagando las
deudas de una ausencia de límites que es el signo básico del capitalismo. La
velocidad, paradójicamente, ha sido inmortalizada por medio de la imagen: desde
el Titanic hasta el CERN, pasando por la bomba atómica de Hiroshima, la Caída
del Muro de Berlín o el 11S y tantos otros momentos grabados a fuego en el
inconsciente colectivo. Con Auschwitz acabó la noción ilustrada del progreso y
comenzó la noción posthumana, donde el poder pertenece a las máquinas, autogeneradoras
de su propia velocidad de transformación. No es el hombre el que rinde culto a
la Razón como diosa, sino que la razón está puesta al servicio de los
verdaderos centinelas del progreso: las máquinas que dirigen el imparable
avance de la técnica en el mundo.
Más somos los
hombres quienes en realidad pagamos las consecuencias de ese vértigo
transformador: una sobreestimulación sensorial que, conjugada con la decadencia
de lo humano, la tentación anti-intelectual en constante expansión, el desprecio
mezquino a la verdad y la falta de perspectivas para el desarrollo personal y
espiritual pleno, nos abocan a la ansiedad, la depresión, la neurosis y el
suicidio. La realidad y sus infinitas ramificaciones componen el centro de su
reflexión; frente a esa vuelta nostálgica al pasado a la que tiende la cultura
actual, una aproximación “hipemoderna” (“La
sociedad hipermoderna se presenta como la sociedad en la que el tiempo se vive
cada vez más como una gran preocupación, la sociedad en la que la presión
temporal se ejerce y se generaliza” Lipovetsky) a través de la exploración
tecnológica de lo humano: lo pop, lo camp, lo punk… Es decir, la publicidad, la televisión, las redes sociales
(de manera tardía), los medios de comunicación y todas las manifestaciones
actuales de la cultura popular, reducida a producto de consumo de masas, como
reflejo del mundo, que ya no puede ser captado de manera directa porque, a
partir del 11S, precisamente ha comenzado a desarrollarse “al otro lado de la
pantalla”, en un lugar ignoto, terrible y a la vista de todos, constantemente.
Enmarcar lo nuevo dentro de la tradición y adaptar la tradición para que
aparezca bajo la apariencia que le otorga lo nuevo: una mezcla de arqueología y
de renovación: en eso consiste, en esencia, la respuesta cultural al realismo
capitalista que afirma la inexistencia de una alternativa. Hablamos, por
supuesto, de una utopía.
El realismo
capitalista es una ficción que se ha impuesto por medio de los grandes poderes
de la comunicación y por un inmenso aparato simbólico que modula nuestro
imaginario y de cuya existencia casi nadie parece ser consciente. Sin embargo,
la realidad capitalista está en constante transformación y convierte su propio
pasado en un producto sentimental que pronto queda obsoleto y provoca nostalgia
en los consumidores habituados a él. Acabar con los grandes relatos nos ha
hecho ser más conscientes de nuestra propia insignificancia y de cuán honda es
nuestra fragilidad: el dogma ya no es un escudo razonable para aquellos que
todavía se precian de tener inteligencia. Despojados de corazón, hemos visto
emerger de las profundidades una herida inabarcable. Cuando la cultura redunda
en la banalidad, el insoportable malestar del ser cristaliza. La realidad ha
desaparecido y solo queda la ficción, que pone en cuestión el concepto de
verdad: si todo son relatos, ¿cómo defendemos la existencia del bien y del mal
claramente diferenciados? La crítica cultural, entonces, se convierte en el
único cuestionamiento dialéctico válido a la hora de distinguir bien y mal;
capaz de buscar categorías morales como “bien y mal” en el mundo . La
aceleración propia del capitalismo acorta los tiempos y vuelve homogéneo el
espacio. Se trata de un proceso maquinal cuya lógica es, por naturaleza,
técnica y posthumana: delega las decisiones en la propia inercia del progreso.
