El sacerdocio según el cine contemporáneo: una meditación. Por Guillermo Mas
El sacerdocio según el cine contemporáneo: una meditación
Autor: Guillermo Mas Arellano
Con la llegada de
lo que el filósofo Charles Taylor ha denominado como una “era secular”, nuestro tiempo se ha convertido en el escenario de
una pugna constante entre modernidad y tradición; rito y secularismo;
materialismo y espiritualidad; donde cada hombre debe escoger a diario,
sencillamente mediante sus acciones, apostando por sus convicciones más íntimas
y siguiendo su propio código moral, en qué bando prefiere militar.
Podemos decir,
entonces, que desde una cuestión puramente pragmática se trata de un conflicto
ético donde el sacerdote representa a aquel encargado de guiar, en calidad de
pastor o “pescador de hombres”, al rebaño de fieles; así como de oficiante de
una liturgia donde lo mágico cobra vida en esta realidad para absolver los
pecados y permitir, con ello, la entrada en la siguiente realidad a la que
llamamos Paraíso. Pero, además, el sacerdote debe de ser un ejemplo él mismo en
cuanto que hombre, alguien recto, sabio, bueno, digno de imitar y que a su vez
imita a Cristo, difundiendo y encarnando su Palabra. Un sacerdote siempre será
alguien convocado para una misión que los demás no podríamos realizar: su don,
como suele ocurrir, es al tiempo su cruz.
La posmodernidad es
el estadio más avanzado de la modernidad; al menos hasta la fecha. Supone el
punto más alto de evolución de un proceso que desplazó a lo divino y a lo
sobrenatural como centro del universo moral y social para colocar, en su lugar,
al hombre. Paradójicamente, este proceso ha terminado por vaciar a la filosofía
y a la teología, que ya no pueden dar una respuesta solvente a los grandes
problemas éticos. En su lugar, la narración de ficciones entendida como la
única forma total de conocimiento de la realidad, permite profundizar mucho
mejor en el misterio de la condición humana y todas las grandes preguntas
derivadas de su paso por la existencia.
El mapa de las
grandes ficciones de nuestro tiempo es, asimismo, el mejor mapa del que podemos
disponer para entender nuestro tiempo en toda su profundidad. Por ello, son las
artes populares como la novela o el cine (especialmente a través de géneros pop
y subgéneros como el pulp), las únicas que siguen vivas para dar testimonio del
momento espiritual y moral en el que nos encontramos inmersos. Los cineastas de
los que vamos a hablar aquí son, cada uno a su manera, pensadores que crean
discursos a través de la imagen donde reformulan un saber tradicional perenne
para que pueda ser leído desde la perspectiva particular de nuestro tiempo
presente.
Cabe recordar, a
este respecto, lo escrito por el teólogo Karl Rahner acerca de la comunicación
de Dios con los hombres en su texto Curso
fundamental sobre la fe: “Cuando
hablamos de la comunicación de Dios mismo, no podemos entender esta palabra
como si Dios en una revelación cualquiera dijera algo sobre sí mismo. La
palabra comunicación de Dios mismo o autocomunicación quiere significar
realmente que Dios en su realidad más auténtica se hace el constitutivo más
íntimo del hombre. Se trata, pues, de una autocomunicación ontológica de Dios.
De todos modos, el término ontológica —esta es la otra parte de una posible
confusión— no puede entenderse en un sentido meramente objetivista, a manera de
una cosa. Una autocomunicación de Dios como misterio personal y absoluto al
hombre en cuanto ser que trasciende, significa de antemano una comunicación a
él como ser espiritual y personal. Queremos evitar, por consiguiente, tanto el
malentendido de un mero hablar sobre Dios —aunque quizá operado por Dios—, como
el de una autocomunicación de Dios puramente objetiva, pensada a manera de una
cosa”.
A partir de esta
nueva comprensión, mucho más abierta a interpretaciones personales y a un
diálogo íntimo con Dios que a verdades impuestas de manera dogmática y acatadas
de forma irracional y acrítica, podremos entender con mayor hondura la
importancia del cine dentro de la reflexión espiritual de nuestro tiempo;
porque es Dios mismo, nuestro Cristo interior, quien nos habla de Sí, pero
también de nosotros, porque en realidad ambos somos un solo ser, a través del
cine, así como de las sincronías entre mundo interior y exterior que éste puede
despertar.
La literatura ha
representado muchas veces la figura del sacerdote. Podemos pensar en personajes
icónicos de las grandes novelas decimonónicas como el Fermín de Pas de La Regenta o el Obispo Myriel de Los Miserables; pero poco nos pueden
decir estos personajes sobre qué postura deben representar los sacerdotes ante
los grandes problemas éticos y teológicos de nuestro tiempo. Fue San Ignacio de
Antioquía quien escribió aquello de que “El
sacerdocio es la dignidad suma entre todas las dignidades creadas”. Para
profundizar en las implicaciones de dicho aserto debemos acudir a tres obras
más recientes como lo son la novela San
Manuel Bueno, mártir (Miguel de Unamuno, 1931), el film Diario de un cura rural (Robert Bresson,
1951) y la película Los comulgantes
(Ingmar Bergman, 1963); tres auténticas obras maestras que resultan mucho más
acuciantes en lo que a la espiritualidad de nuestro tiempo se refiere.
En San Manuel Bueno, mártir, Miguel de
Unamuno cuenta la historia de un sacerdote que ha perdido la fe en Dios pero
que sigue oficiando los ritos porque considera la fe como una mentira piadosa
que permite a la gente vivir con dignidad. Mediante la metáfora del lago de
Valverde de Lucerna, Unamuno nos habla de una comunidad que antepone, con su
sacerdote a la cabeza, la vida al dogma al punto de que dan sepultura a un
suicida dentro del cementerio de la Iglesia. A través del sufrimiento, Cristo
se sacrificó por los hombres y es en el sufrimiento ínsito a la vida donde
Cristo otorga un sentido al dolor palpitante en el que los fieles se pueden
identificar. Sin embargo, cuando la dimensión de ese sufrimiento es brutal e
incomprensible del todo punto, brota la duda y, en el último extremo, la
desesperación: “Un niño que nace muerto o
que se muere recién nacido y un suicidio son para mí los más terribles
misterios: ¡un niño en cruz!”. Algo que nos puede recordar a lo narrado
por Emmanuel Carrère, flamante Premio
Princesa de Asturias, en su libro El
Reino: cómo perdió la fe al descubrir la historia de un niño nacido sordo,
ciego y mudo. Porque el miedo y la incertidumbre resultan mucho más honestos en
el mundo inestable que nos ha tocado en suerte que la certeza y el dogma.
En palabras del
propio Bresson, director de Diario de un
cura rural: “En una película se
necesita experimentar el descubrimiento del hombre, una revelación profunda del
misterio. Es la interioridad quien dicta la acción, lo que puede parecer
paradójico en un arte que parece todo exterioridad”. Pero el cine es pura
puesta en escena, Teatro de la Memoria expresionista, de un drama interior. La
película de Bresson narra la enfermedad, la pobreza y el fracaso espiritual constante
al que se tiene que enfrentar un sacerdote que ha perdido la fe y que no es
capaz de ejercer correctamente su labor de guía espiritual. Toda la película
muestra los conflictos interiores del sacerdote al mismo tiempo que los
conflictos exteriores con los miembros del pueblo o con otros sacerdotes. La
película consta de una voz en off constante que acompaña un lenguaje visual
característico del cine mudo y casi perfecto si se toma de manera aislada. Eso
nos permite destacar, de entre muchas, dos citas de la película: “La misma soledad. El mismo silencio. Y, esta
vez, sin ninguna esperanza de superar el obstáculo. Dios se ha alejado de mí:
de eso estoy seguro”; “Qué milagro
poder entregar lo que a uno le falta. Un milagro de nuestras manos vacías”.
El sacerdote, puesto metafóricamente ante el cadáver de un fiel desesperado al
que no fue capaz de brindar razones suficientes para seguir viviendo es algo
que nos encontraremos frecuentemente en el género pero que empieza en la
película de Bresson.
En Los comulgantes, Tomas (Gunnar
Björnstrand) es un pastor que acaba de perder a su mujer. A consecuencia de
ello, le vemos oficiar misa desde la más absoluta desesperación; y, lo que es
más desasosegante aún, para unos fieles que, además de pecadores, acuden a la
Iglesia de manera mecánica y monótona como esos burgueses a los que tanto
detestaba Léon Bloy. Por ello le resulta imposible convencer a un joven
angustiado —interpretado por Max von Sydow— por la inminente guerra nuclear
—como lo estará por el cambio climático, en una situación análoga, un personaje
de la película El reverendo (2017),
de la que hablaremos más adelante—, de que no se suicide: acto trágico que
dicho personaje acabará cometiendo al tiempo que los pecados del resto de la
comunidad, incluidos los del propio sacerdote, afloran. La pregunta que realiza
Bergman con su película es doble: ¿Por qué guarda Dios silencio ante nuestras
plegarias?; y, ¿Tiene sentido vivir en un mundo sin fe? El propio Bergman, muy
influenciado por la fuerte religiosidad de su padre, se pasó el grueso de su
vida oscilando entre la fe y el ateísmo, derivando, en sus últimos días, por
este último. Podríamos decir que su religiosidad se centraba en ese Cristo que,
antes de morir, repite las palabras del Salmo 22: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. El propio Bergman era muy
consciente de que esa duda no aleja al hombre de Cristo, sino que precisamente
lo acerca a Él: “Cristo fue presa, como
usted, de una gran duda. Ése debió de ser el más cruel de todos los
sufrimientos, quiero decir, el silencio de Dios”. En ese sentido, la última
escena de la película resulta demoledora: el sacerdote oficia una misa ante una
Iglesia vacía y silente. No hay respuestas ante esa pregunta absurda,
contradictoria y fugaz a la que llamamos existencia.
