VARIACIONES EN TORNO A UNA NATURALEZA MUERTA
Autor: Guillermo Mas
Nota del autor: He dejado el texto tal y como lo escribí, mientras trabajaba de camarero al tiempo de estudiar, a la edad de 20 años. Pido consideración al lector por todos los errores, faltas de ortografía, vergüenzas personales y aberraciones de todo signo que sin duda encontrará en él.
"Los objetos muertos y presentes pueden despertar una añoranza que no sé conoce más que al mirar a una persona amada" Walter Benjamin.
PRELUDIO
1.
Un profundo silencio. Pasos extraviados. La lluvia arremetiendo contra las ventanas, contra la fachada. Luz oblicua, grisácea, penetrando el amarillo enfermizo de la iluminación artificial. Bisbiseos perdidos, risas tal vez, en otra sala no muy lejana. El crujir reposado de un garabateo proveniente de un guardia que, sentado en su taburete, escribe algo, un crucigrama quizás, imposible de saber. Estoy en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, sumido en un ambiente donde la muchedumbre camina entre pía —como un penitente en una Iglesia— y prepotente —como el comprador que consume indistintamente en un centro comercial—, y desconozco con exactitud cuánto tiempo llevo frente al cuadro. Quizás más del que debería dedicar y menos del que me gustaría reconocer. A la escucha de ese mundo circundante al que no siempre estamos despiertos. Solo, frente al cuadro. Sumidos ambos en un profundo silencio.
2.
La pregunta me asalta después. He abandonado mi cuadro y, sencillamente, devaneo por el museo. Mi atención se fija sobre todo en otras naturalezas muertas, en buena medida porque mi ojo se ha acostumbrado a no ver más que naturalezas muertas. Pero se fija vagamente, ya que no quiero relativizar la mía, y por ello solo miro de refilón a las demás, que es la actitud normal en los enamorados. Si es que todavía existe eso del amor en alguna parte, de manera inconfundible, en alguien.
Si es que existió.
No está en el cuadro el motivo de mi sobresalto, sino en la placa colgada a un lado donde se indica el nombre del mismo. Corro a preguntar a la guardia de seguridad, quien me aclara que allí no hay error alguno. En inglés a las naturalezas muertas se las puede llamar “still live”, me explica. Hasta entonces yo solo las conocía como “death natures”, reconozco. Esa es la denominación francesa, me alumbra. Y yo me doy la vuelta cavilando sobre esas dos tipologías aparentemente intercambiables. La diferencia, sin embargo, es fundamental.
Llamar a algo death nature (naturaleza muerta) es aumentar el objetivo desde el que se examina el cuadro sobre la muerte intuida, normalmente representada a través de hojas muertas o frutas podridas; llamarlas still live (todavía vive o tiempo detenido) constituye focalizar, por contra, en el esplendor de las frutas exóticas o de las flores frescas, en la vida en marcha.
Quizás en otro momento de mi devenir yo habría puesto mi atención más bien sobre esas flores muertas, en esa vanitas barroca que remite al final incuestionable de todo lo material.
No así ahora: mi atención festeja, en su rapto, la orgía de colores desprendida a través de esas frutas y flores. Es un matiz filosófico. Y es, asimismo, el planteamiento a seguir del presente texto.
3.
Quisiera comparar dos fragmentos extraídos de dos de los libros en los que más me he apoyado a la hora de adentrarme en la cuestión del bodegón que quiero tratar aquí. En ambos casos se trata de un narrador en primera persona, la voz del autor, que nos cuenta el germen de su investigación en una experiencia que podríamos tildar como “revelación” si no fuera porque ambos autores se consideran ideológicamente materialistas y aunque puedan hablar de “trascendencia” en ningún momento aluden a ninguna potencia “trascendente”.
Vayamos con el primer caso:
«Hace años, cuando visité por primera vez el Museo Real de Ámsterdam, al pasar por la sala donde se encontraba la excelente Pareja de esposos de Hals y el bello El concierto de Duyster, di con un cuadro de un pintor que me era desconocido.
«Comprendí en el acto —aunque sería difícil de explicar racionalmente— que algo trascendental, relevante, había sucedido, algo significativamente más importante que un hallazgo fortuito entre una multitud de obras maestras. ¿Cómo se puede definir ese estado interior? De repente, se despierta una aguda curiosidad, una atención tensa; sentidos en estado de alerta, la esperanza de una aventura, el consentimiento de una revelación. Tuve un sentimiento casi físico, como si alguien me llamara, me hiciera señas. El cuadro se me grabó en la memoria durante años (clara, insistentemente), pero no era en absoluto la imagen de un rostro de mirada intensa, ni tampoco una escena dramática, sino una tranquila y estática naturaleza muerta (...). Anoté el nombre del pintor: Torrentius. Después busqué información sobre él en varias historias del arte, en enciclopedias, en diccionarios biográficos de artistas. Pero los diccionarios y enciclopedias callaban, o contenian menciones vagas y confusas. Parecía que Torrentius fuera una hipótesis cientñifica y que, en realidad, nunca hubiera existido» [Herbert: 2008, 109-110].
Observemos, ahora, el segundo caso:
Una exposición puede cambiar una vida, decía yo antes. Esto, por lo que a mí concierne, sólo ha ocurrido una vez, al menos hasta tal punto, y todavía me sorprende que haya sido Chardin —tan dulce, tan tranquilo, tan poco molesto— quien haya provocado en mí toda esa agitación. (...) solo el arte, pensaba, merecía nuestro interés y justificaba vivir. Chardin me ayudó a salir poco a poco de ese error, que evidentemente lo era, y esa es otra deuda que tengo con él: como si el arte, en su punto álgido, descubriera también sus límites y nos abriera al mundo. El arte era mi religión; Chardin se convirtió instantáneamente en uno de mis dioses, el que más tarde me liberó de los demás y de él mismo. Los dioses no tienen religión. ¿ Por qué habrían de necesitar una —la de su arte— los genios? Desconfío de los escritores que creen en la literatura, de los pintores que creen en la pintura, de los músicos que creen en la música, etcétera, casi tanto como la de los filósofos que creen en la filosofía. Desconfío de los creyentes, en general, que solo saben hablar de lo que ignoran o les supera. Cuando conocemos, ya no hay razón para creer. Cuando actuamos, ya no hay razón para adorar [Comte-Sponville: 2011, 16-7].
Sorprende la cercanía de ambas experiencias.
Primeramente, por la propia sorpresa que asalta a ambos narradores: una sorpresa no proveniente por la fascinación de quien descubre un cuadro que les arrebata en la sala de un museo, sino proveniente del hecho de que esa sorpresa se deba a una naturaleza muerta.
En segundo lugar porque ambos se dan cuenta de que esa inesperada aparición de una naturaleza muerta en su vida no es inesperada porque las naturalezas muertas sean malas pinturas —de hecho, sus investigaciones emprendidas a partir de ese momento abundan en lo contrario—, sino porque esa era la creencia que tenían… ¡Sin apenas ser conscientes de ello! Lo que, para dos personas de elevada formación cultural pertenecientes a dos ambientes culturales dispares significa que el tópico social está bien arraigado.
Y en tercer lugar, porque ninguno de los dos es historiador del arte, o, a priori, especialista en arte sino que sus intereses van por otro lado: Zbigniew Herbert fue un conocido poeta polaco y André Comte-Sponville está considerado como uno de los filósofos más prestigiosos en Francia actualmente. La reputación de ambos, entonces, está en juego. Seguramente no fuera eso lo que les importaba al embarcarse en una empresa tan arriasgada. Tampoco era la primera, como descubrimos gracias a Coetzee: «Por toda la obra de Herbert discurre una veta de poemas basados en la oposición entre pureza (pureza de teoría, pureza de doctrina), que él alinea con lo divino y lo angélico, y lo impuro, lo desordenado, lo humano»[Coetzee: 2016, 200]. Su libro sobre bodegones, el último que escribió antes de expirar, correspondería, también a esa oposición.
A propósito de esto, Herbert comenta más adelante:
«Los historiadores del arte no le conceden este honor y yo mismo no sé como traducir a un lenguaje comprensible mi sorda exclamación del momento en que me encontré por primera vez frente a frente con la Naturaleza muerta, la admiración gozosa, la gratitud por haber sido colmado más allá de toda mesura: aquel acto ferviente de exaltación» Herbert: 2008, 133].
No seré yo quien eche más leña al fuego encendido por Herbert contra los historiadores del arte, pero sí que hallo cierto interés personal en traer a colación ese desinterés generalizado que las grandes historias del arte y enciclopedias, más aún, que los divulgadores relacionados con el arte, demuestran sobre las naturalezas muertas.
En ninguno de los dos casos la decisión de escribir sobre naturalezas muertas, entrando así en el espinoso terreno para neófitos de la escritura sobre arte, proviene de un dato objetivo, sino de una experiencia personal. Y es de esa experiencia personal de la que se desprenden una investigación y una reflexión que, en cada caso, han cristalizado en la escritura de un ensayo sobre arte, con todo el vértigo que eso implica para quien es una eminencia como poeta o como filósofo. Pero sin el vértigo, sin el atrevimiento de rompernos para recomponernos, incluso cuando el conocimiento es tan hondo y el estatus tan alto como el alcanzado por Herbert o Comte-Sponville, no creceríamos. Que dos sabios de ese calibre tomen una determinación así es un ejemplo para aquellos que, como meros aficionados, aspiramos a compartir lo poco que seamos capaces de entender en una investigación como la que presento aquí.
Quizás por eso, en la lectura de este poeta y de este filósofo, de algunos otros escritores en principio no especialistas en arte, he encontrado un filón para aprender a hablar sobre arte. He tratado de deglutir la información, siempre y cuando fuera útil, sin pensar en el oficio de su distribuidor pero, al tiempo, he tratado de buscar la voz con la que otras gentes de la literatura —algunas de ellas saldrán a colación, cuando toque, en el texto; otras tantas quedarán al resguardo en mi memoria lectora— se referían al mundo del arte para, en la medida de lo posible, tratar de hacer yo lo mismo sin perder en ningún momento el rigor sobre aquello de lo que se está hablando ni la verdad desde la que se ha decidido, después de una meditación, hablar.
De nuevo citando a Herbert: «Profundizar en temas difíciles exige la paciencia de un alquimista» [Herbert: 2008, 144]. Y qué duda cabe de que las naturalezas muertas son un tema tan fascinante como difícil; tan intransitado como trillado; tan desfasado como moderno; tan lleno de elementos como silencioso.
Por último y para terminar de cerrar este proemio, otra anécdota. Yo mismo soy ejemplo de esa costumbre tan arraigada entre los que nos consideramos apasionados pero no expertos en arte que es la del que no conoce ni desea conocer nada acerca de las naturalezas muertas porque le parece un tipo de arte desapasionado, frío y en buena medida estéril. Al menos lo era hasta hace poco. Mi interés por ellas nació como una bofetada cuando vi el cuadro Vaso chino con flores, conchas e insectos de Balthasar van der Arst (1628). El cuadro me fascinó al tiempo que ponía en entredicho, con esa fascinación espontánea tan similar y caprichosa como la de un niño, todos mis endebles gustos pictóricos. Al buscar más información sobre este cuadro en la web del Thyssen me encontré con la siguiente descripción:
«Balthasar van der Ast, artista especializado en pintura de flores, se formó con Ambrosius Bosschaert, del que también fue cuñado. Sus composiciones se inspiran y siguen los esquemas de su maestro aunque sus motivos están tratados con una mayor suavidad en el trazo y en la pincelada. Los paralelismos que se detectan entre su producción y la de la familia Bosschaert han llevado en algunas ocasiones a incluir su figura dentro del mismo contexto. Van der Ast tiene una extensa producción de difícil cronología, ya que sólo fechó sus óleos en la década de 1620.
La tabla Vaso chino con flores, conchas e insectos está firmada por el artista y datada en 1628 en el ángulo inferior derecho. El diseño que sigue es parecido en su puesta en escena y ordenación a los empleados por Ambrosius Bosschaert. Así, encontramos sobre una simple, lisa y sencilla encimera, que emerge de la oscuridad del fondo, un jarrón lleno de flores de animado colorido, en el que predominan los rojos, amarillos, anaranjados, rosas y blancos. El bouquet se ordena siguiendo un eje central que marca la única flor azul, un iris, que corona el conjunto. En distintos niveles se va acoplando un selecto grupo de especies, presentadas en el momento de mayor esplendor, y en el que las rosas, de pétalos aterciopelados, ocupan el borde del recipiente. Los planos, secundarios y posteriores, se aprovechan para dibujar los tallos y las hojas de las ramas de este generoso florero. El recipiente que Van der Ast emplea es de origen oriental, con pie metálico, muy similar al usado por Bosschaert en la pintura conservada en el Museo Thyssen-Bornemisza. Pese a la similitud de los jarrones, Sam Segal detectó en las piezas un gusto hacia la decoración con pájaros y saltamontes en el caso de Van der Ast y hacia las flores en el de Bosschaert.
En este bodegón se han incluido algunos de los elementos más característicos de las composiciones del pintor. Entre ellos destacamos las conchas, los insectos y el decorativo lagarto, justo encima de la firma del artista, que vigilante, serpentea con agilidad su cuerpo. Las conchas ocupan un lugar especial en los bodegones de Van der Ast, y su representación, al igual que las delicadas variedades que eligió para sus ramos, hay que ponerlas en relación con el coleccionismo de curiosidades y rarezas que tuvo destacados seguidores en Holanda.
En este y en otros bodegones de Van der Ast encontramos mariposas que se posan, como es el caso, en lugares visibles de la encimera o de las llamativas hojas de las flores, o insectos y gusanos que las recorren y con los que se han establecido paralelismos de corte moralizante, pero, por encima de estas lecturas, la crítica ha subrayado, en sus naturalezas muertas, la primorosa selección que hizo de sus motivos.»[Mar Borobia, https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/ast-balthasar-van-der/vaso-chino-flores-conchas-e-insectos].
El desasosiego nacido por la falta de respuestas hallada en dicha descripción es el pistoletazo de salida que, hasta el momento, ha desembocado en este escrito. Y no estoy criticando con ello esa definición, sin duda más que correcta para un espacio como la página web de un museo, sencillamente constatar que, después de haberla leído me di cuenta de que mi interés no estaba ahí. Han tenido que pasar meses de lecturas, de visitas al cuadro, de meditaciones silenciosas, para poder atisbar siquiera una respuesta convincente. Este texto puede valer por toda respuesta.
Pero no solo no se limita a este escrito, pues bastantes de los descubrimientos que he hecho en torno al tema de los bodegones no constan aquí —no venían al caso, por interesantes que resulten—, sino que pienso seguir leyendo y ampliando mis conocimientos sobre un tema que, en un breve periodo de tiempo y con una ansiedad inusitada, me ha arrastrado con una fuerza arrebatadora. Mi entrada al Museo de la Pintura se ha producido por la augusta puerta de las naturalezas muertas, y tengo intención de permanecer aún un largo rato en ella: me encuentro ciertamente cómodo aquí.
Pero no es esta la anécdota que vengo a contar.
Vamos con ello. Entrando ya en el plazo final de la entrega de este trabajo, tuve la ocasión de engrosar la lista de celebridades con las que me he cruzado por la calle al saludar al pintor Antonio López —con su figura achatada de anciano, su vestir como de artesano antiguo, su mirada gélida y penetrante, su mano pequeña y recia—, quien se mostró algo cohibido ante mi asalto, si bien se comportó educadamente y me estrechó la mano al tiempo que escuchaba, sonriente, mis halagos. Pues bien, introduzco esta anécdota porque, al igual que los antiguos acostumbraban a invocar la figura salvífica de la musa al principio de sus relatos épicos, yo, que no soy antiguo —para mi desgracia— ni escribo épica —por fortuna de quien pueda leerme—, invoco al talento inmenso que esa mano demuestra al sostener un pincel y pintar con él la realidad para que me ayude a pintar con palabras esa otra realidad maravillosa recientemente descubierta por mí que son las naturalezas muertas.
Anécdotas aparte, vamos con ello.
RECREACIÓN
1.
El caos es el más bello de los órdenes, pues su esencia es el desorden, y varios ejemplos vienen a ilustrarlo, como el de Pascal trató de demostrar de una vez por todas la existencia de Dios mediante un razonamiento perfecto, pero cuando la muerte le alcanzó apenas si tenía unas notas desordenadas en torno a este proyecto que constituyen hoy una de las cimas filosóficas de la historia de la literatura: los Pensamientos. Lo mismo ocurre con los Apuntes dejados por Canetti, aparentemente meras anotaciones dejadas en distintos cuadernos a lo largo de varias décadas y que funcionaban como válvula de escape en la escritura de su gran obra Masa y poder, pero que los que siempre es necesario volver porque en ellos está la vida. Como tercer ejemplo de entre muchos otros citables, merece comentar el de los Cuadernos de Julio Ramón Ribeyro —publicados bajo el elocuente título de La tentación del fracaso—: donde dejaba constancia de su incapacidad para escribir una gran obra... Al final su gran obra ha sido la escritura del diario. En un momento de este diario se refiere a las naturalezas muertas:
«El plato de frutas que había frente a mí me recordaba a algo numerosas veces visto: las naturalezas muertas de los maestros flamencos. No era solamente el efecto de la luz en este caso; era también el efecto de la fruta: fruta de los trópicos, un poco fatigada por el largo viaje y que merecía estar en un lienzo antes que en una fuente. Los rincones de su habitación, con su espesa mueblería, me sugerían cuadros de Rembrandt. Quizás fue sugestión. O quizás son los flamencos —si creemos la paradoja de Wilde— quienes construyen sus interiores imitando las telas de sus pintores»[Ribeyro: 2019, 135-36].
Los propios pintores de naturalezas muertas tenían presente este problema de orden (o de desorden), pues es una de las claves del género. Si todo arte es una proposición de orden en el desorden del mundo, debemos plantearnos qué orden es aquel que propone el artista ¿uno subjetivo, imaginario? ¿O uno que trata de recrear el orden mayor del mundo? ¿Cómo organizar una naturaleza muerta para que, resultando ordenada mantenga el desorden aparente por el que es regida? Son cuestiones difícilmente resolubles que, con todo, quedan resueltas en los grandes representantes de naturalezas muertas porque todas las cuestiones teóricas como esta carecen de sentido ante la representación bien ejecutada y solo tienen sentido, si acaso, cuando ayudan a alumbrar los recovecos y misterios que envuelven a toda obra artística.
2.
Resulta difícil intentar escapar de la vocación cuando esta se presenta en el umbral de tu puerta. Especialmente si, despojada ya de su primer rostro, se muestra como un imán irracional aún más insoslayable y adictivo: la seducción. Pues como toda mitología ha expuesto, la seducción no es sino el paso previo para la tentación, lo que, como demuestran un sinnúmero de metáforas, significa que recibir un día la visita de la tentación preludia a su vez la visita próxima de la perdición.
Seducción, tentación o perdición —estas tres palabras quizás solo sean sinónimos para referirnos a aquello que deseamos y que, cuando lo conseguimos, nos condena—, la verdad es que este escrito solo es una de tantas manifestaciones posibles de la vocación. De una vocación, digamos que la mía para ser más precisos, que discurre por alguna carretera parelela al asombro ante el arte y la literatura, allí donde ese asombro quiere ser manifestado por una especie de divulgación de aquello que se ha extraído de ese asombro, los frutos de esa indagación ofrecidos bajo el apelativo dado por el filósofo Eugenio Trías: una recreación. Veamos lo que al respecto escribía este autor, uno de los mejores que ha dado la lengua castellana, en el prólogo a su libro Lo bello y lo siniestro:
«Esta palabra tiene para mí un sentido muy relevante. Es la palabra misma en la que condenso el ejercicio de creación que puede llevar a cabo la filosofía en su uso de una forma de escritura y lenguaje que puede serle propio. Y el contenido de esa palabra es el que halla, quizás su mejor forma de exponerse en algunos de los ensayos trazados y articulados en torno a un horizonte conceptual (la buscada conexión entre las categorías de lo bello, lo sublime y lo siniestro) que compone este volumen»[Trías: 2013, 17].
La recreación no es más que una creación surgida al pie de otra creación; pero no se trataría de dos creaciones equivalentes, sino de una principal y otra, la segunda, derivada de la primera. Frente a la imitatio latina, sería una vuelta al concepto de mímesis griega: una creación que da lugar a otra: en buena medida ese es el génesis de nuestra forma de entender y estudiar la cultura.
Salvando las distancias, mi intención en este apartado es hacer una recreación —o variación, si nos vamos a una terminología musical— en torno a tres citas muy concretas para alumbrar un poquito más esta indagación en torno a los bodegones.
2.
Veamos las tres citas:
1) La primera cita que comentar no es una cita como tal —empezamos mal— sino que, como suele ocurrir con los autores griegos clásicos, encontramos distintas versiones de una misma afirmación. Independientemente de la forma concreta, el fondo de la cita es que, aunque el orden y el caos coexistan en un perpetuo conflicto, al final el caos es un orden, incluso el más perfecto de los órdenes.
Quizás esa sea la cita más pragmática de las tres que quiero comentar porque es la que se refiere a una cuestión técnica de las naturalezas muertas, y no a una cuestión filosófica. Uno de los problemas más acuciantes para el pintor de naturalezas muertas es el de presentar una serie de objetos bien dispuestos pero sin romper el aparente caos —cuando lo hay, en otros casos como el de Zurbarán, el orden es perfecto y alude a un sentido— en que habitan. No es mi intención detallar aquí de cómo resolver ese problema, puesto que este no es un escrito sobre cómo pintar un bodegón, igual que tampoco pretendo detallar como lo han resuelto algunos pintores puesto que no estoy capacitado para esa clase de análisis formal; en su lugar, solo pretendo apuntar hacia una cuestión importante: no solo el desorden es un orden —misterioso, aún por revelar—, sino que es el orden aparente del mundo donde, por medio de millares de coincidencias inexplicables, todo resulta estar conectado. Se trata de aquello que la ciencia estudia bajo el nombre de entropía pero que constituye uno de los temas centrales en la obra literaria de algunos autores importantes de las últimas décadas como Paul Auster o W.G. Sebald, cuya capacidad para establecer asociaciones o discurrir a través de temas aparentemente incompatibles es excepcional.
Y es que, aunque una sospecha como esta ya está en los orígenes de nuestra civilización, todos los problemas que una afirmación como la de Heráclito implica para cualquier pensamiento que pretenda constreñir toda la realidad, explica por qué el arte rara vez ha puesto en un lugar central esta cuestión como sí han hecho algunos novelistas contemporáneos o el pintor de bodegones de cualquier época.
Para bajar de las nubes donde Aristófanes situaba al extraviado Sócrates en su desternillante comedia Las nubes, y donde siempre corren el peligro de perderse digresiones como esta, diré que en mi análisis del cuadro sobre el que versa este escrito —Vaso chino con flores, conchas e insectos, de Balthasar van der Ast—, hay un cierto desorden y no todo es culpa de la incapacidad de quien en él se ocupa, sino que también viene propiciado por el tema.
Es decir, y con esto termino, que imponiendo un estricto orden en el análisis de un bodegón sería tan poco interesante como imponerlo en el bodegón mismo, y todos los criterios de supuesta facilidad para la comprensión en el lector se quedan cortos frente a algo que para mí prima sobre ello y es la fidelidad a la verdad y, más concretamente, a la fidelidad del cuadro. Toda empresa dedicada a una cuestión concreta sin pretender llegar, como objetivo fundamental, a la verdad misma de esa cuestión carece de interés. O, al menos, carece de mi interés.
2) La segunda cita es una entelequia, porque no se trata de una cita en realidad, sino de dos. Vale, me explico.
La mayoría de las veces, cuando estudiamos a un autor a partir de otro, especialmente si se trata de autores canónicos, no es porque haya habido una relación directa tan importante —hay a veces que sí, aunque en otros casos no lo sabemos porque no hay constancia de que un autor haya leído a otro—, sino porque a la hora de facilitar su comprensión es así como han decidido ser explicados. En el caso de los autores modernos esta regla se invierte porque los autores modernos han nacido después de la existencia de una crítica densa y, por tanto, son más conscientes de esas interrelaciones. En el caso del arte moderno, resulta casi imprescindible conocer en bloque los momentos estelares del mismo para un buen entendimiento de una escuela concreta. Al menos, así nos lo han hecho creer. Y aunque todo este rodeo quizás no sea más que una justificación para haber seleccionado como una dos citas de los dos pintores seguramente más relevantes desde Cézanne en adelante dentro del mundo del arte, pero creo que como intento merece una oportunidad.
La cita de Picasso —incluida, creo, en la biografía que sobre él escribió Norman Mailer— fue dicha por éste al ser preguntado, alcanzada ya la edad provecta, sobre la utilidad de las computadoras, a lo que el pintor malagueño contestó que «considero a los ordenadores máquinas perfectamente inútiles: solo saben dar respuestas». ¡Bravo!
La cita de Braque, que he leído citada por Julian Barnes, puede valer como complemento de la anterior y, si resulta que no, ruego me disculpen: «Lo único que importa en el arte es aquello que no se puede explicar».
Aunque la segunda cita resulta algo desasosegante cuando se está invirtiendo un tiempo en pretender escribir sobre arte —exactamente igual que cuando se lee sobre arte—, sí que puede completar a la anterior porque si los ordenadores son máquinas inútiles que solo dan respuestas, el arte se encontraría en las antípodas de un ordenador porque lo más valioso de sus cualidades es inefable. Y no es que con ello se quiera explicar por qué los estudiantes de informática van poco a los museos aunque si sería interesante trazar una relación entre el desinterés por las humanidades unido al interés por la técnica, salvo en casos como el de Douglas R. Hofstadter, pero creo que ayuda a remarcar algunos aspectos fundamentales para la comprensión del arte como son su perpetua lucha contra la realidad —incluso aunque, al tiempo, el arte admire la realidad y aspire a sustituirla: nadie admira más como el que copia y envidia— o su incapacidad, tan necesaria pero tan lamentablemente esgrimida como arma por sus eternos y hodiernos detractores, para ofrecer respuestas ante los muchísimos problemas, casi todos de índole moral o existencial, que plantea.
Y no deja de ser irónico que dos los dos grandes cubistas hayan expresado dos juicios tan realistas como clarividentes, quizás porque en el fondo compartan los mismos intereses que cualquier gran pintor holandés del siglo XVII, aunque varíen en la forma de aproximarse a ellos.