El arte pop, de la mano de la
publicidad, convierte todo objeto en objeto de consumo, banaliza la unicidad de
los objetos (su ausencia de aura), ahonda en su banalidad. Y el humor, por
medio de la ironía, termina resultando la verdadera filosofía de la
posmodernidad en cuanto que ausencia de certidumbre. Así lo escribió
Baudrillard: “Hoy en día, la abstracción
ya no es la del mapa, la del doble, la del espejo o la del concepto. La
simulación no corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia,
sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad:
lo hiperreal (...). La era de la
simulación se abre, pues, con la liquidación de todos los referentes. No se
trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni de parodia, sino de una
suplantación de lo real por los signos de lo real. Hiperreal en adelante al
abrigo de lo imaginario, y de toda distinción entre lo real y lo imaginario, no
dando lugar más que a la recurrencia orbital de modelos y a la generación
simulada de diferencias”. Porque, para Baudrillard, el mapa ha dejado de
representar el territorio para terminar de sustituirlo. Desaparece, por lo
tanto, la existencia de la realidad. O eso se pretende desde un relativismo que
pretende convencernos de que categorías como bien y mal, biología e historia, o
también verdad y mentira, entre otros, son simples vestigios anacrónicos del
pasado: rescoldos de un maniqueísmo totalitario del que el posmodernismo
democrático ha venido a liberarnos.
En una sociedad
infantilizada los ciudadanos solo pueden ser tratados como niños: a base de normas
estrictas, premios, castigos y versiones simplificadas de la realidad. “La filosofía debe ser rara porque la
realidad es rara”, escribió Graham Harman. Podemos considerar que esa
“filosofía rara” para unos “tiempos raros” se encuentra, sobre todo, diseminada
en formatos no dialécticos como lo son la ficción cinematográfica, productos
culturales como la música o el entretenimiento, y por supuesto también en la
literatura. Además de en todas las labores de crítica que se dedican a
reflexionar en torno a lo que acabamos de citar: libros sobre libros sobre
libros. Por ello es que podemos afirmar sin temor al escarnio que los trabajos
de crítica cultural firmados por David Foster Wallace y por Mark Fisher suponen
lo mejor de la filosofía de principios del siglo XXI. Sin embargo, el
encumbramiento de la imagen irreflexiva y vertiginosa, el auge de lo kitsch, supone la reacción del
capitalismo a esa crítica cultural que evidencia lo innegable: la desnudez del
emperador al que se ha dado en llamar realismo capitalista. Se trata de la
sombra del sinsentido en el marco de un capitalismo antihumano.
¿Qué es lo kitsch,
ese fundamento de la cultura capitalista en el marco de un mundo dominado por
la imagen? Theodor W. Adorno equiparaba lo kitsch
a las cucarachas. Chantal Maillard va incluso más lejos en su rechazo: “La insatisfacción es una estrategia del
Imperio. La sociedad de mercado necesita individuos profunda y perpetuamente
insatisfechos. Un individuo satisfecho no necesita consumir compulsivamente. De
lo que se trata, pues, es de mantener el nivel de insatisfacción, y para ello
se necesitan productos degradados o desvirtuados. Al mercado no le interesan
los productos íntegros, consistentes. Cuando algo así aparece, tiene que
degradarlo. Se lo apropia y lo desvirtúa ipso facto. El kitsch es así una de
las grandes armas del paraíso global”. Lo que coincide con la “pérdida de
aura” a través de la reproducción seriada, que fuera denunciada décadas atrás
por Walter Benjamin. Un vaciamiento de contenido que puede recalar, según la
apocalíptica visión de Giovanni Sartori, en “una cultura de la imagen”; más
aún, en “una cultura de la incultura” y “en un modo de vivir que consista sólo
en matar el tiempo”. Donde ideales como el conocimiento, el amor o la
reflexión, fundamentos de una vida consagrada a la búsqueda de la sabiduría,
aparece como una entelequia o como una extravagancia.