El cine es un arte
obligado a convertir los materiales de la realidad en expresión de un discurso
formulado a través de las imágenes. Por lo tanto, su forma de hablar de la
religión es a través de metáforas visuales y de personajes que encarnan conflictos
morales. Si Gabriel García Márquez decía que “Me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como que no existe”;
Henry David Thoreau, por su parte, escribió lo siguiente: “Casi todas las personas viven la vida en una silenciosa desesperación”.
Los dos grandes temas de los films contemporáneos sobre sacerdotes serán,
entonces, la desesperación bergmaniana y la duda unamuniana unidos al
sufrimiento bressoniano. La figura del sacerdote será la manifestación física
de este triple conflicto donde la carne y el espíritu se fundirán a través del
arte que mejor puede narrar la ambivalencia inherente al hombre: “la piel humana de las cosas, la dermis de la
realidad, eso es con lo que juega, antes que nada, el cine” (Antonin
Artaud). A lo que habría que añadir un fragmento de Esculpir en el tiempo, el libro de Teoría del Arte escrito por
Tarkovski sobre el séptimo arte como forma de expresión mística: “El cine nació para reflejar una parte
concreta de la vida, una dimensión del mundo aún no comprendida, que ninguna de
las otras artes había podido expresar”. No podemos olvidar que los tres
cineastas más influyentes del período sonoro son católicos: John Ford, Alfred
Hitchcock y Martin Scorsese.
En este caso, he
seleccionado cinco ejemplos sobresalientes del cine de los últimos años. Se
trata de cinco películas que, en el fondo, tienen lugar en el Huerto de los
Olivos y que reflejan de forma nítida la crisis espiritual de nuestro tiempo
tomando como protagonistas a, respectivamente, cinco sacerdotes que sirven, a modo
de motivo, para tratar el tema de la esperanza. Son películas que, en realidad,
constan de tres personajes principales: el sacerdote (protagonista), los fieles
(contrapunto que representa alegóricamente el mundo) y Dios (ausente, ocupa el
lugar del espectador en la película).
Durante una
confesión que abre la película Calvary (2014)
de John Michael McDonagh, un hombre anónimo le relata al padre James Lavelle
(Brendan Gleeson) los abusos sexuales que recibió de manos de otro sacerdote
cuando era un niño. Después, procede a amenazarle de muerte y promete cumplir
su palabra en el transcurso exacto de siete días en los que James Lavelle
tendrá que poner todos sus asuntos a buen recaudo. Como el Job del Antiguo
Testamento, el personaje interpretado por Brendan Gleeson es un hombre bueno al
que todo le es arrebatado —la imagen de su Iglesia reducida a cenizas es
bastante elocuente en ese sentido— sin que pueda hacer nada por evitarlo. “Le voy a matar, padre, le voy a matar porque
es inocente”. Un hombre bueno, pertinaz en su afán de rectitud, consciente
de su propia muerte al tiempo que de la corrupción moral del mundo todo.
La película está
estructurada, a partir de ese prólogo que conduce directamente al desenlace
final del film, a través de distintos sketches o escenas breves, que sirven
para presentar la comunidad donde el sacerdote ejerce su magisterio espiritual.
Cada uno de los personajes aparecidos en este largo tramo de la película donde
el humor, la ironía y el absurdo más grotesco abundan, tiene un significado
alegórico sobre los distintos males que aquejan a Occidente. A través de estas
conversaciones, observamos el intento de Lavelle por ser buena y por ofrecer
unas certezas de las que él mismo carece a los fieles. En este sentido son muy
interesantes las declaraciones las declaraciones que Brendan Gleeson, actor que
interpreta al padre Lavelle, hizo sobre la película tras su estreno: “Era como si yo fuera una especie de jeringa
que extrajese el nocivo veneno del cinismo que se halla en las personas. Día
tras día, escena tras escena, era algo implacable. Se suponía que yo era la
buena persona que tenía todas las respuestas. Se espera que el sacerdote sea un
faro de esperanza y eso es muy difícil emocionalmente”. Porque todo es
noche, dirá el poeta, necesitamos más que nunca la fuerza del trueno.
La comunidad en la
que el sacerdote ejerce está llena de pecados, secretos tenebrosos y distintos
personajes que representan la inmoralidad que rige nuestro mundo: un médico
nihilista, una mujer casada que es adicta al sexo con extraños, un sacerdote
joven claramente homosexual, un hombre rico que literalmente se mea sobre los
cuadros que compra, un asesino encarcelado y la hija del propio sacerdote que
intenta constantemente cortarse las venas. Prácticamente el único inocente que
aparece en la película, el propio sacerdote, es justo aquel que ha sido
amenazado de muerte como si sobre sus espaldas tuviera que cargar de manera
arbitraria con los pecados del mundo que le rodea. Aunque en varias ocasiones
se le ofrece la posibilidad de escapar, el sacerdote decide abrazar su Cruz y
someterse a la Pasión a la que ha sido abocado para poder absolver a la
comunidad de sus pecados.
Un viejo proyecto
de Scorsese es Silencio (2016),
adaptando una novela del escritor japonés —y católico— Shūsaku Endō. Se trata
de una película que dialoga directamente con otra adaptación de una excelente
novela —de Nikos Kazantzakis—: la versión mística, carnal, polémica y
heterodoxa de la Pasión de Jesús de Nazaret que filmó bajo el título de La última tentación de Cristo (1988).
Podríamos considerar que si El árbol de
la vida (2011) de Terrence Malick es la respuesta católica a 2001: Una Odisea del espacio (1968) de
Stanley Kubrick; Silencio (2016) de
Martin Scorsese lo es a Apocalypse Now
(1979) de Francis Ford Coppola; algo así como un “viaje al corazón de las tinieblas y al fin de la noche”, al horror
cósmico y moral como fundamento de la existencia, desde una óptica puramente
religiosa y tan carnal como espiritual.
Seguramente,
Scorsese sea el mejor director usando el recurso de una banda sonora diseñada
por temas no originales seleccionados por él mismo en conjunción con el montaje
de la película. Sin embargo, destaca aún más en su uso del silencio, que nadie
ha sabido emplear con mayor acierto: recordemos el silencio antes de que Robert
de Niro sea vapuleado en Toro Salvaje
o cuando Leonardo Di Caprio tiene que gatear drogado por las escaleras del club
de golf en El Lobo de Wall Street. El
uso del silencio en una escena determinada cuando ha estado sonando durante
toda la película música sin cesar o un ruido ambiente perfectamente cuidado es
el doble de impactante. Recalca el momento crucial de la escena porque, igual
que la luz destaca en la oscuridad, el silencio lo hace en el ruido. Y en el
cine de Scorsese, además, adquiere unas dimensiones religiosas evidentes. Por
eso la propia película titulada Silencio apenas
tiene música aunque estamos escuchando de forma constante el sonido de la
naturaleza. Pero en el momento de la apostasía del sacerdote protagonista, no
escuchamos nada. Y entonces, por primera vez en la historia del cine,
escuchamos algo parecido a lo que pueda ser una manifestación física del
silencio divino.
Martin Scorsese es uno de los mayores artistas cristianos
de todos los tiempos y, quizás, el más importante de la actualidad. En su vida
privada y a pesar de su estricta educación católica y de sus años en el
seminario, es un cristiano heterodoxo y un católico no practicante. Su obra ha
resultado muy conflictiva para los sectores conservadores de la Iglesia; sin
embargo, seguramente se trate del autor católico más importante en todas las
artes de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Tampoco otros grandes
artistas de tiempos pasados fueron acogidos por las altas instancias
eclesiásticas: de Teresa de Ávila a Alfred Hitchcock. En Shutter Island, el tema del silencio de Dios, que será crucial en
la película Silencio, resulta
evidente: no en vano Max Von Sydow, actor clave en la filmografía de Ingmar
Bergman —uno de los favoritos de Scorsese—, tiene un papel relevante en la
película. El tema de Silencio es el
silencio de Dios pero es, más aún, el conflicto perenne de la Naturaleza contra
el Misterio; de la Vida contra el Sentido; del Dolor contra la Fe, del que nace
la tragedia en su vertiente más profunda, puesto que aquello que tiene un
sentido teológico no tiene un sentido humano: cristalización intelectual de la
lucha entre la carne y el espíritu, que son una misma esencia aunque casi siempre
se encuentren contrapuestas.
Silencio nace de un viejo deseo de Scorsese: ya de joven quería narrar la
historia de un sacerdote que se sacrifica por sus fieles: alguien que les dice
que pueden pisotear una imagen de Jesús pero que él mismo no lo hace para
salvar a otros (la vanidad), puesto que compara su sacrificio al de Jesús y
cree que debe imitarle hasta las últimas consecuencias: aunque eso suponga
anteponer la rigidez de la norma a la cambiante esencia de lo vivo. Sin
embargo, la dolorosa constatación de ese fracaso hará descubrir al sacerdote
que no está a la altura de Cristo y que esa comparación, explícita en varias
ocasiones de la película, entre los dos rostros (el sacerdote y Jesús), resulta
excesiva e inhumana (aunque tenga su razón teológica). “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que
el Hijo del hombre es señor también del sábado”. Amén.
El proceso de trabajo de Scorsese es siempre similar:
escritura-dirección-rodaje-montaje. Scorsese no parte de guiones con grandes
frases, ni muy literarios, a pesar de su habitual uso de la voz en off; sino
que, como Hitchcock, prefiere que la atención se dirija a lo que los actores
hagan en vez de lo que dicen. Sin embargo, en Silencio hace una excepción cuando el sacerdote protagonista reza a
Dios en soledad: “Me siento tentado por
la desesperación. Tengo miedo. El peso de Tu silencio es horrible. Rezo pero
estoy perdido. ¿O acaso estoy rezando a la Nada? A la Nada, porque Tú no estás
aquí”. Se trata de unas palabras que plantean el punto central de toda
tragedia teológica como la que se plantea en el Libro de Job, en Toro Salvaje
o en El irlandés.