3) Por último, lo primero, que siempre es, la duda sobra, Platón. El padre del pensamiento y de su expresión literaria en occidente escribió en uno de sus diálogos —yo, por supuesto, he encontrado la cita por mediación de Ignacio Gómez de Liaño— que "Las pinturas están ante nosotros como si tuvieran vida, pero si les preguntamos algo responden con el más altivo de los silencios".
Definitivamente esta conclusión de Platón viene a coincidir con la de Braque, si bien en el segundo caso no creo que tuviera nada que ver con la teoría de una suprarrealidad o mundo de las ideas, quien sabe. Y quizás en el hecho de que dos de estas tres citas —que en el fondo son cuatro— sean de autores clásicos mientras que las otras dos sean de autores modernos, se ve la intención que subyace aquí: la de, en algún sentido más bien modesto, intentar casar el pensamiento antiguo y el contemporáneo. Porque en ambos casos se nos empuja insistentemente al silencio como respuesta.
Por un lado estaría, entonces, la máquina charlatana que es el ordenador quien, con esa vocecilla de la razón que cree saberlo todo —llamémosle Siri como Apple o llamémosle repelente-niño-Vicente, que es lo que se hace en clase—, nos da una respuesta para todo: si tienes un dolor, ve al médico; si tienes una angustia, al psicólogo; si quieres saber de la realidad, ve al periódico; y si te sientes solo, afíliate a una web de citas… Mientras que, por otro, está el arte, que no hace sino abrumarnos con preguntas que jamás responde de otra forma que no sea con silencio.
Esta actitud del arte, tan deudora de la forma del diálogo o coloquio —pues en la conversación está la antítesis del dogma—, era la misma en el siglo V a.C. que hoy. Lo que, ya de por sí, es muy difícil de entender para una mentalidad científica o pragmática como la imperante hoy, que desmiente hoy lo que ayer afirmaba porque sus hallazgos han cambiado: ese es el sino de la historia científica. El arte siempre ha abierto la pregunta a la verdad —y tengo miedo de escribir aquí verdad con V mayúscula y que alguien venga a requisarme el ordenador por reaccionario— en las mentes de quienes a él han acudido, dando por toda respuesta un profundo silencio que ya es de por sí una verdad infinitamente compleja, mucho más compleja que tal o cual fórmula algebraica.
Toda obra de arte va a aparecer siempre como una ridícula molécula de realidad, así como un barco diminuto perdido en la inmensidad del océano, así como un caminante que se asemeja a una mota oscura en el paisaje blanco del monte nevado, frente a la inmensidad de la realidad.
Y es muy difícil que no sintamos como propia esa insignificancia.
La realidad, decíamos, es demasiado densa para ser descifrada en una obra de arte, ¿o es la obra de arte quien es demasiado densa para ser explicada? Al mirar la obra de arte sin querer definirla, es cuando la podemos comprender, y solo entonces se acota esa distancia entre la gigantesca realidad y la liliputiense obra. Entonces la una ya no nos parece tan enorme y la otra tan diminuta; y tal vez por eso, la realidad muchas veces nos resulte ineficiente después de haber tenido una experiencia artística muy intensa o muy gozosa.
La verdad y el silencio nos conducen inevitablemente a lo espiritual, a lo trascendente. Es lo mismo que ocurre con el amor o con universal. Como se sabe, en la conversación actual, esto pertenece al espinoso territorio de lo políticamente incorrecto. Hemos tocado en hueso, amigos, ahora lo correcto sería recular. Pero no quiero ser tan dogmático ni tan sabihondo como aquel a quien considero mi enemigo, y por eso lo dejo aquí.
Las tres —o cuatro, sea— citas aquí expresadas son un buen resumen de los presupuestos desde los que propongo abordar —aunque tratándose de arte, lo correcto sería escribir mirar— a las Naturalezas muertas aquí.
3.
Volviendo a Trías y robando las palabras que él dedicaba, en un punto posterior del libro, a El Nacimiento de Venus de Botticelli, podríamos decir de toda obra maestra de los bodegones que «El cuadro en su conjunto transpira orden y armonía; podría ser la escenificación de la categoría sensible de belleza, entendida como armonía: conjunción bien modulada de todas las partes en el todo, justa proporción de sus elementos en la composición del conjunto»[Trías: 2013, 72]. Y, en el caso de los bodegones, esa «belleza», «armonía» y «proporción», vienen dadas, precisamente, por su desorden, por su falta de respuesta y por su invitación al silencio.
La naturaleza muerta es la sublimación de lo estático; constituye, pues, una oda a lo transitorio. Captura el instante allí donde se funden, solapándose, el pasado y el futuro, sin anular la representación de ambos —el pasado como aquello que fue y desapareció; el futuro como aquello que será y desaparecerá.
El pintor de una naturaleza muerta consigue, con la aparente captura de una escena anodina, solo en un instante detenido, una invitación a la vida. Invita a que observemos con él como vive el tiempo en unos elementos antes de abandonarlos y tomar otros, como el tiempo atraviesa un ente con el don de la vida y después lo abandona para huir a otro.
Imposible es imaginar una complejidad técnica mayor que la requerida para ejecutar un propósito como el de descifrar la vida tal como la percibimos en el momento en que la percibimos, cuando el tiempo permanece ahí.
El bodegón resulta ser una cumbre de la estética humanista en cuanto que jamás representa directamente nada humano. Su código de símbolos, su lenguaje de imágenes, solo lo alude subrepticiamente, que es la mejor forma de aludir a algo: con la sutileza de todo amante bien educado, convirtiendo, así, el arte de la naturaleza en la “cara B” del retrato en pintura —que, no por casualidad, nació a la manera moderna en la misma época en que se pintaron los primeros bodegones independientes—, sin dejar, por ello, de perseguir idéntico fin: el de representar la verdad de un ser, una verdad sin fisuras de un ser imperfecto, a través de la estampa de su inevitable estar pasajero.
A modo de preámbulo de aquello por decir y como síntesis de lo ya dicho, podríamos apuntalar que la naturaleza muerta 1) sublima lo estático, precisamente porque en su representación alude a la fugacidad del tiempo cuya vida es una sucesión de momentos estáticos 2) invita a la vida porque con su arte imita a la vida y nos hace amarla tal como es 3) habla del ser humano porque, sin necesidad de representarlo, logra trazar un perfecto, por incompleto, por ausente, por negativo, retrato de él.
Amar una naturaleza muerta requiere tanto como amar la vida, quizás porque en ambos casos encontramos múltiples razones que, a priori, invitan al desaliento y que, en un análisis precipitado, podrían cargarnos de abulia. No hay para tanto.
En el caso de la vida, mucho han escrito ya los pensadores modernos y no seré yo quien repita sus razones aquí —en parte por evitar el tedio de su relectura: me aburren tantas palabras en cursiva—; en el caso de las naturalezas muertas, son su frialdad, su apacible desapasionamiento y la falta de énfasis —un ejercicio, ese, de gran cortesía para la inteligencia de quien mira—, las principales razones para sus detractores o, aún peor, para quienes no conocen su existencia.
Yo mismo he sido presa de esa ignorancia que es la consecuencia de no haberse molestado demasiado por vencer el primer obstáculo del prejuicio, y como la mayoría de detractores de las naturalezas muertas —y de la vida—, no son conscientes de su antipatía: solo la manifiestan. Y al pasar por la sala de un museo frente a una naturaleza muerta esbozan un gesto de rechazo, rehuyen la pintura e incluso no llegan a fijarse en ella porque su ojo no lo considera interesante. Quizás sea porque —y de nuevo en la vida como en el arte—, detenerse a contemplar, abrirse al silencio y al transcurso de la vida, salir de uno romper la barrera con el resto, significaría caminar al borde de un abismo donde hay dos posibilidades: la de estrellarse y la de volar, si es que no son la misma. Cambiar nuestros preceptos artísticos significaría tanto como cambiar de vida.
Como casi siempre, atreverse o no a un giro así es una cuestión de entusiasmo, o mejor dicho de dejarse entusiasmar, de querer entusiasmarse. El entusiasmo es ni más ni menos que un supremo don de la vida alcanzable por medio de la voluntad y que se alimenta y alimenta por el estudio —con la práctica y con la reflexión—, gracias al cual llegamos a alcanzar, si acaso, un mínimo de sabiduría.
En el estudio de las naturalezas muertas resalta su carácter universal, la dificultad quimérica que requiere una obra que puede ser estudiada desde muchos puntos de vista. Es posible el análisis técnico —que alguien más válido y más estudioso que yo está capacitado para hacer— sobre cómo se simula casualidad en un cuadro perfectamente planeado; es posible el análisis económico que revela mucho de una clase social como la burguesía; el análisis histórico que podría hablar de una época de cambio donde la aristocracia reculaba ante una clase social emergente; el análisis nutricional analizando el modo de alimentarse de una época; el análisis arqueológico que quiera desenterrar los detalles más secretos, aquellos que no recoge ningún libro de historia —la distribución de los muebles, como se ponía la mesa o el orden en que se servían los platos—; el análisis simbólico de lo que cada elemento representa según el significado trascendente que el artista quiso encerrar en él; el análisis filosófico que quiera ahondar en el ser de los objetos, en su estar ahí y en su por qué; el análisis fetichista —mi favorito, he de reconocer— que quiera investigar a fondo y sin abandonar el rigor la vida, en el mundo íntimo, del dueño de todos esos objetos, un análisis imposible, ese, porque sería la descripción de un fantasma a partir de sus huellas; el análisis interdisciplinar de ese multiforme tema artístico que denominamos vánitas y que tan bien representa el mundo barroco.
Estos son algunos de los análisis posibles que se me han ocurrido a mí. Seguro que a otro se le ocurren otros tantos.
En un mundo hiperespecializado como el nuestro, hoy, resulta difícil encontrar a nadie que pueda hablar con conocimiento de todos estos temas y explicarlos a partir de un cuadro. No se preocupen, tampoco seré yo quien lo haga.
Pablo de Tarso jamás se cayó del caballo pero Caravaggio, Murillo o Rubens así lo quisieron imaginar y así lo pintaron, y con eso ha sido suficiente para que todo el mundo se lo crea: ahí tienen una fake news, listos. El que si se cayó a los 38 años del caballo fue Michel de Montaigne o Miguel de la Montaña, como lo llamaba Quevedo, quien después de un porrazo que a punto estuvo de costarle la vida se convirtió a la religión de quien huye de la frivolidad de la vida y busca su esencia.
Quizás Montaigne no fue demasiado hábil a la hora de ejecutar su propósito yéndose a la soledad de su torre, en lo alto de su castillo —algo así como un chalet en Galapagar—, rodeado por anaqueles de libros y dispuesto a hablar de los temas esenciales porque, aunque lo hizo, también dedicó demasiadas páginas a cuestiones mundanas, intrascendentes, puede que hasta soeces… Y quizás estas sean las más bellas de todas. Tampoco fue muy hábil en lo de la escritura, no porque fuera mal escritor —¡Dios me libre!—, sino porque no supo escribir ateniéndose a ningún otro género, ni siquiera al confesional inventado por Agustín de Hipona, y se tuvo que inventar uno propio: el género ensayístico.
De una forma u otra, aquel aviso de la muerte —un abismo vital— le llevó a renunciar a todo aquello que era mentira en su vida y a echarse en brazos de la verdad. Su escritura fue el medio para descubirse a sí mismo y para autoconocerse al tiempo que levantaba testamento del mundo. De esta forma, evitó una vida vana y una muerte arrepentida purificando su vida. La lección de esta anécdota es la misma que nos ofrece toda naturaleza muerta: una invitación a la vida, una marcha a lo esencial tomando conciencia de la muerte y buscando la verdad y saliendo a atraparla.
Los grandes artistas, muchas veces imperfectos como hombres, merecen la supervivencia en la memoria de las generaciones de hombres precisamente porque, ateniéndose a explorar lo más profundo, lo enterrado, acaso también lo más oscuro de nuestra condición, consiguen iluminar la vida en lugar de desenfocarla, trascendiendo a ese rival y límite que supone la muerte.
La naturaleza muerta, en su representación de lo pequeño, de lo concreto, de lo tangible, consigue salvar un instante de la muerte y del olvido —ese es el gran momento con el que se mide todo artista, el momento de pasar a la posteridad— y elevarlo así a la segura cima de la memoria.
Decimos, pues, que la naturaleza muerta es una de esas cimas artísticas donde, con el tópico de la vánitas, no la depresión con aquello que resulta más aterrador —y que tanto abunda en la tendencia actual del arte y de sus consumidores— en la vida, sino que invita al entusiasmo por vivir, es un tónico potente.
Canto al vivir, soplo de ánimo y de ánima, música del silencio: eso es la naturaleza muerta. Una invitación a la vida, en definitiva, pues solo lo inmutable está muerto mientras que lo vivo palpita incluso cuando lo observamos detenido, y se marchita, y no deja de fluir en ese río de Heráclito al que llamamos materia y que progresa en constante degradación y transformación, y ante el que solo cabe el constante asombro, la interminable celebración de una fiesta infinita.
Hay algo como de talante germánico en eso de tomarse la vida tan en serio, un tono como de filosofía profunda con palabras largas y compuestas —es imprescindible que estas acaben en geist, aunque poltergeist queda descartada—, que ama la música de Wagner —aunque eso no es un pecado sino una consecuencia del buen oído— y que a menudo cristaliza en mamotretos tan atorrantes como Fenomenología del espíritu o El mundo como voluntad y representación, cuya lectura de un solo capítulo equivale sirve para darse por merendado.
Frente a una postura como esa, yo admiro el talante mediterráneo, desenfadado, que propone una actitud más calmada y meditativa frente a la vida. No esa postura de quien busca el absoluto y no puede dejar de pensar en el final de las cosas, en su muerte, incapaz de disfrutar de la cosa, sino aquel que concede al momento presente toda la importancia presente —en el momento presente está el peso de la vida, por eso debemos cargar cada acto de amor como si fuera el último momento—, toda la importancia del ahora.
Las naturalezas muertas pintan el ahora, aquello que amamos y que vamos a perder pero que merece la pena ser inmortalizado. Como todos los instantes no pueden ser pintados, uno debe ser escogido entre ellos: no el más determinante ni tampoco el más insulso, sino uno de tantos.
Si contemplamos el momento recogido en un bodegón cualquiera encontraremos que en esa variedad de objetos inanimados o de naturalezas detenidas, hay una serie de historias que se bifurcan aunque siempre se desprenden de un relato principal: el relato relativo al dueño de esos objetos. Sin embargo, no podemos acceder a ese dueño de los objetos ni tampoco llegar a entender toda la complejidad de esos objetos que son presa de una sombra, de una identidad oculta.
Y sin embargo, son la prueba de algo más, de una liturgia particular encuadrada dentro de una liturgia social. La celebración de una serie de ritos cotidianos, los de la vida de su dueño quienes responden, a su vez, a una ritualización social que admite pequeñas interpretaciones por parte de sus múltiples oficiantes.
La liturgia, la costumbre, es el espejo de la tradición. Fondo y forma la conforman por igual, son dos formas de aludir a esa tradición. Cuando se ataca al fondo nos queda la forma, y aunque se requieren muchos siglos para su destrucción, el fondo puede llegar a desaparecer un día.
¿Qué queda entonces? Liturgias sin sentido, que es lo que quedaba de nuestra civilización hasta hace poco; luego se ataca también a la forma y nos queda el vacío: dolor sin medicamento. Hoy en día tomamos muchas cápsulas vacías que añaden a ese dolor imposible de curar el de la esperanza malgastada en paliativos inútiles.
De nuevo la pregunta: ¿Qué queda entonces? Liturgia de las pequeñas cosas: ellas son el sentido diario de la vida. Sin esa ritualización social, minada para ser sustituida por un mero placebo, queda la ritualización particular en la que cada individuo decide salvar su mundo cotidiano. El momento presente, el rito personal: es todo lo que tenemos, todo a lo que podemos aspirar, la verdadera y única felicidad posible. Apenas nada. Y qué difícil es llegar a ella sin resignarse, con entusiasmo, con esa sensación tónica que exudan las naturalezas muertas cuando se aprende a mirarlas de veras.
Cuando se escribe ocurre lo mismo que cuando se vive: importa la pequeña liturgia, le momento concreto, el ahora que tenemos delante. Uno puede tener el sentido del texto claro en su cabeza, pero en cuanto se sienta a escribir, hay un rapto: las metáforas, las cadencias del lenguaje, las reflexiones que van surgiendo.
El pintor Balthus decía que «pintar es rezar»; bien, escribir también es rezar. La oración verdadera, como la auténtica pintura o la auténtica escritura, no puede responder a una idea preconcebida, a un esquema dado. Debe permitir el extravío para llegar a la verdad de la expresión y establecer una verdadera comunicación. Tan importante es aprender a escuchar, a mirar, cómo aprender a hablar. El que escribe se dirige a alguien, pero también se dirige a sí mismo, y por no traicionarse a uno mismo merece la pena perder lectores.
Todo texto empieza y termina en un párrafo, lo que importa no es el texto en su conjunto, en su sentido final, sino el pequeño apartado de sentido de cualquier fragmento diminuto escogido azarosamente. Lo mismo ocurre con la vida. Los resultados vienen después aunque rara vez son lo que esperábamos y ni siquiera cuando coincide nos termina de llegar. En cambio, echar la vista atrás, ver el camino recorrido, nos hace pensar: lo importante no era llegar, sino el trayecto en el que lo hacíamos. Las obras incompletas, las vidas truncadas, los sueños frustrados, carecen de la estructura de lo bien planificado y ejecutado, pero son también más espontáneas, más vivas, quizás más verdaderas.
El único libro —aunque a la par se me ocurren algunos otros: El árbol de la ciencia, Suave es la noche, El castillo, Mientras agonizo, El mundo de ayer, Las ciudades invisibles, Juntacadáveres, La montaña mágica, El extranjero, Desgracia, La colmena— que, en mi opinión, es capaz de arrebatarle el título de gran obra literaria del siglo XX a El gatopardo es El libro del desasosiego. La suya es una escritura hecha a golpe de vida, con el ritmo de las cosas, ese libro es un hombre hecho de muchos hombres en los que cabe la totalidad fragmentada de la vida. Su autor, Fernando Pessoa, comenzó un poema escribiendo: «No soy nada/ Nunca seré nada/ No puedo querer ser nada/ Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo». Esa es una de las grandes verdades que somos capaces de decir sobre nosotros.
Y si queremos amar, amarse a uno y a lo demás, hay que empezar por ese afán de verdad. Para poder amar primero hay que conocerse y hay que atreverse, hay que estar abiertos al amor y a la vida, dispuestos a percibirlo y a aprovecharlo cuando realmente llegue. No nos podemos dar a nadie si no estamos seguros de quiénes somos ni hasta dónde podemos llegar. Para ello es necesario un aprendizaje solitario que vendrá a completarse en el aprendizaje solidario, cuando el uno se funde con lo otro.
Aprender a estar solo es aprender a renunciar a todos esos objetos que nos rodean. O aprender a convivir con ellos, a mirarlos en silencio y a penetrar en su realidad. Me da pena que la gente ya no sepa aburrirse, que no apaguen el teléfono y lo metan en un cajón, que teman la soledad de su casa, que no sepan estar solos o que no sepan escuchar el mundo y que tengan que encender la televisión o que conectarse a la red o que juntarse con gente que en realidad no les conoce porque tampoco se conoce a sí misma, y donde todo el mundo finge ser quien no es para sentirse aceptado o por el miedo a descubrir que no saben nada, que su vida está vacía porque no la han sabido aprovechar.
Aprender a estar solo es aprender a admirar todos esos objetos que nos rodean y toda la vida que contienen, sin esperar otra cosa ni desearla.
¿Tiene sentido escribirlo?
¿Tiene sentido describirlo?
¿Hay sentido en ordenar lo que carece de orden?
Un profundo silencio.
De pie, en la sala vacía.
La lluvia rompiendo en la ventana, allí afuera.
Bisbiseos lejanos que no dicen nada.
Solo, frente al cuadro. Sumidos los dos.
En un profundo silencio.
Imposible de plasmar el sentido.
3.
A diferencia de la mayoría de mis contemporáneos —perdóname, Steiner—, me interesan más los finales que los principios. Hecho paradójico, este, si se tiene en cuenta que el del bodegón es un arte del acabamiento y no del inicio porque aunque alude a la muerte de algo, jamás nos remite a su inicio.
Sin embargo, hay tantas formas de mirar un cerco —y el acabamiento siempre cerca y delimita algo—, como formas de mirar la vida. Sintetizando hasta lo indecible, podríamos decir que quedan dos posturas en torno a lo que cerca: la de quien percibe el acabamiento como prisión, como final, y la de quien lo percibe como inicio, como posibilidad. La única certeza extraíble de esta dualidad es la aseveración de que nada empieza o acaba completamente y aunque, sí, las cosas ciertamente acaban, ese final es siempre el inicio de algo, tal y como ocurre que todo inicio ha requerido antes de la muerte de algo.
Al bodegón fuera de nuestras fronteras lingüísticas se le conoce con dos nombres: death nature (de origen francés) o still live (de origen inglés, exportado luego a Inglaterra). La diferencia semántica que uno u otro nombre conceden a la imagen no es baladí. Ya se ha dicho: decidir una definición por otra es tomar una decisión filosófica, y escribiría casi que existencial pero no quiero que me llamen tremendista por ahí.
La suma de ambas ideas, sin embargo, la suma de acabamiento e inicio, traza una feliz línea de unión entre la materia y el espíritu; entre lo fugaz y lo perenne; entre el pasado y el futuro; entre la vida y la muerte; entre el nacimiento y la expiración.
Tratando el origen de la creación artística, descubrimos que en esta siempre va oculta un misterio. Y quizás esa sea la razón por la que normalmente lo que dice el poeta sobre la inspiración mortifique horriblemente al resto de los mortales. Se lo permitimos, e incluso le aceptamos a ese poeta imaginario el hecho de que las creaciones artísticas suelen provenir de una imposición sin remitente: la vocación en el umbral de la puerta.
Imposición fue la que sufrió Montaigne con 38 años cuando, al caerse del caballo, sintió la necesidad de encerrarse en una torre a escribir el mundo al tiempo que se escribía a sí mismo y, lo que aún es más importante, se descubría a sí mismo.
Análogos hay muchos otros casos, como el de la imposición que sintió Johann Sebastian Bach tras volver de un viaje y recibir la noticia de que su mujer había muerto repentinamente días atrás y de que sus restos mortales ya habían sido enterrados. De una experiencia inefable como esa, nació una composición sin palabras que toda ella era un grito y una elegía: la “chacona en re menor de la Partita número 2”. En palabras de José Miguel Ullán, «Todo dolor de humanidad se recoge, gota a gota, en su capacidad de crear»[Ullán: 2015, 56].
También de una experiencia concreta nació la imposición de escribir dos libros monumentales: Masa y poder y la Tetralogía de la experiencia de manos de dos grandes pensadores: Elías Canetti y Javier Gomá Lanzón, como consecuencia de dos experiencias concretas de juventud: el verse envuelto por una turba de manifestantes y el quedar absorto ante un cuadro de Rubens en El Prado.
En todos los casos hay una experiencia, un estímulo que puede recibir cualquier hombre, que ocurre todos los días en el mundo en diferentes países y a diferentes individuos y que, sin embargo, provocan aquí una reacción extraordinaria. Y para que de esa experiencia surja una imposición tan poderosa, deben intervenir como intermediarios una gran cantidad de azares y, aún así, el resultado sigue siendo desmedido. A ese azar, por supuesto, hay que sumarle una voluntad inquebrantable.
Este enigma en todo punto irresoluble que nin una ciencia tan déspota y calculadora como la que impera en nuestros días se cree capaz de descifrar, es el misterio de la creación artística: el remitente oculto de las imposiciones al alma.
¿De qué experiencia, qué imposición llevó a Balthasar van der Ast a pintar su Vaso chino con flores, conchas e insectos? Ese es un gran misterio que difícilmente se puede resolver. Sin embargo, no puedo detenerme en ello.
Se me ha impuesto una brevísima imagen.
Un hombre vuelve a su ciudad natal. Tras un viaje de años, decide volver a casa. En el proceso, descubre que todo ha cambiado y que él es más viejo. Quizás por eso, se dice, no reconoce su habitación en una primer momento. Esa habitación vacía a la que vuelve todos los días aunque no reconoce como suya. Poco a poco, esa misma habitación se ha ido llenando con sus objetos personales, los útiles necesarios para una vida doméstica. Un día, esos objetos quedan abandonados exáctamente en el mismo orden caótico donde el hombre los había dejado por última vez. El próximo inquilino los encontrará así dispuestos y tendrá que tomar la decisión de que se queda y qué desecha. En cuanto al hombre, sólo se sabe que un buen día cambió de ciudad, en busca de una habitación vacía por llenar, anhelando reencontrar su origen.
Quizás este microrrelato que acabo de insertar no haga justicia a la imagen impuesta que lo motiva pero hacerse ininteligible es el precio justo a pagar de una escritura —de toda escritura— que pretende hacerse entendible a los demás.
De este microrrelato particular me interesa esa idea de que toda estancia vacía supone una oportunidad llena de espacios libres por llena. Y que en la (posible) representación de dichos objetos, sólo en su puesta en escena, a través de su mera presencia, es donde está el alma de su significado.
Queda por resolver, dentro de esta historia, el misterio del origen perdido. Como no podría ser de otra forma, se trata de una pregunta sin respuesta. Viene bien, sin embargo, citarla, puesto que es un punto del que quiero tratar ahora.
Toda ciencia miente al afirmar que cualquier cosa empieza en un punto concreto, porque siempre hay otra cosa cualquiera, un precedente, situada en un punto concreto anterior. La pregunta verdaderamente interesante es, entonces, la heideggeriana de “¿por qué hay algo y no más bien nada?”. Pero no es eso lo que me interesa tratar aquí, sino que si todo origen científico es espúreo porque está siempre a la espera de ser desmentido por una teoría nueva, ¿de qué forma nos podemos sentir habilitados a hablar del origen? La respuesta es: de una forma precientífica, por supuesto.
Nietzsche dejó escrito que su época vivía a caballo de dos tiempos porque los dioses antiguos habían muerto y los nuevos todavía no habían nacido aún. Un momento límite, el suyo. El nuestro también. Cuando algo ha acabado y lo siguiente no ha llegado, solo queda el vacío. Pero la naturaleza muerta no está vacía sino llena de contenido. Su invitación a la vida no parte del origen, sino del final y nos invita a, desde ahí, buscar el origen extraviado, a llenar el hueco metafísico descubierto por Nietzsche y corroborado por Heidegger.