Según Milan
Kundera, “En el imperio del kitsch
totalitario las respuestas están dadas de antemano y eliminan la posibilidad de
cualquier pregunta. De ello se desprende que el verdadero enemigo del kitsch
totalitario es el hombre que pregunta”. En palabras de Ángel Faretta, “Hay un falso estilo en medio de todos
nosotros. Es una forma particularmente nuestra, porteña, de kitsch. Es algo como un magma o una gelatina a la
manera de una viscosidad pringosa, que primero atrae como dulce cebo o muelle
cobijo y abrigo”. Y, por supuesto, también de Hermann Broch: “La exigencia ética del artista, como
siempre, es producir ‘buenas’ obras y solo el diletante y el productor de
kitsch producen su obra buscando la belleza”. Desde otra perspectiva,
apunta Umberto Eco: “El kitsch como el
estilema extraído del propio contexto, insertado en otro contexto cuya
estructura general no posee los mismos caracteres de homogeneidad y de
necesidad de la estructura original, mientras el mensaje es propuesto —merced a
la indebida inserción— como obra original y capaz de estimular experiencias
inéditas”. Para la fórmula final que permite comprender la imbricación
perfecta de lo kitsch dentro del
capitalismo, tal y como lo expresa Antonio Patiño: “El zapping revela a un tiempo el poder de captación del medio y el
tedio repetido de los contenidos” porque en el zapping se alternan “el shock y el kitsch”. Por último, Mario
Perniola estudió como la propia política deviene en simulacro: los propios
discursos políticos y los idearios devienen, bajo la alargada sombra del
capitalismo, en imágenes, a modo de performance,
de happening, de liturgia pública o representaciones teatrales, que no
remiten a ningún contenido real.
El pensamiento
rescata de la vida aquello que compone su esencia, transformándolo en discurso.
El arte selecciona de entre la inmensidad de la vida aquello que la sublima.
Por lo tanto, una filosofía profunda, como aquella contenida en la crítica
cultural de David Foster Wallace y Mark Fisher, se fundamenta sobre la glosa de
la esencia vital que el pensamiento transcribe y que el arte sublima. Los
fragmentos antiguos eran residuos, restos, escombros; los fragmentos modernos
son nótulas, escolios, trajes a la medida de la realidad. La crítica cultural
resplandece, en ese desierto filosófico, en el hoy, como última forma de hacer
filosofía. Günther Anders escribió: “El
consumo de masas tiene lugar hoy de manera solitaria. Cada consumidor es un
trabajador doméstico no pagado al servicio de la formación del hombre-masa”.
El consumo es lo que ha destruido el tejido social, alimentando nuestro ego y
levantando todo un muro con los demás compuesto casi exclusivamente por objetos
que no necesitamos pero que sentíamos necesario adquirir: somos esclavos de lo
que poseemos, personas que han contraído una enfermedad mental por la que se
hace imposible dejar de comprar. Ahora que los mensajes que recibimos nos
invitan a abandonar el consumo o avanzar hacia un paradigma de sostenibilidad
porque hemos demostrado que una producción infinita no es compatible con un
mundo finito en sus recursos, ese contraste entre nuestra tendencia cultural y
la realidad de nuestro entorno solo puede producir estrés y furia en un
consumidor habituado a tener aquello que antaño sólo estaba al alcance de los
reyes más acaudalados, y ni siquiera, sencillamente a través de un click en Internet. Así, Heidegger dejó
dicho sobre el impacto antropológico de la técnica: “En la medida en que el hombre construye técnicamente el mundo como
objeto, se obstruye voluntaria y completamente el camino hacia lo abierto (la
presencia del ser en su verdad), que de todas formas ya está bloqueado. El
hombre que se autoimpone es asimismo, quiéralo o no, sépalo o no, el
funcionario de la técnica”. Hemos pasado de un paradigma artesanal a poder
desempeñar únicamente un papel en relación con la técnica: el de revisores.
Más que nunca, en
un tiempo donde la realidad ha dejado de parecer real y, por lo tanto, de poder
ser traducible con eficacia en términos de dialéctica, resplandece la verdad
que hay en el arte como representación de la vida. Entonces como ahora: Fiat ars, pereat mundus (“Que se genere
el arte, aunque el mundo perezca”). Y así. Las ficciones televisivas que
modulan el imaginario de la clase media sirven para reforzar los aparatos de
poder del Estado: muchas veces, sus protagonistas son policías, letrados y sanitarios.
Se utiliza un aparato simbólico de manera indirecta y la manipulación emocional
de manera directa para influir sobre la cosmovisión del espectador.
Favoreciendo el temor, consiguen que el espectador, otrora votante, llegue a
estar dispuesto a renunciar a su libertad en favor de la protección ante la
hipotética inseguridad. No hay diferencias entre política y cultura, contra lo
que afirman los liberales con su noción tecnócrata de lo común, porque todo
ello forma parte de la res pública.