Un cristianismo del siglo XXI similar al cristianismo de
los tiempos de los romanos: sin dogmas, formado en pequeñas comunidades y
basado en la fortaleza que es cada conciencia individual, donde el creyente sea
la Iglesia y el amor a la vida el primer dogma: eso propone Silencio. El divorcio de Scorsese le
alejó de la práctica religiosa durante décadas y, a cambio, se ha acercado a
otras formas de espiritualidad como la meditación trascendental. Por eso en Silencio se plantea una cuestión clave:
si la Iglesia no antepone la vida de sus fieles a las tradiciones que
constriñen de manera desproporcionada su vida, el catolicismo desaparecerá o
quedará como costumbre burguesa o como un culto de apenas unos pocos radicales.
La aproximación de Scorsese, tanto a nivel personal como sobre todo a nivel
artístico, no es dogmática sino que se manifiesta a través de los límites
físicos y espirituales de la condición humana. Esto hace que Scorsese no sea un
artista católico más sino un místico que se aproxima a Dios a través de la
cámara. Donde Mel Gibson y otros ponen rigidez doctrinal, Scorsese plantea
preguntas sin respuesta y dilemas de interpretación abierta. Su cine no está
centrado en la santidad, sino en el pecado; sus protagonistas son, por lo
tanto, pecadores: incluso cuando el protagonista es un sacerdote o el propio
Cristo. Porque cuando estos pecadores caen en la tentación de la carne a través
de sus pecados —la lujuria o la vanidad, en los dos casos citados— es cuando se
transparenta también su espíritu.
La imagen más emblemática de la película es una escena
metafórica que sintetiza la visión del cristianismo que expone la película: la
contemplación de las olas rompiendo contra el cuerpo de un cristiano-japonés,
atado a una cruz en ese mismo estado durante días, antes de finalmente morir.
Pero el personaje que tiene más interés no es el del sacerdote protagonista,
sino la representación de Judas que aparece en la película; recordemos que
Harvey Keitel encarnaba en La última
tentación de Cristo a Judas, al que se mostraba como el discípulo favorito
de Cristo, tal y como se plantea la genial novela de Kazantzakis, al que el
Hijo le pide la tarea más difícil: que le traicione para que la Pasión pueda
tener lugar; consumada la traición —que será un tema central en El irlandés—, Keitel se suicida, no por
la culpa sino por el dolor.
El Judas de Silencio
se llama Kichijiro (Yōsuke Kubozuka) y es el guía de los dos sacerdotes portugueses
en un Japón hostil con los cristianos. A lo largo de la película, Kichijiro
apostata y traiciona a otros cristianos, incluido el sacerdote protagonista, en
varias ocasiones. Después de que el personaje de Andrew Garfield vea el rostro
de Jesús en el agua al mirarse, es traicionado por Kichijiro, que recibe su
pago en forma de monedas. Sin embargo, Kichijiro pide confesión en varias
ocasiones porque desea la absolución de sus pecados. La confesión se convierte
en el tema central de este personaje junto a la traición: lo mismo ocurrirá en El irlandés. Es un pecador que el
sacerdote desprecia y hasta expulsa pero con el que al final se iguala cuando
también el sacerdote ha apostatado y aceptado vivir en la herejía. La pregunta
final sobre este personaje, Kichijiro, extensible en último término a un
sacerdote que ha abrazado la herejía para sobrevivir, es la misma pregunta que
se nos plantea con Frank Sheeran en El
irlandés: ¿puede salvarse un pecador? ¿Se puede cerrar la puerta o es mejor
dejarla entreabierta? En palabras de dos viejos blues: I hear you knocking, but you can’t come in/ Keep a knockin’, but you can’t come in (Te he escuchado llamar,
pero no puedes entrar/ Sigue llamando, pero no puedes entrar).
La serie de dos
temporadas The Young Pope (2016) de
Paolo Sorrentino se abre con un discurso de su personaje principal, el Papa
Lenny Belardo (Jude Law), más conocido como Pío XIII, en el que propone un
modelo de Iglesia anclado en sus dogmas, propio de una religión que no va hacia
sus fieles sino que reclama de ellos que vengan a ella, como una puerta
estrecha por la que sólo podrán penetrar unos pocos y esforzados creyentes.
Sorrentino es un director místico en cuyo cine lo sagrado y lo mundano se
confunden, tal y como ocurre en la propia realidad. Eso se puede ver
constantemente en The Young Pope, su
obra más pretendidamente teológica: casi en cada plano los elementos más
sublimes del arte católico coexisten junto a lo más banal de nuestra realidad
posmoderna.
Capaz de obrar
milagros, Lenny Belardo quiere volver a una Iglesia tradicionalista a pesar de
que su propia persona está sembrada de contradicciones y sombras. Al tiempo, se
ve arrastrado a un juego de poder donde la espiritualidad queda relegada del
todo y que, sin embargo, parece primar dentro de los esfuerzos de los más altos
cargos de la Iglesia. El propio Belardo, que parece tener claro el rumbo que
debe de tomar la Iglesia en el futuro, oculta bajo una gruesa capa de
megalomanía y excentricidad una fragilidad derivada de su condición de huérfano
y del deseo carnal que siente de manera constante.
En la segunda
entrega de la serie, The New Pope (2020),
Lenny Belardo se encuentra en coma y la Iglesia debe buscar un sustituto.
Primero se encuentra a un tal Francisco que es un ególatra, un populista y un
revolucionario que convierte el mensaje católico en una serie de consejos
morales dignos de un psicólogo. Tras un “accidente” intencionado, este tal
Francisco morirá (ecos de Juan Pablo I) convenientemente y será preciso
encontrar un nuevo candidato mucho más seguro para el puesto. Encontrarán,
entonces, a John Brannox (John Malkovich), un obispo inglés complicado y genial
cuyas enseñanzas están basadas en la obra filosófica y literaria del difunto
cardenal John Henry Newman (algo parecido sucederá con Thomas Merton y el
protagonista de la película El Reverendo:
dos teólogos, Newman y Merton, poco convencionales que guían a auténticos
santos cinematográficos poco convencionales).
Mi escena preferida
de entre los diecinueve episodios que tiene la serie de Sorrentino muestra un
milagro frustrado. Ocurre cuando Lenny Belardo ya ha despertado del coma pero
todavía no ha hecho su aparición pública y el Papa sigue siendo John Brannox.
Belardo se está hospedando en casa de fieles con un hijo convaleciente desde
nacimiento de una enfermedad rara. Los padres le confiesan a Belardo que el
médico les recomendó abortar pero que ellos se negaron a tenor de sus creencias
católicas; y que su hijo, un niño, padece desde el día de su nacimiento
múltiples dolencias a causa de esa decisión basada en la fe. Aprovechando una
salida del matrimonio para cenar a solas por primera vez desde el nacimiento
del niño, Belardo trata de realizar otro de tantos milagros que el espectador
ya le ha visto realizar y por los que en la serie se ha ganado la fama de
verdadero santo. Sin embargo, nada ocurre; le pide a Dios que le de fuerzas
para sanar al niño pero este permanece enfermo. Los padres vuelven de su velada
y encuentran a Belardo tratando de resucitar al niño: justo cuando más cerca
parece de conseguirlo, a consecuencia de la tensión y el esfuerzo, el débil
corazón del niño cede, y entonces muere en un tenue suspiro final. Para
desesperación de Lenny Belardo.
Otra gran escena de
la serie es el funeral de Girolamo, un joven muchacho con parálisis cerebral
que siempre acompaña al maquiavélico obispo Voiello. En la misa del funeral,
Voiello afirma lo siguiente: “Doy gracias
a Dios por darme la extraordinaria oportunidad de ser su mejor amigo, gracias
Girolamo, tú y sólo tú conociste íntimamente la angustia del sufrimiento, la
belleza del sacrificio y el poder del amor, nunca te olvidaré Girolamo”.
Porque a pesar del exceso, del barroquismo, de la provocación, la serie de
Sorrentino encuentra el sentido del catolicismo en la necesidad de dar un
significado al sufrimiento para no caer, así, en el nihilismo del horror
cósmico. “Credo quia absurdum”: más
que nunca, la afirmación atribuida a Tertuliano se hace verdad en un mundo
donde lo más trivial puede ser el recipiente de la verdadera santidad.
Sorrentino concibe
la serie como una película larga y por eso la llamamos film aquí. Ni Malkovich
ni Law quieren ser Sumos Pontífices; tampoco Cristo quería la cruz pero
aceptaba la voluntad de Dios sobre la suya propia. Para Sorrentino, la distancia
entre lo sacro y lo mundano es apenas un gesto de dignidad que depende
exclusivamente de la imaginación. Por eso, un partido de fútbol o la vida del
propio Maradona, en manos del director napolitano, pueden convertirse en
experiencias religiosas de primer nivel. De la misma forma, un obispo puede
resultar el ser más banal, superficial y alejado del espíritu del mundo, como
aparece en la obra maestra del director, La
gran belleza (2013). Y una monja fea, silenciosa y desdentada, según esa
misma película, puede ser el mayor testimonio vivo de belleza y amor que
podamos imaginar.
Finalmente,
Sorrentino entra de lleno en una de las grandes polémicas que ha rodeado
siempre el sacerdocio: el celibato. Además, en la serie queda puesto en
cuestión a través de la homosexualidad de un obispo de origen español,
interpretado por Javier Cámara, que se viste de civil para buscar sexo porque
no puede resistir la tentación de la carne. También hay una escena, cuyo
conflicto queda mucho menos desarrollado, en la que aparece una monja que se
masturba (lo que nos puede hacer pensar en la última película de Verhoeven
hasta la fecha, Benedetta) tumbada
sobre un sofá. Sobre el celibato han reflexionado, respectivamente, dos
sacerdotes de gran categoría intelectual y de reconocido prestigio como
escritores: Hans Küng y Pablo D´Ors.
