UNA TRADUCCIÓN DE SAMUEL HUNTINGTON. Por Frank G. Rubio

UNA TRADUCCIÓN DE SAMUEL HUNTINGTON 

Introducción, notas y traducción: Frank G. Rubio


Me he tomado la molestia de traducir, trabajando sobre una versión extraída de un traductor automático cuidadosamente corregida, este artículo de Huntington (1927-2008) escrito en el año 2004. En él se pone el acento sobre cuestiones que atañen, no sólo a los estadounidenses de su tiempo, sino también a los españoles de aquí y ahora. Más aún durante esta crisis del COVID donde nuestras clases dirigentes, uña y carne con el globalismo más rígido, por lo demás el sello de marca de la Unión Europea, tratan de aprovechar un ataque chino camuflado de epidemia zoonótica, apoyado sibilinamente por el Vaticano, para imponer objetivos de dominación tecnocrática, transhumanista y distópica. Agencia 2030, Gran Reseteo, Estado Mundial etc. 

En el año 2015 Justin Trudeau expuso al New York Times que Canadá era el primer estado postnacional, carente de una identidad nuclear básica. Tanto el Brexit, como la llegada al poder de Donald Trump, el desarrollo político de varios países del Este de Europa y la emergencia de VOX en España, muestran una clara resistencia a estos desarrollos. 

The Managerial Revolution de James Burnham (1905-1987) se publicó en 1941, veinte años después el Presidente Eisenhower se refirió, en su discurso de despedida a la Nación, a la amenaza larvada del complejo militar industrial para la democracia norteamericana. Las presidencias de Kennedy y Johnson vieron la llegada al poder a la tecnocracia. Tras la grave crisis del Watergate, un golpe de estado camuflado, es colocado en el poder un peón de la Trilateral: Jimmy Carter. En los setenta aparece el concepto de Sociedad Tecnotrónica elaborado por Brzezinski. Tras la Presidencia de Reagan, aparentemente contraria a los designios globalistas personificados entonces por la garrapata humana llamada David Rockefeller, accede al poder un Presidente marcadamente partidario del Nuevo Orden Mundial: George H. W. Bush, antiguo director de la CIA. En realidad es un Presidente de síntesis entre los dos bloques: el establishment de la Costa Este y los Cow Boys de la zona Oeste. La Presidencia de Bill Clinton, que se extenderá a dos períodos, dará entrada, tras el fin de la guerra fría, a la primera administración norteamericana plenamente mundialista. Es entonces cuando comienzan a vincularse estrechamente la China comunista y los Estados Unidos. 

Y aquí me detengo porque la lectura de este texto, elaborado tras el 11S, iluminará más que mis limitadas reflexiones el camino de los lectores para comprender un poco mejor el mundo que les rodea. 

ALMAS MUERTAS: LA DESNACIONALIZACIÓN DE LA ÉLITE NORTEAMERICANA 

Samuel P. Huntington.

El debate sobre la identidad nacional es algo característico de nuestro tiempo. Plantea en parte cuestiones retóricas, pero también tiene profundas implicaciones para la sociedad y la política estadounidense, dentro y fuera del país. Las diferentes percepciones -especialmente entre la ciudadanía y las élites más cosmopolitas- de lo que constituye la identidad nacional generan diferentes intereses y prioridades políticas. 

Las opiniones del público general sobre cuestiones de identidad nacional difieren significativamente de las de muchas élites. El público, en general, está preocupado por la seguridad física pero también por la social, esta última implica la sostenibilidad -dentro de unas condiciones aceptables de evolución- de las pautas existentes de lengua, cultura, asociación, religión e identidad nacional. Para muchas élites, estas preocupaciones son secundarias frente a la participación en la economía global, el apoyo al comercio internacional y la migración, el fortalecimiento de las instituciones internacionales, la promoción de los valores estadounidenses en el extranjero y el fomento de las identidades y culturas minoritarias en el país. La distinción central entre el público y las élites no es el aislacionismo frente al internacionalismo, sino el nacionalismo frente al cosmopolitismo. 

Almas muertas 

En agosto de 1804, Walter Scott terminó de escribir La balada del último juglar. En ella se preguntaba si: 

"Respira allí el hombre con el alma tan muerta 

que nunca se ha dicho a sí mismo: 

¿"Es esta mi tierra, mi tierra natal"? 

¿Su corazón nunca ha ardido dentro de él, 

cuando ha vuelto a casa tras sus pasos... 

De vagar por una tierra extranjera”? 

Una respuesta contemporánea a la pregunta de Scott es: 

Sí, el número de almas muertas es pequeño pero está creciendo entre las élites empresariales, profesionales, intelectuales y académicas de los Estados Unidos. Poseedores, en palabras de Scott, de "títulos, poder y vil metal”, también cada vez con menos vínculos con la nación americana. Cuando regresan a los Estados Unidos desde el exterior, no es probable que se sientan abrumados por profundos sentimientos de compromiso con su "tierra natal". Sus actitudes y comportamiento contrastan con el abrumador patriotismo y la identificación con la nación del resto del pueblo norteamericano. En los Estados Unidos se está abriendo, y creciendo con rapidez, una amplia brecha entre las almas muertas o moribundas de sus élites y el pueblo. "Thank God for America". Esta brecha quedó temporalmente oscurecida por la concentración patriótica tras el 11 de septiembre. Sin embargo, en ausencia de la repetición de ataques comparables, las fuerzas dominantes de la globalización económica hacen probable que la desnacionalización de las élites continúe. 

La globalización implica una enorme expansión de las interacciones internacionales entre individuos, empresas, gobiernos, ONG y otras entidades; el crecimiento del número y el tamaño de las empresas multinacionales que invierten, producen y comercializan a nivel

mundial a lo que hay que añadir la multiplicación de organizaciones, regímenes y normativas internacionales. El impacto de estos desarrollos difiere entre grupos y países. La participación de los individuos en los procesos de globalización varía, casi directamente, con su estatus socioeconómico. Las élites tienen más intereses, y más profundos, compromisos e identidades transnacionales que las no élites. Las élites, los organismos gubernamentales, las empresas y otras organizaciones estadounidenses han sido mucho más importantes en el proceso de globalización que las de otros países. De ahí que haya razones para que su compromiso con la identidad y el interés nacional sea relativamente más débil. 

