NOVÍSIMO DESCUBRIMIENTO

Autor: César Abelenda 



Es frecuente que al estar inmerso en un gran viaje como el que estoy haciendo por Francia, me asalte en algún momento, como un susurro de la conciencia, el recuerdo de esa soflama tan reproducida entre nosotros por Fernando Sánchez Dragó y otros privilegiados existenciales, de que el viaje concebido como aventura ha fenecido, como tantas otras prácticas venerables, porque el turismo contemporáneo ha mutilado las condiciones  de posibilidad que permitían descubrir otras latitudes con gracia y encanto analógicos. La conclusión es que es mejor no salir de nuestra finca y, en caso de querer airearse, poner el punto de mira en países y regiones lo más recónditas e inhóspitas posible, donde no se corra el riesgo de cruzarse con las turbas. Aunque sea una boutade desengañada de viejo aristocratizante endurecido, en ella va de polizón una indudable carga de verdad.

Pero más que los efectos perniciosos del turismo contemporáneo, que no es sino un cierto ahondamiento en la democratización del desplazamiento ocioso, a priori poco negativo salvo para el pequeño rico que se ve obligado a compartir lugar de vacaciones con gentes que percibe de menor ralea socioeconómica, lo que deteriora y entristece el placer originario de esta experiencia arquetípicamente moderna (el primer turismo selectamente masivo, como es sabido, data de principios del XIX) tiene su explicación en otras dos circunstancias histórico-sociales que afectan, respectivamente, al paisaje y al paisanaje: la homogeneización geográfica obrada por el capitalismo y el imperio de la muchedumbre greñuda (nuestra civilización es un palacio barroco invadido por ella, sentenciaba con razón Gómez Dávila).

La dictadura de la uniformidad, que ha penetrado como quien no quiere la cosa en todas las urbes a pequeños sorbos desde hace una centuria y a grandes tragos en nuestro siglo, acaece con toda lógica en un mundo que la teleología progresista ansía convertir y en ello está volcado su empeño en una suerte de “aldea global”. Es esta una constante en el mundo moderno, como han demostrado los historiadores de la globalización, desde hace más de ciento cincuenta años. No radica principalmente el problema, por tanto, en darse de bruces, en los distintos interiores urbanos, con una similar faz babilónica, si bien hay elementos particularmente feos que se han venido superponiendo al vaciamiento de la personalidad local: el exponencial aumento de un tráfago que roza el delirio, el ya planificado arrasamiento de las tradicionales contexturas regionales, sustituidas por otras de gusto funcional, ahistórico e internacionalista, la proliferación de distritos mercantiles o residenciales escindidos de la vida de la ciudad, que antes era un todo orgánico, el despojo, conectado con lo anterior, de los barrios fundacionales, colonizados por toda clase de lacras, y la conversión de las médulas históricas de las ciudades en parques temáticos cosmopolitas, en los que el patrimonio civil y religioso queda reducido a meros fósiles vestigiales, reciclados por la burocracia o la arqueología y perdidas por el camino sus respectivas auras para ser carroña de asiáticos en chanclas o americanos con camisetas de básquet y gafas de sol fosforitas.

Hay también un radical acompasamiento de los ritmos vitales de todas las poblaciones, pautado por el metrónomo de un estilo de vida estajanovista y una antropología cotidiana preñada de sumisiones, que cerca está de transmutar a las personas en ganado. Pero no es esto tan nuevo como algunos creen, verbigracia el citado Sánchez Dragó. Ya en los años cuarenta se pueden leer crónicas viajeras como las de Foxá, en las que se aprecian parecidas denuncias de la fisonomía que va adquiriendo el mundo occidental, de cuyo presente el escritor reniega: cuando hace la reseña literaria de Marruecos, por el contrario, llega a hablar en términos entusiastas de “viaje en el tiempo”, por cuanto allí no imperaban las truculentas dinámicas de cultura uniformizada que advierte en el mundo americanizado (“un mundo sin melodía”). Y sin que no sea algo totalmente nuevo, qué desangelado y deprimente resulta, con todo, que los otros mundos que el viajero desea desflorar para su mirada hayan sido idénticamente desteñidos (y en algunos casos, desfigurados) con los pigmentos y buriles de una modernidad que, según idéntico patrón fabril, afea las arquitecturas civiles, desnaturaliza vilmente las costumbres y las actividades de los autóctonos y sustituye los antiguos establecimientos sociales y universales (anchos e inspiradores cafés, amplios y bien decorados restaurantes), encajonadas y por tanto degradadas pero bellas versiones modernas de las ágoras y termas clasicistas, por mini-locales de kebab, pizza o quinoa, caracterizados por consumiciones rápidas e individualistas, en donde el rito no importa nada. La Gran Vía madrileña, paradigma de esta subversión, puede servirnos para ejemplificar con nitidez (cortesía del elucubrador) lo que procuramos decir: los edificios que hace unas décadas alojaban teatros, salas de cine, cafeterías y cocktail-clubs, incluso sedes sindicales de artes plásticas y gráficas (es decir, instituciones todas ellas sociales, recreativas y políticas en el mejor sentido de la palabra, que cohesionan a los hombres en el ocio y en el negocio), hoy han sido poseídos por multinacionales de la industria textil más grosera, delegaciones-emblema de compañías internacionales o cadenas de restauración internacional, una fórmula que se puede registrar en las vías principales de cualquier gran ciudad europea.