El brillante
teólogo suizo Hans Küng escribió una carta en 2010 titulada “¡Abolid la ley del celibato!”. Se trata
de un análisis histórico y filosófico riguroso a la par que divulgativo que
achaca a la influencia romana la conversión de lo que, tanto en las palabras de
Jesús recogidas por sus discípulos como en la obra escrita de Pablo de Tarso,
son simples recomendaciones sobre una vida de soltería, acaban convertidas en
un mandato que separa a los laicos de una casta sacerdotal que, muchas veces,
reprime u oculta algo que, por estar prohibido, no desaparece sin más: “El celibato obligatorio es el principal
motivo de la catastrófica carencia de sacerdotes, de la trascendente
negligencia de la celebración de la Eucaristía y, en muchos lugares, del
colapso de la asistencia espiritual personal. Esto se disimula con la fusión de
parroquias en "unidades de asistencia espiritual" con sacerdotes
totalmente sobrecargados. ¿Pero cuál sería la mejor promoción de una nueva
generación de sacerdotes? La abolición de la ley del celibato, raíz de todo
mal, y la admisión de mujeres en la ordenación. Los obispos lo saben, pero no
tienen valor para decirlo”.
El escritor español
Pablo D´Ors, más comedido que Küng, ha declarado que el celibato debería ser
optativo: “Yo sé perfectamente que casi
nadie entiende esto de la castidad; sé que a casi todo el mundo le parece una
estupidez o al menos algo desfasado y hasta inhumano. A decir verdad, yo
tampoco lo he entendido del todo durante algunos años, lo confieso. Y, como no
lo he entendido bien, tampoco he podido vivirlo como habría debido. Cuando mi
vida ha estado centrada en Cristo, sin embargo, cuando mi ser ha estado
polarizado en Dios y en el bien de mis semejantes, entonces la castidad no se
me ha presentado solo como posible, sino como una auténtica bendición”.
Precisamente es en Entusiasmo, su novela sobre el
sacerdocio a través de la figura de un joven que quiere ordenarse, donde Pablo
D´Ors recoge las siguientes reflexiones sobre las que deberíamos meditar de
cara al futuro: “No hay religión
verdadera sin riesgo. Los hombres verdaderamente religiosos —pertenezcan a una u otra religión— han vivido existencias profundamente
inestables. Interior o exteriormente, es decir, metafórica o geográficamente
han sido itinerantes. Han emigrado. Han cambiado. Han dejado sus órdenes
religiosas y han fundado otras nuevas. Se han puesto en contacto con quienes
pensaban diversamente. Han ido donde nadie quería ir. Han hecho cosas que desde
la lógica del mundo resultan poco menos que increíbles. No se han agarrado más
que a su fe, cada vez más desnuda. Casi toda la Vida Religiosa existente es —y me duele decirlo— una parodia de la verdadera religión. Ningún esfuerzo que hace un alma por
acercarse a Dios se pierde. No son nuestros esfuerzos los que nos llevan a
Dios, pero sin ellos, por alguna razón, no llegamos a Él. La flexibilidad es
una de las condiciones del pensamiento. Un pensamiento rígido no es, en
consecuencia, más que doctrina e ideología. Busca un gran pensador que haya
sido un fanático, no lo encontrarás”.
Precisamente, la
novela Entusiasmo del sacerdote Pablo
D´Ors finaliza con un poema de Thomas Merton, en forma de oración, que conecta
con la película de Paul Schrader que vamos a comentar a continuación, El reverendo (2017): “Señor y Dios mío, no tengo idea hacia dónde
voy./ No veo el camino que se abre ante mí/ No puedo saber con certeza dónde
terminará./ Tampoco me conozco a mí mismo,/ y el hecho de pensar que estoy cumpliendo
tu voluntad/ no significa que lo haga realmente./ Pero creo que mi deseo de
agradarte, de hecho, te agrada./ Y espero tener ese deseo en todo lo que haga./
Confío nunca hacer nada contra este deseo./ Aunque parezca estar perdido y en
las sombras de la muerte./ No temeré puesto que tú estás siempre a mi lado/ y
nunca permitirás que me enfrente solo con peligro alguno”.
Esta cita de
Merton, junto a la cuestión del celibato antes mencionada, nos llevan
directamente a la escena final de El
reverendo (2017): un beso rodado por una cámara que gira en torno al
sacerdote y a una mujer embarazada con la que se une durante cuarenta segundos
que son un claro homenaje tanto a una escena de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) como a una escena de Doble Cuerpo (Brian de Palma, 1984).
Antes ha habido una bellísima escena de levitación que es una alusión a
Tarkovski y las distintas levitaciones que hay en su cine: El espejo (1975), Solaris (1972),
Sacrificio (1986).
Sin embargo, El reverendo es un remake no explícito
de dos películas que ya hemos analizado (de manera sucinta): Diario de un cura rural (1951) y Los comulgantes (1963). Tomando los
hechos centrales de ambas películas su director, Paul Schrader, hace la
historia suya y la actualiza. No podemos olvidar que Scharder era el guionista
de Taxi Driver (1976) y, según el
propio Martin Scrosese, el principal responsable de la película protagonizada
por Robert de Niro.
Aunque Schrader ha
dicho en más de una ocasión que todo lo recogido por Peter Biskind en su libro Moteros tranquilos, toros salvajes es
poco menos que una invención realizada con intenciones comerciales, sigue
siendo el texto de referencia para hablar del New Hollywood. En el libro,
Biskind recoge la infancia de Schrader en “el
tormento del infierno de la fanática Iglesia Cristiana Reformada, una secta
escindida del calvinismo holandés. Para sus padres, el cine, la televisión y el
rock eran obra del diablo”.
Al parecer,
Scharder era un niño enfermizo, acostumbrado a recibir palizas, a pasarse horas
de rodillas y a que su madre le clavara una aguja para hacerle ver cómo se
sentía uno, de manera constante, en el Infierno: “Los hermanos (Paul y Leonard) tenían prohibido ir al cine y, por
supuesto, tampoco les dejaban ver la televisión. Paul no vio su primera película
hasta que tuvo diecisiete años. Un día, su madre lo pilló mientras escuchaba
una canción de Pat Boone y tiró la radio contra la pared. Los hermanos vivían
ahogados por las prohibiciones”. Scharer, según sus propias palabras, se
enamoró del cine precisamente porque estaba prohibido y entró en contacto con
una mujer, Beverly Walker, que terminaría dejando a Scharder de manera abrupta
y cruel; a consecuencia de ello, las frecuentes alucinaciones, la angosta
soledad y el sufrimiento sin paliativos se incrementaron: “El resultado —escribe Biskind— fue Taxi Driver, que escribió
febrilmente en diez días (siete para el primer borrador, tres para
reescribirlo), a finales de la primavera de 1972, mientras aún se alojaba en el
apartamento de Beverly en Silverlake”.
El motivo de esta
digresión sobre la vida de Schrader cuando se inició en el cine se debe a que
nos ayudará a comprender hasta qué punto tiene sentido volver a contar, con
múltiples variantes y desde una óptica mucho más madura y autoconsciente, la
historia de Taxi Driver (ciertamente
parecida, en algunos aspectos, a la que Hermann Hesse plasmara en su brillante
novela de 1927 El lobo estepario) en El reverendo (por cierto que Schrader
homenajea la película de Scorsese mostrando un vaso cuyo interior aparece
efervescente y que representa de manera gráfica, en ambos casos, el estado
mental del protagonista). Sigue Biskind, “Schrader
escribía sin parar. Escribía rápido, unas diez o doce páginas por día, y así en
unos diez días terminaba un borrador. La magnum 38 siempre junto a la máquina
de escribir. Cuando se bloqueaba, apretaba nervioso el gatillo: clic, clic,
clic. Escribía a toda pastilla, y aunque entonces no lo sabía, estaba escribiendo
su historia. El psiquiatra de Schrader señaló que sus fantasías suicidas eran
siempre idénticas: pegarse un tiro en la sien. De hecho, tenía la cabeza llena
de demonios y de malos pensamientos, y muchos de ellos terminaron en Taxi
Driver. Schrader y De Niro comentaron el significado de la historia. De Niro le
dijo a Schrader que él siempre había querido escribir un guión acerca de un
tipo solitario que daba vueltas por Nueva York armado con un revólver. Solía
sentarse en la Asamble General de las Naciones Unidas, donde fantaseaba con
asesinar a diplomáticos”.
Pero volvamos a El reverendo; una película que narra en
paralelo la vida de un sacerdote enfermo a través de su diario (como en la
película de Bresson), las dudas de un feligrés que está pensando en el suicidio
y que finalmente sucumbirá a él (como en la película de Bergman) y el
progresivo viaje a la locura de un individuo solitario, marcado de forma
traumática por la guerra, que quiere realizar un acto violento contra un hombre
poderoso a modo de impulso social para la toma de conciencia de algunos de los
problemas sociales más acuciantes de su tiempo (como en la película de
Scorsese).
Como el
protagonista de Diario de un cura rural,
el personaje interpretado de manera deslumbrante por Ethan Hawke en El reverendo no puede rezar, aunque dice
que la intención vale tanto, para Dios, como el acto mismo. Se trata de un
sacerdote muy influenciado por la teología del citado Thomas Merton, que
escribió que “el amor es nuestro
verdadero destino”. En el transcurso del diálogo que el sacerdote tiene con
su feligrés deprimido, el primero le dice al segundo: “El coraje es la solución a la desesperación. La razón no te da
respuestas. No puedo saber que traerá el futuro pero tenemos que elegir a pesar
de la incertidumbre. La sabiduría tiene dos verdades contradictorias en nuestra
cabeza, simultáneamente: esperanza y desesperación. Una vida sin desesperación
es una vida sin esperanza. Mantener esas dos ideas en nuestra mente es la vida
misma”.
