LAS TRES MEJORES PELÍCULAS DE 2021. Por Guillermo Mas

 Autor: Guillermo Mas Arellano



1. El contador de cartas (Paul Schrader, 2021)

Mientras Marvel abarrota de nuevo (que falta hace) las salas con la última “palomitada” explosiva de Spiderman, los que añoramos un cine con vocación de intemporal acudimos, tan contritos y afortunados como ansiosos, a mirar la obra maestra del cine que faltaba por llegar en 2021 y que finalmente se encarnó. Porque Paul Schrader ha vuelto, a sus 74 años, con un nivel de excelencia que pocos pueden igualar en nuestros días. Lo ha hecho con otra historia de locura. Y de amor. De redención. Y de violencia. De esperanza. Y de dolor. De azar. Y de condena. Se trata de una obra maestra llamada El contador de cartas (The card counter, 2021) que ahonda en lo más oscuros recodos del delirio, como ya hiciera en Como perros salvajes (2016), a partir de una sobriedad temática, estética y formal más similar a la de El reverendo (2017). La mejor película del año.

Producida por Martin Scorsese, El contador de cartas (2021) tiene ecos evidentes de las novelas de Walter Tevis (El buscavidas o Gambito de Dama) sobre seres solitarios y desesperados, si bien obsesionados del todo por su juego como si se tratara de un punto de fuga para escapar del sinsentido o como si fuera el propio abismo que nos atrae en la caída. En este caso, como ocurriera en el clásico El rey del juego (1965), se trata del póquer; todo ello contado desde un neo-noir a la altura de Drive (2011). Con actuaciones impecables, unos escenarios que parecen chillar desasosiego y una banda sonora a cargo de Robert Levon Been digna de ser escuchada en bucle.

William Tell (Oscar Isaac) es un ex convicto y ex militar que vive modestamente de jugar al póquer lo justo y necesario para mantenerse con dignidad. Su vida está compuesta de una monotonía protagonizada por moteles, casinos, bares de hotel y recuerdos de un pasado sin cerrar. Un modelo simple, sobrio, salvador. En estas, se encuentra con tres personajes que lo cambiarán todo: el coronel por cuyas órdenes acabó en prisión (Willem Dafoe), un joven desnortado que carga con importantes deudas económicas (Tye Sheridan) y una bella e inteligente mujer que dirige un negocio relacionado con el mundo del póquer (Tiffany Haddish). En los otros puede residir nuestra salvación; y también nuestra condena.

En El contador de cartas (2021) vuelven a aparecer el pasado militar de Travis Bickle y los demonios íntimos de Jake LaMotta. La angustia existencial de Kierkegaard. Y la duda espiritual de Unamuno. Contado con la sobriedad de Bresson y la profundidad de Bergman. Es decir, puro Paul Schrader en un ejercicio soberbio de cine negro sin azúcares añadidos en la línea de clásicos como Rififí (1955) o Atraco perfecto (1956). En un drama sobre el sacrificio como pasaporte a la redención y su constante conflicto con la infinita capacidad de autodestrucción y de perdición de los hombres. Con un final deslumbrante y abrumador que espejea con el de El irlandés (2019) en su significado; y dialoga, de manera directa, con el también inolvidable plano final de su anterior película, El reverendo. Pero que es, al mismo tiempo, la tercera y seguramente definitiva revisión del mismo plano con el que finalizó American Gigolo (1973) y Light Sleeper (1992): el amor como asidero de los desamparados. En un diálogo cinematográfico, forjado en el idioma de los sueños y las esperanzas, que atraviesa con firmeza el paso del tiempo. Porque el relato cinematográfico sobre la podredumbre en el seno del alma norteamericana que Schrader diseñó en los años 70 sigue siendo válido, quizás hoy más que nunca, para nuestros días.