Esta evolución se asemeja, a nivel mundial, a lo que ocurrió en Estados Unidos después de la Guerra Civil. A medida que avanzaba la industrialización, las empresas ya no podían tener éxito si sus operaciones se limitaban a una localidad o un Estado concreto. Tuvieron que nacionalizarse para conseguir el capital, los trabajadores y los mercados que 

necesitaban. Los individuos ambiciosos tuvieron que adquirir movilidad geográfica, organizativa y profesional, desarrollando sus carreras sobre una base nacional en lugar de local. El crecimiento de las corporaciones nacionales y otras asociaciones nacionales promovió los puntos de vista nacionales, los intereses nacionales y el poder nacional. Las leyes y normas nacionales se impusieron sobre las estatales. La conciencia y la identidad nacionales pasaron a ser preeminentes sobre las identidades estatales y regionales. El surgimiento del transnacionalismo en sus primeras etapas es algo similar. 

Las ideas y personas transnacionales se dividen en tres categorías: universalistas, económicas y moralizantes. El enfoque universalista es, en efecto, el nacionalismo y el excepcionalismo estadounidenses llevados al extremo. Según este punto de vista, Estados Unidos es excepcional no porque sea una nación única, sino porque se ha convertido en la "nación universal". Se ha fusionado con el mundo gracias a la llegada a Estados Unidos de personas de otras sociedades y a la aceptación generalizada por parte de miembros de otras sociedades de la cultura y los valores populares estadounidenses. La distinción entre Estados Unidos y el mundo está desapareciendo debido al triunfo del poder estadounidense y al atractivo de la sociedad y la cultura estadounidenses. 

El enfoque económico se centra en la globalización económica como fuerza trascendente que rompe las fronteras, fusiona las economías en un único conjunto global y erosiona rápidamente la autoridad y las funciones de los gobiernos nacionales. Este punto de vista prevalece entre los ejecutivos de las empresas multinacionales, las grandes ONG y otras organizaciones comparables que operan a nivel mundial, así como entre personas con habilidades de naturaleza altamente técnica, para las que existe una demanda global y que, por lo tanto, pueden hacer carrera moviéndose de un país a otro. 

El enfoque moralista o moralizante rechaza el patriotismo y el nacionalismo como fuerzas malignas y sostiene que el derecho, las instituciones, los regímenes y las normas internacionales son moralmente superiores a los de las naciones individuales. El compromiso con la humanidad debe superar el compromiso con la nación. Este punto de vista se encuentra entre intelectuales, académicos y periodistas. El transnacionalismo económico está arraigado en la burguesía y el transnacionalismo moralizante en la intelectualidad. 

En 1953 el jefe de General Motors, nominado para Secretario de Defensa, proclamó: "Lo que es bueno para la General Motors es bueno para América". Fue muy criticado por no

decir que lo que es bueno para América es bueno para la General Motors. En cualquier caso, tanto él como sus críticos presumían cierta coincidencia de intereses entre la empresa y el país. Ahora, sin embargo, las corporaciones multinacionales ven sus intereses como algo separado de los intereses de los Estados Unidos. A medida que sus operaciones globales se expanden las corporaciones fundadas, y con sede en Estados Unidos, se vuelven gradualmente menos norteamericanas. En la década de 1990, corporaciones como Ford, Aetna, Motorola, Price Costco y Kimberly-Clark rechazaron enérgicamente, en respuesta a una propuesta de Ralph Nader, formular expresiones de patriotismo y se definieron explícitamente como multinacionales. Las empresas con sede en Estados Unidos que operan en todo el mundo contratan a su personal y a sus ejecutivos, incluidos los más importantes, sin tener en cuenta la nacionalidad. La CIA, dijo uno de sus funcionarios en 1999, ya no puede contar como antes con la cooperación de las corporaciones estadounidenses, porque las corporaciones se ven a sí mismas como multinacionales y pueden pensar que no les conviene ayudar al gobierno de los Estados Unidos. 

El nacionalismo ha mostrado lo erróneo del concepto de Karl Marx de un proletariado internacional unificado. La globalización está dando la razón a Adam Smith que señaló: “mientras el propietario de la tierra es necesariamente un ciudadano del país concreto en el que se encuentra su finca... el propietario de las acciones es propiamente un ciudadano del mundo, y no está necesariamente vinculado a ningún país concreto". Las palabras de Smith de 1776 describen la forma en que los empresarios transnacionales contemporáneos se ven a sí mismos. Resumiendo sus entrevistas con ejecutivos de 23 empresas multinacionales y organizaciones sin ánimo de lucro estadounidenses, James Davison Hunter y Joshua Yates concluyeron: 

Estas élites sin duda son cosmopolitas: viajan por el mundo y su ámbito de responsabilidad es el mundo. De hecho, se ven a sí mismos como "ciudadanos globales". Una y otra vez, les oímos decir que se consideran más como "ciudadanos del mundo" que casualmente llevan un pasaporte norteamericano que como ciudadanos que trabajan casualmente en una organización mundial. Poseen todo lo que implica la noción de cosmopolita. Son sofisticados, urbanos y universalistas en su perspectiva y compromisos éticos. 

Junto con las "élites globalizadoras" de otros países, estos ejecutivos estadounidenses habitan una "burbuja sociocultural" al margen de las culturas de las naciones individuales de las que provienen y se comunican en una versión del inglés propia de las ciencias sociales, que Hunter y Yates denominan: "global speak". 

Los globalizadores económicos están obsesionados con el mundo como unidad económica. Como informan Hunter y Yates: 

Todas estas organizaciones globalizadoras, y no sólo las empresas multinacionales, operan en un mundo definido por la "expansión de los mercados", la necesidad de las "ventajas competitivas", la "eficiencia", la "rentabilidad", la "maximización de los beneficios y la minimización de los costes", los "nichos de mercado" y el "balance final". Justifican este enfoque con el argumento de que están satisfaciendo las necesidades de los consumidores de todo el mundo. Esa es su clientela.