Lo contrario implicaría aceptar que el arte puede ser solo espectáculo o que
pensar la política es irrelevante frente al funcionamiento real de la
tecnocracia que nos gobierna. Quién controla el imaginario tiene en su poder la
capacidad de perpetuarse en la mente de los espectadores. Hoy como siempre pero
con muchas más posibilidades puestas a su disposición.
A esa concepción
cultural del capitalismo que genera arte en cadena, a modo de productos
perfectamente diseñados e impuestos, cabe oponerle un testimonio personal de la
cultura, una experiencia cultural realizada de abajo y hacia arriba. Es ahí
donde se impone el modelo incoado por David Foster Wallace o por Mark Fisher:
en el comentario limitado por una perspectiva y que puede ofrecer la verdad sin
querer imponerla de forma dogmática, sabiendo que hay tantas experiencias
similares como personas existen. Todos somos storytellers: el blog aparece
como lugar de testimonio, donde se mezclan los formatos y los discursos, donde
todo es narrable y al tiempo excede las barreras de la propia narrativa, donde
se reflexiona sobre lo narrado por otros, donde cabe la referencia erudita y a
la vez la anécdota mundana. Sólo es idéntica la curiosidad ante lo que nos
rodea, manifestándose de forma diferente en cada ocasión: una forma de
experimentar la realidad a través de distintos dispositivos, lugares y
posibilidades. La autoficción en novela, la conversión de la opinión del
periódico en página personal y la hibridación en ensayo son algunas de las
progresivas muestras de la creciente influencia del blog en nuestra forma de
escribir y de dejar testimonio. El bloguero transforma la realidad en
testimonio; el crítico cultural transforma la cultura en síntesis de la misma;
el bigdata necesita ser transformado
en conocimiento por el usuario, algo que, en clave “apocalíptica”, fue en buena
medida anticipado por Eliot: “¿Dónde está
la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido
en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Nos
apartan de Dios y nos aproximan al polvo”. Ahora es el momento de realizar
el camino inverso.
El crítico
modernista entiende que el arte es sólo una cuestión de estilo sometida a una
escala de mayor o menor entidad; el crítico posmodernista entiende que el arte
es importante también en relación con el mundo que le rodea y las repercusiones
que en él desencadena, o que el mundo ha desencadenado en él. La posmodernidad
entendida como la fase más profunda de la modernidad, al manos hasta la fecha y
sobre todo en la primacía del sujeto, en la necesidad de una crítica, que
cuestiona muchos de los planteamientos (metarrelatos) de la etapa anterior,
pero que comparte con esa misma etapa un único afán de cambio. Ambos autores
estudiaban la cultura popular y el poder simbólico del kitsch como epicentro de la comprensión de la realidad de nuestro
tiempo y del sujeto contemporáneo: Foster Wallace de manera descriptiva y
Fisher de manera teórica, pero los dos con igual pericia. Hay que generar
autoconciencia, partiendo de nuestra experiencia integrada en el realismo
capitalista de la existencia del imaginario y de sus múltiples mecanismos de
dominación: esa es la gran lección heredada, más allá de las reflexiones
particulares, en la obra de ambos pensadores anglosajones. Aprender a mirar, en
un mundo de pantallas, es aprender a ser ciudadano: cuando en la política ha
fallado la representación y ha fallado la capacidad de discernimiento porque el
mundo ha devenido una multiplicidad de imágenes imposibles de reconciliar entre
sí.
Hace ya más de cien años, James Joyce hablaba de caósmosis (término sobre el que han reflexionado autores como Félix Guattari, Luis Sáez Rueda o Antón Patiño) como un caos cómico que gobierna el universo. Lo que posteriormente se llamaría entropía y haría fortuna entre algunos de los grandes autores posmodernos como Thomas Pynchon. Se trata de un flujo visual desatado y situado en el marco de un mundo altamente complejo, interconectado y holístico, en el que se destaca únicamente aquello que conviene para los poderosos: a través de los medios de comunicación o de las ficciones se configura nuestro imaginario, se da forma a nuestra mentalidad, destacando unas imágenes sobre otras en medio del caos en el que ya estamos inmersos. No en vano Lyotard hablaba de “transgredir la forma” para disolver el “decir en el ver”. Y, por su parte, Naomi Klein mencionaba la creación, o, sencillamente el aprovechamiento, de sucesivos shocks para mejor imponer, gradualmente, la voluntad de las élites a las minorías. La propia noción de shock que Patiño, como antes mencionamos, une a la noción de kitsch, alude a un sentimiento de conmoción que lo visual imprime en la psique con una violencia inusitada: todos somos hijos del 11S y de sus imágenes llenas de fuego y destrucción y cristales rotos y de inocentes que saltan por la ventana; y, a su vez, todos estamos marcados por la ausencia de imágenes que nos dejó la pandemia de Coronavirus cuando vivimos dos meses confinados, reduciendo nuestro contacto con la realidad a aquello que obteníamos a través de la pantalla del televisor o del monitor del ordenador: calles vacías, hospitales solamente filmados desde el exterior, discursos políticos, platós de televisión donde a cada día se contradecía con impudicia lo afirmado con rotundidad la tarde anterior. Nuestro insoportable malestar del ser sería un asunto puramente cómico, por grotesco, si no fuera por el intolerable coste humano en forma de víctimas con el que salda sus días, desde hace ya varias décadas.