Siempre he pensado que Kafka es el más cinematográfico de los grandes escritores. Sus películas, en forma de novelas, parecían escritas para él mismo, en diálogo con un Dios distante y lejano. Con la pregunta subyacente de si aquellos personajes grises encuadrados en sociedades negrísimas podían o no ser absueltos. “Encomiendo mi vida a la Providencia y encomiendo mi alma a la Gracia”: así reza el tatuaje que William “Tell” Tillich (¿un homenaje a Paul Tilich?) lleva grabado en la espalda. Con él salió de la cárcel, con él volverá a entrar en ella. Porque lo que separa el Cielo del Infierno es apenas un fino cristal —aunque, en el fondo, todo es un estado profundo de la mente— que nos permite atisbar con claridad lo que hay al otro lado sin por ello terminar de tocarlo. El contador de cartas (2021) de Paul Schrader es la obra maestra que el cine nos ha brindado en 2021. Debemos, por lo tanto, corresponderla con los honores que merece.



2. Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino, 2021)

Jamás pensé que estaría más de dos horas en una sala de cine escuchando al público carcajearse sin cesar mientras se proyectaba una película de Paolo Sorrentino; pero ha ocurrido: incluso cuando esa risa, muchas veces, ocultaba una lágrima. Se trata de Fue la mano de Dios, su última película hasta la fecha: la menos autoral, sí, y también la más personal. Un fragmento de vida esculpido en celuloide que entra directo por la escuadra.

La última película del director italiano tiene tres protagonistas evidentes: el propio cineasta, la ciudad de Nápoles, y Maradona. Fue la vida de Dios cuenta la historia de su director, Paolo Sorrentino, aquí llamado Fabietto Schisa (encarnado por un joven y brillante actor que no conocía, Filippo Scotti), en un año clave (1986) para su ciudad natal, Nápoles: aquel en que Diego Armando Maradona llegó al equipo local y ganó, con la Selección Argentina de Fútbol, el Mundial. Un partido de fútbol o la vida del propio Maradona, en manos del director napolitano, pueden convertirse en experiencias religiosas de primer nivel (no en vano Juan Villoro escribió aquello de que “Dios es redondo” en un ejercicio sorrentiniano de pura teología posmoderna); y la vida del propio director, en una tragicomedia perfecta sobre la existencia.

A Sorrentino le gusta desconcertar en los primeros tramos de sus películas: lo hacía en su obra maestra, La gran belleza (2013), y lo hace ahora en Fue la mano de Dios; para ello se vale, en esta ocasión, de un humor tremendista y desfasado cuya mueca de sonrisa deja pronto paso al más profundo de los melodramas: la pérdida de los padres en un estúpido accidente, al tiempo que la llegada de la vocación como director de cine. Porque fue un partido de Maradona lo que salvó a Sorrentino de morir con sus padres: esa es la verdadera “mano de Dios” a la que hace referencia el título y de cuyo caprichoso arrebato o milagrosa salvación nació uno de los mejores cineastas de nuestro tiempo. En la cima de su carrera, Sorrentino hace el mismo ejercicio de autoficción que nos dejó, apenas unos años antes, Pedro Almodóvar en otra extraordinaria película cargada de sentimiento y nostalgia: Dolor y gloria (2019).

Las películas de Paolo Sorrentino siempre cuentan una vida: la de personajes reales como Berlusconi o Andreotti; la de personajes inolvidables de la ficción reciente como el compositor Fred Ballinger (Michael Cane) y, sobre todo, el escritor Jeb Gambardella (Toni Servillo). Pero en esta ocasión, Sorrentino traza las líneas de su propio rostro y el de su familia a través de los últimos momentos que pasó con sus padres y del transcurso de los primeros meses después de la muerte de estos. Todo cabe en Fue la mano de Dios: los milagros y las tragedias, las bromas y las peleas, el cine y el amor, el sexo y la soledad, la playa y un vagón de tren vacío, un niño que saluda y una loca que dice adiós. Vida y muerte. Surrealismo e hiperrealidad. Y, sobre todo, aquello que compone la esencia de cuanto encarna la mística de Paolo Sorrentino: un espacio donde lo sagrado y lo mundano se funden y se confunden de manera inevitable.