"Una cosa que ha hecho la globalización", dijo un consultor de Archer Daniels Midland, "es transferir el poder de los gobiernos al consumidor global". A medida que el mercado global sustituye a la comunidad nacional, el ciudadano nacional deja paso al consumidor global. Las transnacionales económicas son el núcleo de una superclase global emergente. El “Global Business Policy Council” afirma: 

Los incentivos y logros de una economía global cada vez más integrada han dado origen a una nueva élite global. Etiquetados como "hombres de Davos", "trabajadores de cuello de oro" o “cosmócratas”. Esta clase emergente se beneficia de las nuevas nociones de conexión global. Incluye a académicos, funcionarios internacionales y ejecutivos de empresas globales, así como a empresarios de éxito vinculados a las tecnologías más modernas (High Tech) 

Se calcula que en el año 2000 había unos 20 millones de personas en este grupo, de las cuales el 40% eran estadounidenses, y se espera que esta élite duplique su tamaño para el 2010. Estos transnacionalistas, cuyo número representa menos del 4 por ciento del pueblo norteamericano, tienen escasa necesidad de la lealtad nacional. Ven las fronteras como obstáculos que afortunadamente están desapareciendo y consideran a los gobiernos nacionales como residuos del pasado cuya única función útil es facilitar las operaciones globales de la élite. En los próximos años, predijo con confianza un ejecutivo de una corporación, "los únicos que se preocuparán por las fronteras nacionales serán los políticos". 

La participación en instituciones, redes y actividades transnacionales no sólo define a la élite global, sino que ha devenido fundamental también para alcanzar el estatus de élite dentro de las naciones. Alguien cuyas lealtades, identidades e implicación son puramente nacionales tiene menos probabilidades de llegar a la cima en los negocios, el mundo académico, los medios de comunicación y las profesiones de aquellos que trascienden estos límites. Fuera de la política, los que se quedan en casa se quedan atrás. Los que avanzan piensan y actúan a nivel internacional. Como ha dicho el sociólogo Manuel Castells, "las élites son cosmopolitas, la gente es local". Sin embargo, la oportunidad de incorporarse a este mundo transnacional está limitada a una pequeña minoría en los países industrializados y a un minúsculo puñado de personas en los países en desarrollo. 

La implicación global de las élites económicas transnacionales erosiona su sentido de pertenencia a una comunidad nacional. Una encuesta de principios de los años ochenta mostraba como: cuanto más altos son los ingresos y la educación de la gente…más condicionada está su lealtad…Y es más probable que se vayan del país si pueden duplicar sus ingresos a que lo haga una persona con menor nivel de iestos últimos o de educación. 

A principios de la década de 1990, el futuro Secretario de Trabajo, Robert Reich, llegó a una conclusión similar, señalando como "las personas de mayores ingresos en los Estados Unidos... se han ido separando del resto de la nación". Esta élite que se separa está, como señalan John Micklethwait y Adrian Wooldridge: cada vez más aislada del resto de la sociedad: Sus miembros estudian en universidades foráneas, pasan temporadas trabajando en el extranjero para organizaciones de alcance mundial. Constituyen un mundo dentro de otro mundo, vinculados entre sí por una miríada de redes globales, pero aislados de los miembros más aferrados a la tradición de sus propias sociedades…Es más probable que pasen el tiempo charlando con sus compañeros de todo el mundo -por teléfono o correo electrónico- que hablando con sus vecinos sobre cuestiones que tienen lugar a la vuelta de la esquina. 

Los intelectuales contemporáneos han reforzado estas tendencias. Abandonan el compromiso con su nación y sus conciudadanos argumentando la superioridad moral de identificarse con la Humanidad en general. Esta afección floreció en el mundo académico en la década de 1990. Martha Nussbaum, de la Universidad de Chicago, denunció el énfasis en el "orgullo patriótico" como "moralmente peligroso", instó a considerar la superioridad ética del cosmopolitismo sobre el patriotismo y argumentó que la gente debería dirigir su "lealtad" a la "comunidad mundial de seres humanos". Amy Gutmann, de Princeton, sostiene que es "repugnante" para los estudiantes estadounidenses aprender que son, "por encima de todo, ciudadanos de los Estados Unidos". La "principal lealtad" de los estadounidenses, escribió, "no debería ser para Estados Unidos o alguna otra comunidad políticamente soberana", sino para el "humanismo democrático". George Lipsitz, de la Universidad de California en San Diego, argumentó que "en los últimos años el refugio del patriotismo ha sido el recurso primordial de todo tipo de canallas". Richard Sennett, en la Universidad de Nueva York, denunció "el mal de una identidad nacional compartida" y juzgó la erosión de la soberanía nacional "como un fenómeno básicamente positivo". Peter Spiro, de la Universidad de Hofstra, concluyó que es "cada vez más difícil utilizar la palabra "nosotros" en el contexto de los asuntos internacionales". En el pasado la gente utilizaba la palabra "nosotros" con referencia al Estado-nación, pero ahora la afiliación al Estado-nación "ya no define necesariamente los intereses o incluso las lealtades del individuo a nivel internacional". 

Los moralistas transnacionales rechazan, o son muy críticos, el concepto de soberanía nacional. Coinciden con el Secretario General de la ONU, Kofi Annan, en que la soberanía nacional debe dar paso a la "soberanía individual", de modo que la comunidad internacional pueda actuar para evitar o detener las graves violaciones de los derechos de los ciudadanos por parte de los gobiernos. Este principio proporciona una base para que las Naciones Unidas intervengan militarmente o de otro modo en los asuntos internos de los Estados, una práctica explícitamente prohibida por la Carta de la ONU. En términos más generales, los moralistas defienden la supremacía del derecho internacional sobre el nacional, la mayor legitimidad de las decisiones tomadas a través de procesos internacionales en lugar de nacionales, y la ampliación de los poderes de las instituciones internacionales en comparación con los de los gobiernos nacionales. Los juristas moralistas internacionales han desarrollado el concepto de "derecho internacional consuetudinario", que sostiene que las normas y prácticas que gozan de amplia aceptación pueden servir de base para invalidar las leyes nacionales. 

Un paso clave para materializar este principio en los Estados Unidos fue la decisión (1980) del Tribunal de Apelación del Segundo Circuito, que interpretó un estatuto de 1789 diseñado para proteger a los embajadores estadounidenses. En este caso, Filartiga v. Pena-Irala, el tribunal sostuvo que los ciudadanos paraguayos residentes en Estados Unidos podían interponer una acción civil en los tribunales estadounidenses contra un funcionario del gobierno paraguayo al que acusaban de haber asesinado a un paraguayo en Paraguay. Esta sentencia dio lugar a la presentación de una serie de casos similares en los tribunales estadounidenses. En estos casos, los tribunales de un país trascienden su

jurisdicción territorial y se atribuyen autoridad para actuar ante supuestos abusos de los derechos humanos cometidos por extranjeros contra extranjeros en países extranjeros. 