Melancolía. Esta
obscena bilis negra. Uno de los cuatro humores a partir de los cuales los
clásicos interpretaban y clasificaban el carácter de los hombres. Si la cólera,
otro de los citados humores, permanece en el reverso de la opresión del hombre
por el hombre, la melancolía reside en el envés de la existencia: igual que el
mundo del sueño lo hace en el de la vigilia. Su fruto es de larga duración: se
transforma de manera constante, sin por ello destruirse, como ocurre con la
propia materia. Degenera para ampliarse y es un vacío poblado por una
transparencia tan bella como inhabitable. Espacio metafísico que es a un tiempo
lejano y cercano, múltiple y unitario, propio y ajeno: la melancolía exuda un
aliento cálido y gélido, que mata y revitaliza, que provee y arrebata, todo
emanando de un mismo soplo. En una sola vez: no acaba ni empieza, la
melancolía: existe. Como patrimonio personal y colectivo, como memoria pública
inconsciente y manía personal privada. Incluso cuando nosotros dejamos de
latir. En el momento en que comenzamos a permanecer. Es posible, más que
probable, que en algún momento deje de haber hombres: quedará la melancolía.
Detritus inmarcesible de gestos inútiles y quejas desoídas. Lo que no se habita
aunque tratamos de cercar no se puede abandonar. Aquello que escapa al nombre
que caprichosamente le imponemos no se puede dominar. Mantra silente que reza.
Imagen muda que clama. Anciana palabra que ilumina. Melancolía.
Sólo hay una
compañía compatible con la ilusoria hegemonía de la soledad a la que llamamos identidad:
la creación artística, en alguna de sus múltiples variaciones: lectura,
contemplación, pintura, composición musical, escritura, interpretación de una
partitura, etcétera. Frente al vitalista exultante que sale a conquistar el
mundo, ese garante del progreso y la civilización que se sucede perpetuando la
evolución, el ensimismado melancólico es un enemigo indirecto pero igualmente
vocacional del avance: más que trazar un camino hacia delante, horada un campo
hacia el interior de la tierra. La interioridad inexpugnable. Su relato
experiencial, a diferencia del de su contrario, no se compone de gestas:
pertenece a los fracasos. Donde otros cantan y festejan, el melancólico se
lamenta y llora. Su lenguaje, intransferible, es la introspección. Únicamente
puede ser comunicado en actos de amor, acompañados de confidencias y
carantoñas. Es cuando desaparece el amor que emerge la soledad, carente,
entonces, de esa otra soledad a la que llamamos cariño. Ahí se dispone a llamar
a la melancolía, presa de la desesperación y del desasosiego. Cuando la soledad
viene impuesta: melancolía. Cuando se busca la melancolía, hastiado de lo
demás: soledad. La conjunción de ambas palabras en un mismo párrafo compone la
única forma de amor verdadero jamás registrada.
La melancolía es el
último lazo que ata al desesperado con la vida. Amor solitario que se dirige a
la propia melancolía. Como a una amada que aún no hemos podido conocer. Bajo su
aparente escepticismo late un poderoso aliento vital. Reconforta quebrando. Hay
una iconoclastia inherente en la melancolía: el arrebato que abjura de la
propia melancolía. Reafirmando la nada que es el Yo, amando el mundo que
aparece como Otro, fragmenta la soledad en tentativas de salvación póstuma.