En el origen de toda religión hay un mito. Y podemos hacer un juego por el origen de la palabra religión, pues la mitología es el intento de religar a los hombres con los dioses como necesitamos ahora releer esos mitos antiguos para convertir el acabamiento perpetuo de nuestra época en el origen de algo nuevo: algo que lleva mucho tiempo siendo anunciado pero que aún no ha llegado.
¿Y por qué poner el foco en la mitología, ahora? Porque en ella encontramos, en contra de las formas en las que se traduce la imaginación moderna, ejemplos universales y no ejemplos concretos. Un mundo de símbolos que ensancha el límite de la muerte como posibilidad de vida en la que podemos ver reflejada nuestra propia experiencia en lugar del acabamiento de unos hechos aislados.
El mito es universal y atraviesa el tiempo, mientras que las historias modernas se mueren con su época; de la misma forma, buena parte del arte moderno pasa al olvido en un breve paso de tiempo mientras que el arte clásico sobrevive el paso de diferentes civilizaciones.
Así, el arte abstracto pretende trascender la vida sin ninguna representación concreta mientras que el bodegón consigue trascender la vida a través de la representación concreta de objetos cotidianos. Mientras que el artista abstracto entiende la forma de los objetos como una cárcel de los colores, el pintor de bodegones entiende que con la sublimación de la forma artística en su imitación de la forma natural es como se consigue la verdadera sinfonía de colores.
Y esos objetos trascendidos a su representación pueden ser también interpretados mitológicamente como un conjunto de símbolos que remiten a un mundo desaparecido y a un dueño misterioso: paisaje de sombras y reino de fantasmas. Creaciones enigmáticas listas para recibir un significado de manos del espectador quien, a su vez, se autotrasciende porque entiende que él mismo, a la par que los objetos que observa, es un ser sin motivo, un ser arrojado, algo que es y que está condenado a discurrir.
Y en ese motivo sin-motivo es donde empieza el desciframiento, la meditación de los abstracto a través de lo concreto. Y la pintura realista, con los preceptos de la pintura moderna, resulta ser también un tipo de pintura abierta a la mirada formada en la abstracción, una mirada que invoca el más grande y profundo de los silencios, aquel que solo puede ser invocado a través de las más grandes y profundas obras artísticas.
Hay cierta tendencia actual, en parte consecuencia de los movimientos de vanguardia de hace cien años, a pensar que en todo hombre hay un creador. Y aunque estoy de acuerdo con el fondo filosófico, creo que en todo hombre no hay una obra. Esto es, que ese creador luego no resulta ser fructífero más que en una modesta cantidad de representantes cuyos esfuerzos cristalizan en forma de creación. Pero las cosas no han de hacerse por el resultado, sino por el hecho mismo de hacerlas, de darse a ellas, de intentar legar algo a quienes vendrán después que nosotros a este mundo al menos tan valioso como lo que hemos recibido nosotros de nuestros predecesores. Nada más valioso que la tradición nos es regalado al venir a este mundo, y ninguna aspiración es más altruista que la de engrosar mínimamente esa misma tradición con nuestro paso por el mundo.
Y ese es un privilegio que jamás le será concedido a un ordenador porque su capacidad se limita a la de responder millones de preguntas… Pero ninguna de ellas esencial, todas canceladas en el momento de ser dichas; mientras que una creación humana plantea apenas unas pocas preguntas que jamás serán respondidas, porque son eternas. Porque están condenadas a repetirse en cada generación de hombres vivos, de hombres privilegiados porque reciben preguntas que no tienen respuesta. Su vida, tal vez, sea una gran pregunta sin respuesta posible.
Es más honroso vivir desde lo alto de la tradición que abajo, en el valle, de espaldas a ella. Quizás hoy, también es más difícil.
Las naturalezas muertas son la tradición. Podemos intentar entenderlas con un pensamiento sincrónico: con la intención con que fueron pintadas. Un pensamiento diacrónico nos permite arrejuntar diferentes estéticas de diferentes épocas —algunas anteriores, otras posteriores—, tocando así todas las cuerdas de la guitarra en nuestro análisis.
Así, la naturaleza muerta es un cuadro de oración y meditación (Edad Media), un cuadro de celebración de los placeres sensibles de la vida (Renacimiento), un cuadro de recuerdo de la muerte y menosprecio de la vida terrena (Barroco), un cuadro de vuelta a los orígenes (Romanticismo) y un cuadro de superación de las formas para alcanzar la esencia silenciosa del arte (Modernidad).
Incluyo aquí la Modernidad, que es, en mi opinión, la libertad total del arte y que es, creo también, la parte de la tradición más cercana a nosotros, el momento en el que pertenecemos a la tradición, el lugar desde el que podemos seguir construyéndola, forman parte de una visión global del arte más enriquecedora de la ofrecida por aquellos que quieren separarlo todo, enfrentarlo todo, y compartimentar todo para que nadie sepa de nada. La estética es universal, podemos hacer una historia de sus etapas para facilitar su comprensión, pero esa no es la realidad del arte: ningún artista trabaja con una “misión histórica” —ese sentido histórico se lo da la crítica después—, sino que trabaja de acuerdo a la verdad, a su verdad.
Para el artista tanto como para el verdadero apasionado, todo el arte ocurre en un presente continuo.
Hay un libro de Eugenio D´Ors —uno de los grandes escritores sobre arte del siglo pasado— titulado Tres horas en el museo del Prado, en el que el autor catalán propone un amable itinerario por esa catedral madrileña del arte. También el novelista argentino Manuel Mujica Lainez dedicó un libro al museo de El Prado, el último de los suyos, titulado Un novelista en el Museo del Prado en el que imagina un itinerario, nocturno, privado, realizado por un novelista —trasunto del propio autor— que se despierta ante los cuadros y, como un iniciado de una extraña logia, penetra en la vida de estos cuadros y la narra a través de 12 relatos breves.
¿Por qué algunos literatos —que, como en el caso de Ors o de Mujica Lainez, han dedicado buena parte de su producción a hablar sobre arte— muestran ese interés por lo que podríamos llamar “el hombre en el museo”? La literatura nació hablando de la guerra, de la condenación, de la muerte… Es decir, de experiencias intensas que se prestan a la descripción. En el trasiego diario de un museo hay pocas experiencias intensas, y no me vengan con lo del “síndrome de Stendhal” porque lo más parecido que he visto es a un turista japonés contoneándose delante Las meninas para conseguir un selfie digno. Umberto Eco lo explica bien:
«El ser humano está de espaldas y, en una especie de representación teatral, si lo sublime está en el escenario, él se halla en el proscenio, dentro del espectáculo —respecto a nosotros, que estamos en la sala— pero representando el papel del que está fuera del espectáculo, de modo que estamos obligados a distanciarnos del espectáculo contemplándolo a través de él, poniéndonos en su lugar, viendo lo que él ve, sintiéndonos como él un elemento insignificante en el gran espectáculo de la naturaleza, pero con la posibilidad de huir de la fuerza natural que podría dominarnos y destruirnos»[Eco: 2018, 61].
Eco lo comenta a raíz de lo sublime —cuestión kantiana que es también uno de los ejes temáticos del libro de Eugenio Trías Lo bello y lo siniestro—, señalando los cuadros de Caspar Friedrich como el lugar donde se ve a «seres humanos que gozan de lo sublime». Nosotros nos podemos apropiar del sentido de la cita para decir que, entonces, escribir sobre nuestra experiencia en un museo se convierte en hablar de nuestra experiencia con lo sublime, como un voyeur que mira por distintas ventanas sin poder participar de la vida que hay detrás de ellas, admirándolas, recreándolas.
Quien alguna vez haya tenido el privilegio de pasear por las salas semivacías de un museo seguramente sabrá cómo es meditar delante de un cuadro, abismarse frente a la creación de otro con la intimidad de quien no se siente abrumado por la numerosisima compañía que habitualmente ase agolpa a las puertas de cualquier gran exposición temporal.
Quien alguna vez, por contra, haya invocado la imagen de un cuadro y la haya viviseccionado minuciosamente en su cabeza, a kilómetros de distancia del museo que lo contiene, seguramente sabrá cómo es recrear la creación de otro. Pues en esa recreación hay una involuntaria o no creación propia: la distorsión.
Acostumbrados como estamos a la idea del museo abarrotado de viandantes —nuestro mundo se encuentra abarrotado de gente hasta en los sitios más insospechados—, ese plácido silencio de una sala de museo vacía intensifica la experiencia artística al tiempo que otorga al lugar un poder muy cercano del que desprende una catedral, frente al aspecto habitual que suele presentar un museo y que se asemeja más al de un centro comercial.
Esa soledad, ese silencio, los he sentido yo en distintas y recientes ocasiones mientras contemplaba Vaso chino con flores, conchas e insectos de Balthasar van der Ast. Unas veces sonaba la lluvia repiqueteando en el tejado y en las ventanas, otras el tráfico lejano o un carraspeo procedente de una habitación contigua, y otras veces sonaban unos pasos inconstantes pero cercanos que nunca llegaban a concretarse en la aparición de su originador. En todos casos, eran una soledad y un silencio inexistentes porque ni estaba solo en el museo ni los sonidos habían desaparecido, pero es que ambos conceptos son más bien una quimera o una aspiración que una realidad. De eso hablaba John Cage.
Y, sin embargo, aquello era la soledad y el silencio: dos ideales vitales que nunca llegaremos a alcanzar, ni siquiera cuando hayamos expirado.
La soledad y el silencio favorecen una meditación de la que podríamos decir citando, precisamente, a Cage que «...simplemente, un modo de despertar a la vida que vivimos, que es maravillosa una vez que apartamos nuestra mente y nuestros deseos su camino y la dejamos actuar por sí sola»[Cage: 2018, 12].
Estaría bien que la crítica asumiera la inclusión de la meditación en sus análisis, pues es un método clave en algunos creadores —los artífices del arte— y debe de ser adquirida por los recreadores —los receptores del arte—. Sin llegar al extremo de quien dice que para entender el Ulises de Joyce hay que dedicarle tanto tiempo como el que tomó su autor en escribirlo —aunque hay gente que ha tardado más tiempo y les compadecemos porque al menos eso significa que han terminado el libro—, entender el arte requiere de una inversión de tiempo.
Ha sido el arte moderno quien, tras el ruido y la furia de las vanguardias —un intento admirable, el suyo, que no queremos despreciar—, ha recuperado el silencio para el arte. Lo ha hecho a través de la filosofía oriental —taoísmo, budismo, hinduismo— y sus prácticas espirituales, al tiempo que con autores como Samuel Beckett, Marcel Duchamp o los citados Balthus y Cage. Pero estos elementos siempre han estado ahí, y las naturalezas muertas son prueba de ello.
Al pintor francés Cahrdin se le consideró un auténtico maestro del silencio ya en vida. Con lo que, después de su muerte y a través de los sucesivos críticos —muchas veces artistas ellos también— que han escrito sobre su obra, se nota una intensificación en la importancia que se le confiere al silencio en su obra. De él han escrito Diderot, los hermanos Goncourt o el mismísimo Marcel Proust, que era un amante entregado de la pintura. Esos análisis a posteriori que muchas veces superan el pensamiento artístico de la época en que la obra fue hecha e incluyen conceptos estéticos posteriores no tergiversan el sentido de la obra sino que lo amplían y lo actualizan como se ha ampliado y actualizado la sensibilidad de sus receptores. Lejos de retorcer o tergiversar los conceptos, de falsear como se dice, se trata de un mero juego intelectual, de un malabarismo de ideas que abre la obra a la vida y a su perpetuo devenir, sustrayéndola del entonces y resucitándola en el ahora.
¿Qué pasaría su usáramos los escritos modernos sobre arte donde están tan presentes la meditación y el silencio —temas tan antiguos como el mundo, por otro lado— para hablar del arte clásico? No se trataría de ningunear los valores artísticamente importantes para una obra de arte en su tiempo —la importancia de la técnica, por ejemplo— ni de acudir siempre a los valores hoy en boga —el feminismo, por ejemplo— sino de saber seleccionar con criterio para aunar ambas realidades y enriquecer así nuestra mirada como espectadores.
¿Y si la obra artística del futuro, la obra para la que nos estamos preparando fuese en realidad el conjunto de grandes obras de los siglos anteriores pero entendidas no sólo de la forma en las que han sido cifradas hasta ahora sino también de una forma nueva? Sería un hallazgo: el de aprovechar todos los medios críticos a nuestra disposición. Y, en el peor de los casos, un juego intelectual más. En ambos casos subyace una intención lúdica muy sana que merece la pena aprovechar.
La meditación no solo es un ejercicio personal intransferible hecho en soledad y silencio sino que, como toda experiencia humana, puede cristalizar en la escritura de una forma u otra. Así, Ortega y Gasset escribió sus famosas Meditaciones del Quijote, y también podríamos citar a Marco Aurelio. Esta meditación literaria puede hacerse de muchas formas, yo he decidido que la mía conste de tres pasos.
Al primero lo he denominado como “asimilación”. Cuentan en él tanto la información recibida de la obra de arte como la experiencia que tenemos frente a esa misma obra de arte. Fruto de una prolongación simultánea de ambas posturas se llega a la asimilación de unos contenidos en torno a la obra artística. El disfrute obtenido tras la asimilación es un disfrute mayor que el mero entretenimiento —palabra que, en términos artísticos, equivale a un cilco de deglución y defecación sin mayores consecuencias— en el que muchos se quedan varados.
El segundo paso es el de la “recreación”, que ya se ha comentado anteriormente. También se ha dicho que la selección de ese término en vez de cualquier otro procede del uso que de él hace Eugenio Trías. Hay en ese proceso de desciframiento en el que el recreador hace de desencriptador o de demiurgo, algo así como un intento de limar asperezas, de penetrar en las distintas capas de la piel, hasta alcanzar la verdad de la cosa, su corazón, y, a continuación, proceder a exponerla a los demás. En términos vulgares y para no repetir lo ya dicho, sería algo así como hablar del arte con cierto arte.
El tercer y último paso de esta escalera el el “silencio”. Estado profundo del alma, toda palabra suena hueca aplicada a él. Es la experiencia sin intermediarios, libre y plena, con la obra de arte. Aquello que es personal e intransferible, lo puramente emocional que no podemos intelectualizar sin sentir que traicionamos su sentido. Las conclusiones del silencio son inmarcesibles, es imposible negarlas… Al menos tanto como transmitirlas. Del silencio en el arte se pueden decir muchas cosas, todas estúpidas. Como escribe Enrique Vila-Matas en su libro Marienbad eléctrico, «¿Se me entenderá si digo que cuando más se dice es no diciendo nada?». Por supuesto que se entiende.
Quizás mi forma de aproximación al arte pueda parecer caprichosa. No lo es —o no lo es más que la del psicoanálisis fundada por Freud; y, sin embargo, los psicoanalistas han parecido durante mucho tiempo los únicos habilitados para hablar de arte “con método”... Ya saben— porque no está encerrada en sí misma, ni impide otras formas de acercamiento, ni yo mismo creo en esta forma más que en otras. Pero siempre hay algo de capricho injustificable en la elección de un camino determinado —que descarta tantos otros ¡esa es la pena!— a la hora de escribir sobre un tema. El mío, ya lo he dicho, consta de tres pasos: asimilación, recreación y silencio.
Y aunque tengo para mí que este sería un buen momento para callarme y enmudecer, creo que es oportuno añadir alguna cosa más.
ASIMILACIÓN
1.
¿Cómo podemos definir el bodegón? En primer lugar, en atención a lo que representa. Según Alan Chong, «a primera vista, un bodegón parece no hablar de nada». Según Francisco Calvo Serraller, es un «arte realista, de imitación de lo real». Tampoco es que saquemos mucho en claro de estas dos definiciones, podríamos decir de acuerdo a ellas que el bodegón imita una realidad y que tampoco quiere decir mucho más, solo ofrece una copia. Entendemos que a Platón le habrían horrorizado los bodegones y habría propuesto una buena tunda como escarmiento para quien osara pintar uno.
Pero resulta más interesante otro tipo de definición para el bodegón, la definición ideológica. E, ideológicamente, el bodegón es una obra de arte humanista, tanto por correspondencia histórica como por correspondencia con su intención, que no es otra que ofrecer un retrato humano mediante elementos no humanos. Ahora sí, definamos el humanismo:
«El humanismo puede definirse como la emersión de la sabiduría clásica —primero la latina, después la griega— y de los “studia humanitis”, término empleado por distintos autores de Roma, en especial Cicerón, en el sentido de una educación literaria y moral, y retomado por los estudiosos de finales del siglo XIV. Ya se habían producido, en la Edad Media europea, distintas “restauraciones” de los estudios clásicos —como las que protagonizó la corte de Carlomagno, como se ha apuntado— y más en especial en el siglo XII, considerado también una anticipación de las corrientes humanísticas. Pero estos protorrenacimientos no tuvieron, en el continente, el impacto que tendría el episodio cultural del humanismo propiamente renacentista, entre los siglos XIV (Petrarca) y XVI-XVII (Montaigne, Budé, Vives o Erasmo)»[Llovet: 2011, 35-6].
Otra definición nos dice:
«La tradición humanista es un mercado común de símbolos e ideas que trascienden —y en realidad abolen— el tiempo y el espacio. Recogen lo mejor que ha pensado y ha escrito el ser humano a lo largo de la Historia. En este sentido es toda una muestra de plenitud humana»[García Gilbert: 2010, 456].
Así pues, el humanismo es una tradición iniciada en Grecia y Roma y posteriormente renacida, quizás porque no está muerta gracias a la ristra de artistas que, de cuando en cuando vienen a engrosar sus filas en la defensa de los valores inmarcesibles que conducen a la sabiduría y al buen vivir.
En nuestro mundo deshumanizado cuesta imbricarse dentro de una tradición así. Somos cínicos a la inversa: que han perdido la esperanza antes de haber ido en su busca si quiera. Cuesta, por eso, abandonar la mentalidad actual y zambullirse en el estilo de vida que llevaban en un siglo pretérito. Hagamos el esfuerzo, a ver con que nos encontramos.
El canon de belleza en el barroco es otro: otro tipo de cuerpos resultan apetecibles, otras actitudes, otra forma de entender la sutileza y la seducción… Lo mismo ocurre en el arte, más tendente a lo liviano como podemos observar a través de composiciones musicales. En arte, los barrocos estaban muy alejado de nuestra actual tendencia a la deconstrucción, a introducir discursos y valores sociológicos, económicos, postcoloniales, “de género” o queer. Solo querían hacer algo bello. Sencillamente, contar historias, copiar ala realidad o hacer una música agradable. Y eso también está presente en los bodegones holandeses, cuyo fin era solo manifestar el poder económico de una clase social en alza (la burguesía forjada en el comercio) a través de una demostración de su poder adquisitivo (lo exótico: cítricos, flores, vajillas), en busca del estatus social del que gozaba la aristocracia.
El mundo de los bodegones es un mundo pre-erótico. O al menos un mundo que se debate entre la concepción antiguo del erotismo y una moderna. Jiménez Lozano lo expresa bien en su estudio de la época: «El donjuanismo nace del gusto por la muerte: es la más violenta propuesta contra el culto de la muerte instaurado entre los siglos XVI y XVII… De los dos polos del siglo XVI: petrarquismo y maquiavelismo, el segundo es el que triunfa»[Lozano: 2000, 55].
Su mundo pre-erótico o, mejor dicho, pre-cínico es anterior al romanticismo, a la sexualidad pervertida de Sade, a la burla sádica de Don Juan, al retrato horrible y maquiavélico de Dorian Gray, al universo de traumas desplegado en el diván de Freud, al placer inseparable de la muerte y el vacío, la aniquilación orgásmica del psicópata, a la desconfianza en la pureza del lenguaje propulsada por Lacan, a la lucha de géneros, a ese amor que "solo dura tres años" según Beigbeder, a la publicidad hipersexualizada, al poliamor y tantas otras aberraciones.
¿En qué posición se encuentra el bodegón dentro de este debate? Sobra decir que su arte es pre-erótico aunque sí que colma los sentidos: podemos oler las flores, querer comer la fruta, tocar la porcelana… Esa invitación a sumirse en los pequeños detalles sensibles de a la realidad es innegable.
Aún hay más: el bodegón es un arte conservador independientemente de la sociedad en que se encuadre: nunca ha estado ni estará a la moda, su lugar siempre estará a la sombra de otros géneros y temas considerados "más interesantes"... Y esa resistencia de su propio tiempo solo demuestra, a la postre, la resistencia al paso del tiempo que esos otros cuadros tan bien considerados, modernos, progresistas, actuales, precisamente no tienen. Y por eso hoy estamos hablando aquí de los bodegones, y no de cualquier otra fruslería hecha con fuegos fatuos.
Como se ha indicado, el desarrollo del bodegón va acompañado del desarrollo del comercio. Los primeros bodegones nacen en Roma durante el siglo I d. C como los hallados entre las ruinas de Pompeya. Según Trinidad de Antonio (Profesora de la Universidad Complutense de Madrid y experta en bodegones), «se usaban para adornar las entradas de las casas con el fin de agasajar a los invitados», en murales o mosaicos. Aunque tuvieran ya entonces cierto prestigio social, se trataba de algo muy secundario en el arte hasta el Barroco.
La importancia de la naturaleza en el pensamiento renacentista hacen que las naturalezas muertas vayan cobrando importancia en los cuadros, aunque siempre desde un lugar secundario derivado de una escena principal —en esto el gran representante fue, como en casi todo, Velázquez, aunque posteriormente—. Incluso a veces percibimos que esa escena principal carece de importancia, o que toda la importancia está en el bodegón y el resto es mero complemento.
Hablamos de una época de importantes cambios científicos: la época de Leonardo, interesado por la anatomía —pensemos en Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp—, la óptica, la astronomía... Y su propia pintura, como la de otros —Durero, los flamencos— hay antecedentes claros del bodegón.
No se puede no tener en cuenta que a partir de entonces vendrán Copérnico, Galileo, Hooke y van Leeuwenhoek, entre otros, que ensancharon el mundo hacia dentro y hacia afuera. Como explica Félix de Azúa:
«Establecidos ya en su paz, en su negocio, en sus bellas y limpias casas repletas de objetos valiosos, dice Hegel, los holandeses se enfrentaron a un horizonte de espesa bruma, a una atmósfera gris, de modo que buscaron, de modo que buscaron con enconada fascinación las luces, los reflejos, la coloración y los juegos lumínicos. ¿Atmósfera gris, horizonte de bruma? ¡pero si esa es la vida que todos vivimos! Fue, creo yo, la terrible inanidad de la vida vulgar tan duramente ganada lo que les llevó a proponer una eternidad alternativa (pero solo figurada), espantados por la nueva guerra que ahora se les desataba y en la que tanto los vencedores como los vencidos iban a ser ellos mismos: la nueva guerra de la insignificancia del vaso de vino, del naipe viejo, de la muchacha blanca como una oca
(...)
«Muchos miles de años antes nos hemos despedido de los animales, de los dioses, de la magia, de la tierra habitable. En las quietas calles de Harlem suena la hora de fundirnos en los estados, en su administración, en sus tribunales y la agitación del comercio. Los ciudadanos se encadenan al reloj de maquinaria, semejante al sistema de los planetas que ha imaginado Newton. La magia de la sonrisa efímera y transeúnte se fija a perpetuidad en miles de telas llamadas vagamente flamencas. Empezamos a ser una fantasía, o sea, realistas»[Azúa: 2010, 84-5].
Lo mismo que explica Azúa en tono poético lo encontramos, con otros matices en La guía del Prado: «Durante el siglo XVII el género del bodegón adquirió mayor importancia en toda Europa y se desarrolló en relación del aprecio barroco por lo accidental y con el interés de los artistas por desarrollar sus capacidades ilusionistas, pero también con el nacimiento de una clientela urbana y burguesa que demandaba nuevos temas y motivos»[Guía del Prado: 2019, 76].
La presencia de Dios entre los objetos cotidianos es una estética del ascetismo —no está muy lejos el «buscar a Dios entre los pucheros» de Teresa de Jesús— que influye decisivamente sobre cómo se percibe lo costumbrista en los bodegones.
También hay que tener en cuenta la importancia de la Filosofía natural que considera a la naturaleza como principio de la realidad, de ahí que Spinoza —que, en muy resumidas cuentas, usaba la palabra “Dios” para designar a “la naturaleza”— sea uno de los filósofos más citados para hablar de los bodegones.
El primer bodegón se llama Cesta de Frutas, es de Caravaggio y está pintado en 1597. Resulta muy interesante como el director de cine y escritor José Luis Garci cita a Caravaggio y a su emblemático cuadro a propósito del cine negro en su libro Noir:
«El maravilloso lienzo de Caravaggio titulado “La canesta di frutta”, una naturaleza muerta —la primera naturaleza viva—, es posible que fuera pintado a través de un panel agujereado que hacía las veces de objetivo primitivo. Asimismo, los expertos afirman que se servía de espejos para que le proyectaran los objetos, o las figuras elegidas, sobre la tela del cuadro»[Garci: 2013, 112].
A mí las naturalezas muertas y las escenas interiores de la época me recuerdan al retrato costumbrista. A ese hallazgo que he hecho a través del teatro y que es el descubrimiento de que casi todo lo importante de la vida ocurre en un ambiente doméstico, entre cuatro paredes, con unos pocos de objetos domésticos por testigo. Uno de los cineastas favoritos de Garci es Dreyer —quizás el luteranismo también lo emparenta a esos pintores holandeses—, maestro en esa clase de escena de interiores, de trascendencia a partir de lo simple: justo lo que pintan los bodegones.
En Italia, por cambiar de tercio, algunos pintores como Campi, desarrollaron esa pintura de bodegones que completan escenas costumbristas hasta llegar a Caravaggio, para el que dicha escena deja de ser necesaria y sencillamente se dedica a pintar lo que le interesa: unas pocas de frutas difíciles de reunir apoltronadas dentro de un cesto de mimbre.