Los juristas internacionales moralistas sostienen que los precedentes del derecho internacional consuetudinario prevalecen sobre las leyes federales y estatales anteriores. Dado que el derecho internacional consuetudinario no está recogido ni en las leyes ni en los tratados, es, como dice el célebre jurista Jeremy Rabkin, lo que los expertos convenzan a un juez de que puede ser. Por esa razón, es probable que llegue cada vez más profundamente a los asuntos internos. Si existe una norma de derecho internacional consuetudinario contra la discriminación por raza, ¿por qué no también contra la discriminación por sexo? ¿Y por qué no también contra la discriminación por motivos de ciudadanía, idioma u orientación sexual? 

Los abogados internacionales moralistas sostienen que el derecho estadounidense debe cumplir las normas internacionales y aprueban que jueces extranjeros no elegidos, además de los estadounidenses, definan los derechos civiles de los estadounidenses en términos de normas internacionales y no estadounidenses. En general, los transnacionales moralistas creen que los Estados Unidos deben apoyar la creación de tribunales como la Corte Penal Internacional y acatar sus decisiones, así como las de la Corte Internacional de Justicia, la Asamblea General de la ONU y otros organismos similares. 

La prevalencia de las actitudes antipatrióticas entre los intelectuales liberales llevó a algunos de ellos a advertir a sus compañeros de las consecuencias de tales actitudes para el futuro no de Estados Unidos, sino del liberalismo estadounidense. La mayoría de los estadounidenses, como ha escrito el filósofo público estadounidense Richard Rorty, se enorgullecen de su país, pero "muchas de las excepciones a esta regla se encuentran en los colegios y universidades, en los departamentos académicos que se han convertido en santuarios de las opiniones políticas de izquierda". Estos izquierdistas han hecho "mucho bien a…las mujeres, los afroamericanos, los gays y las lesbianas…Pero hay un problema con esta izquierda: es antipatriótica". "Repudia la idea de una identidad nacional y la emoción del orgullo nacional". Si la izquierda quiere mantener su influencia, debe reconocer que un "sentido de identidad nacional compartida... es un componente absolutamente esencial de la ciudadanía". Sin patriotismo, la izquierda no podrá alcanzar sus objetivos para los Estados Unidos. Los liberales, en resumen, deben utilizar el patriotismo como medio para alcanzar objetivos liberales. 

El público patriota. 

Mientras que algunos elementos de las élites empresariales e intelectuales de Estados Unidos se identifican más con el mundo en su conjunto y se definen como "ciudadanos globales", los estadounidenses en su conjunto se están comprometiendo cada vez más con su nación. La gran mayoría de los estadounidenses se declaran patriotas y sienten un gran orgullo por su país. Cuando se les preguntó en 1991: "¿Cómo de orgulloso está usted de ser estadounidense?", el 96% de los estadounidenses dijo "muy orgulloso" o "bastante orgulloso". Los atentados terroristas del 11-S no pudieron y no tuvieron mucho efecto en los altos niveles de afirmación patriótica; en septiembre de 2002, el 91 por ciento de los estadounidenses estaban "muy" orgullosos de ser estadounidenses.

Estas afirmaciones de patriotismo y orgullo por el país podrían ser menos significativas si la gente de otros países respondiera de forma similar. En general, no es así. Los estadounidenses han sido sistemáticamente y de forma abrumadora los primeros entre los pueblos en su patriotismo y en la identificación con su país. Este país ocupó el primer lugar en cuanto a orgullo nacional entre los 41 y 65 países incluidos en cada una de las Encuestas de Valores Mundiales de 1981-82, 1990-91 y 1995-96, con un 96 a 98 por ciento de estadounidenses que dijeron estar "muy orgullosos" o "bastante orgullosos" de su nación. 

El grado de identificación varía, sin embargo, en función de la situación socioeconómica, la raza y el lugar de nacimiento. En la Encuesta de Valores Mundiales de 1990-91, más del 98 por ciento de los estadounidenses nacidos en el país, los inmigrantes, los blancos no hispanos y los negros, y el 95 por ciento de los hispanos dijeron estar muy orgullosos o bastante orgullosos de su país. Sin embargo, cuando se les preguntó por la prioridad de su identidad nacional, aparecieron diferencias. El 31% de los nativos y de los blancos no hispanos dijeron que se identificaban principalmente con Estados Unidos, pero estas proporciones se redujeron al 25% para los negros, al 19% para los hispanos y al 17% para los inmigrantes. Cuando se les preguntó si estarían dispuestos a luchar por Estados Unidos, el 81% de los blancos no hispanos y el 79% de los estadounidenses nacidos en el país dijeron que sí, en comparación con el 75% de los inmigrantes, el 67% de los negros y el 52% de los hispanos. 

Como sugieren las cifras es probable que los inmigrantes más recientes, y los descendientes de personas obligadas a formar parte de la sociedad estadounidense, tengan actitudes ambivalentes hacia esa sociedad más que los descendientes de los colonos y de los primeros inmigrantes. Los negros y otras minorías han luchado valientemente en las guerras de Estados Unidos. Sin embargo, un número significativamente menor de negros que de blancos se consideran patriotas. En una encuesta de 1989, el 95% de los blancos y el 72% de los negros dijeron que se consideraban "muy" o "algo" patriotas. En una encuesta realizada en 1998 a los padres de los escolares, el 91 por ciento de los blancos, el 92 por ciento de los hispanos y el 91 por ciento de los padres inmigrantes estaban muy o bastante de acuerdo con la afirmación: "Estados Unidos es un país mejor que la mayoría de los países del mundo". Entre los padres afroamericanos, la proporción bajó al 84 por ciento. En otras encuestas, las diferencias entre blancos y negros han sido algo menores, aunque en una encuesta de Gallup de septiembre de 2002 para ABC News-Washington Post, el 74 por ciento de los blancos y el 53 por ciento de los no blancos dijeron estar "extremadamente" orgullosos de ser estadounidenses, una diferencia mayor que en otras categorías socioeconómicas superiores. 