Fue la mano de Dios (2021) es a Amarcord (1973) lo que La gran belleza (2013) a La dolce vita (1960) y Juventud (2015) a Fellini, ocho y medio (1963). Si en Youth (2015) la reflexión se centraba en la vejez, en Fue la mano de Dios lo hace en la juventud. En ambos casos destaca la categoría visual: antes barroca, ahora sobria. En ambos casos, la emoción resulta de nuevo incontenible y los pequeños detalles como el sonido —chof, chof, chof, chof— que hace una lancha a más de 200 kilómetros por hora, siembran el film de poesía.

La realidad es mediocre”, se dice en la película, “ya no me gusta la realidad”. El cine y el fútbol no sirven para nada (solo para escapar de la realidad) pero pueden ser tan revolucionarios como el gol que Maradona les hizo (con la mano) a los ingleses con la guerra de las Malvinas aún palpitante. “Termina siempre así, con la muerte. Pero antes, hubo vida. Escondida debajo del bla, bla, bla, bla, bla. Y todo sedimentado bajo los murmullos y el ruido. El silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados, caprichosos destellos de belleza. Y luego la desgraciada miseria y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo”. Los personajes de Sorrentino nunca terminan de penetrar dentro de la trascendencia pero tampoco caen en esa actitud condescendiente que se propone negarla o simplemente despreciarla.

El alma es nuestra memoria; el dolor de los recuerdos simboliza lo esencial del yo. Una bella venganza contra aquello que la vida arrancó; la iniciación del joven que abandona la infancia como rito de paso para abrazar la vida adulta: eso es Fue la mano de Dios. Muchos no le pedimos nada más al arte que saber encontrar destellos de belleza prestos a significar las toneladas de sufrimiento que conforman toda forma de existencia. Directo por la escuadra: un fragmento de vida esculpido en celuloide.





3. Culpable (Antoine Fuqua, 2021)

Culpable (The Guilty, 2021), es un remake dirigido por Antoine Fuqua, adaptado por Nic Pizzolatto y protagonizado por Jake Gyllenhaal que adapta una película danesa del mismo título estrenada en 2018 que arrasó en el Festival de Sundance del mismo año. Ahora que ya lo he mencionado, todos podemos olvidarnos del título original para comenzar a hablar de esta nueva versión. Una película, la de Fuqua, que podemos calificar, sin temor a equivocarnos, de importante dentro del panorama cinematográfico actual.

El argumento de Culpable (2021) es atractivo y todo en la película funciona para que el espectador se vea arrastrado por él. Su protagonista, Joe Bayler, trabaja como operador telefónico en el 911 de emergencias. Pronto descubrimos que ha sido designado en ese puesto porque tiene un juicio pendiente que le obligó a apartarse del servicio activo. También descubrimos que es un padre divorciado que no quiere perder a su familia pero que tiene serios problemas con su exmujer. En otras palabras, se trata de un hombre que ha cometido demasiados errores y que no puede perdonarse a sí mismo —el personaje es asmático; literalmente, no puede respirar debido a todo lo que carga sobre su espalda— por ellos puesto que padece a diario las consecuencias. Entonces recibirá una llamada telefónica de un caso de especial relevancia —una mujer secuestrada, dos niños en peligro de muerte— que exigirán de Joe un sacrificio de purificación en el que deberá reconocerse a sí mismo como culpable, confesar después sus errores y expiar así sus pecados mediante una catarsis final, para conseguir salvar la vida de la mujer al otro lado del teléfono y para volver él mismo a la senda de la verdad.

En su crítica de Culpable, el filósofo Ángel Faretta destacaba dos elementos clave de la película: “el aislamiento y distanciamiento pandémicos” junto a una “unidad clásica de la tragedia”. Al principio de la película recibimos una fugaz impresión del exterior: un mundo apocalíptico e infernal consumido por el fuego y la destrucción. El resto de la película tendrá lugar en el interior de las oficinas del 911 y en ningún momento la cámara se va a despegar del personaje principal salvo para mostrarnos detalles relevantes y simbólicos del lugar donde trabaja. El “otro lado”, aquel que está al otro extremo de la línea telefónica pero que en realidad es una metáfora de esa “otra parte” de la que hablaba Alfred Kubin, no aparece en la película: todo el peso de la trama recae sobre la actuación de Gyllenhaal y la manera en que el actor encarna el conflicto que se produce en la conciencia de su personaje.