La segunda circunstancia degradante para la experiencia contemporánea del viaje estriba en que, en el ser humano de hoy, en el homo festivus festivus (Philippe Muray), la vivencia viajera no responde a una necesidad acuciante de incremento de la cultura subjetiva, de la vita animi, tal y como surgió históricamente la sed de recorrer otras naciones para dejarse sugerir por sus intrahistorias, para almacenar en la trayectoria espiritual la contemplación introspectiva y admirada de los logros y tesoros de cada genio nacional sino que se explica por un mero superávit de posibles crematísticos y temporales, en lo que es un capricho baladí, un deseo de entretenimiento y una vanitas relacionada con la conversión de la vida en una actividad publicitaria que el turismo, ahora sí, industrializa con toda sagacidad por adaptación respecto de su presa: el turismo no fabrica, como otras industrias, a su cliente, simplemente se adapta a él, como un guante de seda respecto a una mano delicada de mujer (cual se ve en la houellebecquiana Plataforma).

Frente al viajero clásico, el turista moderno arrastra una carencia de textura interna, de fondo vertebrado, de imaginación, que es lo que permite interactuar trascendentalmente con la experiencia del viaje, pues hay en este tipo de hombre agotadas sus posibles caracterizaciones por Ortega en el título más juvenil del siglo XX una falta absoluta de tensión espiritual, un delicuescente sentido del hedonismo, reducido a confortabilidad material, y una falta de respeto colosal respecto de aquello que pretende conquistar para su cámara de fotos. Y esta segunda circunstancia, sólo alumbrada por un tiempo tosco, qué duda cabe, es mucho más dramática que la otra.

Y pese a todo lo anterior, uno sigue viajando y viajando, buscando pequeños reductos no asolados por la gigantesca ola descivilizadora, y casi apuntándose a un bombardeo cuando de lo que se trata es de trasladarse a otra parte, con el petate preparado con la ilusión de un niño y el corazón en un puño, ojo avizor de todo resquicio vivo de grandeza. En eso consiste vivir para el que coexiste a disgusto con su época, en que la certeza de que nada de esto tiene remedio no obstaculice la disposición de seguir conociendo y gozando, en la medida de lo posible, de los restos que quedan, desarticulados y rotos como en cualesquiera ruinas, pero plenos de belleza evocadora o habitable.

El romántico/reaccionario tiene su mirada tan obturada de críticas a lo que le rodea que corre el peligro de ser un ingrato, enfadarse y no respirar (no viajar, no esperanzarse, no amar la vida y el mundo con cristiana locura). El contrapunto ha de ser la gratitud pese a todo, gratitud nacida de la conciencia de que son muchas las cosas hermosas que aún aletean en este lodazal de lágrimas, de que podemos deleitarnos todavía, aún hoy, gracias a los delicados destellos incorruptos que se hacen poderosamente visibles a la mirada que los necesita: hay fragmentos que permanecen límpidos del polvo progresista. Aún gritan las piedras de las catedrales, flanqueadas por el ruido y el acero de los amigos del comercio, aún exclaman los campos provenzales de lavanda en los que vi morir la tarde pensando en Paul Cézanne y sus lienzos de frutas inmortales, y las manzanas y albaricoques de Cézanne aún pueden comerse a la sombra del ciprés, frente a un crepúsculo que parece transformar el campo en vino.