Sin embargo, en general y con pequeñas variaciones, los estadounidenses se identifican de forma intensa y abrumadora con su país, especialmente si los comparamos con otros pueblos. Aunque las élites estadounidenses se puedan estar desnacionalizando, los estadounidenses, concluyeron acertadamente los directores de una encuesta comparativa, siguen siendo "el pueblo más patriótico del mundo". 

Democracia no representativa

Las crecientes diferencias entre los líderes de las principales instituciones y el público (pueblo) en cuestiones de política interior y exterior que afectan a la identidad nacional constituyen una línea de fractura cultural que atraviesa las distinciones de clase, confesionales, raciales, regionales y étnicas. De maneras diversas, la clase dirigente estadounidense, tanto gubernamental como privada, se ha divorciado cada vez más del pueblo norteamericano. Desde el punto de vista político, Estados Unidos sigue siendo una democracia porque los principales funcionarios públicos siguen siendo elegidos mediante elecciones libres y justas. Sin embargo, en muchos aspectos se ha convertido en una democracia no representativa porque en cuestiones cruciales -especialmente las que afectan a la identidad nacional- sus líderes aprueban leyes y aplican políticas contrarias a las opiniones del pueblo. Al mismo tiempo, consecuentemente añade el traductor, el público estadounidense se ha alejado cada vez más de la política y el gobierno. 

Aparte de las empresas y el ejército, las élites estadounidenses contemporáneas pertenecientes a categorías como los medios de comunicación, sindicatos, confesiones religiosas, abogacía y burocracia eran el doble o el triple de liberales que el público general, según una encuesta realizada en la década de 1980. Otra encuesta también reveló que, en cuestiones morales, las élites son "sistemáticamente más liberales" que los estadounidenses de a pie. Las élites gubernamentales, las que ejercitan su trabajo en instituciones sin ánimo de lucro y el sector de las comunicaciones, en particular, son abrumadoramente liberales en sus perspectivas. También lo son los académicos. Los estudiantes radicales de la década de 1960 se han convertido en profesores titulares, especialmente en las instituciones de élite. Como observa Stanley Rothman: “las facultades de ciencias sociales de las universidades de élite son abrumadoramente liberales, cosmopolitas o de izquierdas. Casi cualquier forma de lealtad cívica o patriotismo se considera reaccionaria". El liberalismo también tiende a ir acompañado de irreligiosidad. En un estudio realizado en 1969 por Lipset y Ladd, al menos el 71% de los académicos judíos, católicos y protestantes que se identificaban como liberales también se identificaban como "opuestos a la religión". 

Estas diferencias en ideología, nacionalismo y religión generan diferencias con cuestiones de política interior y exterior relacionadas con la identidad nacional. El público se preocupa mayoritariamente por la protección: la seguridad militar, la seguridad social, la economía doméstica y la soberanía. Las élites vinculadas a la política exterior están menos preocupadas por estas cuestiones y más por la promoción por parte de Estados Unidos de la seguridad internacional, la paz, la globalización y el desarrollo económico de las naciones extranjeras que el pueblo estadounidense. Existe, como concluye Jack Citrin, un "abismo entre la defensa del multiculturalismo por parte de las élites y el apoyo obstinado de las masas a la asimilación a una identidad nacional común". La brecha paralela entre el público nacionalista y las élites cosmopolitas tiene su impacto más dramático en la relación entre la identidad estadounidense y la política exterior. Un estudio realizado en 1994 (Citrin y otros) concluyó que la disminución del consenso sobre el papel internacional de los Estados Unidos es consecuencia de la disminución del consenso sobre lo que significa ser estadounidense, el propio carácter del nacionalismo estadounidense. Los fundamentos internos durante la larga hegemonía del liberalismo cosmopolita y el internacionalismo posteriores a la Segunda Guerra Mundial se han desgastado, dejando aparte el hecho de que Estados Unidos ya no se enfrentan a un poderoso adversario militar.

El pueblo y las élites están de acuerdo en muchas cuestiones de política exterior. Sin embargo, en general, las diferencias entre ellos superan con creces las similitudes. El público es nacionalista, las élites son transnacionales. En 1998, por ejemplo, existían diferencias de entre el 22% y el 42% entre las opiniones del público y las de un grupo representativo de líderes de la política exterior en 34 cuestiones importantes relacionadas con esta. En seis encuestas realizadas entre 1978 y 1998, la proporción de las élites vinculadas a la política exterior que estaban a favor de un papel activo de Estados Unidos en el mundo nunca bajó del 96%; la proporción del público que estaba a favor de ese papel nunca subió del 65%. Con algunas excepciones, el pueblo se ha mostrado mucho más reacio que los dirigentes a utilizar la fuerza militar estadounidense para defender a otros países contra la invasión. Por otro lado, el público está más preocupado por convulsiones más cercanas, dispuesto a apoyar un levantamiento autóctono contra el régimen de Fidel Castro y a utilizar la fuerza en México si éste se viera amenazado por una revolución. Sin embargo, una mayoría sustancial de ciudadanos también cree que Estados Unidos no debería actuar sólo en las crisis internacionales sin el apoyo de sus aliados, frente a menos de la mitad de las élites que dicen que no debería hacerlo. El 57% del público ha aprobado que Estados Unidos participe "en las fuerzas internacionales de mantenimiento de la paz de la ONU en zonas conflictivas del mundo". 

La diferencia entre el pueblo y las élites es especialmente grande en lo que respecta a las relaciones económicas de Estados Unidos con el resto del mundo. En 1998, el 87% de los líderes y el 54% del público pensaban que la globalización económica era mayormente buena para Estados Unidos, mientras que el 12% de los líderes y el 35% del público pensaban lo contrario. Cuatro quintas partes del público, pero menos de la mitad de los líderes vinculados a la política exterior, piensan que la protección de los puestos de trabajo estadounidenses debería ser un "objetivo muy importante" del gobierno de Estados Unidos. El 50% o más del público, pero nunca más de un tercio de los líderes, han apoyado la reducción de la ayuda económica a otros países. En varias encuestas, el 60 por ciento o más del público ha apoyado los aranceles; proporciones comparables de líderes han favorecido su reducción o eliminación. Existen diferencias similares con respecto a la inmigración. En dos encuestas de la década de 1990, el 74% y el 57% del público y el 31% y el 18% de las élites de la política exterior pensaban que un gran número de inmigrantes era una "amenaza crítica" para Estados Unidos. 