Exceptuando a dos de las mejores publicaciones de cine que hay en la red como lo son A Sala Llena y la Asociación de Estudios Culturales y Cinematográficos, parece que el resto del gremio no se ha enterado muy bien de que Culpable es, ante todo, una película sobre la culpa y, por lo tanto, una película profundamente religiosa. Espiritual. Se trata del mismo fenómeno que ya vivimos durante décadas con la obra de uno de los mayores cineastas de la Historia del Cine: Alfred Hitchcock. Estos críticos suelen quedarse con el chisme publicitario, la boutade inane y el tópico desgastado a la hora de realizar una crítica; rara vez atraviesan el primer nivel, el del argumento, de los thrillers y no saben, no quieren o no pueden profundizar en un segundo nivel ideológico —subtexto, que dicen los pedantes; o mensaje, como se suele decir a pie de calle— o teológico igualmente presente en las grandes películas —lean Hitchcock en obra de Ángel Faretta, el gran teórico sobre el concepto de cine, y lo entenderán mejor— de Hitchcock; o en Culpable, ahora. Y tampoco era tan difícil de descubrir: la película, al fin y al cabo, se abre con una cita bíblica.

La escena final de la película supone el momento de redención espiritual que, al revés de lo que ha ocurrido a lo largo del metraje, tiene una cristalización física plena. La tensión carnal que ha disimulado el conflicto espiritual ha pasado a derivar de él. No en vano Amisadai Domínguez o Iván González citan en su crítica a Agustín de Hipona o a Soren Kierkegaard a la hora de hablar del “temor y temblor” que, sin duda, están presentes en la película; bueno, y también a Edgar Allan Poe como alguien capaz de convertir el espacio angosto y de encierro en escenario de manifestación y depuración de la angustia existencial. Como ocurre en la tragedia griega, la catarsis del héroe en su viaje de autoconocimiento debe espejear con la del espectador.

Antoine Fuqua es un director intermitente que tiene en su haber malas películas, obras fallidas y también algunas excelentes películas —Training Day (2001) o Los amos de Brooklyn (2009) son, junto a Culpable (2021), sus mejores trabajos— a partes iguales. Nic Pizzolatto, responsable de adaptar la película danesa original, es uno de los mejores guionistas en activo —True Detective— además de un excelente novelista —Galveston— en el que deposito mis esperanzas cada vez que pienso que el género noir se encuentra en franca decadencia. Ambos, Fuqua y Pizzolatto, ya trabajaron de manera conjunta para una espantosa reinterpretación de Los siete magníficos (2016) que volveré a ver estos días para comprobar si no me perdí algo cuando la vi, y casi de inmediato la aborrecí, en el momento de su estreno. En cualquier caso, el trabajo de dirección y de escritura en Culpable (2021) roza la excelencia al punto de llegar a embarcarse en ella.

Sin embargo, el talento en The Guilty viene dado, sobre todo, de parte de aquel que pone su carne y su espíritu, junto a todo su talento actoral, que es mucho, al servicio de la película: su protagonista. En los últimos años, Jake Gyllenhaal se ha erigido gracias a un ritmo de trabajo incansable, a una enorme variedad de papeles y al escaso miedo a los proyectos poco convencionales, como uno de los mejores intérpretes en activo de Hollywood, al nivel de Leonardo DiCaprio, Joaquin Phoenix, Christian Bale, Matthew McConaughey o, entre tantos otros, Ryan Gosling; los galardones (¿quién demonios los toma en serio?), sin embargo, se le están resistiendo. Cuando este año se entregue el premio Óscar al mejor actor principal, gane quien quiera que gane, no olvide usted por un instante a Jake Gyllenhaal y su interpretación en Culpable (2021). Nadie puede merecer más recibirlo.


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