Por su parte, Jan Brueghel “el viejo” marca la escuela holandesa del bodegón con sus portentosos floreros. Recordemos que estamos en una época donde las flores son un rasgo de modernidad; más aún, de prestigio social y progreso —si es que la idea de progreso podía tener algún valor en la época—. Y, al poco, de inversión segura: costumbre generalizada que propiciaría una crisis de los tulipanes fruto —la palabra no es casual— de la inflación por la compra-venta de flores con un resultado tristemente parejo al de la crisis del ladrillo sufrida hace una década en España.
Si nos apartamos un momento de la época y volvemos al contenido de la pintura, hay que resaltar la idea barroca por excelencia: todo lo que vemos es perecedero. Unido al tópico latino de la vanitas que viene del Eclesiastés: "vanidad de vanidades", tenemos el motivo que poblará mayoritariamente la pintura y la poesía de la época. Por supuesto, caben los matices.
Después del Concilio de Trento —a mediados del siglo XVI— los países católicos se proponen acercar la imagen al público, simplificarla; mientras que los países luteranos prohíben en buena medida la representación de imágenes, limitando, así, enormemente los motivos del arte.
Aparte de problemas estéticos en la época como ese, hay problemas estéticos si confrontamos esa época con otra posterior. Así, l copista de la realidad que es el pintor de bodegones choca diametralmente con la idea de “creador” romántico que no necesita copiar nada de la realidad sino que inventa el mundo de nuevo con su genio creador. El bodegón, por lo tanto, pertenece también a una época pre-romántica donde la técnica del copista está por encima de las ideas del creador genuino. Quizás por eso los creadores modernos hayan ido progresivamente insertando textos explicativos para que se pueda entender su obra mientras que de los maestros holandeses solo hemos heredado, a parte de sus cuadros y algunos documentos, el más profundo de lo silencios.
Para Sponville el mayor mérito de Chardin como pintor de naturalezas muertas —que nosotros extrapolamos a todos los pintores de naturalezas muertas— es, no sólo la precisión técnica con la que recoge la realidad, sino su habilidad para transmitirnos la belleza de esa realidad que somos incapaces de asimilar directamente, sin que haya intervenido antes la sensibilidad del artista: «Solo un hombre puede ver de esta manera animales muertos (...) solo un hombre puede hacer esta pintura» (Sponville: 2002, 51)
En cuanto a técnica, contrastan las diferencias entre países. La escuela española es más sobria, más religiosa, más realista, más minimalista, más sencilla... Y quizás por eso, también más elevada; la italiana es más exuberante y edénica; la holandesa gusta más del lujo y la escena interior. Esas serán las tres principales escuelas aunque, curiosamente, a partir de Chardin y hasta llegar, siglos después, a Cézanne, la primacía será francesa, que hará una escuela formidable de pintores de bodegones con un estilo que mezcla toda la tradición anterior con maestría. Algunos como Manet y Van Gogh, de entre los impresionistas en la estela de Cézanne, pintan unos pocos de bodegones que les permiten experimentar con la realidad y con las formas de una manera que no habrían podido hacer con temas y motivos mejor considerados y, por tanto, más sujetos a la incisiva mirada de la crítica.
Ya desde los inicios y hasta sus últimos representantes, los pintores de bodegones estudiaban el objeto al natural y, después, la distribución, la perspectiva, la iluminación y las sombras... Y después lo copiaban… Aunque no todo su arte se circunscribe a realizar una copia perfecta de la realidad, como enseguida veremos.
El siglo XVII es un siglo de símbolos en pintura y por eso, estos objetos cotidianos de los bodegones pueden referirse a virtudes... y a vicios. La historia como tema pictórico es la antítesis del bodegón y se creía que los símbolos solo podían servir para enriquecer estas pinturas de grandes historias, de movimiento,de ideas densas, y de naturalezas vivas. Se consideraba que el pintor de cuadros históricos o de escenas mitológicas y religiosas eran más miembros de "la cultura" que los de bodegones, que en algunos casos hasta eran supuestos analfabetos.
Yo lo de analfabetos lo creo poco, por mucho que se diga que a un pintor tan cerca de los literatos como es Chardin, la palabra “literato” le resultaba insultante. Y no creo en ese analfabetismo porque el bodegón está muy cerca de la realidad científica de la época, imbricada en el más profundo de los humanismos. El microscopio impulsó el estudio de la naturaleza tal cual y el interés por los insectos, tan fundamental. En las pinturas de animales y flores, un antecedente sería Jacopo Ligozzi, que impulsó el conocimiento en los dibujos sobre flora y fauna tan útiles para su estudio o incluso los retratos con frutas hechos por Archimboldo, que más allá del chiste resultan muy interesantes para conocer una gran variedad de frutas.
Y no solo esto. Muchas naturalezas muertas fueron encargadas por miembros de la Iglesia —que era donde estaba la cultura casi por entero— como el famoso Francesco María del Monte, que recibió el cuadro de Caravaggio Cesto de frutas —el primer bodegón tal y como lo entendemos—, con quien, entre otras cosas, compartía el gusto por los espejos: otro de los elementos clave para entender la época y para entender el arte de, entre otros Caravaggio o Van Eyck. Los bodegones surgieron simultáneamente con el nacimiento de lentes de precisión: gafas, espejos, telescopios o microscopios. Se podría decir que la propia naturaleza muerta es, metafóricamente, una lente aplicada a una pequeña porción de la realidad para entenderla mejor. Y de nuevo pensamos en Baruch de Spinoza, que se pasó la vida limpiando lentes y obsesionado por el conocimiento puro de la realidad.
Hoy sabemos que no hay argumentos serios para sostener la minusvalía del bodegón frente a otro tipo de pinturas porque tiene tanta o más complejidad técnica que otros géneros y la evolución de la técnica le debe mucho al género del bodegón. Crescenzi fue el primer gran pintor especializado en bodegones, que pudo vivir dedicándose casi en exclusiva al género.
Federico Borromeo (arzobispo de Milán) fue otro de los impulsores del bodegón en contacto con Caravaggio (Canasto de frutas) o con Jan Brueghel El Viejo (Ramo de flores), a los que encargó sus primeros y decisivos bodegones a finales del siglo XVI. Tanto Fede Galizia como Clara Peeters se aprovecharon de la consideración menor del bodegón para acercarse al mundo de las pinturas, firmando algunas obras maestras, algo que no podría haber ocurrido en otros géneros: estaba muy mal visto que una mujer pintara con modelo humano, en cambio, un cesto con frutas importaba poco. Gracias a esa “consideración menor” del bodegón, estas dos mujeres pudieron entrar en el gran libro de la Historia del Arte.
La visión clásica desde la que nos acercamos al bodegón es la de un fondo oscurecido con vista de arriba a abajo: canon instaurado de la pintura de los bodegones ya en aquella época. Los bodegones nos ofrecen una gran idea de la horticultura, la alimentación y la floristería de la época así como de los objetos cotidianos de cada sociedad, algo que no ha cambiado desde el origen "mítico" del bodegón escrito por Plinio el Viejo: la disputa entre Parrasio y Zeusis con aquellos pájaros que se estrellaban para coger las uvas de un mural y la cortina confundida con una cortina real. Y dentro del género, hay subgéneros que muchas veces solo depende del elemento representado, como la uva y su regla compositivaque se convirtió en todo un ideal estético,como motivo dentro de los bodegones, según el especialista Connor Walter. Tiziano, sin haber pintado bodegones, fue un especialista en pintar racimos tal y como indica Walter. Aparte de las diferentes iluminaciones que propone la uva —y la pintura es una cuestión de luz y de sombra; de contrastes y claroscuros—, cabe destacar su forma esférica ya que las esferas fueron otra de las cuestiones de interés coetáneas de la aparición de los bodegones.
Las esferas iban muy unidas a la composición armónica del cosmos y al estudio de la música y la astronomía. Las traducciones de Aristóteles en la época alumbraron mucho ese tema y convirtieron la esfera en un motivo pictórico.
Al tiempo, se produce un redescubrimiento y reivindicación de la intimidad y del individuo que supone una transvaloración donde el centro del Universo deja de ser Dios y pasa a ser el hombre. El bodegón sería parte de la manifestación artística de ese cambio, de ese nacimiento, pues pone se centra en la captación de las estancias donde vive el hombre, de los objetos que pueblan su mundo propio, de los alimentos que conforman su nutrición, de las flores, conchas e insectos en los que se derrocha toda su pretensión de lujo.
No es casualidad que el bodegón y el retrato moderno aparezcan simultáneamente en pintura como consecuencia de un pensamiento que quiere cristalizar al hombre y a aquello que es del hombre como la cara y la cruz de una misma moneda. Como escribe Tzvetan Todorov:
«La revolución que se produce consiste en tener una solidaridad entre representación y visión. De ahora en adelante, el estatuto mismo de la imagen, y no sólo su contenido o su manera, ha cambiado. La pintura no sirve ya, ante todo, para transmitir un sentido o enseñar una actitud, sino para mostrar lo que se ve, se hace un arte de la visión. Ahora bien, mostrar el objeto tal como se ve es mostrarlo en su individualidad. Lo que corrientemente se llama el realismo en pintura es un efecto de este surgimiento, o resurgimiento, del individuo. Representar las cosas y sus seres en singularidad es darlos a ver tal y como se ofrecen a la mirada ingenua, tal como pueden existir en el mundo real»[La senda española de los artistas flamencos: 2009, 94].
Otro pintor cuyo interés en la naturaleza, vertido de forma secundaria en su obra, fue determinante en el desarrollo posterior de los bodegones fue Pedro Pablo Rubens. Los bodegones, a pesar de su escaso prestigio individual —recordemos que se les consideraba el género más bajo de la pintura—, tenían un alto precio de mercado, considerados en sí mismos objetos decorativos de lujo —lo que, tratándose de un tipo de cuadros dedicados a retratar con realismo objetos decorativos de lujo no deja de ser una ironía interesante—, y a veces faltaban a su propósito de retratar la realidad tal cual ya que, sobre todo en los floreros, incluían una gran cantidad de flores exóticas que muy difícilmente podrían verse juntas en un solo lugar.
Sin embargo, al tiempo que el elemento decorativo encontramos también el elemento simbólico y trascendental en pintores como Daniel Seghers: un gran pintor y jesuita que daba contenido religioso a sus naturalezas muertas, de las cuales muchas de ellas eran finalmente enviadas a China con el fin de propagar la fe cristiana.
La naturaleza inmóvil —por utilizar el primer nombre que se le dio a este tipo de pinturas y que es también el más exacto,además del propuesto por Diderot— es un tipo de pintura contemplativa, pues es una pintura que nos invita a detener aquello que por su propia constitución está en constante proceso de transformación, la naturaleza, una sucesión de nacimientos y muertes, un todo imparable hecho de cambio. Y esa meditación, ese detenerse y detener el objeto a contemplar extrayéndose de lo demás, hace que, profundizando en la esencia de sus ser, en las particularidades de algo que puede se entendido también como universal, penetremos en el secreto de las nuestras. Al tiempo, nos vemos atacados por la orgía sensitiva hecha de flores y frutos, de conchas e insectos, de objetos de trasiego diario y de lujosas vasijas para ocasiones personales, que parecen emerger de la oscuridad de un fondo misterioso, más aún: aparecer, y que por ello nos remiten al momento mismo de la creación, de una creación, del mágico momento en que de la nada nace algo, el momento en que brota la luz o de alumbramiento, el momento en que nos sentimos identificados como objeto creado que puede intuir en la creación ajena su propia creación, y somos invitados a mirar.
¿Por qué entonces esa desconsideración con el bodegón como género pictórico? Al igual que el bodegón tiene orígenes literarios —Plinio el Viejo o El antiguo testamento—, la desconsideración con el bodegón provenía de unos tratados de pintura dependientes de las Poéticas de la época y, por tanto, más centrados en la narrativa, los símbolos o el argumento de un cuadro que en la capacidad de representar e imitar lo real, algo más bien menor para una mentalidad grecolatina aunque de gran interés técnico para un pintor.
El problema es que justo cuando el bodegón y otros tipos de pintura como la paisajística parecían adquirir un cierto estatus en el mundo de la pintura del siglo XIX, las ideologías marxistas y socialistas decidieron emprenderla con el arte burgués... De resultas que el arte más burgués imaginable, el bodegón, volvió a caer en un profundo descrédito del que vinieron a sacarle los impresionistas, primero, y los vanguardistas, después. Y lejos de la contradicción de que los enemigos intelectuales de la burguesía practicaran con tanto ahínco —especialmente los cubistas, que no se cansaron de pintar bodegones—, nada más natural y entendible, ya que, ¿hay alguien más burgués que un vanguardista como Picasso preocupado por el dinero y cuya vida era un sucesión de amoríos y rupturas? Definitivamente, no lo creemos.
Quizás, para esta cuestión de la justificación del bodegón haya que decir que sus pintores, lejos de ser ignorantes sin talento suelen ser buscadores desperados como el náufrago en busca de tierra, a la caza de la verdad. Buscan la verdad en la forma, para representar de la manera más realista el objeto que copian; buscan la verdad en la técnica, para desarrollar una pintura perfecta; y buscan la verdad en el fondo, avisando de la inevitable muerte, de lo fugaz del tiempo y lo inútil de la gloria, recordándonos que eso, la verdad, es lo que realmente importa en la vida y que nos debemos guiar por la búsqueda de lo auténtico, de lo verdadero, de lo propio; e inculcan en el espectador esa mirada ansiosa de verdad, limpia, meditativa, capacitada para la contemplación... Que es, a su vez, la única y verdadera forma de profundizar en la verdad relativa a cualquier cosa que miremos.
Cabe recordar al escritor Mario Praz, que vivió toda su vida recuperando mobiliario y objetos de la época de su abuelo, que almacenaba donde podía y con gran esfuerzo dejándose en ello los cuartos. Su profundo amor hacia la época del romanticismo se manifestaba en dos vertientes: la del estudioso que analizó como nadie la literatura de la época, y la del fetichista insaciable que coleccionó todo lo que pudo sobre objetos en la época. Nuestros objetos son lo único que quedarán de nosotros cuando se haya marchado del mundo la última persona que haya tenido noticias de nuestra existencia. Son el testigo mudo de un cúmulo de sueños, esperanzas, tragedias, anhelos, fracasos y momentos intrascendentes.
Una buena naturaleza muerta es aquella en la que al espectador le entran ganas de oler las flores, de servirse una taza de café de las allí dispuestas, o de comer uno de los manjares deliciosamente expuestos. Esa es la moraleja detrás del origen mítico narrado por Plinio el Viejo y protagonizado por Zeuxis y Parrasio. Tal y como yo lo veo, una buena naturaleza muerta no solo nos invita a aprovechar sus ofrendas, sino a aprovechar esa gran ofrenda que es la vida, a ser conscientes en todo momento de que el fin es inevitable y de que, por ellos, todo momento importa: hay que darse a todo momento, pues. Y algo más: esa representación de lo real, de ser verdadero, actúa como un espejo alertándonos de que la verdad ha de ser nuestra única meta, aquella por la que debemos medir y ala que debemos dedicar cada uno de nuestros más insignificantes actos.
En total, podemos recapitular sus tópicos en un epicureísmo que nos invita a comer con medida; un memento mori o carpe diem que nos invita a aprovechar el momento siendo conscientes de que todo momento es fugaz; e invita, en tercer lugar, a buscar lo verdadero, que es tanto como buscar lo bueno y lo bello.
Podemos afirmar, entonces, que el arte del bodegón es un arte humanista porque aúna en sí una tendencia griega de pensamiento, otra latina, y otra hebrea, que son o deberían ser los tres pilares de nuestra cultura judeocristiana.
En cuanto a los personajes de la época, ¿cómo eran? Hemos hablado de eso burgueses acaudalados que quieren conseguir por medio de la compra de obras de arte el prestigio que tienen los aristócratas y que ellos jamás podrán alcanzar incluso aunque logren amasar más fortuna que ellos. Pero, evidentemente, en la sociedad no todo eran burgueses.
No hace falta añadir mucho más. Solo hay que remitir a las pinturas de Vermeer o Rembrandt para el mundo rural y de Caravaggio para el mundo urbano. ¿Cómo no imaginar a los personajes de la época como el retablo de una novela picaresca? Timadores, buscavidas, furcias y chulos, representantes corruptos del poder, comerciantes fraudulentos, misteriosos paseantes pulcramente vestidos o religiosos de moralidad dudosa. Gentes variopintas que, al ser pintadas, te miran directamente. Es imposible no sentir que su ambigüedad es la nuestra, aunque casi con toda probabilidad ellos eran mucho más interesantes de lo que nosotros seremos para ninguna generación futura.
A parte del luteranismo, que ya se ha citado, otra cuestión interesante para la época es la del judaísmo, mismamente analizable en la obra de Rembrandt y de otros pintores holandeses del siglo XVII que tratò en su tesis Netty Reiling en "El judío y el judaísmo en la obra de Rembrandt". No puedo evitar remitirme a su tesis de la misma manera que, sobre tan novelesca señora, ya ha escrito mucho y buen Jon Juaristi, por lo que me remito a él para quien le interese no ya la tesis, sino la convulsa vida de su autora.
En un bodegón el propio dueño (ausente) de los objetos que observamos armoniosamente desperdigados no es más que, en el fondo, un objeto más, el objeto inencontrable. Eso también se desprende de toda meditación silenciosa: salir de uno mismo y romper la barrera entre el yo y lo otro para abrazar ese espacio silente donde habitan unos objetos sin alma a través de cuya meditación podamos, quizás, encontrar la nuestra propia.
El amor por una pintura es el amor a primera vista con una imagen. Solo que cuando nos enamoramos de una persona, el tiempo avanza —vaya si lo hace— a grandes marchas y a esa imagen primera se le superponen otras; en pintura el tiempo está congelado y lo único que podemos hacer es ver mil veces la misma imagen repetida, profundizando en ella pero incapaces de imaginar cómo será la siguiente.
para finalizar este apartado solo quisiera repetir la cita que encabeza este escrito y que me parece que cierra muy bien esta reflexión sobre la intimidad de los objetos y las personas que los poseen: "Los objetos muertos y presentes pueden despertar una añoranza que no sé conoce más que al mirar a una persona amada" Walter Benjamin.
2.
Como ya he expresado en algún momento, creo que nuestra mirada para analizar los bodegones no debe ser la misma en el siglo XXI que la que se tenía en el siglo XVIII. Algo ha cambiado en nuestra forma de entender el arte y negarlo sería estúpido. Ese algo es la modernidad que, como todo, tiene virtudes y defectos. No entiendo a todos los amantes del arte que vituperan el arte moderno, se niegan a considerarlo, y se niegan a entenderlo. Lo que quiero proponer en este apartado es una breve comprensión del cambio estético que suponen esas vanguardias, cúlmen del arte moderno, y, a partir de ahí, profundizar nuestra mirada como espectadores del siglo XXI a una pintura como el bodegón que también ha sido muy explorada por los pintores de este tiempo.
La modernidad, decíamos, es un término acuñado por Baudelaire. Un término despectivo, hay que aclarar, que se refiere a lo mundano (material) frente a lo clásico (sagrado). Entendemos entonces por qué aún hoy no hay mejor definición para el tiempo en que vivimos, que es tan material y tan dado a lo mundano «sin interrupción». Cabe aclarar que los postmoderno no existe porque ese movimiento intelectual —por llamarlo algo— sigue anclado en los mismos preceptos que lo moderno. Pero no nos vayamos del tema: estábamos hablando de lo moderno y del tiempo.
El tiempo es el último dios absoluto porque no hay forma razonable de negarlo. Y, como se suele decir, pone a todos en su lugar. El tiempo es, pues, el verdadero canon artístico. Por eso quizás, no debamos quejarnos hoy al ver que ya casi nadie lee a Balzac, Galdós o Dickens y que, cuando se los lee, se aprecia en ellos el arte de lo histórico. La época que encierran. Por el contrario, todavía hoy leemos con entusiasmo a Poe, Stevenson o a Jack London y encontramos en ello un valor que trasciende lo histórico, un valor que los eleva a universales. La lengua de lo simbólico, que suele estar más asociada a “la clase B” que a la alta cultura. Precisamente por eso es más fácil amar a los géneros populares que a los géneros eruditos, aunque estos últimos están mejor considerados en los ámbitos intelectuales, incluso cuando no se los ha leído.
Un rasgo fundamental en el creador de arte moderno es el narcisismo. Narcisismo en la vida y en el arte, algo impensable en al arte de siglos pretéritos, donde el artista no era sino un mero artesano sin mayor relevancia, y a nadie le importaba su vida como para considerar que tenía interés entremezclarla con el arte.
Si hacemos una lista con los principales nombres del surrealismo, que son el último y definitivo golpe de artistas románticos, nos sale un grupo heterogéneo de individuos: Apollinaire, Breton, Tzara, Aragon, Elouard, Hugo Ball, Benjamin Peret, Man Ray, Robert Desnos, De Chirico, Artaud, Kahlo —que también hizo unos excelentes bodegones—, Adamov, Chagall y, por supuesto, Dalí, Braque, Picasso y Juan Gris. Unos años después podríamos añadir a René Char, Magritte, Buñuel, Bataille o a miembros de otras vanguardias, en algunos casos anteriores, sobre todo Marinetti y Maiakovski. De cada uno de ellos se podría escribir un voluminoso libro, sobre todo del género cómico. He de reconocer que me imagino a los surrealistas a caballo entre Buster Keaton —disparatados, graciosos, brillantes— y Charles Chaplin —gamberros, solitarios, crepusculares, viejos—. Consideraciones a parte, casi todos coincidieron en ese glorioso parís retratado por Hemingway en sus memorias París era una fiesta o en la novela Autobiografía de Alice B. Toklas de Gertrude Stein —aunque a Hemingway se le lee mejor que a Stein—.
También cabe asegurar que, como buenos herederos de Keats ellos pretendían regresar a los orígenes del arte… Solo que no querían remontarse, como Keats, a los griegos, sino a un punto anterior —cual era lo desconocemos aunque no resulte difícil intuirlo—. Como Shelley pretendían captar la flor de un día: vivir intensamente y morir jóvenes —cabría añadir también que pobres, como esos bohemios madrileños de principios de siglo retratados por Luis Antonio de Villena en su novela Divino—. Y como Byron querían cambiar la situación política por la fuerza para traer un nuevo orden de las cosas: orden político, orden moral, orden social y orden artístico. Es aquí donde cristaliza ese innegable elemento de violencia extrema, de sexualidad desbocada, de ansia asesina. Por eso los surrealistas se interesaron tanto por Freud —aunque el interés, desde luego, no fuera mutuo—, al que no leían mucho pero si se encargaban de citar. Esa lubricidad extrema y violencia asesina encontró su salida útil en los futuros movimientos del siglo XX, a los que los vanguardistas sirvieron como nadie —aunque luego la jugada se les volviera en contra y casi todos acabaran represaliados o incluso muertos—, como demuestra bien Jon Juaristi en su libro Los árboles portátiles:
«...Pierre Naville y Gerard Rosenthal, viajaron en octubre de 1927 a Moscú, invitados a los actos de celebración del X Aniversario de la Revolución. Los puso en contacto con Zinóviev y Trotski, lo que fue decisivo para que años después un buen número de surrealistas, empezando por el propio Naville y Breton, se pasaran al trotskismo»[Juaristi: 51, 2017].
El final de estos vanguardistas fue la censura, encarcelamiento, suicidio, exilio o ejecución (campos de concentración). En parte da pena pensar en ellos, tan ingenuos, tan pueriles, entrando en la boca del lobo danzando sin pensar en las consecuencias; pero también hay que pensar en que con su labor propagandística auspiciaron a gente como Hitler o Stalin.
Los que no acabaron locos, exiliados, presos o muertos, acabaron a la gresca entre sí. Muchas personalidades excéntricas juntas debía de ser como un barril de dinamita con la mecha muy muy corta.
Cabe destacar un rasgo insólito de los artistas modernos: escribir (explicar) sus pinturas con textos (algunos llegando a producir una ingente obra escrita -Duchamp- y otros desarrollando directamente una obra literaria -Dalí-), algo impensable en el caso de los autores holandeses de bodegones del XVII, quienes dejaron por toda respuesta en torno a sus pinturas un profundo silencio.
Los surrealistas son hijos directos del romanticismo, simbolistas que muchas veces cambian el símbolo mítico y religioso o bien por el símbolo político o bien por el sexual (lo que habla muy claramente de las variantes ideológicas que presentaba su tiempo). Duchamp representa al bufón un sujeto paródico que tiene un sentido lúdico de la vida (y del arte) y que se contrapone a la figura del artista y del intelectual, que desde los casos de Rousseau, Nietzsche, Tolstoi o Sartre representaban a alguien poderoso, generador de cultura y opinión, capaz de retar directamente (y en algunos casos, de derrocar o estar cerca de conseguirlo, como con Victor Hugo) a un rey o a un presidente o de provocar un escándalo que cambie radicalmente el devenir de un país, como logró Emilio Zola con el affaire Dreyfuss.
Duchamp es el epítome de ese espíritu, el gran bufón con un sentido lúdico de la vida (y del arte) que cierra el arte abriendo un mundo nuevo con más escuelas, estilos, libertades corrientes y mezcolanzas de lo nunca imaginado. También la crítica de arte avanzará a pasos de gigante. Y aprendiendo el lenguaje del arte contemporáneo se puede hablar de una forma nueva del arte del pasado (aunque todo arte sucede en presente continuo o, si no, no sería arte). Duchamp, además, introduce una cuestión fundamental del arte contemporáneo que apenas trataron estos vanguardistas —salvo en el caso de Hugo Ball, cuyo posterior desarrollo resulta interesantísimo—: el silencio.
Traspasar esa barrera intelectual es acceder al sonido del silencio (que dirían Simon y Garfunkel) un mundo subterráneo, en buena medida esotérico, fruto de un proceso iniciático. Quien escucha atentamente el silencio, diríamos con Nietzsche, es, al mismo tiempo, escuchado por el silencio. Y solo en ese punto nos encontraremos en un estado espiritual semejante al de un objeto de bodegón.
Esa radicalidad biográfica y artística de los surrealistas y demás vanguardistas —futuristas, dadaístas, ultraístas—, que a veces no pasaron de escribir manifiestos, lleva implícita una noción artística que es la de la demolición como paso previo a la reconstrucción.