Estas y otras diferencias entre las élites y el pueblo, el traductor se niega ha llamarlo público, han producido una brecha creciente entre las preferencias del pueblo y las políticas plasmadas en la legislación y la reglamentación federal. Un estudio sobre si los cambios en la opinión pública sobre una amplia gama de cuestiones iban seguidos de cambios comparables en la política pública mostró un descenso constante desde la década de 1970, cuando había una congruencia del 75% entre la opinión pública y la política gubernamental, hasta el 67% en 1984-87, el 40% en 1989-92 y el 37% en 1993-94. "Las pruebas, en general", concluyeron los autores de este estudio, "apuntan a un patrón persistente desde 1980: un nivel generalmente bajo y a veces decreciente de respuesta a la opinión pública, especialmente durante los dos primeros años de la presidencia de Clinton". Por lo tanto, dijeron, no hay base para pensar que Clinton u otros líderes políticos estaban "complaciendo al público". "Esta brecha creciente es preocupante", concluyó un analista, "entre lo que los estadounidenses de a pie creen es la misión de su país en los asuntos mundiales y las opiniones de los líderes responsables de poner en práctica la política exterior." La política gubernamental de finales del siglo XX se estaba desviando cada vez más de las preferencias del pueblo estadounidense.

El fracaso de los líderes políticos a la hora de "complacer" al público tiene consecuencias predecibles. Cuando las políticas de gobierno importantes se desvían bruscamente de las opiniones de la población, es de esperar que esta pierda su confianza en el gobierno, reduzca su interés y participación en la política y recurra a medios alternativos para elaboración actividades políticas no controladas por las élites. Las tres cosas sucedieron a finales del siglo XX. Las tres tuvieron sin duda causas múltiples, que los científicos sociales han explorado, y una tendencia -la disminución de la confianza- se produjo en la mayoría de las democracias industrializadas. En el caso de Estados Unidos, cabe suponer que la creciente distancia entre las preferencias del público y las políticas del gobierno contribuyó a las tres tendencias. 

En primer lugar, la confianza del público en el gobierno y en las principales instituciones privadas de la sociedad estadounidense disminuyó drásticamente desde los años 60 hasta los 90. Como han señalado tres distinguidos académicos, en todas las preguntas relativas a la confianza en su gobierno, aproximadamente dos tercios del público expresaron su confianza en la década de 1960 y sólo un tercio en la década de 1990. En abril de 1966, por ejemplo, con la guerra de Vietnam en pleno apogeo y los disturbios raciales en Cleveland, Chicago y Atlanta, el 66% de los estadounidenses rechazaba la opinión de que "a la gente que dirige el país no le importa realmente lo que le pase a uno". En diciembre de 1997, en medio del período más largo de paz y prosperidad en más de dos generaciones, el 57 por ciento de los estadounidenses respaldaba la misma opinión. 

Durante estas décadas se produjeron descensos similares en el grado de confianza del público en las principales instituciones públicas y privadas. Sólo dos instituciones gubernamentales no elegidas, el Tribunal Supremo y el Ejército, experimentaron un aumento de confianza en el público. 

En segundo lugar, como han mostrado muchos estudios, la participación y el interés del público en las principales instituciones gubernamentales y privadas de la sociedad estadounidense disminuyeron de forma constante desde la década de 1960 hasta la de 1990. El 63% de la población adulta votaba en 1960, pero sólo el 49% en 1996 y el 51% en 2000. Además, como observa Thomas Patterson: 

Desde 1960, la participación ha disminuido en prácticamente todos los ámbitos de la actividad electoral, desde el número de voluntarios que trabajan en las campañas hasta los espectadores que ven los debates televisados. Estados Unidos tenía 100 millones de personas menos en 1960 que en 2000 pero, aun así, hubo más espectadores que sintonizaron los debates presidenciales de octubre en 1960 que los que lo hicieron en 2000. 

En los años 70, uno de cada tres contribuyentes destinaba un dólar de sus impuestos al fondo creado por el Congreso para apoyar las campañas políticas. En 2000, uno de cada ocho lo hizo. 

La tercera consecuencia de la brecha entre los líderes y el público fue la proliferación dramática de iniciativas sobre las principales cuestiones políticas, incluidas las relativas a la identidad nacional. Las iniciativas habían sido un instrumento de reforma progresista antes de la Primera Guerra Mundial, pero su uso disminuyó de forma constante, pasando de cincuenta por ciclo electoral de dos años a veinte a principios de los años setenta. A medida que las legislaturas desatendían las preocupaciones de sus electores, las iniciativas

volvieron a ser intensamente populares, comenzando en junio de 1978, cuando el 65% de los votantes de California aprobaron la Proposición 13, que limitaba drásticamente los impuestos, a pesar de la oposición de prácticamente todo el establishment político, empresarial y mediático del estado. Esto hizo que se triplicasen las iniciativas hasta alcanzar una media de 61 por ciclo electoral de dos años, desde finales de la década de 1970 hasta 1998. En 1998 se votaron 55 iniciativas, 69 en el 2000 y 49 en 2002. Entre 1980 y 2002, se votaron 14 iniciativas en seis estados sobre cuestiones relativas a la identidad nacional estadounidense: seis que se oponían al bilingüismo, seis que respaldaban el uso del inglés o que declaraban el inglés como lengua oficial del estado, y dos que se oponían a las preferencias raciales. En todos estas situaciones, muy debatidas, las élites políticas, gubernamentales, académicas, mediáticas, religiosas, profesionales y empresariales del Estado se opusieron de forma abrumadora a la iniciativa. En todos estas propuestas menos en una, el público aprobó las iniciativas por márgenes que promediaban el 63% y llegaban hasta el 85%. David S. Broder concluyó en “Democracy Derailed” que "la confianza entre gobernantes y gobernados, de la que depende el gobierno representativo, se encuentra gravemente mermada". 

En los Estados Unidos de hoy,(recordar al lector que el artículo está publicado en el año 2004) existe una gran brecha entre las élites de la nación y el público en general sobre la importancia de la identidad nacional en comparación con otras identidades y sobre el papel adecuado de Estados Unidos en el mundo. Importantes elementos de la élite están cada vez más divorciados de su país, y el público estadounidense, a su vez, está cada vez más desilusionado con su gobierno. 