Esos dos extremos,
la esperanza y la desesperación, mostrados como el haz y el envés de una misma
realidad aparecerán también en Corpus
Christi (2019). La película de Jan Komasa que cuenta la historia de un
farsante, un muchacho recluido en un reformatorio que decide escapar del
trabajo en un aserradero y acaba, casualmente, haciéndose pasar por cura en una
pequeña localidad. Encerrado por el asesinato de un joven al que le propinó una
paliza de muerte, este chico estaba en serios problemas al haber ingresado en
su mismo reformatorio el hermano de su víctima. Pero este “bala perdida” con
mucha vida y poca doctrina a sus espaldas, que no podía entrar al seminario, a
pesar de su vocación, dados sus antecedentes penales, de pronto se ve fingiendo
ante toda una comunidad una identidad que no es la suya. La del pastor de un
rebaño descarriado a causa de un trauma que es a la vez privado y colectivo.
¿Y no es así en San Manuel Bueno, mártir; en Diario de un cura rural; en Los Comulgantes; que sus protagonistas,
los sacerdotes, fingen en cada caso tener una fe y unas certezas que, si alguna
vez tuvieron, han perdido? ¿No hace, en cierto modo, eso mismo un sacerdote
siempre, simular un conocimiento de la naturaleza de Dios y sus enseñanzas cuya
realidad es, en el fondo, inalcanzable del todo para una óptica humana? Por eso
los dogmas son siempre un problema: porque exigen pasar por encima el “factor
humano” basándose únicamente en unas normas elevadas a la categoría de
tradición social consagrada en un tiempo anterior pero que, en realidad, jamás
han sido dictadas directamente por Dios, sino por los hombres, porque Dios
jamás hablaría así a los hombres; al fin y al cabo, el género literario
inventado por Jesús de Nazaret es la parábola: su lenguaje era el de un poeta,
no el de un legislador y, como tal, dictaba enseñanzas, no leyes: “El sábado se hizo para el hombre y no el
hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado”.
Preguntas sin respuesta: eso representan todas las existencias imaginables. La
vida y el factor humano están más allá del dogma porque, le duela a quien le
duela, el dogma se hizo para el hombre y no el hombre para el dogma.
La comunidad donde
este joven (y falso) cura ejerce su magisterio ha sido golpeada por una
tragedia que involucra a un suicida, al que se le niega todo tipo de homenaje y
hasta la sepultura, y unos jóvenes que murieron a consecuencia de dicho
incidente. Los métodos poco rigurosos de un joven y, en realidad, falso
sacerdote que lo desconoce todo de la doctrina pero que entiende y admira a
Jesús, provocarán un cambio radical (metanoia:
una palabra acuñada por Jesús podemos traducir por el término que para Alfonso
López Quintás resume bien toda concepción ética del ser: la transfiguración) en
la comunidad. El choque de esta apuesta con la realidad pondrá de relieve los
principales problemas sociales con las autoridades (el alcalde, la policía) y
con una Iglesia que, representada por el sacerdote (real) que hace su aparición
al final de la película, da la espalda al pecador y lo aboca de nuevo al
pecado.
Cuando una mujer,
durante una confesión, le habla al joven sacerdote de la mala relación con su
hijo, el sacerdote, a modo de penitencia, le ordena: “saca a tu hijo a pasear en bicicleta”. Su último acto antes de que
la farsa se descubra es enterrar al suicida en el cementerio del pueblo. Cuando
le propongan una salida honrosa para que nadie descubra la farsa, el joven
optará por confesar la verdad. Su búsqueda de redención no encontrará la
respuesta esperada, poder ser un sacerdote, y tendrá que regresar a su vida de
preso. La naturaleza violenta de la supervivencia, entonces, volverá a mostrar
que las múltiples aristas de la vida son siempre más complejas que las
respuestas aparentemente contundentes de la doctrina.
En definitiva, los
cinco films mencionados exponen distintas formas de plantear el sacerdocio para
un tiempo de problemas espirituales: un sacerdote que se inmola por una
comunidad de pecadores; un sacerdote que apostata y renuncia a la fe para
salvar a otros cristianos del sufrimiento; un sacerdote tradicionalista que
encuentra mundanidad en la Iglesia y sacralidad en la belleza; un sacerdote que
denuncia las hipocresías de la Iglesia y que planea volar su parroquia para
mejor remover conciencias; y un sacerdote que no es tal pero que va más a fondo
en la transmisión del mensaje cristiano que los propios padres que ejercen. Son
cinco films inevitablemente polémicos, que dolerán a los más ortodoxos, pero
que tampoco pretenden sentar la verdad de manera nítida sino cuestionar las
verdades ya establecidas: “No he venido a
traer la paz sino la espada” porque “He
venido a prender fuego en el mundo”.
El mensaje común a
las cinco películas es evidente: el rumbo de la religión, en nuestro tiempo, es
incorrecto; son los sacerdotes buenos como los protagonistas de cada uno de los
títulos mencionados los que, a pesar de sus inevitables fallas humanas,
sostienen la Iglesia; porque ellos, como los propios fieles, son en realidad la
Iglesia, y no un puñado de normas humanas que quieren pasar por divinas y que
son consecuencia del ánimo legislador y estatalista propio de los romanos. En
ese sentido, cabe recordar las palabras escritas por el gran prosista y
sacerdote José Luis Martín Descalzo sobre el sacerdocio: “Basta con vivir lo que de veras se ama. Y saber que aunque en la barca
de la Iglesia entre mucha agua por las ranuras de nuestros egoísmos, es una
barca que nunca se hundirá. Porque es muy probable que nosotros, como personas,
no valgamos la pena. Pero el sacerdocio, sí”.
El cristianismo es
la fe del amor absoluto a la persona; y el ascetismo es una actitud de rechazo
a la vida y al cuidado de sí, el deseo, el hambre y la sed, el sueño, la compañía,
el consuelo, la voluptuosidad, la belleza y la música; que pretende
profundizar, a través de la negación, en la dermis de la propia vida hasta
llegar al hueso ya raído y despojado de toda fibra que supone su esencia
última. El sacerdote, como antes el cristiano, debe amar la propia vida sobre
todas las cosas y no querer reprimirla, como pretende el dogmático de todo
signo y condición. El cristianismo demuestra su grandeza antropológica cuando
se trata de dar sentido al sufrimiento y cuando sentimos que debemos
reconocernos como seres falibles cuya condición de pecadores es inherente al
libre albedrío que nos distingue del resto de animales. Cargar con la culpa y
con el sufrimiento de otros como actitud ética fundamental de dignidad del
cristiano. Por eso se representa la crucifixión de manera central y destacada
de entre todos los momentos conocidos de la vida de Jesús de Nazaret. Lavar los
pies al enfermo o dar de comer al hambriento son dos formas de ayudar a hacer
más leve el peso de esa misma cruz.
”Pienso, luego existo” (Descartes) es la
verdad del racionalista y “me duelen las
muelas, luego existo” (Kundera) es la verdad del cristiano. El gobierno
conformado a partir de la primera tiende al “Reino del Hombre” (R. Brague)
frente a la “Ciudad de Dios” (S. Agustín) a la que tiende la segunda. La
esperanza sigue siendo, frente al aburguesamiento del conservador o al ánimo
revolucionario del utópico, la actitud vital que mejor revitaliza la vida
social. Basta con un viaje en autobús o con un trayecto en metro para descubrir
que el mundo está lleno de dolor y que ninguna ideología o dogma sirve para dar
respuesta al misterio de por qué sufrimos o para qué vivimos. La verdad nunca
será un qué, un cómo, un para qué o un por qué razón; la verdad es un hombre crucificado.
En ese contexto, la
fe es un riesgo que puede derrumbarse ante la incertidumbre, el desasosiego y,
sobre todo, el silencio divino en conjunción con la injusticia que
aparentemente rige el devenir arbitrario del mundo. En palabras de Kierkegaard,
“Sin riesgo, no hay fe posible. El hecho
de creer significa precisamente la contradicción que media entre la ilimitada
pasión hacia la interioridad de cada individuo y su incertidumbre objetiva,
orientada hacia afuera. En el supuesto de que yo pueda captar a Dios
objetivamente, en tal caso, no tengo fe. Sin embargo, precisamente al no ser
eso posible, yo tengo que creer. Si yo deseo mantenerme a mí mismo en el ámbito
de la fe, tengo que actualizar a cada momento mi intención de agarrarme fuerte
a la incertidumbre objetiva: para poder conservar mi mente en la fe sobre un
abismo de aguas profundas, cuya hondura supera las setenta mil brazas”.
En un tiempo de
odio, estupidez, ira, radicalización y fanatismo; solo la ficción entendida
como forma de conocimiento total puede darnos la visión completa de la realidad
que necesitamos para afrontar los grandes problemas presentes y futuros a los
que estamos abocados y en los que nos encontramos del todo inmersos. Algo
extensible a todos los ámbitos de la vida humana actual, pero especialmente al
espiritual. La vida es paradójica, irregular, ambivalente y contradictoria.
Solo la ideología y sus dogmas y abstracciones aparecen tan pulidas como una
superficie límpida, transparente y sin mácula. La ideología y la doctrina deben
ser entendidas, en el fondo, como un refugio seguro de los cobardes y gregarios:
“El hombre, en palabras de Sartre, está
condenado a ser libre”; pero, como advirtiera Erich Fromm, padece un
profundo y hasta paralizante “miedo a la
libertad” que le lleva a delegar su libre albedrío en las normas que otros
escribieron y según las cuales los rebaños de hombres apacientan.
Resulta imposible
alcanzar la trascendencia en nuestro tiempo porque todo conspira contra ese
propósito en la actual composición de él: los hombres se han rebajado a la
categoría de autómatas y el mundo, en consecuencia, ha devenido infierno. Todo
lo mundano que nos rodea y en lo que permanecemos inmersos, que debería poder
ser elevado a la categoría de sagrado bajo las circunstancias adecuadas, ha
resultado ser un mero recipiente vacío de contenido. El amor a otro ser humano,
la belleza del arte y el silencio en el que se consume la quimera de la oración
son las tres únicas vías, una vez el rito se ha vuelto inviable como puente con
lo divino, de salir de uno mismo para comenzar a caminar hacia el absoluto como
quien avanza en dirección a un lejano punto del horizonte.