Todo desgarro desnuda pero se dispone a ser vestido tras una acuciante labor de
purificación. Ningún esclavo es melancólico: es exclusivo patrimonio de los
hombres libres. Esos dueños exclusivos de su ausencia. Los únicos que pueden
permitirse el derroche de ser frágiles. Verdaderos. Procaz libertad, aquella de
quien se angustia sin motivo aparente. No por más libre ni sucia (disculpen el
pleonasmo), resulta menos lacerante. El dolor es una forma de placer cuando se
escoge sufrir: el dedo sobre la llama como oración suprema. Solipsismo como
afirmación radical de lo divino. Narcisismo como entrega desinteresada al otro.
Egolatría para amar al prójimo. Carencias que se exponen a la busca de
presencias. Dios. Sin hambre de trascendencia, ninguna forma de melancolía
podría ser concebida. Estoy melancólico, luego existo. Porque la melancolía es
ese lugar que no se puede cartografiar y del que uno siempre vuelve un poco más
sabio. Donde todo es posible aunque nada sucede nunca. Salvo el final, que aparece
de manera constante.
Puente. Aquello que
pende sobre un vacío, que restaña la ausencia, uniendo dos extremos desligados.
Hubo un tiempo en que el artista era considerado como un médium o un demiurgo
que, inspirado por las musas y por la cólera de los dioses, conectaba dos
mundos: aquel para el que escribía y aquel desde el que escribía. Algo así como
el interior de una cabeza abriéndose para manifestarse impúdicamente en el
interior cerrado de otra. Bien. Eso es, precisamente, el crítico cultural: el
palmero de dos mundos. Una puerta de lo desconocido que se abre a lo
desconocido. Celestina que casa lo escrito por el autor y la sociedad en que la
escritura se encuadra. Vestigio de lo muerto en lo vivo y latencia de lo vivo
en lo muerto. Recuerdo del pasado que se niega al hacerse presente y memoria
del presente que se convierte al instante en pasado. La novedad editorial, el
clásico revisitado o la obra que gana nuevos significados a la luz de un
acontecimiento recién encarnado. Todo cambia: con especial intensidad lo hace
aquello que perdura. Todo varía: con especial necesidad lo hace aquello que
tiempo atrás fue escrito. Cuando lo viejo se derrumba y las manos que trazaron
las líneas sobre el papel yacen inertes. Los paisajes de Giorgio de Chirico y
los personajes de Michelangelo Antonioni. El grito de Edvard Munch y los
silencios de John Cage. Las líneas transversales de Vasili Kandinsky
sobrevolando los heterónimos impersonales de Fernando Pessoa. Un mundo de lo
imposible que aparece allí donde la posibilidad es moneda corriente. Esto es,
lo que no es el ser pero que igualmente está ahí: inspirando misterio. La
certidumbre que alberga en el fondo de sí toda confusión. El deseo reprimido
que anhela cualquier claudicación. Y todas las derrotas que inducen a la
melancolía.
La libido de la
obra, que late de manera reverberante en la propia interpretación de la misma,
habita en la pulsión que invita a penetrar el futuro: lo que nos está vedado,
por desconocido e imposible, pero que podemos heredar y acariciar con la
presencia y el tacto de nuestra escritura. Amamos lo que desconocemos, en el
momento en el que la persistencia de lo vacío colma su ausencia. Una cópula
metafísica, naturalmente atemporal, que va desde la melancolía y hacia la
melancolía. Como el llanto desconsolado de un niño tras su primera inspiración
mortal. El primero de muchos alientos exhalados, hasta que no pueda tener lugar
uno más. La muerte significa permanecer eternamente horizontal: sin fuerza para
levantarse. Perder el privilegio de contemplar un árbol. Cerrarse al canto de
los pájaros. Rebotar la luz del día como un canto rodado. Escuchar el silencio sin
ser y habitar, ahora sí, el vacío de lo inexistente. Sólo el infante sobrevive
al ocaso, en cuanto que lo antecede desde la lejanía. Hacerse niño o morir ya
en vida: es ahí donde descansa toda posibilidad futura. Mía y tuya; nuestra y
vuestra; cultural y colectiva. En la quimérica necesidad de vencer a la
infancia perdida. Sin tener que renunciar, por ello, al retorno de la
inevitable melancolía.
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