Estados Unidos en el mundo 

El modo en que las élites y las bases estadounidenses definen a su país determina su papel en el mundo, pero la forma en que el mundo ve ese papel también determina la identidad estadounidense. Existen tres conceptos generales de Estados Unidos en relación con el resto del mundo. Los estadounidenses pueden abrazar el mundo, es decir, abrir su país a otros pueblos y culturas. Pueden intentar remodelar otras sociedades en términos de valores y cultura estadounidenses. Pueden esforzarse por mantener su sociedad y su cultura distintas de las de otros pueblos. 

La primera alternativa, o cosmopolita, implica una renovación de las tendencias que dominaban la América anterior al 11 de septiembre. Estados Unidos da la bienvenida al mundo, a sus ideas, a sus bienes y, sobre todo, a su gente. El ideal sería una sociedad con fronteras abiertas, que fomentara las identidades étnicas, raciales y culturales subnacionales, la doble ciudadanía y las diásporas, y que estuviera dirigida por élites que se identificaran cada vez más con las instituciones, normas y reglas globales en lugar de las nacionales. América debería ser multiétnica, multirracial y multicultural. La diversidad es un valor primordial, si no el principal. Cuantas más personas aporten a América diferentes lenguas, religiones y costumbres, más americana será América. Los estadounidenses de clase media se identificarían cada vez más con las corporaciones globales para las que trabajan en lugar de con las comunidades locales en las que viven. Las actividades de los estadounidenses se regirían cada vez más no por los gobiernos federales y estatales, sino por las normas establecidas por las autoridades internacionales, como la ONU, la OMC, el derecho internacional consuetudinario y los tratados mundiales. La identidad nacional pierde

relevancia frente a otras identidades. En esta alternativa cosmopolita, el mundo remodela a Estados Unidos. 

En la alternativa imperial, Estados Unidos reconfigura el mundo. El final de la Guerra Fría eliminó el comunismo como factor primordial que determinaba el papel de Estados Unidos en el mundo. Así, permitió a los liberales perseguir sus objetivos de política exterior sin tener que enfrentarse a la acusación de que esos objetivos comprometían la seguridad nacional y, por tanto, promover la "construcción de la nación", la "intervención humanitaria" y la "política exterior como obra social". La aparición de Estados Unidos como única superpotencia mundial tuvo un impacto paralelo en los conservadores estadounidenses. Durante la Guerra Fría, los enemigos de Estados Unidos lo denunciaron como una potencia imperial. A principios del nuevo milenio, los conservadores aceptaron y respaldaron la idea de un imperio estadounidense -hayan adoptado el término o no- y el uso del poder estadounidense para remodelar el mundo de acuerdo con los valores estadounidenses. 

El impulso imperial se vio así alimentado por la creencia en la supremacía del poder estadounidense y la universalidad de los valores estadounidenses. Dado que el poder de Estados Unidos supera con creces el de otras naciones, Estados Unidos tiene la responsabilidad de crear orden y enfrentarse al mal en todo el mundo. Según la creencia universalista, los pueblos de otras sociedades tienen básicamente los mismos valores que los estadounidenses, o si no los tienen, quieren tenerlos, o si no los quieren tener, juzgan mal lo que es bueno para su sociedad, y los estadounidenses tienen la responsabilidad de persuadirlos o inducirlos a abrazar los valores universales que Estados Unidos propugna. En un mundo así, Estados Unidos pierde su identidad como nación y se convierte en el componente dominante de un imperio supranacional. 

Sin embargo, ni la hipótesis de la supremacía ni la del universalismo reflejan con exactitud el estado del mundo de principios del siglo XXI. Estados Unidos es la única superpotencia, pero hay otras grandes potencias: Gran Bretaña, Alemania, Francia, Rusia, China, India y Japón a nivel mundial, y Brasil, Nigeria, Irán, Sudáfrica e Indonesia dentro de sus entornos regionales. Estados Unidos no puede alcanzar ningún objetivo importante en el mundo sin la cooperación de al menos algunos de estos países. La cultura, los valores, las tradiciones y las instituciones de las otras sociedades no suelen ser compatibles con la reconfiguración de esas sociedades en función de los valores estadounidenses. Por lo general, sus pueblos también se sienten profundamente comprometidos con sus formas de vida y creencias autóctonas y, por lo tanto, se resisten ferozmente a los esfuerzos por cambiarlas por parte de personas ajenas a sus culturas. Además, sean cuales sean los objetivos de sus élites, la opinión pública estadounidense ha considerado siempre que la promoción de la democracia en el extranjero no es un objetivo prioritario. La introducción de la democracia en otras sociedades suele estimular a las fuerzas antiamericanas, como los movimientos populistas en los Estados latinoamericanos y los movimientos violentos y extremistas en los países musulmanes. 

El cosmopolitismo y el imperialismo intentan reducir o eliminar las diferencias sociales, políticas y culturales entre América y otras sociedades. Un enfoque nacional reconocería y aceptaría lo que distingue a América de esas sociedades. América no puede convertirse en el mundo y seguir siendo América. Otros pueblos no pueden convertirse en americanos y seguir siendo ellos mismos. Estados Unidos es diferente, y esa diferencia se define en gran parte por su compromiso religioso y su cultura anglo-protestante. La alternativa al cosmopolitismo y al imperialismo es el nacionalismo dedicado a la preservación y mejora de esas cualidades que han definido a Estados Unidos desde su creación. 

Durante casi cuatro siglos, la cultura anglo-protestante de los colonos fundadores ha sido el componente central y duradero de la identidad estadounidense. Sólo hay que preguntarse: ¿Sería Estados Unidos el país que es hoy si en los siglos XVII y XVIII no hubiera sido colonizado por protestantes británicos sino por católicos franceses, españoles o portugueses? La respuesta es no. No sería América; sería Quebec, México o Brasil. 