Invitan a unir
esperanza y desesperanza; duda y fe; carne y espíritu, como un conflicto
irresoluble a pesar del cual debemos creer en lo imposible, precisamente porque
es absurdo: “Cada uno de nosotros
perdurará en el recuerdo, pero siempre en relación con la grandeza de su
expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque
esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ése es el más grande de todos”
(Temor y temblor, Søren Kierkegaard).
De hecho, es necesario pasar por el absurdo, el sinsentido y el desasosiego
para poder hallar la esperanza; el poeta y sacerdote de origen galés R.S.
Thomas escribió que “de no haber
tinieblas, en este mundo que conocemos no se valoraría la luz. Sin existir el
mal, el bien carecería de sentido”. Difícilmente se puede decir algo más
cierto.
No son cinco
historias destinadas a entretener al espectador; las cinco películas que hemos
analizado, de forma sucinta y sintética aquí, son cinco parábolas sobre la fe
en un mundo donde la trascendencia ha devenido en un ideal imposible, en un
fetiche cultural y en una realidad sospechosa. Tampoco puede ser de otra
manera: si no removiera todo y si no incomodara las conciencias de los fariseos
de cada época y lugar, el cristianismo no sería tal, sino simplemente una forma
mayoritaria y socialmente aceptada de conectar con lo trascendente, cuando no
un mero subproducto muy útil, desde el poder, para controlar a grandes capas de
la población; es decir, el opio del pueblo. Lo contrario de aquello predicado
por Jesús de Nazaret según recogieron sus discípulos para nosotros.
La religión parte
de una base imposible, porque es la administración de aquello que, por
naturaleza, es inabarcable: el espíritu. Sus dogmas, en cada caso, pueden ser
un eco de la verdad; pero un eco lejano y, muchas veces, sujeto a
circunstancias históricas, cuando no directamente manipuladas por el hombre. Porque
el misterio no puede ser codificado ni es tan sencillo como un sencillo código
moral semejante a un manual de tráfico o a un libro de leyes que canjea el
Paraíso por puntos del supermercado: algo que se puede estipular con rigidez,
calcular de antemano y poner en práctica de manera automática no es para nada
misterioso. Los sacerdotes son los encargados de transmitir los secretos de la
religión, de forma sintética, simplificada y comprensible, a las multitudes; o,
al menos, ese ha sido su papel, en líneas muy generales, durante siglos.
Para algunos de los
más grandes pensadores de los últimos siglos, de Joaquín de Fiore a Eugenio Trías,
vivimos inmersos en una Edad del Espíritu después de haber habitado en otros
tiempos más apolíneos de la comprensión de lo trascendente. En ese contexto,
mucho más líquido en lo que a dogmas se refiere al tiempo que más fértil para
la aproximación mística y personal, el sacerdote no puede quedar indiferente,
anclado en el pasado o convertido en un mero coach que habla de lo mismo que
los periódicos o los canales de Youtube. Esa necesidad de cambio, cada vez más
acuciante, ha sido ya adelantada por la ficción cinematográfica a través de las
figuras que hemos mencionado.
En su novela de
2013 Quédate con nosotros, Señor, porque
atardece, Álvaro Pombo explora la dimensión tragicómica del sacerdote en un
mundo actual “Grosero, consumista,
competitivo, manipulador, a ratos enriquecido —lo que llaman burbujas—, a ratos
empobrecido, siempre banal”. Partiendo de un monasterio de monjes trapenses
y tomando como contrapunto del mismo a un periodista local (en Granada)
anticlerical, la novela explora las consecuencias que tiene el suicido de uno
de los sacerdotes dentro de esa comunidad religiosa. ¿Por qué aquellos que
sacrifican todo en su vida, hasta la palabra hablada, tienen las mismas
dificultades que el resto de los hombres para penetrar dentro del Misterio y
tratar de abrirse paso en el Silencio de Dios? ¿Por qué, en definitiva, ellos
también están tan condenados al fracaso como los demás, incluso aquellos que
niegan la existencia divina? Responde Pombo, sin concesiones ni respuestas
contundentes: “Nos elevamos a Dios y nos
caemos de Dios como ciruelas maduras, aplastadas, pisadas, asediadas por las
últimas abejas”. Es en la caída, justo cuando nuestro rostro se encuentra
rebozado en la hez y nos revolcamos, desesperados, en la putrefacción más
nauseabunda, cuando podemos decir que hemos tocado una manifestación de lo
divino.
En la novela Salto Mortal del Premio Nobel de
Literatura japonés Kenzaburo Oé se tratan la mística y el espíritu de manera
central. A través de la historia de un visionario, al que llaman Profeta, y de
un místico capaz de poner esas imágenes el absoluto por escrito, al que llaman
Guiador, se presenta un movimiento religioso que busca imponer el
arrepentimiento en el mundo para que el sujeto moderno pueda volver a encontrar
a Dios. Solo que Profeta y Guiador tendrán que afrontar la radicalización
dentro de su movimiento de un sector que opta por la violencia y que planea
volar centrales nucleares en Japón. Una vez esta opción toma fuerza y se vuelve
realista, ambos tendrán que tomar una decisión radical: abrazar la apostasía
pública para hacer desistir a los radicales y, así, evitar el desastre. Logrado
este objetivo, ninguna autoridad pública les ayudará a reconocer su labor y
todo el mundo les tomará por lo que no son pero tuvieron que confesar ser dadas
las circunstancias: unos farsantes.
A partir de ahí la
novela sigue por otros derroteros que ayudarán a continuar el movimiento con la
entrada de cuatro nuevos miembros con unos talentos y biografías excepcionales.
A la hora de transmitir su conocimiento, esos dos sacerdotes que son en el
fondo Profeta y Guiador, plantearán los problemas esenciales sobre qué es Dios
y qué diferencia existe entre “el lado de allá” y el “lado de acá”. Veamos, a
ese respecto, un fragmento de Salto
Mortal, la novela de Kenzaburo Oé: “Mi
Dios y el Dios que te ha hablado son una y la misma realidad, y se puede pasar
de una voz a otra, estriba en que ese Dios es el Único, Principio y Fin, y Él
penetra con su presencia en cuanto existe en el mundo, desde los espacios
cósmicos hasta la más pequeña partícula. Pues no puede existir otro Dios. En
nuestra iglesia también las palabras hágase tu voluntad constituyen el
fundamento de todo. Y no es que yo tome la idea de Dios en un sentido
antropomórfico, sino como una luz que todo lo penetra: este mundo, el espacio…
todo cuanto hay, desde los cuerpos completos hasta las partículas. En cualquier
tipo de personas existen de hecho unos fundamentales elementos básicos, esas
partículas de ondas-luz que emanan del Ser Uno, el Único: el que existe desde
siempre y siempre existirá, el que comprende en su unicidad todo el universo”.
Sigue la novela de
Kenzaburo Oé: “Por medio de los trances
podemos experimentar de algún modo ese mundo de allá. No obstante, uno no debe
dejarse arrastrar en el mundo de allá por esa corriente de éxtasis que lo
invade. Porque esa gran corriente es Dios. Y dejarse arrastrar equivaldría a
unificarse con Dios; el éxtasis proviene de una premonición de ese estado. Aún
suponiendo eso, cualquiera podría decir que dejarse arrastrar equivaldría al
comportamiento natural…Aún así, todos tenemos en nuestro interior partículas de
ondas-luz que hemos recibido del Ser Uno, o bien el Único, o de Dios, por
decirlo de forma más corriente. Para cada individuo, acceder a la fe significa
que esas partículas de ondas-luz no se quedan en un ambiguo plano conceptual,
sino que se sitúan adecuadamente en el mejor ámbito de su cuerpo y de su alma.
Esas partículas de ondas-luz están dentro de nosotros, pero no son posesión
nuestra. Mucho menos aún pueden ser fabricadas por nosotros. Son algo que el
Ser Único nos confía. Todos nosotros debemos restituir esas partículas de
ondas-luz a su fuente original, al Ser Único. Con ese fin debemos atesorarlas,
manteniéndolas continuamente vivas. Son algo que se nos ha confiado para que lo
custodiemos en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu; y de ahí se surten de vida
esas partículas de ondas-luz, y en ningún momento podemos olvidar que
finalmente debemos reintegrarlas al Ser Uno, al Único”.
Estas páginas, como
las de cualquier místico que a través de los siglos nos ha acercado con su obra
al Misterio, nos plantea una pregunta: ¿A qué entidad se refiere exactamente
cada uno de los poetas místicos al emplear la palabra “dios”? Podemos definir a
Dios positivamente como una totalidad creadora que impregna nuestro vacío; o
podemos definir a Dios negativamente como un vacío de resonancia en el que
volcamos todo el amor de nuestro espíritu. Sin embargo, ¿por qué guardas
silencio, Dios, ante nuestro sufrimiento, nuestras dudas y la constante e
irremediable degradación de lo vivo?
No solo es el
silencio de Dios; también es el silencio de los fieles para con Dios: su
ausencia de oración, el fracaso del amor, la derrota en el intento por plasmar
la belleza. Los personajes del Antiguo Testamento sufren continuamente por la
lejanía silenciosa de su Señor, pero su dolor no les lleva, como sí al sujeto
contemporáneo, a la desesperación, a la increencia o, como hemos visto a través
de varias películas, a dejar de hablar con su Dios. El dolor conduce, por la
vía del arrepentimiento y de la búsqueda de la absolución, hacia la salvación,
para la que siempre es preciso hacerse merecedor por medio de la purificación
personal y de una esperanza inextinguible. El reconocimiento de uno como un ser
que padece, así como el reconocimiento del dolor del prójimo a través de la
compasión, componen la actitud más genuinamente humana. Que la distancia entre
el Cielo y el Infierno, esos dos estados profundos de la mente, es tan
indistinguible como fundamental, es el secreto mejor guardado de la eternidad.