Los principales artistas de vanguardia son radicales porque buscan el absoluto. En el fondo, y como bien se encarga de señalar Gómez de Liaño, son gnósticos: Marinetti (fascismo), Breron (comunismo) y Ball (cristianismo, a posteriori). Deseaban hacer un arte nuevo, desarraigado de lo anterior, hacer un arte violento violentamente, un ataque contra la burguesía, contra el pasado, contra la moral, contra la represión, contra la muerte, contra la estética y contra la ética, contra el arte, en dfinitiva. Y contra occidente, por descontado.
Karl Popper y Paul Johnson han estudiado en Los enemigos de la sociedad abierta e Intelectuales, respectivamente, esa génesis ideológica que culmina con las vanguardias. Para Liaño la clave está en los gnósticos y en su concepción filosófica: en un proceso histórico fundamentalista que empieza con Akenatón, tal y como desarrolla en Democracia, islam y nacionalismo. Para Popper, es la semilla de Platón con sus ecos en Hegel y Marx donde se encuentra la génesis del pensamiento totalitario al que se entregaron los vanguardistas. Y Johnson es el que más se acerca señalando las diferencias entre vida y obra —o correspondencias, cuando toca— de Rousseau, Tolstoi o Ibsen. Cabría añadir a Nietzsche y a todos sus seguidores que, como él, estuvieron afectados por algún tipo de problema mental que puede explicar muchos rasgos de su obra: Foucault, Althusser o Alfred Kinsey, por citar solo una pequeña porción de entre tantos.
Los vanguardistas eran enemigos de la democracia precisamente porque ese “gnosticismo” del que no eran conscientes les llevaba a ello. Lejos de evitar, como entendemos hoy que es la labor del artista, la cohesión del poder político para favorecer la dominación de la población, ellos le dieron vehículos de propaganda como en el caso famoso de Leni Riefenstahl y su película El triunfo de la voluntad, clave para entender la dominación a través de la imagen: algo tan antiguo como cualquier forma de poder que por primera vez se introducía —y de forma técnicamente impecable— en el cine.
Quizás sea el momento de hablar del desarrollo técnico de la época para facilitar la comprensión de esto.
La producción de consumo, tratada por Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica donde, básicamente se plantea el peligro del uso de cine y radio —hoy añadriríamos, constatando, que también de Internet— con fines de adoctrinamiento ideológico; la producción de consumo y el encarecimiento de valor que esta tiene sobre la obra de arte a través de su distribución masiva; la recepción estéril que hoy cristaliza en lugares tales como La casa del libro; las posibilidades de tergiversación de la imagen —algo en lo que los rusos siempre se demuestran pioneros: de Stalin a Putin—, etcétera. Nadie como Warhol ha entendido esto, y su obra no es más que una burla y aprovechamiento de lo mismo. Y aunque sí, Warhol dista mucho de ser un gran artista y sus obras solo tienen un valor histórico, pone de relieve un problema clave del arte en la segunda mitad del siglo XX de una forma muy lúcida.
Lo que pone de relieve es el problema fundamental del arte hoy: como competir con el desarrollo tecnológico y con otras disciplinas cuya sofistificación no es para nada menor a la técnica ínsita a todo arte.
Esta cuestión de Warhol nos lleva al problema de todo canon que no es, ni más ni menos, que el que siempre viene dado y que, por tanto, lo que importa más es la firma que la obra: y esto es igual en el pasado que en el presente. Pasa que en el arte más reciente y aún sin canonizar queda un mayor lugar para ejercer la libertad crítica... Y, también, para, por el hecho de ejercerla, correr el riesgo de resultar criticado.
La verdad, sin embargo, “la verdad de la buena” es que no hay una división real entre el arte clásico y el arte moderno; precisamente esa división es artificial y capciosa. En todas las artes —en todas las variantes de Arte— solo hay un presente continuo al que se accede desde diferentes puertas.
En cuanto al problema de la imagen y de su uso con fines ideológicos, la conclusión es que hay que sospechar de la imagen, para no ser manipulado, y hay que aprender a mirar imágenes -sean cuadros o sean películas- para disfrutar del arte más allá de los tópicos o del simple entretenimiento y empezar, así, a entender realmente qué se mira y desde donde se mira.
Los grandes pintores o bien han sido ninguneados porque no eran entendidos o bien resultaban transgresores y escandalizaban, por lo que eran censurados: de nuevo Caravaggio. Visto con perspectiva todo cuadro es histórico porque nos habla de ese pasado que es el presente en el que tuvo lugar, y puede recibir significado en el presente desde el que se estudia. Los cuadros históricos por norma general nos dicen más de la época en que están hechos que en la época en la que se basan, y lo mismo ocurre con las grandes producciones de Hollywood clásico donde aparecen romanos con toga y columnas marmóreas.
El dadaísmo dadaísmo bebía directamente de esa idea y su propósito era reinventarlo todo cuando no reírse de todo. Sacar el arte a la calle, devolverlo a la calle, reinventar la liturgia volteandola. La mayoría de los vanguardistas, hoy olvidados sin pena ni gloria, murieron sin obra —salgo algún manifiesto que, si no pusieron por escrito, manifestaron de viva voz en algún café lo mismo parisino que madrileño—. O, mejor dicho, su vida fue su obra. Esto, que puede parecer una memez es el origen de la poiesis. Les gustaba escandalizar porque, como diría más adelante Pasolini, «escandalizar es un derecho y escandalizarse un placer». También hay que entender el ambiente represivo —especialmente para la mujer: hasta finales de los años 60 no se legalizó el uso de preservativos—, hoy afortunadamente lejano, contra el que luchaban.
Eran maestros del azar, hijos bastardos del simbolismo y el romanticismo —del malditismo, vamos—, «humillados y ofendidos» como los define Juan Manuel de Prada —que escribió una gran novela sobre el tema: Las máscaras del héroe— parafraseando a Dostoievski, personalidades partidas y trastornadas que no sabían si enfrentarse a la tecnología que había arrasado el mundo rural de sus abuelos o si adorar su sinfonía de ruidos y vapores.
Escribir algo es rescatar lo que es escrito del olvido, cincelarlo, darle vida a algo que flotaba en el ambiente. De la misma manera, pintar un objeto cotidiano es elevarlo a representación platónica del ideal al que ese objeto aspira: de objeto particular pasa a esencia de todos los objetos similares. La manzana de Cézanne es una manzana concreta y es todas las manzanas porque pasa a representar el ideal de manzana.
«La pintura nos invita a la contemplación de cosas menospreciadas, particulares; las arrebata a la casualidad banal de modo que una copa común signifique más de lo que significa, como si se tratara de la suma de todas las copas: la esencia de su especie»[Herbert: 2008, 136].
Al ser pintado el objeto pierde su utilidad, que pasa a un segundo plano aunque seguimos queriendo comer la manzana —que, en sí, lleva asociado todo un significado de pecado—, y revela su significado, hasta ese momento inadvertido. El arte resulta ser la trascendencia de lo concreto en su paso a una validez absoluta. No se puede refutar una manzana de Cézanne: está ahí, es perfecta en su imperfección, chitón.
No existen diferencias entre lo clásico y lo moderno, quiero insistir en ello porque nos lleva a decir que tampoco existen entre lo sagrado y lo profano: todo de este mundo; entre lo carnal y lo espiritual: que se cruzan —la cruz— en el hombre; entre lo vivo y lo muerto: todo ello materia... Solo existen palabras diferenciadoras. A ese fenómeno le corresponde otro de eclecticismo donde encontramos lo tradicional moderno o lo moderno tradicional, que también ha dado lugar a unas cuantas aberraciones difíciles de olvidar. Olvidémoslas.
Vivimos en la sociedad de la imagen, si, el problema es que el ciudadano no es consciente de ello porque no está educado para saber mirar. Puede acceder a la imagen pero no conocerla: es carne de cañón para ser manipulado. Frente a ese peligro,se erige el artista moderno que propone la verdad versus apariencia; la elección de una imagen frente a otra; el cuestionar la imagen.
Llamamos pensar a pensar con palabras; e imaginar a pensar con imágenes. Muchas de nuestras ideas nacen de imágenes y luego las traducimos a palabras, pero esto quizás no fuera así entre los primeros hombres.
El lenguaje del arte está actualmente no él la representación concreta de la realidad, sino en la imagen figurativa. ¿Cómo definirla, entonces? Nos vale lo escrito por Plinio el viejo: disfrutar de una presencia virtual en su ausencia real. De nuevo conectamos con lo atávico del arte: representar lo que no tenemos pero anhelamos: lo mismo el bisonte de una caverna que la manzana de Cézanne.
El significado de los objetos en el arte sigue siendo el mismo; su valor, en cambio, ha variado con el tiempo tanto en lo material (precio) como en lo afectivo (valor): hoy consideramos que todo objeto es sustituible. Podemos comprar otra manzana en la frutería e, incluso, pedir que nos la traigan a casa. Los objetos han perdido su "unicidad", su ser, se han vuelto reemplazables, indiferentes los unos de los otros. Solo nos importa su valor; no su belleza. Un objeto cotidiano difícilmente puede conllevar ningún tipo de trascendencia en tiempos de Amazon. Lo mismo ha ocurrido con las personas.
Esa es una tragedia consecuencia de no saber apreciar, de no saber mirar y descubrir los rasgos únicos e insustituibles de cada cosa. Los bodegones resultan una buena cura para este mal moderno.
El arte moderno requiere de una profundización en vertical; mientras que el arte clásico requiere de un acceso horizontal. ¿ Qué pasaría si miráramos el arte clásico en vertical? Algo mucho más interesante que mirar el arte moderno horizontalmente —lo que, casi seguro, no nos diría nada—, porque, y esta es mi creo que acertada propuesta, en el arte clásico caben una mayor variedad de miradas que en el arte moderno.
En 1950 tres de los grandes escritores del momento —Mishima, Beckett, Genet—: hicieron una película cada uno. El rasgo que llamó más la atención en las 3, rasgo por supuesto compartido, es que las tres películas transcurren en silencio, algo sorprendente estando detrás de las cámaras hombres de letras, maestros de las palabras. Pensado hoy, este dato no sorprende: eran tres artistas modernos condenados a escribir —ese era su principal talento— pero sabedores de que el camino del arte moderno es el silencio. ¿Dónde nace la poesía? El origen de la poesía es el silencio. La capacidad de expresar todo lo posible con la menor cantidad de recursos necesarios. A esa verdad tan simple, la verdad original, el mito, la creación de lo creador, es a lo que nos remite el espíritu del arte moderno que —más allá de extravíos, fruslerías, payasadas y coqueteos peligrosos—, se lo debemos a esos hijos de los románticos y simbolistas que fueron los surrealistas y vanguardistas.
Y en esas estamos.
3.
Cinéreo, el cielo insiste en tragarse todas las nubes junto con las últimas luces del día. La calle parece espejear con el color del cielo, como si el asfalto fuese en realidad una masa de agua similar a la del mar. La música se acaba y ya me toca cambiar de disco en youtube, aunque me gustaría poder decir que el tocadiscos ha saltado y ahora hace un ruido chirriante.
Lejos de aquí, tampoco demasiado, a unos kilómetros solo, las luces del Thyssen-Bornemisza deben de estar apagándose. Siempre me ha atraído ese mágico momento de vaciamiento. Como el protagonista del último libro de Mujica Lainez, me gustaría sentirme con el privilegio de poder penetrar en el museo por la noche. Una visita privada con algo de tabú, como la que tiene el bueno de Jeb Gambardella en la Roma de La gran belleza: frente a monumentos milenarios con mi traje de noche y un copazo en la mano.
Pero no, solo puedo imaginar lo desvalidas que deben sentirse esas pinturas sin nadie que las mire: como un viejo enfrentado a todos sus años. O no: exultantes, perdidas en sus recuerdos de tiempos mejores después de horas de sufrir miradas vagas y juicios intensos. Vamos a dejar esto ya o esto va a parecer una secuela —no mala, peor, que casi es imposible— de Noche en el Museo. Las referencias van decreciendo.
Si me interesa esas imágenes emergiendo de la oscuridad de la noche. Con esa luz que debe estar filtrándose ahora, en mi amada sala 27, por entre los postigos entrecerrados de la ventana. La última luz antes de que la noche se lo trague todo.
Una doble oscuridad: la de la noche sin testigos y la del fondo misterioso que suelen presentar casi todas las naturalezas muertas. Allí están ahora esos cuadros maravillosos: detrás de una intensa sombra.
Vaso chino con flores, conchas e insectos, Ambrosius Bosschaert (1609).
Dos ojos sobrevuelan el fondo, pétalos de flores en realidad, que asemejan a la sonrisa del gato de Chesire, una mirada como una sonrisa que aparece y se desvanece con la intensidad de las visiones que el opio provocaba a Thomas de Quincey. De éste cuadro, que tanto influyó en el de Balthasar van der Ast, leemos lo siguiente:
«En este florero que forma parte de la Colección desde 1957 se sintetizan los rasgos más característicos del estilo de Bosschaert. La historia de sus propietarios puede rastrearse casi hasta el siglo XVIII, cuando perteneció a Jan Nicolaas van Eys. Durante gran parte del siglo XIX y casi hasta mediados del xx el cobre se localizó en Gran Bretaña, donde figuró en las colecciones de tres familias, hasta que en 1953 apareció en el mercado, en una exposición dedicada a los maestros holandeses y flamencos de la galería londinense Eugene Slatter.
Ambrosius Bosschaert es el fundador de una familia de artistas dedicados a la pintura de flores, género que consiguió su independencia en este siglo y que fue, además, muy apreciado en su tiempo. Gran parte de su actividad se desarrolló en la importante ciudad de Middelburg, donde sus modelos estuvieron vigentes hasta bien entrado el siglo XVII. Las pinturas de Bosschaert fueron conocidas y estimadas por sus contemporáneos, que llegaron a pagar por ellas precios elevados, aunque su fama nunca llegó a superar a la del otro maestro en el tema: Jan Brueghel.
El motivo principal se concibe con un fondo neutro, de una gran sobriedad, y en una gama azul grisácea que, en algunas partes, deja transparentar el color cobrizo del soporte. Bosschaert ha colocado su florero, que se recorta del fondo sobre una simple encimera, bañado con una luz uniforme que nos va descubriendo las distintas especies con las que construye el ramo. La precisión y el detalle que pone en cada flor, rama y hoja, independientemente de si están situadas en lugares relevantes o en planos secundarios, es una de sus particularidades más llamativas. El ramo se ha ordenado simétricamente siguiendo un esquema vertical con sugestivos tulipanes veteados en el centro, flor a la que el artista prestó mucha atención en sus pinturas. Las rosas de pétalos blancos, rojos y rosáceos asoman por el borde del recipiente en el que también se recogen unas hermosas azucenas en el centro, a la izquierda, junto con claveles, iris y aquileas. El jarrón que Bosschaert ha empleado para presentar su bouquet es una porcelana china con un trabajado pie en metal: una pieza exquisita que compite por su singularidad y exclusividad con las de las flores que exhibe.
Las flores de los bodegones de Bosschaert no suelen estar pintadas del natural, pues están asociadas a distintas estaciones. Muchos de sus ramos se elaboraron con bocetos y dibujos que el artista trabajó en su taller, organizando con ellos sus arreglos florales. Sus preferencias botánicas a la hora de seleccionar el material para sus pinturas se centraron en una floricultura de lujo, que a veces mezcló con especies silvestres. El pintor suele introducir en sus composiciones otros elementos procedentes de la naturaleza, como son las conchas, que en este cobre coloca sobre la encimera, a la izquierda; insectos, entre los que distinguimos una mariposa, a la derecha, y otros pequeños animales, como el gusano que recorre uno de los tallos o el que se posa en una de las hojas de los iris.
Este cobre tiene la singularidad de conservar en su reverso la marca de fábrica con su fecha, 1607, así como el nombre del artesano que elaboró la plancha, Peeter Stas. La pintura se ha comparado con dos composiciones, una conservada en el Ashmolean Museum de Oxford y la otra en el Kunsthistorisches Museum de Viena»
Ojos de humo, voladores, disolviéndose en un fondo de ceniza oscura.
Vaso chino con flores, conchas e insectos de Balthasar van der Ast (1628).
De este cuadro no pienso decir más porque más adelante le dedico un apartado y ya he transcrito aquí lo que de él se dice en el catálogo digital del museo. Vamos con el siguiente.
Crisantemos en un florero, Henri Fantin-Latour (1875)
Fantin-Latour es uno de mis pintores favoritos y su cuadro es una obra maestra. Entre las muchas pinturas de él que me gustan, cabe destacar su White cup and saucer, que a mí me hace añorar el melancólico mundo de los cafés europeos, hoy desaparecido en pos de grandes cadenas donde en vez de hora del café tienen hora de la merienda. Lamentable.
En la descripción leemos:
«Henri Fantin-Latour alcanzó la fama a través a los retratos de sus colegas de profesión e intelectuales del momento, así como de sus familiares y mecenas. Durante los últimos treinta años de su vida optó por el retiro en la casa de campo en la que se había criado su esposa, alejada de París, y convirtió las flores de su jardín en el principal motivo de sus obras. De manera metódica, componía los ramos que luego pintaría en la intimidad del taller, sobre fondos neutros. Especial atención merecen los jarrones, que le enviaba su marchante desde Londres, y cuyo diseño se relacionaba con determinados tallos, flores y hojas. En el caso de la obra del museo el pintor eligió un nutrido ramo de crisantemos amarillos, blancos, lilas, rosas y rojos que ocupan toda la superficie del lienzo.
Su gran pasión por la música ha llevado a interpretar estas combinaciones de flores como estudios de armonía.
Henri Fantin-Latour, un pintor fundamentalmente realista, se acerca en ciertos aspectos a la corriente romántica, como en el resplandor que emanan sus pinturas. Las enormes posibilidades que le brindaban las flores como fuente de inspiración para su pintura y el gran refinamiento que alcanzó en ese género pueden observarse en estos Crisantemos en un florero. Se trata de uno de los más exquisitos ejemplos de los bodegones de flores que le dieron una enorme reputación a Fantin a partir de 1864, año en que los expuso por primera vez en la Royal Academy de Londres.
Fantin combina una precisión casi fotográfica en la representación de cada flor con un fulgor dramático que confiere a la imagen una luminosidad antinatural. Los crisantemos están dispuestos de manera desordenada pero armoniosa contra el fondo oscuro y, como apunta Sarah Whitfield, esa ligera sensación de irrealidad que ofrece la pintura «se incrementa con el tratamiento que le confiere al jarrón, que parece desaparecer en el fondo, dejando las flores suspendidas en la oscuridad». Generalmente esta obra se ha identificado con la que aparece en el catálogo de Madame Fantin-Latour, con el título Flores, firmada y fechada en 1875, a pesar de que, ni por las medidas ni por la descripción que ofrece, se corresponde con la pintura de la colección Thyssen-Bornemisza»[Paloma Alarcó, https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/fantin-latour-henri/crisantemos-florero].
En su libro Con los ojos bien abiertos, Julian Barnes dedica un capítulo a la obra de Fantin-Latour quien, al parecer, era un tipo en verdad extraño. Su obra suele ser catalogada de realista y, sin embargo, leemos:
«Había sido un apasionado republicano en su juventud, pero nunca fue un pintor que bajara al nivel de la calle; su manera de representar la política de la época fue a través de los personajes que eran más activos en ella que él. Dada la naturaleza de su talento, para él ni fue un desastre elegir recluirse cada vez más en el Louvre y en su propio estudio»[Barnes: 2019, 123].
Los tipos extraños —se me olvidaba decirlo— suelen ser, al menos de lejos, criaturas adorables. Tampoco he conocido tantos.
Florero, Trubner (1874-1896)
Un jarrón perfecto, hermoso, cuyas flores dan ganas de oler sin demora como ocurre con un busto regalado, sabiendo que detrás del aroma dulce hay un fondo salobre igual que en la piel de la persona amada. Salobre pero propio, amargo pero conocido, repulsivo pero erótico. La flor seca, separada del resto y muerta sobre la mesa, expuesta como el cadáver de una morgue, es como el amor: es dulce y finito, queremos más porque su descarga nos libera de la perspectiva de su final.
Leemos:
«Wilhelm Trübner estuvo vinculado a la corriente realista que se desarrolló hacia los años setenta del siglo XIX en Múnich, en torno a la figura de Wilhelm Leibl. Su uso del color y tratamiento de la luz, unidos a su pincelada cada vez más suelta, lo aproximaron más adelante a los impresionistas alemanes. En su producción destacan los retratos, paisajes y naturalezas muertas, entre los que se cuentan austeras representaciones de flores.
Es el caso de este florero realizado durante su etapa muniquesa, entre 1874 y 1896. Sobre una mesa desnuda y un fondo oscuro se yergue un jarrón de cristal de líneas muy sencillas y sobrias, en el que se refleja la luz. En su interior apreciamos los tallos del ramo, que está formado por flores de un intenso color rojo. A los pies del jarrón yacen algunos pétalos, así como un crisantemo blanco y mustio en primer plano. Este tipo de composición y tratamiento de la luz en claroscuro podría inspirarse en la tradición de la pintura holandesa de bodegones que Trübner estudió.
Wilhelm Trübner conocía bien las obras del Romanticismo tardío, pero su evolución artística estuvo vinculada al denominado naturalismo alemán. A pesar de que su sensibilidad para captar los colores y el valor lumínico apropiado para cada zona del cuadro revelan una concepción de la naturaleza a la vez realista y romántica, en su pintura el dibujo carece de la importancia que le concedieron los artistas románticos, y sus composiciones se estructuran con la aplicación directa del color en la superficie del cuadro. Esta preocupación por los valores matéricos de la pintura, por la tonalidad y el claroscuro, junto al interés por la captación de los efectos lumínicos y atmosféricos, son prueba de la influencia del pintor naturalista Wilhelm Leibl, a quien conoció en Múnich en 1871 y de cuyo círculo, el Leibl-Kreis, Trübner formó parte.
Por otra parte, como consecuencia de la influencia de la pintura holandesa del siglo XVII, Trübner se sintió interesado por los temas menores de la pintura que, como leemos en su texto «La comprensión del arte hoy en día», publicado en 1892, cobraban para él una importancia similar a los demás asuntos: «Cualquier motivo es interesante, e incluso lo más insignificante encierra interés suficiente para la pintura; porque cuanto más sencillo sea el objeto, puedo representarlo con un mayor interés y de forma más plena desde una perspectiva pictórica y colorista. Todo depende únicamente de cómo lo represento y no de qué es lo que represento».
Este Florero, que no está fechado, fue pintado en Múnich, donde el artista residió entre 1874 y 1896. Los colores brillantes, de calidades esmaltadas, y el gusto por la materialidad, que podemos observar en esta pintura —y que definen toda su producción—, han sido a menudo relacionados con la herencia del taller de orfebrería-en-el-que-reció»[Paloma-Alarcó,https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/trubner-wilhelm/florero].
Como el abrazo de los amantes, la imagen de la vida y la muerte en estas flores es la emulsión de dos almas gemelas a punto de impactar y repelerse. De destruirse irremediablemente.
Objetos para un rato de ocio, William Michael Harnett (1879).
Hoy que nadie lee la Biblia y mucho menos los creyentes, sus verdades intemporales nos han de resultar más admirables, si cabe. Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés. Amén. Bien dispuestos, los trastos del desayuno que seguramente acaban de ser abandonados por su propietario, alguien que no ha tenido tiempo de recogerlos antes de marcharse a trabajar. Bien. Que paren de leer aquí los que crean que el arte se come y se caga, que no tiene mayor significado que el de verlos y pasar a lo siguiente, porque el humo de la pipa no solo nos indica que el desayuno ha sido reciente, sino que nuestra vida es humo que el viento borra de inmediato: «Por lo general, una vela encendida acompañaba a una pipa, y los libros, la comida y los instrumentos musicales eran ecos de la vanidad de nuestra vida efímera»[Davenport: 2002, 101]; y el periódico simboliza que lo que hoy es noticia y se lee con interés mañana no sirve más que para leer pescado. Las abolladuras de la taza de hojalata dicen el resto: también los rockeros envejecen y el metal se oxida.
«William Michael Harnett alcanzó gran popularidad con un tipo de naturaleza muerta en la que utiliza el recurso del trampantojo. Esta tendencia, que actualizaba la vanitas tradicional a través de objetos modernos, tuvo gran repercusión entre los pintores americanos, entre los que surgieron grandes maestros del trompe l´oeil a principios del siglo XIX. Algunas de las composiciones de Harnett alcanzaron tal éxito que fueron imitadas por muchos de sus seguidores.
En Objetos para un rato de ocio observamos los rastros de la reciente presencia humana: la pipa humeante al borde de la mesa, las cerillas consumidas, la galleta a medio comer y sus migas… La fugacidad del tiempo se manifiesta también a través del periódico doblado en segundo plano, del que podemos leer la fecha de publicación. Todos estos objetos, aparentemente organizados de forma descuidada, guardan una armonía y estudiado equilibrio.
Poco antes de pintar Objetos para un rato de ocio, William Harnett ya había alcanzado el dominio de la compleja y meticulosa técnica del trompe l’oeil, que utilizará habitualmente a partir de entonces. Esta técnica ganó una significativa popularidad en Norteamérica a finales del siglo XIX como resultado de las preocupaciones morales propias del fin de siglo, que insistían en la fugacidad de la vida y ponían en duda la riqueza material.
Tomando como punto de partida la tradición de la pintura holandesa, los bodegones de los pintores alemanes del siglo XVII y la obra de los bostonianos Raphaelle Peale y John F. Francis, los más distinguidos bodegonistas de una generación anterior a la suya, el artista creó un mundo moderno de ilusionismo. Sus originales naturalezas muertas, en las que se establece un insólito juego entre fantasía y realidad, le han hecho destacar como el maestro indiscutible del trampantojo. Mientras que históricamente las vanitas incorporaban calaveras o relojes de arena como elementos simbólicos de la transitoriedad de la existencia, en la pintura de Harnett las alusiones a la muerte se evidencian a través de cerillas apagadas, pipas humeantes o periódicos atrasados, siempre colocados en una composición inestable y desordenada. Como afirma John Wilmerding, las ideas transmitidas por el pintor Thomas Eakins, su fuerte convicción de la relación entre la integridad moral y la solidez natural de la tridimensionalidad, pudieron influir en la obra pictórica de Harnett.