He visto sitios horribles como Marsella y La Ciotat, exponentes del horreur moderno, y núcleos resistentes y hermosos como Aix-en-Provence y Cannes y Niza y Villefranche-sur-Mer, que son las flores de lo mejor de la modernidad, inspiración de tantos artistas excelentes, desde Chanel a Paul Morand. Y pienso en todo ello ahora que esta tournée mía se agosta, cuando he sido testigo una vez más de la podredumbre y la maravilla que contienen la suerte de vivir en mi tiempo. He pateado a fondo una ciudad que los focenses fundaron hace seis mil años y de la que ya no queda nada salvo un viejo puerto desalmado pero con un halo de vida, el de sus atardeceres; una ciudad que César González Ruano definía en Nuevo descubrimiento del Mediterráneo como una Chicago fenicia, en alusión a su doble condición de villa noble y antigua y moderno centro de mafias, y a pesar de todo esquivé su mugre caótica adentrándome en su helenístico paseo marítimo, perfecto para el peripatetismo, inmensamente soleado y azur, o en su templo románico-bizantino, o cuando ascendí a una de las catedrales Notre Dame de la Garde con el interior más mágico que mis ojos han visto, y desde sus alturas todo lo de abajo se clarificaba, ordenaba y limpiaba, y vi, mientras rezaba en uno de sus bancos, y sin pretenderlo, a los peces saliendo de sus escondrijos en la mar cercana, a los pescadores arribando con mercancía y olor a salitre al Vallon des Auffes, a una pareja haciendo el amor en alguna finca de la metropolitana Rue Canebière, a un trabajador africano, en su piso marginal, despertando de su letargo fisiológico cual Meursault, a un camarero, desempañando minuciosamente un vaso con su trapo de mesero, en una poco transitada brasserie situada en una callejuela secundaria maloliente; y entonces la decadente Marsella me conquistó y la quise como a una fea bondadosa.

Y qué importa que cada vez sea más cierta la distopía de la aldea global, incluso en un punto de la tierra tan denodadamente coqueto como Niza, si uno todavía puede pasear el legendario Paseo de los Ingleses de mano de su novia, y encontrarse con el Hotel Negresco, que sin emitir sonido alguno irradia la sutil melodía de la que se extravió el mundo denunciado por Foxá, allá tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo de la democracia morbosa (cuando este hotel se erigió, pienso, Europa no era democrática). Y aún se puede tomar algo bajo sus toldos imperiales de lustre, rodeado por pretiles belle époque.

Qué importa que los franceses destrocen la exquisita fisonomía prístina de la Place Massena, colocando una serie de monolitos coronados por extraños muñecos translúcidos que de noche se iluminan en fiesta de colorines, si uno puede todavía leer a Ruano la descripción de esta misma plaza sin esos molestos excrementos del urbanismo actual, y advertir los mismos detalles en ella aún noventa años después, contemplando la postal un poco envejecida. Qué importa, en fin, que uno jamás tenga el dinero suficiente para habitar uno de los exuberantes palacetes de ensueño que salpican las estribaciones montañosas de esta localidad que sintetiza el manjar mediterráneo (hay algo en ella de francés, de piamontés y de español), si uno ha leído Suave es la noche y sabe cómo eran esas casas por dentro en los años previos a la Gran Guerra, cuando se erigieron, y el tipo de fiestas que sucedían entre sus paredes de colores pasteles, y puede sentirse cerca de Fitzgerald, y pensar en él como hombre que estuvo aquí como yo, como hombre que vale más que cualquiera de nuestros contemporáneos, él que bien sabía y escribió que toda vida es un proceso de demolición (así también Francia desde la Revolución), y pensar en Zelda, su mujer, y la eterna tragedia humana, y en el drama del amor que se echa a perder, y en cuando la literatura importaba y la vida misma era literaria. Qué importa que el covidianismo nos impida visitar el Museo Matisse, si uno ha disfrutado hace años de sus cuadros y de su revuelta lúdica, grotesca y esnob, pero encantadora, y le puede imaginar pasando sus últimos días en cualquier casa con aspecto de refugio de pintor contemporáneo, enamorado del lujo… Y aunque ya no queden en esta Costa Azul «viejos gentilhombres, desdeñosos dandis, viejas damas que aún no han renunciado al derecho de comprar la ficción de encuentros cariñosos, delicados rentistas, encantadoras cotorronas, catadoras de té que viven en pensiones herméticas y baratas para poder asistir diariamente al casino y que, aun no comiendo, toman el aperitivo y, por muy pobres que estén, conservan cueste lo que cueste todas sus joyas», no creo que haya escenario mejor que este para imaginarse todos esos seres. Siguen estando, no obstante, «el mercado de flores todas las mañanas en Cours Saleya, el encanto de su parte vieja con callejas donde no entra el sol, pero sí la luna».

Qué importa, qué importa…

La supervivencia del viaje, como la de tantas otras cosas, consiste en mantener los ojos abiertos al milagro y el alma sensible al mito. Quien se queda con el solo juicio jamás comprenderá.

Aun en lugares aparentemente poco prometedores para lo bello, en nuestro tiempo helado de metálica modernidad, pueden encontrarse algo así como lirios en vasos de hierro.

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