Si hay una gran
película sobre la fe es El exorcista
(1973). La película escrita por William Peter Blatty y dirigida por William
Friedkin es una parábola sobre un sacerdote que ha perdido la fe en Dios y que
la recupera a través de un sacrificio en carne propia. Todo el apartado de
terror, la primera historia de la película, no es más que un (excelente) Teatro
de la Memoria expresionista que pretende dar una salida narrativa a ese viejo
problema espiritual que cada vez es más común en nuestra época.
En El exorcista (1973) encontramos dos
sacerdotes: el Padre Merrin (Max Von Sydow) y el Padre Karras (Jason Miller).
El propósito de la película era, en palabras del director, en “entrar en los sueños de las personas”. Y
lo consigue. Siendo ese, precisamente, la clave de toda obra de terror: desde Cat People (1942) a Midsommar (2019), pasando por El
resplandor (1980). Solo que la particularidad del film de Friedkin reside
en que esa creación onírica encuentra su sentido cuando plantea un dilema
teológico sobre el sentido de la fe en un mundo dominado por el demonio.
Es natural que sea
una obra maestra como El exorcista,
encuadrada dentro del cine de terror, la que mejor plantee una cuestión que,
desde la perspectiva de un sacerdote, sólo puede producir terror: haber perdido
la fe. Y, sin embargo, no es un problema tan infrecuente: todos conocemos
sacerdotes que abandonaron su vida dedicada a Dios por haber perdido la fe.
El Padre Merrin es
poco menos que un santo: su vida es una lucha directa y constante contra las
fuerzas del Mal. Ha estudiado en profundidad lo demoníaco y ha consagrado todos
sus esfuerzos a poner luz en la oscuridad. Por contra, el Padre Karras es un
exboxeador que carece de esperanza y ha llenado el enorme vacío de su vida con
una fuerte adicción a consumir alcohol. Por culpa de su dedicación a los más
desfavorecidos en los suburbios de la ciudad, no podía hacerse cargo de su
anciana madre, y la solitaria muerte de ésta en una residencia le hará sentir
más culpable aún.
Karras se
encontrará con la señora McNeil, madre de la poseída Reagan, en un puente. Él
no se verá preparado para practicar un exorcismo y durante la larga y
exhaustiva sesión de lucha contra el diablo, Karras permanecerá únicamente como
apoyo de Merrin. Pero cuando Merrin muere y parece que el demonio está
dispuesto a matar el mayor número posible de cuerpos y de almas, Karras decide
introducirlo en su cuerpo para saltar, después, a través de la ventana,
descendiendo por una escalera tan simbólica como el puente antes mencionado,
donde hallará la muerte propia pero también la definitiva derrota sobre el
diablo.
El Padre Karras
reconoce la existencia del mal y la necesidad de dar un sentido al sufrimiento;
por ese camino, rechazando la opción del horror cósmico propia del nihilismo,
abraza de nuevo la fe. Ese es exactamente el camino que el guionista y el
director de la película están ofreciendo como respuesta al dilema teológico
planteado por la película: ¿tiene sentido tener fe en el contexto del mundo
moderno? Y la respuesta: nunca ha tenido más sentido porque nunca ha existido
un estado espiritual generalizado de religión como este ni, en consecuencia, ha
resultado tan absurdo el acto de fe que lleva aparejado la creencia.
Tres grandes
directores de lo religioso son Carl Theodor Dreyer, Pier Paolo Pasolini y
Andrei Tarkovsky. Dreyer firmó como nadie el sacrificio de la santidad, a
través de una sucesión impactante de primeros planos, en La Pasión de Juana de Arco (1928); así como el mejor milagro de la
historia del cine, justo al término de una película sobria y costumbrista, en La palabra (1955). Valiéndose de actores
no profesionales, de distintos tipos de música espiritual, de un respeto total
por el texto evangélico y de una sobriedad narrativa extraordinaria, Pasolini
realizó la más fiel y humana representación de Jesuctisto en El Evangelio según San Mateo (1964); una
película donde quedan filmados los dos momentos de mayor fragilidad y, por
tanto, de mayor humanidad, de Jesús: “Padre,
si es Tu voluntad, aparta de Mí esta copa; pero no se haga Mi voluntad, sino la
Tuya” y “¿Dios Mío, Dios Mío, por qué
me has abandonado?”. Tarkovsky, a su vez, filmó una de las escenas más
sugestivas de la Historia del Cine, que es también una de las imágenes más
inolvidables de la Historia del Arte: la levitación de una mujer, quizás
extraída precisamente de El exorcista,
en su película El espejo (1975); y
una de mis escenas preferidas en el final de Stalker (1979), donde una niña enfermiza que se encontraba leyendo
un libro de poesía decide mover un vaso con su mente —o simplemente cree que
mueve un vaso con su mente, porque en ese mismo momento un tren está pasando
muy cerca—, hasta tirarlo al suelo. Tanto La
palabra (1955) como El Evangelio
según San Mateo (1964) y Stalker (1979)
finalizan con un milagro en el sentido pleno de la palabra. Porque tener fe en
el mundo posterior a la segunda mitad del siglo XX siempre será creer en algo
tan absurdo e irreal como el más inimaginable de los milagros.
Las dos últimas
películas de Tarkovsky representan un sacrificio: Andrei Gorchakov (Oleg
Yankovsky) en Nostalgia (1983) y
Alexander (Erland Josephson) en Sacrificio
(1986) deben, respectivamente, salvar el mundo: a través de un recorrido
por una piscina sosteniendo una vela encendida, el primero, y manteniendo
relaciones sexuales con una bruja, el segundo. Sin embargo, es en Stalker donde el director ruso supo
crear sus imágenes más inolvidables y, lo que es mucho más importante, marcar
un hito en la historia del audiovisual, creando el espacio más emblemático de
la ficción posmoderna con hambre de trascendencia: La Zona. Un lugar mágico que
es consecuencia del peligro que lleva aparejada la técnica que mueve el mundo
moderno. Es decir, lo que Kenzaburo Oé llama, en su novela Salto Mortal, “el lado de allá”, o que Ángel Faretta, citando a
Alfred Kubin, denomina “el otro lado”.
La Zona es un lugar
misterioso, de origen poco claro, pero que el hombre no ha podido controlar.
Como ocurre con el subconsciente, sabemos que está ahí y que sus imágenes nos
trastornan tanto como su mera existencia, pero lo único que podemos hacer es
desistir de introducirnos en su interior y optar, a cambio, por vallarlo. Solo
que se rumorea que en el epicentro de La Zona existe un lugar que contiene el
secreto de todo y que puede conceder al hombre que consigue acceder hasta allí
el deseo que más anhele. En compañía de un Stalker (Aleksandr Kaydanovskiy)
ejerciendo de guía, el Profesor (Nikolay Grinko) y el Escritor (Anatoliy
Solonitsyn), dos figuras alegóricas de las principales corrientes intelectuales
de nuestro tiempo, se introducen en La Zona en un viaje iniciático y mistérico
que también realizará el propio espectador.
El Stalker, a
diferencia de sus dos compañeros de viaje, carece de instrucción, de ideología
o de doctrina: es, sencillamente, un hombre que ha sufrido mucho más que ellos
y que, ante todo, necesita sobrevivir siendo fiel a su fe y a un talento
especial que posee y que ni él mismo termina muy bien de comprender. Se
introduce en La Zona porque conoce sus extrañas leyes, a cambio de un dinero
que necesita para mantener a su mujer y, sobre todo, a una hija tan excepcional
como enferma que parece haber heredado ciertos dones de su estrecho contacto
con La Zona. De alguna forma, Escritor y Profesor no están preparados, como la
mayoría de hombres modernos, para entrar en La Zona porque no mantienen esa
capacidad de asombro ante lo nuevo, de volver a una “primera mirada” inmaculada
—como la de Harvey Keitel en la escena final de la película de Theo
Angelopoulos, La mirada de Ulises
(1995)—, que es característica de los niños.
¿Qué es ese “otro
lado” que en la película de Tarkovsky conocemos bajo el nombre de La Zona? Un
estado de la mente, un lugar más allá de la percepción del tiempo y del
espacio, el lugar donde se funden todos nuestros sueños, imágenes mentales y
ficciones, el sitio al que nos marchamos en el momento de dormir, lo que hay
después de la muerte, lo que existe antes del nacimiento, la residencia de Dios
esperando la vuelta de su Señor, el absoluto, el propio Ser Único al que
llamamos Dios. Quizás el otro lado sea todo eso o no sea nada de eso; pero en
cualquier caso los libros, las películas y las series están llenos de lugares
así porque leer siempre es soñar misterios de amor.
La ficción
posmoderna es especialmente fecunda en la representación de ese lado de allá.
Allí desciende, tras penetrar en el laberinto donde deberá matar al Minotauro,
Rust Cohle (Matthew McConaughey) en la primera temporada de True Detective; también lo hace Kevin
Garvey (Justin Theroux) en The Leftovers
mientras suena la música de Verdi; el agente Dale Cooper (Kyle MacLachlan) al
penetrar en la habitación roja de Twin
Peaks; otro Cooper, interpretado de nuevo por Matthew McConaughey en Interstellar, para comunicarse con su
hija en el pasado; los personajes de Cómo
ser John Malkovich al penetrar en el interior de la cabeza del célebre
actor; también Prairie Johnson (Brit Marling) en The OA tras cada una de sus “experiencias cercanas a la muerte”; y,
por último y quizás más importante, Elliot Anderson (Rami Malek), al
profundizar en el interior de su propia psique de manera muy física en Mr.Robot.
Los ejemplos, por
supuesto, son muchos más; también en literatura: la isla de Brilla, mar del Edén; la casa con el
solenoide de la novela homónima escrita por Cartarescu; la partitura que une
todas las historias de El atlas de las
nubes; el barco velero, de nombre El Colmillo Blanco, que esconde tantos
misterios en Vicio Propio; o el mundo
alternativo al año significativo año de 1984 que da título a la novela japonesa
1Q84; el viejo manuscrito que
vertebra, a través de distintas épocas y lugares, Ciudad de las nubes; o la película de más de tres meses de duración
creada por Ingo Cutbirth y descubierta por B. Rosenberger Rosenberg en Mundo Hormiga; de nuevo, los ejemplos
son muchos más.