Los elementos que aparecen en la naturaleza muerta de la colección Thyssen-Bornemisza, las pipas humeantes, jarras y periódicos doblados colocados sobre una mesa, fueron los más empleados por Harnett a lo largo de su trayectoria artística. En esta pintura, como en tantas otras, el artista busca el adecuado equilibrio entre las veladas alusiones a una presencia humana, como el humo que desprende la pipa, y la inescrutable soledad de la existencia de las cosas. Al mismo tiempo, la variedad de objetos manufacturados sugiere su interés en mostrar su habilidad para dar verosimilitud a las diferentes texturas y superficies valiéndose de una técnica de una meticulosidad asombrosa que hace que las pinceladas sean prácticamente invisibles. En palabras de Kathleen Pyne, el manejo preciosista que hace Harnett del pincel y su dominio de las luces y sombras confiere a los objetos presentes-en-esta-obra-una-palpabilidad-mágica»[P.Alarcó,https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/harnett-william-michael/objetos-rato-ocio].
Quedan muchos detalles aún por comentar. Lástima que no me quede tiempo: se me ha pasado volando mientras miraba el cuadro. Vaya, vanidad de vanidades.
Libros, jarra, pipa y violín, John Frederick Peto (1880).
Me gustaría empezar recomendando la banda sonora de la película La vida privada de Sherlock Holmes que dirigió Billy Wilder, y espero sinceramente que esta mención anule la que unas líneas más arriba he hecho de Una noche en el Museo. Uno tiene cierto prestigio cinéfilo que defender.
Bromas a un lado, merece la pena prestar atención a lo que digo: esa mesa bien podría ser la del despacho del célebre detective inventado por el gran Arthur Conan Doyle en el 221 de la calle Baker. El violín que tocaba en sus ratos libres, la pipa —el sombrero no lo jan puesto por evitar problemas de derechos de autor— o los libros —Quién sabe si los Crímenes de la calle Morgue o La piedra lunar: soñar es gratis—.
«John Peto vivió eclipsado por el éxito de William H. Harnett, a quien se atribuyeron muchas de sus propias obras. Conoció a éste último durante su formación en Filadelfia, tras lo cual pasó la mayor parte de su vida entre Toms River y Island Heights. Su actividad y reconocimiento se concentró en estas dos localidades, donde, como indicaba uno de los obituarios publicados con motivo de su muerte, sus obras colgaban en las paredes de casi todos los hogares y clubes.
Libros, jarra, pipa y violín es una composición temprana, inspirada directamente en las del popular Harnett. Peto introduce en esta naturaleza muerta un violín, que hace referencia a su pasión por la música, así como libros que formaban parte de su biblioteca personal. La superficie desgastada y rasgada de la cubierta que cae al borde de la mesa anuncia el paso del tiempo y el uso de dichos objetos.
Libros, jarra, pipa y violín es una de las pinturas que John Frederick Peto logró vender a uno de los escasos coleccionistas de su obra, James Bryant, su vecino de Island Heights, que luego pasaron a su hija, casada con Howard Keyser Jr. y, de ellos, a su hijo James Keyser. Se trata de una de las primeras obras en las que se puede apreciar la huella que dejaron en Peto las naturalezas muertas de William Harnett. Aunque hoy en día está muy claro que entre ellos solamente existieron semejanzas iconográficas y que estilísticamente su forma de pintar era bien diferente, hasta que en 1949 un artículo de Alfred Frankenstein sacó la obra de Peto del olvido, muchas de sus pinturas habían sido atribuidas al propio Harnett.
Los violines, las jarras o los libros que aparecen en esta composición son motivos muy comunes en este género, pero en la pintura de Peto cada uno de ellos adquiere una especial significación, ya que en sus composiciones los objetos representados en trompe l’oeil siempre esconden una cierta nostalgia. Así, su amor a la música queda reflejado en su fascinación por el violín, instrumento que tocaba desde su niñez y uno de los objetos de su entorno favoritos del pintor. Sin embargo, tal y como señala John Wilmerding, la jarra de cerveza y las pipas no eran objetos personales del pintor, y su inclusión en el cuadro responde más bien a un guiño de ironía hacia la pequeña ciudad metodista de Island Heights, donde Peto vivió los últimos dieciocho años de su vida y donde no estaba bien visto ni fumar ni beber. Por otra parte, los colores oscuros y el hermetismo de la composición reflejan el aislamiento de su retiro voluntario, pero también nos ofrecen una fiel imagen de Norteamérica en-la-segunda-mitad-del-siglo-XIX.»[Alarcó,https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/peto-john-frederick/libros-jarra-pipa-violin].
Imposible sentir lo mismo por este cuadro que por el de William H. Harnett: las comparaciones son odiosas y los ingleses se las toman muy a pecho. Se ve que John Peto se sentía un segundón en lo de pintar naturalezas muertas, un poco como el bueno de Watson con sus deducciones. Por lo que sea, Peto lo llevaba peor.
Botella, garrafa, jarro y limones, Paul Cezanne (1906).
Hemos apsado de las naturalezas muertas clásicas holandesas a, más de dos siglos después y pasando por un realista alemán, las naturalezas muertas de los pintores ingleses y, ahora, directamente, al arte moderno que empieza en Cézanne —lo sentimos por Turner, a quien le faltó un colín—.
De Cézanne se pueden decir muchas cosas, pero todas las he leído ya en alguna parte y hacer un batiburrillo aquí con ellas no parece muy apasionante que digamos. Me quedo con dos anécdotas de entre tantas posibles.
En la primera nos enteramos de que como le dio por eso de pintar manzanas, por si habían pensado que el nutricionista estaba detrás: se equivocaban. Veamos como fue:
«Cézanne, cuando niño, tuvo el valor suficiente para hacer migas con un estudiante nuevo en la escuela, a quien todos habían decidido excluir, humillar, ignorar. Se llamaba Émile Zola. Él y Cézanne pronto se hicieron amigos. Después de la valiente oposición de Cézanne a la censura de sus compañeros de escuela (lo cual le valió una paliza), Zola le dejó una canasta de manzanas en el dintel de la puerta»[Davenport: 2002, 89].
Formidable: el principio de una hermosa amistad que les duró toda la vida a pesar de las penurias. Va a ser que no. Cézanne y Zola acabaron a la gresca a pesar de que el segundo le devolvió el favor al primero introduciéndole en París: «Escribió una novela (Zola) que habría de carecer para siempre del reconocimiento y la comprensión del público, y con ello hirió y alejó a Cézanne»[Davenport: 2002, 89-90]. Al parecer esa alusión no muy velada no le sentó bien a Cézanne, aunque éste tuvo algo de culpa por ser un antipático. Se ve que la mano que le habían dado los compañeros le había pasado factura. Lo que nos lleva a la segunda anécdota:
«Los que posaban para Cézanne tenían que estar firmes como guardias durante horas. Cuando Vollard cometió el error de quedarse dormido, el pintor le gritó enfadado: “¡Desgraciado! ¡Has echado a perder la pose! Hablo totalmente en serio cuando digo que hay que mantener la pose como si fueras una manzana ¿Acaso has visto una manzana que se mueva?”»[Barnes: 2019, 132].
Palabras excelsas de un artista. ¿No les parece adorable este tipo extraño? ¿?Podemos culparle por sentirse mejor entre manzanas que entre humanos? Al menos tengo para mí que resulta más sincero Cézanne aquí que todos estos intelectuales y artistas a lo largo de la historia que manifestaban con grandes palabras su amor por la humanidad en abstracto pero que en su biografía demostraron ser unos auténticos canallas sin una pizca de amor para los demás. Esa clase de gente no tomaba todos los días un autobús atestado para ir a trabajar.
Dejémonos de anécdotas y volvamos al camino de lo académico, es decir, a la web del Thyssen:
«Paul Cézanne pasó los años finales de su vida retirado en su Provenza natal, pintando al aire libre los paisajes y los campesinos de los alrededores de Aix-en-Provence, así como numerosas naturalezas muertas en la soledad de su nuevo estudio situado en lo alto de los Lauves. Hacía mucho tiempo que la pintura había dejado de ser para él una mera representación del mundo para convertirse en un proceso analítico de investigación de las estructuras constitutivas de la realidad, y para ello nada era más adecuado que la naturaleza muerta.
Aunque desde sus primeros bodegones realistas de juventud, teñidos aún de un cierto romanticismo, el artista mantuvo un interés permanente por la representación plástica de los objetos inanimados, fue en las composiciones más experimentales de su madurez cuando alcanzó una mayor maestría y desenvoltura.
Botella, garrafa, jarro y limones pertenece a ese conjunto de naturalezas muertas realizadas en los últimos años de su vida, en las que, como escribió el crítico británico Roger Fry, «logró la expresión de los sentimientos más exaltados y de las intuiciones más profundas de su naturaleza». Sobre una bandeja colocada encima de una mesa cubierta con un sencillo mantel a cuadros aparece un conjunto integrado por apenas unos escasos recipientes domésticos de formas y tamaños diferentes y dos limones (o quizás un pedazo de pan y un limón, como señala Terence Maloon). Entre ellos destaca, con entidad propia, una jarra de cerámica floreada —seguramente procedente de alguna de las fábricas de los alrededores de Aix— cuya corporeidad contrasta con la transparencia de los recipientes de cristal contiguos. También se percibe una cierta divergencia entre la perspectiva diagonal de la bandeja y de las líneas oblicuas del mantel y el juego de horizontales y verticales del plano de la pared del fondo que crea una red de direcciones opuestas y, al mismo tiempo, un efecto de unidad espacial, que acrecienta el énfasis en la bidimensionalidad del plano pictórico.
En 1904 Cézanne aconsejaba al joven pintor Émile Bernard que debía representar «la naturaleza a través del cilindro, la esfera, el cono, todo ello puesto en perspectiva», dejando claro que las formas geométricas eran instrumentos indispensables para abordar la experiencia de lo real. Siguiendo esta creencia, Cézanne configuró esta equilibrada composición a base de una serie de volúmenes de contornos bien definidos reducidos a sus formas geométricas básicas. Por otra parte, como hicieron los impresionistas, sustituyó los contrastes de luz y oscuridad por contrastes de colores fríos y colores cálidos.
Además, este bodegón es un significativo ejemplo de la maestría que alcanzó el pintor con la difícil técnica de la acuarela. Mientras que la densidad de las pinceladas constructivas se corresponde con los óleos del pintor, la transparencia de la pintura, que deja algunas zonas del papel a la vista, no sólo nos desvela la estructura interna de la composición, sino que logra representar efectos visuales de una armonía magistral. La organización espacial y el lenguaje radical con el que Cézanne aplica la técnica de la acuarela durante su periodo final se acerca según Fry «a un sistema abstracto de ritmos plásticos» y anticipa las naturalezas muertas-cubistas-de-Picasso-y-Braque»[P.Alarcó-https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/cezanne-paul/botella-garrafa-jarro-limones].
Naturaleza muerta, Alexandra Exter (1913).
Las vanguardias han dejado a muchos artistas arrojados en la cuneta y los próximos tres que vamos a ver son prueba de ello. Artísticamente son tan válidos como los de los grandes maestros, pero los conocemos peor. Una de las muchas razones por las que amo el Thyssen es porque contiene cuadros de segunda de artistas de primer y cuadros de primera de artistas de segunda —¿o era al revés?—, lo que quiere decir que uno siempre sale de él habiendo descubierto una joya nueva, que no es poco. Para los tiempos que corren, uno puede irse a dar un paseo por el Retiro después con la tarde arreglada.
«La pintora de origen ucraniano Alexandra Ekster ha sido recientemente reconocida como una de las principales protagonistas de las vanguardias rusas y como pieza clave en las conexiones del cubismo francés y el futurismo italiano con el cubofuturismo ruso, un nombre que algunos autores le adjudican a ella. Aunque a partir de 1907 pasó largas temporadas en París, donde conoció a Pablo Picasso y Georges Braque y a los futuristas italianos Ardengo Soffici y Filippo Tommaso Marinetti, siempre regresaba a su adorada Kiev. Por otra parte, a pesar de su estrecha relación con las vanguardias europeas, nunca perdió el contacto con sus compatriotas rusos y participó en las principales exposiciones rusas de vanguardia como Sota de diamantes ó 5 x 5 = 25, celebradas en Moscú.
Aunque es más que probable que esta Naturaleza muerta fuera pintada en París, donde la pintora residió entre 1912 y 1914, según Yakov Tugenhold se trata de una de las obras presentadas en 1914, en la mencionada exposición Sota de diamantes. Como se puede apreciar claramente en esta composición, en la capital francesa su obra cayó bajo el influjo de la corriente cubista. Ahora bien, mientras que la fragmentación espacial y la utilización del collage son muestra de su afán experimental, los colores brillantes provienen de las tradiciones de su tierra natal. Por otra parte, los objetos propios de las naturalezas muertas cubistas, como la botella y la copa, situados en el centro de la composición, se entremezclan con diversos collages de anuncios y fragmentos de artículos recortados de periódicos así como con una gran letra A atravesada por una flecha, situada en el ángulo superior-izquierdo»[P.Alarcó:https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/exter-alexandra/naturaleza-muerta].
Bodegón con botella y cortinas, Mijaíl Larionov (1914).
A pesar del paso del tiempo y las modulaciones en los gustos estéticos y en la representación artística de la realidad, las naturalezas mantienen el mismo efecto que desde su primera representación: la de querer alargar la mano y disfrutar de lo expuesto en ellas. Larionov pinta una botella de la que dan ganas de beber y dibuja una cortina que, como en esa y repetida historia narrada por Plinio el Viejo, deseamos apartar para ver qué más objetos preciosos se esconden detrás.
«Cuando en los primeros meses de 1914 Filippo Marinetti viajó a San Petersburgo y Moscú, Lariónov se encontraba entre el grupo de radicales rusos que boicotearon la visita. En 1914 su lenguaje artístico había ido abandonando la influencia del futurismo y derivaba hacia un mestizaje entre la estética popular primitivista y la organización cubista del espacio. Aunque su datación, como la mayor parte de las obras del pintor, presenta serias dificultades, este Bodegón con botella y cortinas ha sido generalmente fechado en ese mismo año. En él conviven elementos cubistas con una cierta intencionada tosquedad técnica, lo que pone una vez más de manifiesto que Lariónov quería devolver al arte la ingenuidad y torpeza propia de los artistas no profesionales o los artesanos de objetos populares.
A partir de 1914 Lariónov comenzó a trabajar para los ballets rusos de Serguéi Diághilev y un año después abandonaría Rusia para siempre. Tras una época en la que siguió a la compañía por Suiza, Italia y España, en 1919 se instaló de forma permanente en París. Mientras intentaba adaptar las peculiaridades del cubismo a las escenografías y vestuarios de los ballets, su vocabulario pictórico se fue haciendo-más-abstracto»[P.Alarcó:https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/larionov-mijail/bodegon-botella-cortinas].
Bodegón con instrumentos, Liubov Popova (1915).
Es difícil encontrar casos en la historia del cine de un género o de un artista al que el paso del tiempo le haya sentado bien. Como parafraseaba Umbral de Baudelaire en Las ninfas, «hay que ser sublime sin interrupción». Bueno, primero hay que valer. Hoy en día poca gente vale para lo del arte, desde luego mucha menos de la que se dice artista y pretende que el estado le ponga piso y sueldo por ello. Y de los que valen, la mayoría valen para una vez y después si te he visto no me acuerdo. Para que nos entendamos: hay artistas de una obra y géneros de una época que después harían mejor en desaparecer —no suele ser el caso— y dejarnos tranquilos. También tenemos el caso contrario, como el de Akira Kurosawa o John Ford, que tuvieron una carrera tan provecta como en constante movimiento. Luego hay casos como el de Woody Allen, que siempre cuentan la misma historia pero que resultan ser originales cada vez, lo que también requiere su arte. Sobre Kurosawa:
«El caso de Akira Kurosawa ilustra hasta que punto puede llegar a ser cruel la industria del cine. En 1950, era el realizador por antonomasia, el baluarte del cine como arte. Dos décadas más tarde, no encontraba a nadie que le financiase sus proyectos, situación que le llevó en 1971 a intentar suicidarse»[Cousins: 2011, 401].
Aquí, no es el cine el que ha cambiado: el cine no ha dejado de ser cine y Kurosawa no ha dejado de ser Kurosawa, sino que los productores cinematográficos han dejado de producir cine y ahora se dedican a producir otra cosa que, si, parece cine, que, si, la gente se cree que es cine y que, si, les hace ganar mucho dinero... Hurra. No, eso no es cine se pongan como se pongan. Y no, tampoco por la curiosidad de saber de qué demonios se trata voy a perder tiempo en mirar aquello.
La cuestión es que el bodegón nunca ha dejado de ser bodegón, aunque ha evolucionado, y mucho, tanto como las formas del arte, al punto que resulta casi irreconocible en un caso como el que aquí tratamos. Pero no hace falta buscar la ficha dental: ya les digo yo que Liubov Popova pintó un bodegón:
«Arquitectura pictórica (Bodegón: Instrumentos) de Liubov Popova es una obra clave para entender la evolución del arte ruso desde el cubismo al arte abstracto. Popova participó en 0.10. La última exposición futurista de pintura, organizada por Malévich en diciembre de 1915, con una serie de obras cubofuturistas, y a partir de entonces su arte se transformaría bajo el influjo de las ideas suprematistas.
En las denominadas Arquitecturas pictóricas, una serie de pinturas no-objetivas ejecutadas entre 1916 y 1918, Popova comenzó a explorar las posibilidades de un vocabulario abstracto, siguiendo las ideas de Malévich. La elección del término «Arquitectura» se debe a su intención de resaltar los aspectos constructivos de la imagen y la creación de ritmos de planos superpuestos de intenso colorido, para lograr composiciones muy estructuradas. Este lienzo de la colección Thyssen-Bornemisza es uno de los más tempranos del conjunto, pues aunque algunos estudios recientes lo han fechado en 1916, John E. Bowlt y Nicoletta Misler apuntan la posibilidad de que sea una obra de 1915 y que estuviera ya presente en la mencionada exposición 0.10. Se trata de una composición en la que todavía se mantienen algunas referencias al mundo objetual cubista, como testimonia la silueta de la guitarra, claramente reconocible, pero ya se manifiesta una geometrización y una superposición de planos «flotantes» cuya interacción, como ha señalado Magdalena Dabrowski, «crea una tensión y, sin embargo, mantiene un equilibrio dinámico dentro del cuadro».
La arriesgada combinación de colores primarios, que da a sus obras una gran luminosidad, es una de las aportaciones de Popova al suprematismo. Como era habitual en estas composiciones, algunas zonas del cuadro están pintadas con una cierta textura, una característica que nos indica el interés de Popova por los materiales y sus cualidades táctiles —o faktura—, que para los vanguardistas rusos era un componente esencial del cuadro.
Aunque en 1922 dejó oficialmente de pintar para dedicarse al diseño, Popova, la «artista-constructora» como la llamaban sus contemporáneos, fue una de las principales defensoras del arte abstracto en Rusia, convencida de que «la forma transformada es abstracta y se halla absolutamente sometida a los requisitos arquitectónicos, como también a las intenciones del artista, quien alcanza completa libertad en la abstracción absoluta, en la distribución y construcción de líneas, superficies,-elementos-volumétricos-y-valores-cromáticos»[P.Alarcó:https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/popova-liubov/arquitectura-pictorica-bodegon-instrumentos].
Botella y frutero, Juan Gris (1919).
Juan Gris tiene más en común con John Peto además del nombre. Y es que quizás se trate de nuestro particular “segundón”, ya que en las escuelas se suele olvidar su nombre y pareciera que en España no cupiese más pincel que el de Picasso —seguro que no era para tanto—.
Pero, ¿quién era más cubista de los dos? Ya sé que la pregunta puede carecer de relevancia en realidad, pero ya saben como somos los hombres: nos gusta saber quién mea más lejos. Y aunque Picasso pintara Las señoritas de Avignon —trágate esa, Juan Gris—, lo suyo fue solo una etapa como lo de los descapotables y las veinteañeras en la crisis de los 40 —desconozco lo del descapotable, pero lo de la veinteañera es un dato biográfico claro de Picasso—, mientras que Juan Gris no conoció más etapa que la cubista, igual que Braque, lo que es toda una baza a su favor. Para el amante de los bodegones que visite el Thyssen la respuesta está más que clara: Gris gana por goleada ya que, entre otras cosas, no hay ningún bodegón cubista ni de otro estilo de Picasso. Una pena.
«En abril de 1916 Juan Gris firmó un contrato con Léonce Rosenberg por el cual le cedía la propiedad de toda su producción artística, tanto la ya creada como la futura. Poco después, entre finales de 1918 y mediados de 1919, el marchante organizó una serie de exposiciones de artistas cubistas en su Galerie l’Effort Moderne para demostrar la pervivencia de este movimiento de vanguardia, a pesar de las demoledoras críticas lanzadas por Louis Vauxcelles. Como sugiere Christopher Green, es bastante probable que Botella y frutero, de la colección Thyssen-Bornemisza, estuviera incluida en la muestra del pintor de abril de 1919, dado que formaba parte del fondo de la galería desde el mes de febrero de ese año.
Como otras naturalezas muertas pintadas en Beaulieu-lès-Loches, Botella y frutero juega con un colorido de tonos marrones cálidos combinados con verdes y grises más fríos, tomado directamente del paisaje. En una carta de Gris a Léonce Rosenberg, fechada el 10 de agosto de 1918, le expresaba sus ganas de utilizar el color en su pintura para rivalizar con la riqueza del color en la naturaleza: «Veo en el campo tonos tan sólidos y tan sabrosos de materia y combinaciones tan verdaderas que llevan en ellos mucha más fuerza que todas las combinaciones de la paleta y con ellos me gustaría trabajar». Ahora bien, frente a estos tonos naturales, la sencilla y plana geometría de la pintura y la abstracción de los objetos son claramente antinaturalistas. La disposición de la servilleta, que cae por el borde de la mesa, un motivo tomado de Cézanne, adquiere un interesante significado en el contexto de la denominada «vuelta al orden» de la vanguardia tras la guerra. El cubismo puro de Gris enlaza con la tradición francesa a través de Cézanne, que fue el intermediario entre el siglo XX y un pasado más lejano. Por tanto, como señala Green, « Botella y frutero es una obra que subraya la compatibilidad de cubismo y tradición-después-de-la-guerra»[P.Alarcó:https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/gris-juan/botella-frutero].
Bodegón con dado, Paul Klee (1923).
A veces uno tendría ganas de sumarse a los que aborrecen el arte contemporáneo. Es muy fácil decir que esas dos palabras son incompatibles y que al lado de una no se puede citar la otra. Yo mismo me siento tentado, a veces, de chistar con desprecio y mirar por encima del hombro un cuadro de Rothko.
La primera vez que vi un cuadro de Rothko fue en una visita al Thyssen con el instituto. La guía me nos preguntó que nos parecía y no pude dejar de citar una gotera incipiente del baño de mi casa. Aquello provocó risas en mis compañeros al tiempo que unas pequeñas rojeces en el rostro de la santa guía. Por aquel entonces, recuerdo, no toleraba ni un segundo que se citara a Malevich en mi presencia sin respetarle un insulto: no me caían bien, ¿saben?. Habría que ver a quien si. Luego me he dado cuenta de que la cosa no va así, de que eso son tópicos y de que el cinismo es una pose que no vale de nada ante una verdadera obra de arte. Tú puedes creerte el mismísimo Philip Marlowe redivivo, eso no importa: el arte te desnuda y te devuelve la imagen clara como un gran espejo.
En fin, que me enrollo. Algo de ese yo hace que, en un primer momento, poner este cuadro de Paul Klee al lado de uno de Balthasar van der Ast me parezca una tomadura de pelo. Pero no hay que dejarse vencer, el arte exige un esfuerzo y lo premia… Y si ni el arte vale la pena, entonces nada la merece. La verdad es que el cuadro de Klee, como ocurre con otros muchos, nos desconcierta porque es puro como hace tiempo que la vida dejó de serlo. Tanto tiempo como el que hace desde que dejamos de ser unos niños de patio de colegio.
«Paul Klee recortó muchas de sus obras en fragmentos, que reutilizaba, invertía o unía a otros trozos convirtiéndolas de inmediato en composiciones completamente nuevas. Bodegón con dado es un buen ejemplo de esta manipulación, pues se trata de un fragmento de Teatro de marionetas, una acuarela vertical de gran formato.
La composición, que como su propio nombre indica representa una naturaleza muerta abstractizada, demuestra el interés del pintor por las teorías del color y sus gradaciones y por la creación de equivalencias entre las gamas cromáticas y las notas musicales, influido por los escritos de Goethe, Runge y Delacroix. Klee había descubierto el color en 1914 durante su revelador viaje a Túnez junto a su amigo August Macke. Ambos artistas, que habían estado relacionados con Der Blaue Reiter y habían pasado una fase de admiración por Kandinsky, compartían su mutua amistad con Delaunay, que les había despertado el interés por las leyes y las posibilidades del color. Ahora bien, mientras que Macke había sido siempre un gran colorista, Klee, sin embargo, no. Procedía del mundo de la ilustración gráfica y el color que descubrió en su viaje a África proporcionó a su arte la parte esencial que le faltaba.
Klee pintó esta acuarela durante el periodo de mayor vinculación con la Bauhaus de Weimar, posiblemente el momento más fructífero de su carrera artística. Sus enseñanzas, como su propia pintura, basadas en el estudio de la naturaleza, habían alcanzado una significativa influencia y su fama empezó a propagarse internacionalmente. En sus lecciones sobre el color y la forma, dejaba claro su rechazo por las nociones tradicionales sobre la realidad en favor de un enfoque metafísico de la percepción. En su Confesión creadora escribía: «Hoy en día representamos la realidad que hay detrás de las cosas visibles, por tanto expresamos nuestra creencia de que el mundo visible es un mero caso aislado en relación al universo ya que existen muchas otras realidades latentes»[P.Alarcó:https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/klee-paul/bodegon-dado-1923-22].
Los cuadros de Rothko ya no me recuerdan a goteras, ni mucho menos. Incluso da un poco de pena una broma como esa sobre el arte de un hombre que se quitó la vida siendo millonario —como tanto les gusta remarcar a sus retractores—. Más bien hay que decir que se la quitó a pesar de ser millonario: porque el dinero le importaba un carajo, a diferencia de a sus muchos detractores. Lo mismo ocurre con Miró o con otros. Pero se olvidan de que Miró no tuvo una maldita exposición hasta que tuvo más de 50 años. Ya es paciencia para enriquecerse pintando monigotes, como se dice de él. Sencillamente, no me creo esa versión que dan de la historia.