La cultura anglo-protestante de América ha combinado instituciones y prácticas políticas y sociales heredadas de Inglaterra, entre las que destaca la lengua inglesa, junto con los conceptos y valores del protestantismo disidente, que se desvaneció en Inglaterra pero que los colonos trajeron consigo y que cobraron nueva vida en el nuevo continente. Al principio, como ha dicho Alden T. Vaughan: “casi todo era fundamentalmente inglés: las formas de propiedad y cultivo de la tierra, el sistema de gobierno y el formato básico de las leyes y los procedimientos legales, las opciones de entretenimiento y ocio, e innumerables otros aspectos de la vida colonial.” 

Arthur Schlesinger, Jr. coincide: "el lenguaje de la nueva nación, sus leyes, sus instituciones, sus ideas políticas, su literatura, sus costumbres, sus preceptos, sus oraciones, derivan principalmente de Gran Bretaña". 

Con adaptaciones y modificaciones, esta cultura original persistió durante trescientos años. Doscientos años después de que John Jay identificara en 1789 seis elementos centrales que los estadounidenses tenían en común, uno de ellos, la ascendencia común, ya no existía. Varios de los otros cinco -lengua, religión, principios de gobierno, modales y costumbres, experiencia bélica- se habían modificado o diluido. Sin embargo, en sus fundamentos, los componentes de la identidad americana de Jay, aunque cuestionados, seguían definiendo la cultura americana en el siglo XX. El protestantismo ha tenido una importancia primordial y continua. Con respecto al idioma, los esfuerzos de los colonos alemanes del siglo XVIII en Pensilvania por hacer que el alemán fuera igual al inglés enfurecieron a Benjamin Franklin, entre otros, y no tuvieron éxito. Al menos hasta la aparición del bilingüismo y las grandes concentraciones de inmigrantes hispanohablantes en Miami y el suroeste, Estados Unidos era único como país enorme de más de 200 millones de personas que hablaban prácticamente todos la misma lengua. 

Durante el siglo XIX y hasta finales del XX, los inmigrantes fueron obligados, inducidos y persuadidos de diversas maneras a adherirse a los elementos centrales de la cultura anglo-protestante. Los pluralistas culturales contemporáneos, los multiculturalistas y los portavoces de las minorías étnicas y raciales atestiguan el éxito de estos esfuerzos. Los inmigrantes del sur y del este de Europa, comentó conmovedoramente Michael Novak en 1977, fueron presionados para convertirse en "americanos" adaptándose a la cultura angloamericana: La americanización "fue un proceso de vasta represión psíquica". En un lenguaje similar, Will Kymlicka argumentó en 1995 que, antes de la década de 1960, de los inmigrantes "se esperaba que se desprendieran de su herencia distintiva y se asimilaran por completo a las normas culturales existentes", lo que denominó "modelo de conformidad anglo".

Estos críticos tienen razón. A lo largo de la historia de Estados Unidos, personas que no eran protestantes anglosajones blancos se han convertido en estadounidenses adoptando su cultura y sus valores políticos angloprotestantes. Esto les benefició a ellos y al país. 

Millones de inmigrantes y sus hijos alcanzaron riqueza, poder y estatus en la sociedad estadounidense precisamente porque se asimilaron a la cultura estadounidense imperante. Por lo tanto, no es válida la afirmación de que los estadounidenses tienen que elegir entre una identidad étnica blanca, racista y WASP, por un lado, y una identidad cívica abstracta y 

superficial dependiente del compromiso con determinados principios políticos, por otro. El núcleo de su identidad es la cultura que crearon los colonos, que han absorbido generaciones de inmigrantes y que dio origen al Credo Americano. En el centro de esa cultura ha estado el protestantismo. 

La religiosidad distingue a Estados Unidos de la mayoría de las demás sociedades occidentales. Los estadounidenses son también abrumadoramente cristianos, lo que los distingue de muchos pueblos no occidentales. Su religiosidad lleva a los estadounidenses a ver el mundo en términos de bien y mal en mucha mayor medida que la mayoría de los demás pueblos. Los dirigentes de otras sociedades suelen encontrar esta religiosidad no sólo extraordinaria, sino también exasperante por el profundo moralismo que engendra en la consideración de las cuestiones políticas, económicas y sociales. 

La religión y el nacionalismo han ido de la mano en la historia de Occidente. Como ha demostrado el historiador Adrian Hastings, la primera ha definido a menudo el contenido del segundo: "Toda etnia está marcada de forma significativa por la religión, al igual que lo está por la lengua.... [En Europa,] el cristianismo ha dado forma a la cuestión nacional". La conexión entre la religión y el nacionalismo está muy viva a finales del siglo XX. Los países más religiosos tienden a ser más nacionalistas. Una encuesta realizada en 41 países reveló que las sociedades en las que más personas daban una calificación "alta" a la importancia de Dios en su vida eran también aquellas en las que más personas estaban "muy orgullosas" de su país. 

Dentro de los países, los individuos más religiosos también tienden a ser más nacionalistas. Una encuesta realizada en 1983 en 15 países, en su mayoría europeos, reveló que "en todos los países encuestados, los que dijeron no ser religiosos tienen menos probabilidades de estar orgullosos de su país". De media, la diferencia es del 11%. La mayoría de los pueblos europeos se sitúan en una posición baja en cuanto a su creencia en Dios y su orgullo por el país. Estados Unidos se sitúa, junto con Irlanda y Polonia, cerca de los primeros puestos en ambas dimensiones. El catolicismo es esencial para la identidad nacional irlandesa y polaca. La herencia protestante disidente es fundamental para la de Estados Unidos. Los estadounidenses están abrumadoramente comprometidos tanto con Dios como con la patria y los consideran inseparables. En un mundo en el que la religión determina las lealtades, las alianzas y los antagonismos de los pueblos de todos los continentes, no debería sorprender que los estadounidenses vuelvan a recurrir a la religión para encontrar su identidad nacional y su propósito nacional. 

Algunos elementos significativos de las élites estadounidenses son favorables a que Estados Unidos se convierta en una sociedad cosmopolita. Otras élites desean que asuma un papel imperial. La inmensa mayoría del pueblo estadounidense está comprometida con una alternativa nacional y con la preservación y el fortalecimiento de la identidad secular estadounidense. 

Samuel P. Huntington es presidente de la Harvard Academy for International and Area Studies y miembro del consejo editorial de The National Interest. Copyright 2004 por Samuel P. Huntington. Del libro de próxima aparición Who Are We? The Challenges to America's National Identity, que publicará Simon & Schuster, Inc. en Nueva York. Impreso con permiso.


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