El otro lado es el
país de los niños. Vayamos con la infancia: es Narnia; es Hogwarts; es la
Comarca; es Donde viven los monstruos; el lugar al otro lado del espejo de Alicia en el País de las Maravillas o
aquello que encontramos al traspasar el muro de Stardust y que permite
entrar en Stormhold: dos lugares, estos, tan sumamente mágicos que, en realidad,
también están aquí. Desde siempre. Es Ítaca y es el Edén: paraísos más o menos
reales de los que fuimos expulsados, como de la propia infancia, y hacia los
que siempre estamos de vuelta. Un hogar invisible, de esos que le resultaban
esenciales al Principito de Saint-Exupéry.
“Todos somos víctimas del paso del tiempo.
Debemos aceptar que la pérdida es un elemento básico de nuestra existencia. El
elemento de la ausencia. Todo se perderá”, afirma Charlie Kaufman en su
novela Mundo hormiga. Por el
contrario, que “Todo está conectado”
es la máxima posmoderna por excelencia que David Mitchell estampa en El atlas de las nubes. Lo que nos mata
es lo mismo que nos hermana en la vida y en la muerte: el tiempo. Solo
levitando hasta penetrar en La Zona que se encuentre en el interior de cada uno
conseguimos unir al niño que una vez fuimos con el anciano que algún día
seremos. El feto del que germinamos y el cadáver en el que morimos.
La mencionada
levitación de Tarkovsky, extraída probablemente de El exorcista e imitada en muchas otras películas como, por ejemplo,
en El reverendo, representa la
destrucción de la horizontalidad de la vida, la introducción del llamado “eje
vertical”. Podríamos definir ese instante de gravitación, como la entrada en “un punto no situado en el infinito sino en
un punto confín que no es límite. Hay el confín que no es límite, sino
justamente Porta. Un punto situado sin duda en el eje vertical de la espiral
del tiempo entero” (María Zambrano). La suspensión de las leyes físicas
habituales de nuestra realidad en un instante de digresión más allá del tiempo.
Rozar el Paraíso, el propio instante de la Creación, con las yemas de los dedos
terrenales. Poesía.
La poesía siempre
lleva aparejada una visión religiosa del mundo. Nadie dice en verso lo que
puede decir en prosa si no ha hecho un pacto eterno con la belleza divina; los
poetas solo escriben para hablar a Dios en la jerga de los ángeles. Sin
embargo, las ficciones que hemos analizado no son poéticas sin interrupción;
más bien ocurre lo contrario: que la poesía, la levitación, la suspensión total
del tiempo, dura apenas un instante dentro de una trama mucho más extensa.
Porque la lírica, me atrevería a decir, es un género del pasado frente a la
ficción audiovisual, también en vías de extinción; y, sobre todo, la siempre
joven ficción novelesca, que puede introducir momentos sublimes de lírica
visual dentro de su proceloso mar de palabras.
En ese sentido, la
lírica como género puro pertenece al pasado, como el dogma, porque no ha sabido
evolucionar a la par que la cultura de masas. Su lenguaje, obsoleto, hace
tiempo que perdió la principal característica de toda comunicación elemental:
dirigirse a su público con efectividad; la forma equivale, en arte, como todo
el mundo sabe, al contenido, y por ello aunque el saber tradicional sea siempre
el mismo, requiere, en cada época, una forma adecuada de expresión cultural. La
novela contemporánea o la ficción posmoderna, a diferencia de la lírica, han
sabido conciliar y concitar la alta cultura en conjunción con lo popular, como
ya hiciera Miguel de Cervantes, quien creó una forma de ficción muerta al
momento de nacer pero en constante estado de resurrección. No hay grandes poetas
en nuestros días pero abundan, gracias a Dios, los extraordinarios novelistas.
Lo que resulta más que significativo.
Pasolini, en su
citada película El evangelio según San
Mateo (1964), introduce por igual el fragmento “Erbarme Dich” de Bach como
el tema popular Sometimes I Feel Like a
Motherless Child. Porque el deseo de trascendencia se encuentra por igual
detrás de ambas expresiones artísticas: aunque una sea formalmente más compleja
que la otra. Podemos afirmar que en esa mezcla que, por supuesto, tiene otras
muchas correlaciones dentro de la filmografía del director italiano, se
encuentra el germen de lo que será la piedra de toque en la obra de otro
cineasta con el que Pasolini comparte patria: Paolo Sorrentino y su ya citada
mezcla constante de sacralidad y mundanidad.
¿Qué nos lleva a
pensar que, más allá de la ficción, existe un “lado de allá” u “otro lado”
diferenciable de un “lado de acá”? ¿No será más bien un deseo fruto de la
desesperación, un estado de la mente, otra forma de llamar al mundo de los
sueños, ese sentimiento que llamamos enamoramiento, que algo realmente
existente? Todas las pruebas que necesitamos de la existencia de ese lugar, la
Zona, que no aparece en un mapa porque cada hombre lleva el suyo en el
interior, se encuentran dentro de los reflejos como destellos de sacralidad que
invaden nuestro mundo en forma de belleza, arte, amor y oración. Es gracias a
ese mundo interior que, aunque no lo sepamos, en todo momento estamos
dispuestos para la levitación espiritual. Pero nos hemos hecho estériles a la
fuerza del amor al tiempo que plenos en el desasosiego. Sin él somos como objetos
mecánicos, cuerpos vaciados de contenido y condenados a impactar absurdamente
en espirales perpetuas de dolor. Debemos ser, en cambio, tan inocentes e ingenuos
como niños en nuestra búsqueda interior de quién somos para poder ser adultos
en la búsqueda exterior de absoluto y de sentido existencial.
La experiencia
platónica del reconocimiento (o la anagnórisis) es la actitud religiosa por definición: la religación
con aquello que es misterioso. Platón, entonces, propone, junto a todos sus
discípulos posteriores, un verdadero realismo que busca en lo concreto los ecos
de lo eterno y que se encuentra enfrentado de lleno con el reduccionismo
materialista moderno. La ficción —novelas en el XIX, cine en el XX y series en
el XXI— se ha revelado, en el contexto de esa pugna, como única forma de
conocimiento total en el mundo contemporáneo. Lo único en lo que, con perdón,
se equivocaba Platón, era al desechar las ficciones como meras sombras de
sombras; tuvo que venir Jesús de Nazaret para que descubriéramos las verdaderas
posibilidades que una mentira puede tener a la hora de esclarecer la Verdad.
El mundo exterior
se ha vuelto alienante y el mundo interior, a punto de sucumbir a la alienación
igualmente, es el último rescoldo de humanidad que nos queda. La conciencia es
el refugio final de la espiritualidad cuando la comunidad que antaño hizo del rito
y del simbolismo mágico algo común ha quedado pulverizada hasta alcanzar la más
absoluta destrucción. Por eso, el verdadero tradicionalista no debe esconderse
en el dogma ni atrincherarse en una época pasada que ya solo existe en su
cabeza, sino que debe aceptar un tipo de religiosidad más íntima, personal e
interior: acorde a una auténtica Edad del Espíritu. Es más, en este tiempo de
desasosiego es cuando esa inocencia, propia del quijotismo cristiano de los “idiotas”
dostoievskianos que por el mundo caminamos, más resplandecerá. No podemos ni
debemos perder la esperanza o la fe porque, como afirmara Thelonius Monk, “Siempre es de noche, por eso necesitamos luz”.
Esa concepción de
la conciencia como último refugio de la espiritualidad en un tiempo de Kali
Yuga se encuentra igualmente en el cine. Para reducirlo a tres películas
recientes que debemos citar brevemente, habría que mencionar Vida oculta (2019) de Terrence Malick; Hasta el último hombre (2016) de Mel
Gibson; y Gran Torino (2008) de Clint
Eastwood. La primera es una vida de Cristo contada a través de un humilde
imitador: un objetor de conciencia alemán que se niega a luchar en la IIGM
ateniéndose a sus convicciones cristianas. La segunda es la historia de un
héroe, también objetor de conciencia e igualmente cristiano, que va a la IIGM
desarmado y que, tras un calvario propiciado por sus propios compañeros, se
convierte en salvador cargando sobre su espalda con decenas de heridos. Y la
tercera cuenta como un soldado retirado que fue condecorado por masacrar a
población civil y que se niega a confesarse a un joven sacerdote de la zona, se
sacrifica —adoptando, literalmente, el símbolo de la cruz— a cambio de que sus
jóvenes vecinos puedan seguir con su vida sin que unos pandilleros los
arrastren a un mundo callejero de violencia y degradación
En los tres casos
citados, estas historias protagonizadas por soldados —cuyo oficio consiste en
infligir la muerte— de convicciones cristianas —es decir, conminados a poner la
otra mejilla ante la agresión recibida— que encuentran razones para la
resistencia emanando de su último refugio espiritual: la propia conciencia. Sin
duda, es el camino a seguir para todo aquel que no sea materialista en el siglo
XXI: y esa es la gran lección común a todos los títulos analizados en este
escrito. Tanto aquellos que toman la figura del sacerdote como aquellos que
sencillamente quieren plantear el problema de la esperanza en un mundo
desasosegante.
Este es mi credo
cuando el mundo, la sociedad y los hombres caminan, cegados por el dolor, hacia
su propia destrucción: la belleza, el arte, el amor y la oración; es decir,
todo aquello en cuya corrupción el Mal se encarna. La espiritualidad de una
conciencia dispuesta hacia el autoconocimiento al tiempo que hambrienta de
sentido y de absoluto. Desde una esperanza irrenunciable y desengañada de todo,
salvo de su propia naturaleza divina. Yo, como el idiota que soy, ya solo creo
en la imposible materialización de los milagros: precisamente porque ellos son
lo más absurdo e irrealizable que nadie puede concebir.
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