Creo que yo mismo he cambiado e incluso me siento algo defensor de lo que el arte moderno, el arte de Rothko, representa: los conversos somos los peores. También es cierto que hace tiempo que no tenemos goteras en casa.
El mantel rosa, Georges Braque (1938).
Como digo al principio de este escrito, me es muy difícil hablar de Braque sin citar a Picasso y hablar de Picasso sin citar a Braque. Se ve que otro tanto le ocurre a Julian Barnes, que hace muy bien en considerar al francés como el pintor que más hace evolucionar el arte desde Cézanne hasta Duchamp. Así lo explica él:
«Braque hizo su gran descubrimiento en L´Estaque, no después, con obras que absorben todo lo que Cézanne había desvelado y yendo más lejos para culminar con sus pinturas del Río Tinto, que nos lanzan directamente al cubismo. Son lienzos tan asombrosos que casi nos hacen pasar por alto otro cambio radical, el del tema pictórico»[Barnes: 2019, 130].
Como bien dice el propio Barnes, «el cubismo puede ser un estilo fugaz», pero es ese cambio del tema pictórico, que en este caso se demuestra introduciendo un fondo distinto al que suelen tener las naturalezas muertas. Y, a mí, ese fondo me hace olvidarme de los elementos centrales del dibujo y perderme en él. Como una historia introducida dentro de la trama principal en una novela o un personaje secundario que cada vez que aparece en la película hace que no veamos al resto, ese es, para mí, un mérito sólo al alcance de un maestro.
«La carrera artística de Braque se vio interrumpida cuando fue llamado a filas durante la Primera Guerra Mundial, lo que provocó su alejamiento de Picasso y un apaciguamiento de su espíritu vanguardista. El tradicionalismo imperante durante el periodo de entreguerras, unido a la serenidad que le produjo su madurez, despertó el espíritu clásico de Braque, que, sin abandonar el lenguaje del cubismo, al que siempre permanecerá fiel, realiza un conjunto de naturalezas muertas que se caracterizan por sus ritmos ondulantes y sus contrastes de texturas. Ese clasicismo se anunciaba ya en un texto que escribió en 1917: «La nobleza nace de una emoción contenida. La emoción no debería traducirse en un temblor agitado; tampoco puede añadirse ni imitarse. Es la semilla, la obra es la flor. Amo la regla que corrige la emoción».
El mantel rosa, del Museo Thyssen-Bornemisza, pertenece a esa serie de naturalezas muertas pintadas en la década de 1930 y expuestas en la galería de Paul Rosenberg de París en noviembre de 1938, en las que Braque logra alcanzar una monumentalidad propia de la pintura tradicional. Los objetos que componen el bodegón —menos fragmentados que en sus primeras obras cubistas y algunos de ellos incluso representados de forma casi naturalista— están dispuestos sobre una mesa en la que ha colocado un ondulante mantel rosa, que, al estar representado en paralelo al plano pictórico, acentúa la bidimensionalidad de la composición. El fondo organizado en bandas verticales, el papel pintado de formas geométricas y las molduras rectangulares del zócalo de madera, producen un juego de formas angulares que contrastan con las líneas suaves y sinuosas del mantel. Aunque Braque venía pintando bodegones desde su recuperación de las heridas que había recibido en la guerra de 1914, en estas naturalezas muertas del final de los años treinta comienza a introducir referencias a la estancia donde se sitúa la composición. Aparece así un nuevo interés por la representación de interiores, que nos anuncia ya los Ateliers de los años cuarenta.
La obsesión de Braque por los aspectos táctiles y sensuales de la pintura, por la relación color-materia, que consideraba indisoluble, hace que el color sea algo inseparable de su textura. «He tenido siempre la necesidad de tocar las cosas, no de mirarlas simplemente», manifestaba. Esto le lleva a preparar personalmente sus lienzos y a fabricar él mismo sus colores, mezclando distintos materiales con el óleo, para conseguir efectos de brillo, sequedad o rugosidad, según los casos. Por otra parte, en ocasiones imita en trompe-l’oeil las calidades de los materiales, recuperando las técnicas del oficio de pintor decorador que le había enseñado su padre cuando era joven.
En El mantel rosa Braque ha esparcido arena sobre una preparación blanca y sobre esta superficie rugosa aplica los colores. De esta forma, el artista consigue una fiel imitación de las texturas de los distintos objetos —el papel pintado del fondo, la madera del friso de la pared o el mantel— y una verosimilitud en las calidades de las cosas, provocando una sensación de aproximación a la realidad que se contrapone a la interpretación más intelectualizada de la sintetización cubista de las formas.
Christopher Green compara este cuadro con Naturaleza muerta con mandolina, en el que se repite el mismo tipo de diseño zigzagueante del fondo. Con la introducción de este motivo decorativo, Braque no sólo hace referencia al papel pintado que había tenido un protagonismo tan esencial en la invención del papier collé del cubismo, sino que además realiza un juego irónico sobre la, quizás excesiva, influencia del cubismo en la decoración tras la Exposición Internacional de Artes Decorativas de 1925. Al reproducir ese diseño plano y dentado, hace una alusión irónica a la paradoja de cómo la moda había llegado a canonizar unos motivos inspirados en la revolución plástica de la vanguardia que el propio Braque había protagonizado.
El lienzo, que perteneció durante décadas a la familia de Paul Rosenberg (1881-1959), conserva su bastidor original, que lleva la etiqueta de Lucien Lefevre-Foinet (n. 5627), un importante suministrador de materiales artísticos, cuya-tienda-se-encontraba-cerca-del-boulevard-de-Montparnasse-de-París»[P.Alarcó:https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/braque-georges/mantel-rosa].
Naturaleza muerta, Giorgio Morandi (1948).
Bien está lo que bien acaba y no hay mejor forma de cerrar este itinerario que poniendo punto final tras el nombre de Morandi. Encuentro muchos paralelismos entre este personaje y otro del que hablaré más adelante, el escritor Lampedusa. Aunque para dos personajes tan encerrados en sí mismos y que, como en el caso de Kafka, disponen de tan pocos hechos biográficos reseñables, lo más correcto no sería decir que hay circunstancias compartidas, sino carencias compartidas.
«El arte nos obliga a fijarnos, nos quita de los ojos la miopía y las legañas de la costumbre (...). Cuando un artista es grande de verdad no sólo nos entusiasma con sus obras, también modifica insidiosamente nuestra manera de mirar, se filtra en nuestro mundo sin que lo advertimos, nos influye con más secreta eficacia cuando no somos conscientes de nuestra deuda directa o indirecta con él»[Muñoz Molina: 2012, 89].
Especialmente, decía, críticas compartidas, pues los dos, además de ser italianos, fueron considerados por dedicarse a “cosas del pasado” como la novela realista o el bodegón en tiempos de los juegos de lenguaje “a lo Joyce” o del arte figurativo. Memeces: el arte es un presente perenne, no me canso de escribirlo.
En el caso de Morandi como en el de Lampedusa no sólo hay una oposición estética, sino también una oposición política porque ambos no estaban en el bando de la progresía sino en su opuesto. Eran aristócratas y conservadores, lo que desde un punto de vista bienpensante significa fascista y opresor. Memeces una vez más.
Parece ser que Morandi tuvo algún coqueteo con el gobierno de Mussolini y con eso bastó para relegarlo al olvido: nadie hizo lo propio con Alberti —ni a mí me hubiera gustado que se hiciera— a pesar de tener el premio Lenin.
Con el paso del tiempo su figura se ha restaurado —Fellini hizo algo en este sentido poniendo algunas de sus pinturas en La dolce vita—, al punto de que muchos críticos lo consideran el mejor pintor italiano de su siglo. De nuevo ocurre lo mismo que con Lampedusa, sólo que en este caso el rescatador fue Giorgio Bassani en forma de editor dispuesto a publicar El gatopardo: toda la posteridad para él por un gesto como ese.
En cuanto a su obra, las influencias de Cézanne y De Chirico son evidentes. El trazo de uno y la hondura metafísica —«melancolía metafísica», se lee en alguna parte de El gatopardo— del otro. Pero sus bodegones me parecen más elementales que los de Cézanne, y por lo tanto más poéticos, y sus figuras me interesan mucho más que las de De Chirico. Doble victoria. Aunque mis opiniones importan poco, solo soy un aficionado.
«Fruto de uno de los momentos más felices del arte morandiano -el artista conquista precisamente en 1948 el Gran Premio de Pintura en la Bienal de Venecia-, esta Naturaleza muerta se sitúa como obra ampliamente representativa de su plena madurez.
Esta composición, compuesta por siete objetos -con la cuadrada «botella persa», amarilla, en primer plano- fue afrontada por el artista con particular interés, hasta el punto de que el catalogue raisonné recoge cinco variantes de esta obra, tres atribuidas a 1948 y dos a 1949. Sin embargo, ninguno de estos óleos está fechado y resulta muy difícil establecer con certeza el año de ejecución; aún más, a mi modo de ver sería más correcto reagruparlos todos en un solo conjunto homogéneo y coetáneo, del que esta pintura, en su día perteneciente a la importantísima colección de José Luis y Beatriz Plaza, y aquella otra, tal vez más cerrada y compacta, del Kunstmuseum de Winterthur, representan las obras más notables y celebradas.
El neto carácter morandiano de la pintura resulta evidente en primer lugar por la linealidad de la composición, en la que toda forma, incluso aquellas movidas y articuladas en su individualidad, contribuye a determinar la forma complexiva del conjunto; una masa rectangular definida según claras coordenadas espaciales. Otro elemento que se debe subrayar es la elección de los «modelos» que se cuentan entre los preferidos por el artista: en efecto, se pueden reconocer, en segundo plano, la gran jarra roja oscura, con el asa pintada de blanco y el alto jarrón de cristal con su largo cuello azul; mientras que en primer plano, además de la botella persa, como siempre dueña de la escena, resaltan la azul turquesa de cuello blanco-cal y la todavía más límpida botella redondeada puesta a la derecha, como tercer elemento del proscenio.
Finalmente se puede advertir la gama de colores, todos comprendidos entre los matices del beige-miel y las profundas resonancias del gris -los dos tonos predominantes en toda la búsqueda cromática morandiana- con las tres manchas vivas en primer plano.
La composición anticipa una instalación que volveremos a encontrar a menudo en 1954-1955 y casi parece representar un primer momento de estudio en el pormenorizado análisis que el artista dedica a la creación de una forma compuesta y concentrada, incluso en la singularidad y en el movimiento de cada uno de los elementos que la componen. Los modelos en segundo plano se acercan y se tocan casi hasta confundirse unos con otros (salvo aquel espacio vacío que se abre entre los dos jarrones altos y oscuros de la derecha, y que crea una nueva forma totalmente ilusoria, pero al mismo tiempo, nítida y presente visualmente). El segundo plano se ofrece, pues, a nuestra mirada como silencioso back stage sobre el que resaltan los tres objetos protagonistas, que se pueden leer también como formas recortada e inmersas en una luz lacticinosa, pero envolvente y cálida, que las-nutre-y-las-hace-emerger-de-lo-indiferenciado.»[Marinela-Pasquali:https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/morandi-giorgio/naturaleza-muerta]
Una cosa más. La Naturaleza muerta de Morandi es uno de mis cuadros favoritos. Esto se debe, en parte, a que el fondo de la pintura remite directamente al fondo de Canasta de frutas, el primer bodegón de la historia pintado por Caravaggio. El género del bodegón es longevo, sigue vivo, y sigue produciendo obras maestras. Pero no me parecería mal cierre poner un cuadro al lado de otro para contemplar, a lo largo del tiempo, todo lo extraordinario que nos ha sabido poner delante de la mirada.
Canon de bodegones
Para cerrar este apartado que es, en realidad, un paseo nocturno —secreto, prohibido… Eso sí, con Google Maps abierto para no perderse— por los bodegones del Thyssen-Bornemisza, quisiera proponer otro paseo por una lista personal donde son todos los que están pero no están todos los que son y que, igual que tiene la virtud de presentar algunos nombres menos conocidos, tiene también la carencia de olvidar algunos nombres imprescindibles. Ruego que me lo sepan personal, no iba a dejar de hacer un canon (personal) del bodegón solo porque Harold Bloom se haya muerto. Ahí van, sin orden ni concierto: Miró, Sánchez Cotán, Zurbarán, Van der Hamen, Luis Meléndez, Uccello, LeBrun, Manuel Franquelo, Monet, Bonnard, Vallotton, Baugin, Van Ostende, Metsu, Velázquez, Zurbarán, Rembrandt, Lagrilliere, Desportes, Moillon, Dupuis, Delaporte, Miguel Macaya, Philip Guston, Miquel Barceló y Luis Fernández.
Ya pueden atacar.
MEDITACIÓN
1.
A continuación me dispongo a preparar un intento de crítica del cuadro de van der Ast que sirve de vertebración a este texto. Resulta ciertamente difícil hacer una crítica literaria o de arte. Y como el propio sentido de este escrito es "crítico", he sorteado como he podido algunos de los males que más me preocupan entre la crítica actual.
Empezemos:
La crítica, secuestrada hace tiempo por el periodismo, ha sembrado el vocabulario dedicado a los libros de adjetivos grandilocuentes, tópicos intercambiables y más o menos varias pautas que valen para referirse a todo. Eso, en el mejor de los casos; en el peor, el objeto de diálogo es solo la excusa para dar datos genéricos del autor o de las circunstancias más banales que envuelven a la creación cuando no para hablar de política. Entonces hablamos no ya de una crítica periodística -lo que ya es una catástrofe del pensamiento- sino de una crítica ideológica, que solo pretende hablar de otros temas pero dándole el barniz de la cultura. Pero, ¿cuáles son las alternativas? No es fácil hacer una crítica seria. Se tiende a hablar demasiado del contexto histórico, del económico, del político, del cultural, del social... Se puede, también, hacer un análisis textual -aunque en una traducción carece de sentido-. Otros intentan "descifrar" la intención del autor -tarea harto difícil-... suponiendo que la tuviera, que supiera que la tuviera o que, caso de tenerla y haberla desarrollado voluntariamente, ser descifrada correctamente por el crítico quien, normalmente, tiende a inventársela o a tergiversarla con extraños fines. Por último, lo más válido sería ejercer la comparación ya que, como es bien sabido, algo mejor forma de definir algo es por comparación. Lo malo es que la comparación suele carecer de rigor y obedecer a criterios irracionales, casuales o "de impresión".
Otro de las cuestiones a tener en cuenta a la hora de hacer una crítica literaria es la del tono con que hacerla. No solo el lenguaje usado -culto o llano-, sino la calidad de los argumentos. Ser muy especialista es bastante restrictivo y también algo aburrido; mientras que ser divulgativo corre el riesgo de no decir más que evidencias o vaguedades, ya que uno de los riesgos del divulgador es el de resultar insultantemente simple.
Ciertamente, son muchos los peligros a la hora de hacer una buena crítica. Quizás lo más razonable sea no hacerla o, sencillamente, dedicarse a leer las críticas de los demás en busca del método más sutil para desaprobarla. Esa es una actitud en boga entre aquellos con cierta capacidad intelectual. Lo paradójico, es que no deja de ser otra desaconsejable tara de la crítica.
Lo primero que tengo que declarar aquí es mi admiración por Balthasar van der Ast: uno de esos extraordinarios desconocidos del arte. Todo este escrito no pretende más que ser un homenaje a un cuadro suyo. He podido consultar otros cuadros suyos a través de internet y en todos ellos hay algo que me gusta, si bien ninguno es la mitad que bueno de lo que es su obra maestra Vaso chino con flores, conchas e insectos. Bien es cierto que es el único que he podido ver personalmente.
En todos sus cuadros se repiten varios elementos que, si se tratara de alguien menos correcto como es su personalidad de pintor podríamos decir tenebrosamente que son “obsesiones”: la porcelana china, las flores exóticos y las conchas e insectos. Más allá de las condiciones materiales de las que pudiera disponer el pintor para pintar, a mi estos elementos me llevan a pensar en alguien que quería contener todos los elementos de la vida en cada cuadro. Un amante de la vida.
De su vida sabemos más bien poca cosa: vivió un tiempo en Utrecht y murió en Delft; tuvo dos hijas y su cuñado fue el pintor Bosschaert con quien comparte pared en el Thyssen, además de época, estilo, influencias e intereses. Algunos dicen que le copió y, si lo hizo, lo superó con creces jugando en el mismo terreno.
La presencia de insectos en su obra pone en duda el que se les pueda llamar naturalezas muertas e incluso naturalezas inertes, como se les decía entonces. A mí eso me provoca admiración: alguien que dice “voy a pintar una naturaleza muerta pero rodeada de vida y de seres vivos”. Alguien que decide penetrar en el tipo de pintura que más éxito popular tiene en su época pero que decide saltarse todos los registros.
Lo imagino preparando el cuadro, seleccionando las flores, viajando por distintas localidades y paseándose lentamente por los mercados, mirando y escogiendo, regateando para bajar el precio, poblando su cabeza con las posibilidades del cuadro que más adelante pintaría su mano. Encorvado sobre libros de botánica, navegando entre nombres latinos y dibujos simples hechos a vuelapluma por especialistas, pensando en cómo será la flor de verdad y en cómo podrá hacerla justicia con su talento.
Un hombre interesado por los insectos, juntándose con tipos extraños, hombres agrestes que quieren solo un poco de dinero para justificar una actividad tan delirante como la suya: salir al campo a cazar seres diminutos, en busca del más extraño, del más parecido a una criatura extraída de un bestiario medioeval.
Paseando por el muelle, en la orilla arenosa, o incluso metido en el agua, extrayendo conchas del fondo, apartando la tierra de entre sus concavidades rugosas y descubriendo, como un arqueólogo armado con un pincel, la forma que se esconde debajo. Mirando la concha a contraluz como quien examina la autenticidad de un billete y arrojándola después al mar: “necesito otra cosa, vamos a buscar una concha más: seguro que la siguiente es la adecuada”. Un hombre hecho y derecho que, después, compartiendo unas cervezas con unos amigos en la taberna saca una pequeña bolsa repleta de conchas y se pone a debatir con ellos: a los hombres nos encanta perpetuar nuestros juegos infantiles con excusas aceptables para un mundo como el adulto donde, en realidad, juegos así resultan del todo inaceptables.
Todo son imaginaciones, especulaciones, propuestas que añaden devoción y que hacen pasar más tiempo junto al cuadro, como cuando se imagina que estará haciendo en ese momento la persona amada mientras pensamos en ella a kilómetros de distancia. Juegos, precisamente, juegos de la imaginación que reviven personas a partir de unos cuantos datos y las animan como a los muñecos de la infancia, haciéndolos perfectamente reales para nosotros.
Perdonen si adopto mucho la primera persona en estas páginas, me cuesta evitarlo.Tengo para mí que hay una inextricable y en parte secreta imbricación entre el género de la autobiografía y el género del ensayo. Y no deja de tener un sentido profundo la cuestión porque ¿podemos fiarnos de un estudio muy pensado, detallado, bien asentado y extraordinariamente argumentado una vez que sabemos que su autor carece de experiencia práctica en la materia? La respuesta, la mía al menos, es que no, de la misma forma que una gran cantidad de experiencias en una materia no nos convierte en expertos de ella si no hemos reposado esas experiencias y reflexionado en torno a ellas -un poco lo mismo que ocurre en la vida-. Diríamos, entonces que nada como el término medio, y aunque valoro mucho el estudio sobre la materia por parte del autor cuando leo sus conclusiones, no puedo respirar aliviado hasta que leo alguna confesión de corte autobiográfico -mejor si está presentada con algo de autoironía: ese saludo amable de la inteligencia en todo interlocutor- que de alguna forma baja a tierra el objeto de estudio y une la vida con la obra. Mis pensadores favoritos son aquellos que supieron conectar ambas cosas. No creo, como Steiner decía de Heidegger, que se pueda ser el mejor de los filósofos al tiempo que el peor de los hombres. Tampoco me quiero casar con nadie, pero a toda figura pública le pido un mínimo de "imitabilidad", sobre todo en el llamado ámbito de las Humanidades. De lo contrario, la queja hamletiana contra la futilidad de las palabras se hace real, y cancelando esa correspondencia entre lo que el autor dice y lo que hace —lo predicado y su ejemplo— queda cancelada y damos armas a quien hoy mira un libro y tristemente piensa: “palabrería”.
¿Cánones? Más bien manías. Bueno, como se decía en la película nadie es perfecto.
Yo desde luego disto mucho de serlo.
¿Qué más podemos decir de nuestro amigo Van der Ast? Me gustaría poder encontrar un retrato suyo, pero es imposible. Como escribe Muñoz Molina, «Cuanto menos datos tenemos sobre la vida de un artista parece que se nos vuelve más intensa la presencia de su obra»[muñoz Molina: 2013, 11].
Acostumbrados, como estamos, a conocer los rostros de las personas que actuamos en la actualidad —al punto de que si las encontramos por la calle podríamos saludarlas—, se me hace raro este abismo anacrónico. Igual que se me hace raro rastrear en Internet en busca de sus obras. Busco imágenes, trato de confirmar que sean suyas, las amplio y contemplo fijamente, trato de concentrarme en ellas, encuentro destellos maestros que me animan, paso tiempo mirándolos, me desilusiono: no parecen las obras de un maestro y no es lo mismo mirarlas a través de una pantalla que de tan cerca que podamos oler el barniz del marco. Mejor cierro el ordenador y me pongo a otra cosa.
Balthasar van der Ast, eres inalcanzable para mí. Como un fantasma, como el extraño dueño de los objetos abandonados del cuadro de un coetáneo tuyo siento que has abandonado tu obra maestra en un país extranjero y que ella no es suficiente para llegar hasta tí, que te escapas, inalcanzable como un sueño temprano que nos parece de otro. Te abandono y abandono la idea de conocerte y me declaro adorador de la única pintura tuya que conozco. Espero que su verdadero rostro se me presente con más claridad que el tuyo. Los pintores sois hombres extraños.
—No has entendido nada: yo no soy importante. Te empeñas en conocerme sin comprender que el arte trasciende al hombre y que solo le da un sentido de alcance íntimo.
—Pero necesito llegar al hombre para desentrañar la obra, o al puzzle le faltará una pieza central.
—Lo que buscas es imposible: el tiempo devora a sus hijos y no podemos volver sobre nuestros pasos en la playa para descubrir de donde vivimos: solo nos queda seguir andando para descubrir a dónde vamos.
—Sigo pensando que este trabajo quedará incompleto. Esa negativa tuya a enseñar tu rostro no hace más que ahondar en muchas de las carencias de lo que intento escribir aquí
—Los hombres buscan inútilmente el rostro de Dios, no busques inñutilmente el rostro de un hombre desaparecido y conténtate con las cenizas de él. Te aseguro que mi vida no fue como mis cuadros y que nada de lo que me sucedió significó nada trascendental y libre de la contingencia.
—Al menos cuéntame algo personal: una anécdota, un deseo, una idea tuya.
—No he llegado a saber si el alma de las flores y los insectos entra en el Reino de los Cielos.
Me despierto.
El origen simbólico del bodegón va unido a su origen literario. En uno de los libros del Antiguo Testamento (Amós 8:1-2), Dios le muestra a Amós un «cesto de higos maduros» que viene a presagiar futuras calamidades para el pueblo de Israel. Es el principio de una tradición simbólica en el bodegón que se extendió de la literatura a la pintura y que se ha mantenido en ambos casos de forma ininterrumpida desde entonces hasta nuestros días, como bien se encarga de ejemplificar (abundantemente) Guy Davenport en su formidable Objetos sobre una mesa, y que John Berger) amplía en un artículo comparando los bodegones con haikus japoneses.
Este mantenimiento abre una pregunta que podemos concretar en el caso que nos ocupa: ¿Qué buscaban los pintores de bodegones como Balthasar van der Ast, qué otra cosa sino la verdad, su verdad, la verdad de lo representado, la verdad del momento pintado? Hambrientos de verdad, pintando la buscaban.
Veamos un posible simbolismo encontrable en Vaso chino con flores conchas e insectos de Balthasar van der Ast.
A Aristóteles le preocupaba que hacía que todo se moviera. No le contentaba la tesis de su maestro porque su aguda observación de los fenómenos naturales le decía que el mundo no se correspondía con otro mundo suprasensorial, que lo uno no tenía una correspondencia directa con lo otro. A él le parecía que toda manifestación era una conjunción de acto y potencia. Al precedente de este fenómeno lo llamó causa motriz. Así, un cuadro es un conjunto de pinceladas, dadas una tras otra. Distinguía cuatro tipos de causas: material (el pigmento con cuya mezcla se forma la pintura), formal (el dibujo, las formas, los colores, las correcciones), matriz (el pintor que avanza en su tarea) y final (el cuadro terminado y entregado a su comprador).
Bien, el mismo filósofo, recogiendo toda la tradición de pensamiento anterior, reunió los clásicos cuatro elementos de agua, tierra, fuego y aire y les concedió unas características a cada uno. Según él, todo el mundo era explicable por la conjunción de esos elementos. Ellos eran la causa de todo lo acontecido y por acontecer en el mundo.
En la Edad Media, todos los textos de Aristóteles extraviados en los siglos anteriores fueron traducidos y leídos, y gracias a ello pudo Tomás de Aquino hacer teología. En el Renacimiento esos mismos textos fueron ampliamente divulgados entre la pequeña porción lectora de la sociedad, un proceso que continuó varios siglos. La influencia de este autor es notable en autores literarios barrocos como Shakespeare o como Calderón de la Barca que En la vida es sueño escribe abundantemente de los cuatro elementos y del reino animal, al punto que en algunos de los fragmentos más extraordinarios Segismundo compara su situación con distintos animales, invocando, en su comparación, «fuego, tierra, mar y viento». Esto es en 1635.
Apenas unos años antes, van der Ast pinta su gran cuadro. En él, los cuatro elementos aparecen representados simbólicamente: salamandra (fuego), concha (agua), abeja y mariposa (aire, al tiempo que nacimiento-muerte), insecto y flor (tierra).
Como hay cuatro causas y hay cuatro elementos, tenemos cinco sentidos: tacto, vista, olfato, gusto. Tengo para mí que todos ellos quedan agasajados en la pintura de van der Ast: cuanto más se mira más tangible sea hace.
Y eso no es todo. Igual que la fruta simboliza diferentes dilemas morales como el pecado (la manzana), la salvación (la pera) y la unión de pecado y salvación (la cebolla; onion=union), como demuestra Guy Davenport; igual, las flores encierran su propio significado individual: su selección no solo era estética sino también moral. La lila, sobresaliendo como punta de lanza del conjunto, representa la pureza, que bien nos podría hacer pensar en una deidad como la Virgen María que no era reconocida como tal dentro del mundo luterano y que en el mundo católico era cada vez más reivindicada desde el Concilio de Trento. ¿Sería van der Ast un católico silente en tierra de paganos? ¿No podríamos establecer, aceptando la hipótesis, que ahí hay todo un análisis profundo para una época, como la nuestra, donde cualquier ansia trascendente es pagada con burlas, calumnias y hasta vituperios? Para el mundo moderno, esa teoría supondría una toma de conciencia.
El silencio de van der Ast, sería un silencio que nos habla, como el silencio de Dios. ¿Qué se nos dice de la vida de Cristo? Apenas nada: 3 décadas de vacío y unos pocos de actos, una obra. La vida en silencio es tanto como la obra en silencio: un vivir más significativo y un obrar más significativo. Parafraseando a Juan de la Cruz, «una sola palabra dijo el Verbo, pero la dijo en silencio el Padre, y solo en silencio puede ser acogida»
La renuncia a la fe cristiana que habría supuesto para él vivir en un país luterano sería una renuncia aparente que le podría haber llevado a la reconciliación personal. Pero del silencio ya hemos hablado antes y ya hablaremos más adelante: dejémoslo aquí.
Aparte de una representación concreta poblada de imágenes simbólicas, Vaso chino con flores, conchas e insectos es, también, un objeto material. Todo bodegón es un objeto en sí mismo que, como cuadro —marco, pigmentos, tela— es materia.
El enfrentamiento con la realidad, la lucha de la esperanza contra lo real, que acaba siempre en tragedia, en la postración ante la realidad, en la admiración del vencido por su vencedor, es también un componente de las Naturalezas muertas.
¿Qué papel juega el mundo exterior en un bodegón? Es decir, ¿que hay del resto del mundo no representado en el cuadro? Nosotros contemplamos sólo una parte infinitesimal, el bodegón. Nuestro mundo como espectadores solo está ahí. Pero sabemos que fuera de esa estancia el mundo continua su marcha.Es solo que, como afirma Jiménez Lozano, «todo aquel ruido y esplendor no significan absolutamente nada» [67] porque «en cuanto entramos en esta estancia y nos sentimos acompañados por las cosas, esto es lo que nos sucede» [67]. Como ya había adelantado: «Y la estancia donde están esas cosas nos invita a entrar, y a quedarnos»[65].
Cabe aventurar como sería esa lucha hoy, que ya no tenemos lugar para lo trascendente en nuestra concepción: ¿Cómo sería una Naturaleza Muerta del siglo XXI? ¿Aparecería un microondas, una turbomix, comida recalentada, un lavavajillas, un frigorífico, la vitrocerámica, envases al vacío... Todo ello en lugar de las cerámicas y vasijas de antaño? Creo que no. Cambiaría la forma, pero el fondo seguirían siendo unos objetos sencillos, pertenecientes a otro mundo, artesanales. De hecho, nuestro mundo sigue plagado de bodegones: en restaurantes, en salas de espera, en casas antiguas, en anticuarios… Da un poco de pena pensar que pasamos por la vida sin fijarnos en ellos, como si no estuvieran. Y que cuando los veamos no sea más que para pensar: otra pintura insípida con la que rellenar unos centímetros de pared. Pareciera que los bodegones, como los árboles, nos observen con una ironía serena, balbuciendo aquello tan antiguo pero igualmente cierto: «vanidad de vanidades».
Más allá de la boutade, produce tristeza constatar la desaparición de cierta perspectiva sobre el valor real de las cosas. El contacto directo con lo más simple, con la comida, que ahora nos viene cómodamente presentada en bandejas de plástico; no así antes, en el complicado trajín de la preparación. Aún nuestros abuelos pertenecen a ese mundo impregnado de realidad, en contacto continuado con ella. Nosotros, por el contrario, percibimos ese mundo como inalcanzable porque nuestra realidad está compuesta de millones de realidades dispersas…
Los cuadros tienen una gran historia detrás de ellos: encargo, consecución de materiales, estudio y planteamiento, ejecución, correcciones, entrega, recepción, traslados, ventas… Y restauraciones. Porque como todo lo material, los cuadros están sometidos a una degradación continua. Es así empezando por el marco, siguiendo por los pigmentos y terminando por la tela: todo en él se descompone, exactamente igual que ocurre con nosotros. Solo pensarlo estrecha la garganta. Pero es la realidad: «La obra de arte es un objeto que, independientemente de como lo consuman las personas, vive en el tiempo como todo objeto físico»[Eco: 1988, 124].
Si todo va según lo esperado, algún día el mundo mismo desaparecerá y, mucho antes de que eso ocurra, no quedará un cuadro de Vermeer, una sinfonía de Beethoven, un poema de Leopardi o una película de Scorsese sobre la faz de la tierra. Ni mucho menos un hombre vivo en condiciones de escucharlo. Eso no es lo aterrador, o no todo, pues lo más probable es que mucho antes de que el hombre haya desaparecido, lo habrán hecho el arte y la cultura. Es probable que ni siquiera interesen entonces ni el arte ni la cultura: conceptos vacíos entonces como hoy, pero que careceran del significado dado con anterioridad para ellos del que disponemos actualmente.
¿Cómo se las arreglaran en un mundo así que parece sacado de una de tantas distopías pueriles como se ven hoy entre los superventas? De nuevo nos valemos de Eco: «...tenemos vestigios de una obra casi perdida pero no del todo. En ellos, pese a la acción del paso del tiempo o precisamente en virtud de la acción del tiempo, intentamos inferir —a partir de lo que nos queda— como pudo haber sido la obra»[Eco: 1988, 125]. Más adelante Eco explica que «esa temporalidad de la obra en cuanto objeto físico probablemente tenga poco que ver con la relación-tiempo-arte»[Eco: 1988, 125]. Y tiene toda la razón. Solo que como él ya desarrolla el problema de la temporalidad en el arte, a nosotros nos interesa hablar de la temporalidad en el soporte físico del arte.
Se nos abre la posibilidad de cientos de preguntas sin respuesta, aquí. Especulaciones que, desarrolladas, conducen a la depresión o al nihilismo.
Como todo lo demás en el universo conocido, estamos condenados a la destrucción. Pero, a diferencia de todo lo demás, nosotros somos los únicos conscientes de ese inevitable fin. Esa circunstancia es, según el pensador rumano Cioran, «un error trágico de la naturaleza». Para mí no es más que la certeza de que no somos iguales al resto de la naturaleza y que, por lo tanto, no estamos condenados a la desaparición. Y ese aparente error de la naturaleza que nos condena a un sufrimiento implacable es, en realidad, una herramienta para entender el verdadero funcionamiento de la vida. A éste propósito, leemos en el Diccionario de las artes lo siguiente:
«El estupor que constituye la certeza de estar constituidos por un efímero equilibrio de Tiempo y Conciencia conduce a la inevitable verdad de que es el pensamiento lo que nos ha introducido en la muerte. Siendo esto así, el pensamiento es la única herramienta capaz de sacarnos de la muerte»[Azua: 1995, 216].
Azúa es otro de tantos pensadores persuadidos por la depresión y el nihilismo. Su extrema lucidez le impide abrazar una verdad más simple: que la conciencia no es un castigo sino una bendición. Y que gracias a ella podemos superar nuestro miedo a la muerte como precipicio, aceptándola como umbral.
Consuelo de tontos, me dirá un racionalista con sus medidos cálculos de un mundo que camina a pasos agigantados hacia su fin. Yo, que aspiro a ser tan idiota como el bueno de Mishkin, prefiero escoger como Aliosha al final de Los hermanos Karamazov, el camino de los niños y digo con él: «Resucitaremos sin falta, nos veremos sin falta y con gozo y alegría nos contaremos unos a otros todo lo que nos haya sucedido» [Dostoievski: 2009, 1112]. Mi aspiración es albergar un corazón sencillo.
Hay quien pensará que es negar una realidad. Para mí es una esperanza. En cualquier caso, a todos nos gusta escucharlo alguna vez: no hay nada que temer, todo irá bien.
¿He cumplido mi propia expectativa? ¿Es esta una buena crítica? En absoluto lo es: de hecho, es su antítesis. El peor tipo de crítica imaginable: la especulativa que, con un dato de aquí y otro de acá traza una hipótesis indefendible ante un tribunal serio. Más que al de la crítica, lo anterior debería pertenecer al género de las confesiones, sin tampoco ser especialmente lúcido en este sentido, más allá del interés personal de uno.
¿Qué quería decir Balthasar van der Ast? Mejor expresado, ¿qué quería transmitir? A eso deberíamos remitirnos en una crítica y a descubir esa verdad debería dirigirse un análisis riguroso de un cuadro, porque toda obra de arte es un ejercicio comunicativo donde lo que importa es que el receptor entienda la totalidad de lo que el emisor le ha dicho. El resto son películas sin interés.
El mío es un fracaso crítico. He tratado de mirar atentamente el cuadro, de leer y pensar sobre él y en torno a él para, después, correr a olvidarlo todo y narrar esa experiencia silenciosa. Como ya he dicho, un fracaso.
2.
Hay algo en los actos que realizamos diariamente que es algo así como sagrado. Acostumbrados como estamos a una vida de oficinista, una vida burocrática, una vida encapsulada, una vida que nace en incubadoras y permanece en prolongaciones sociales de esas incubadoras, una vida estéril. En mi opinión, esa vida queda absuelta en pequeños detalles cotidianos, los ritos sagrados con los que cada persona trasciende su día. Bien, todo el mundo se ducha, se viste, desayuna, conoce las noticias, va a alguna parte y allí hace algo, emprende el camino de vuelta y se entrega a un pequeño rato de ocio cuando no a otra actividad igualmente engorrosa. Por supuesto que este esquema admite todas las variaciones y apostillas que se quiera: pretende sólo dar una idea genérico. No importa que se haga, importa como se haga. Es difícil ser individuo en la elección de esas actividades —no va uno a vestirse con los pies o a ponerse los zapatos antes de los pantalones—, importa cómo se ejecuten: la forma en que me arreglo la camisa o como me ato el zapato. Pequeños detalles.
La gente escoge un día de la semana para ir al cine, para visitar un museo, para tomar un café con un amigo, para pasear por el Retiro, etcétera, esas son nuestras pequeñas liturgias. No qué hagamos: sino cómo lo afrontemos.
Separar a alguien de su modus operandi nos resultaría extraño. Cuando alguien hace las cosas de modo distinto a como las hacía siempre le espetamos: “te noto cambiado”. La persona lo negará incluso aunque sea cierto. Claro que cambiamos, gracias a ello crecemos.
Trato de prestar atención a la forma en que ejecuto las cosas que mi estilo de vida me condena a repetir. Y trato de darles ese significado secreto. Me tomo mucho trabajo en hacerlas como siento que debo hacerlas, y me cuestiono continuamente sobre si esa forma se corresponde a como deseo hacerlas ateniendo a mi concepción ideal. Gracias a ello, siento que hay un avance incluso en esos días que se quedan varados. Puedo rescatar algo del estropicio de una mala racha solo volviendo a ellas. Un gesto me absuelve si es auténtico, si yo lo hago auténtico. En esa íntima conexión con lo más hondo de mi ser está mi absolución autobrindada.
En El Gatopardo, ya desde la escena inicial, vemos una imagen cotidiana (rezo matutino) que bien podría ser una escena interior de Rembrandt. Se describe, a continuación, un jardín lleno de flores. Todo ello está cargado de liturgia: un mundo personal se abre antes nosotros. Es el mundo de Fabrizio,el protagonista de la novela.
Un mundo que, como pronto comprobaremos, queda retratado en un momento límite, el de la decadencia de la aristocracia a la que pertenece el protagonista, y el nacimiento de la burguesía. Fin de una época, comienzo de otra. Vivimos esos días de incertidumbre -"cuando unos dioses han muerto y los siguientes todavía no han nacido", que diría Nietzsche- desde los ojos de Fabrizio, cuyo mundo se desmorona. Un desmoronamiento que es alegórico y es físico: el mundo de Fabrizio morirá y el propio Fabrizio morirá. Como todas las grandes novelas,nos prepara para la muerte. Pero no adelantemos acontecimientos: queda un trecho por recorrer antes de entrar en la noche.
El novelista Felipe Benítez Reyes lo expresa muy bien en el prólogo de mi edición: «El gatopardo como un amplio símbolo, una desencantada alegoría: el solitario en su mundo. Un solitario altivo en un mundo declinante. Un mundo que iba siendi invadido y despojado de su simbología: un mundo simbólico con símbolos en ruinas, que es algo así como un mundo mágico con magos moribundos» [Lampedusa: 1999, 6].
Estamos al inicio de la novela y somos Fabrizio y, lo que es más importante, estamos invitados a ver el mundo, su mundo, un mundo que agoniza, con su serena mirada. Somos los ojos de Fabrizio. No lo seremos durante toda la novela porque Lampedusa maneja a un narrador que es como un señor omnipotente capaz de condensar años en unas pocas de páginas, de dilatar décadas en una línea, y de detallar un día profusamente. Ahí está una de las razones de su genio: «...desde entonces no se ha publicado en Italia, y acaso en Europa, una novela que pueda rivalizar con ella en delicadeza de textura, en fuerza descriptiva y poder creador»[Vargas Llosa: 2002, 295].
Así, encontramos numerosas descripciones, muchas de ellas con su clave alegórica. Entre ellas, algunas naturalezas muertas con su vanitas moral incluida: toda la pompa no evitará que nos consumamos aunque sí que le dará un toque más elegante, más distinguido al modo en que lo hagamos.
Siguiendo la propuesta del antropólogo Claude Lévi-Strauss en Mitologías (citada por Davenport en su antes citado ensayo) son el conglomerado de liturgias que envuelven acciones como el comer, su celebración en sociedad siguiendo una serie de preceptos establecidos, lo que nos diferencia de los animales, el punto del que parte toda civilización digna de tal nombre.
El Gatopardo es un libro plagado de descripciones -paisajes, hombres, lugares, habitaciones, escenas-; plagado de máximas brillantes propias de un moralista francés del siglo XVIII; plagado de cotidianeidad cargada con certeras alusiones metafísicas; plagado de costumbres. Todo ello constituye un canto a una civilización en decadencia, un mundo que si no ha desaparecido ya está a punto de desaparecer. Y, por lo tanto, constituye también, todo un tratado de la vida; toda la vida está en un libro que es tanto recreación histórica como alegoría mítica, diccionario filosófico como manual de costumbres, paisaje físico como retrato moral... Uno de los mejores textos jamás escritos en el que no nos interesa tanto el qué se nos narra sino como se nos narra.
Hay dos descripciones en la novela que quiero rescatar porque constituyen casi la descripción gráfica de un bodegón. En la primera, más breve, se lee: «Iba esquivando las mesas, donde, entre naipes en desorden, fichas y copas vacías, asomaba el caballo de espadas augurándole viriles hazañas»[Lampedusa: 2998, 69].
En la segunda, más extensa, se nos narra una gran liturgia: la última gran cena dada por el príncipe Fabrizio, en honor del archiconocido amor entre Tancredi y Angélica. Ese amor pone al príncipe frente al espejo de la muerte: «Un hombre de 45 años puede creerse aún joven, hasta que cae en la cuenta de que tiene hijos en edad de amar»[Lampedusa: 1998, 53]. En el momento de escribir esa frase, Lampedusa tenía 58 años y estaba hablando, como en otras ocasiones del libro, de sí mismo por medio de los sentimientos de Fabrizio. Aunque eso no es lo relevante, sino la propia descripción:
«Por debajo de los candelabros, por debajo de los fruteros de cinco pisos que elevaban hacia el techo lejano sus pirámides de dulces de reserva nunca consumidos, desplegaban su monótona opulencia las tables a thé de los grandes bailes: coralinas las langostas escaldadas vivas, céreos y untuosos los chaudfroids de ternera, de tonos acerados las lubinas inmersas en suaves salsas, los pavos dorados al calor de los hornos, las gallinetas deshuesadas que yacían entre ambarinos montículos de pan frito decorados con un picadillo de sus propios menudos, las tartas de foi gras rosadas bajo su costra gelatinosa; pálidas galantinas color de aurora, y otras diez delicias no menos crueles y coloreadas; en los extremos de la mesa dos monumentales soperas de plata contenían el consomé, bronceado ámbar transparente (...).
«Enormes baba tostados como el pelaje de los alazanes, Monte-Bianchi nevados de nata; beignets Dauphine que las almendras salpicaban de blanco y los pistachos de verde; pequeñas colinas de profiteroles al chocolate, marrones y grasos como el humus de la llanuria de Catania, de donde, por cierto, al cabo de múltiples metamorfosis, procedían, parfaits rosados, parfaits color champaña, parfaits cenicientos que se deshojaban y crujían cuando la espátula los separaba, acordes en tono mayor de las guindas confitadas, timbres ligeramente ácidos de las amarillas piñas, trionfi della Gola: verde mate con los pistachos molidos; paste delle vergine, Asaz impúdicas»[Lampedusa: 1998, 165-66].
Todo este festín viene en un punto de inflexión en la novela el cruce de lo que se pierde y de lo que llega —«Nosotros hemos sido los Gatopardos; los Leones; quienes ocupen nuestro lugar serán los pequeños chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra»[Lampedusa: 1998, 135]— y, en medio, Fabrizio como mero daño colateral: «El sentido de la tradición y lo de perenne expresados en la tierra y en el agua»[Lampedusa: 1998, 179]. Mejor aún, en los manjares de una última cena simbólica.
Como toda gran novela, El gatopardo admite varias lecturas. Creo que la lectura que yo propongo es una de las más adecuadas a la intención del autor. Lampedusa quiso reconstruir una parte real de su linaje en la que poder encerrar lo que había heredado y perdido y como él había entendido el mundo. Un tipo solitario y observador que quiso dibujar un gesto elegante—pues era un esteta: la novela está plagada de un estilo desprendido, ya, en la propia escritura—, antes de desaparecer. Quizás esa sea la mayor liturgia personal que nadie pueda hacer: marcharse silenciosamente dejando una obra envuelta en incógnitas: «El verdadero, el único problema consiste en descubrir el modo de seguir viviendo esta vida del espíritu en sus momentos más abstractos, los que más se parecen a la muerte»[Lampedusa: 1998: 36].
Y, en fin, la propia novela es una naturaleza muerta: una naturaleza cotidiana que nos es descrita pero que en su belleza lleva implícita también su muerte. La clave de esta visión la percibe muy bien Vargas Llosa: «ha sido congelado el tiempo» en «un hermoso paisaje inmóvil», «un presente al que, a su vez, el futuro irá devorando»[Vargas Llosa: 2002, 298].Porque toda naturaleza muerta representa ese momento límite que es también el contenido filosófico de la que quizás sea la mejor novela de su siglo.
En un momento de la novela asistimos a la siguiente discusión entre Fabrizio y un jesuita:
—El Señor sanaba a los ciegos de cuerpo pero, ¿cómo acabarán los ciegos de espíritu?
—No somos ciegos, querido padre, solo somos hombres. Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar.
Ya se sabe: vanidad de vanidades. Todo ceniza. En palabras de Carlos Castilla del Pino, «El bodegón es un monumento a lo muerto»[El bodegón: 200, 82].
3. Silencio.
Cada vez me interesan más los místicos en todas sus variantes y en todas las épocas. Son como un resquicio irrefutable en un mundo obsesionado por darle una explicación racional a todo al tiempo que niega cualquier posibilidad trascendente de antemano. Un tiempo y un mundo sin posibilidad de misterio.
No así en el caso de los místicos a quienes, quitando alguna vaga imputación de locura sin más explicaciones, nadie les hace demasiado caso. Bendita ignorancia esa, porque así nadie trata de dinamitar nuestra esperanza.
Los místicos son inclasificables. No hay etiquetas para ellos, como no las hay para nadie que busque la verdad a través de todos los desiertos del alma imaginables.
Me interesan los mísitcos de la antigüedad y también los modernos. El último con el que he entrado en contacto es con el pinto Balthus. Familiarizado mínimamente con sus cuadros, la última noticia que había tenido de él era que se había pedido la retirada de un cuadro suyo en norteamérica por ser éste considerado “pornográfico”. Otro tanto más a favor de la estupidez humana. Recientemente, me encontré con sus memorias en una librería de viejo. Comencé a leerlas por curiosidad, pero cada vez que abría el libro, fuese por donde fuese, su voz me golpeaba en lo más profundo del espíritu. No pude evitar llevármelo y leerlo de corrido. Balthus escribe con frases de verdad intemporal, con la voz clara de los profetas y de los visionarios, de aquellos cuya sola mirada atraviesa como un lamido de fuego: «Cada día, hecho por Dios, rezo y medito en silencio. Esta disposición es esencial para librarse dl desastre del mundo, de sus movimientos incontrolados, de su rumor dispendioso»[Balthus: 2002, 60].
Cuando leo a Balthus siento que ese tipo de sabiduría antigua, de vida digna conforme a unos ideales, el encadrarse dentro de una gloriosa tradición y permanecer ahí a pesar de las tormentas del alma, aún hoy es posible. Su vida, su obra y el cruce de ambas en la escritura de sus memorias me hacen mantener intacta mi esperanza:
«El retiro no significa afán de huir, desprecio del mundo y los hombres, soledad exasperada. La aspiración al ascetismo implica el conocimiento de los demás y la solución de los misterios. Estar en el mundo es arriesgarse a diluir estos misterios, a no llegar a desvelarlos nunca. En el fondo, mis lugares siempre fueron retiros: como en los castillos feudales o las clausuras monacales, se trataba de ver el mundo y ocultarse de él, estar en la presencia-ausencia, listo para la aparición del secreto» [Balthus: 2002, 94].
Para mí esto supuso una revelación porque, quizás guiado por un inevitable despotismo adolescentil, pensaba que el retiro del mundo si era afán de huir, es más, que para el retiro del mundo era necesario huir de él. De ahí provenía mi admirada lectura de Thoreau o de Montaigne: ellos habían huido del mundo y yo, como adolescente inevitablemente ñoño y cargado con algunos prejuicios románticos, quería seguir sus pasos, recluirme y, desde ahí escribir al mundo al tiempo que me escribía a mí mismo. Y , sí, tanto Walden como los Ensayos son dos grandísimos libros, pero como toda obra literaria —también las Memorias de Balthus, no se crean, quien al parecer tenía mucha inventiva para añadir pasados novelescos a su estirpe—, están llenos de falsificaciones y querer imitar esas experiencias no es más que un delirio quijotesco propio de quien se queda mirando el dedo en vez de la dirección hacia la que señala.
«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida podía enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida, pues vivir es caro, ni quería practicar la resignación a menos que fuera completamente necesario. Quería vivir en profundidad y absorber toda la médula de la vida, vivir de una manera tan severa y espartana como para eliminar cuanto fuera la vida, abrir un amplio surco y arrastrarlo, aprisionar la vida y reducirla a sus términos inferiores y, si resultaba mezquina, coger toda su genuina mezquindad y hacerla pública al mundo; o, si era sublime, saberlo por experiencia y ser capaz de dar cuenta de ello en mi próxima excursión»[Thoreau: 2013, 138].
Thoreau parece establecer una separación clara entre el mundo idílico de su cabaña y el resto del mundo. O estás en la cabaña o está fuera de ella, parece decir radicalmente. Su propuesta es, según los términos de Balthus, una huida del mundo. Como huida fue la perpetrada por Glenn Gould, que en un momento dado de su carrera quiso abandonar los conciertos públicos y dedicarse solo a grabar sesiones a puerta cerrada, hecho este que propició escritos explicativos en Susan Sontag o en Edward Said; por muy interesante que resulte todo, no deja de ser una huida tan ilusoria y tan peligrosa para el imitador como la de Thoreau.
¿Cómo aunar entonces ese estar y no estar en el mundo, ese vivir retirado sin huir, como alcanzar el percepto equilibrio de un sabio cuando uno se sabe irremediablemente necio? Encuentro una respuesta algo más convincente en otro libro:
«¿Es posible estar y no estar en el mismo sitio al mismo tiempo? Si, es posible
«Los instantes más gloriosos para mí son aquellos en los que me dedico a la contemplación del horizonte y quedo atrapado en lo que me rodea, o cuando simplemente estoy examinando una piedra cubierta de musgo verde y no consigo apartar la vista, o sostengo a un niño en mis brazos
«El tiempo se detiene de pronto, y estoy muy presente y muy lejos a la vez. De repente, un instante puede aparecer una eternidad.
«Es como si el instante y la eternidad fueran uno. Por supuesto, yo sé que son contrarios.(...).
«El placer de leer, sentir y pensar acerca de esos instantes reside en que describen algo similar a lo que experimento al aire libre, en la cama, mientras leo, experiencias que consideraba únicas cuando era más joven. Al final resultó que no eran tan extraordinarias como creía. Te aislas del mundo un instante, cierto silencio y cierta paz interior se apoderan de tí. Son sentimientos que creo que todos experimentamos en diverso grado, en diversa medida, y que, en mi opinión, vale la pena seguir desarrollando.
«A veces recojo una piedra cubierta de musgo de la montaña, me la llevo y la pongo en la mesa de la cocina o en el salón, para que me recuerde tales vivencias. Las piedras que destacaban por su belleza las he regalado. En el despacho, siempre tengo alguna en la mesa»[Kagge: 2019, 121,122-23].
Erwin Kagge es un montañista que ha escrito un libro donde narra sus experiencias con el silencio. Más que narrar, medita por escrito. El libro, por moderno y en boga que pueda parecer, es bastante atemporal en el mejor sentido de la palabra. Pero actualiza el tópico de Thoreau porque Kagge es alguien que ha vuelto, pero no para añorar sus días en la naturaleza como Thoreau, sino para decirnos que, cuando toca reintegrarse a la vida, un pequeño objeto, un breve gesto, una liturgia personal, cotidiana e intransferible, nos puede salvar del desasosiego uniendo nuestro yo más íntimo con toda la belleza del mundo. De Kagge podríamos decir que «Ha detenido ese instante privilegiado en el que aprendemos que la vida se nos va y, sin embargo, puede ser rescatada por la contemplación»[Gómez de Liaño: 2016, 32].
Es muy interesante esa relación instante-eternidad que Kragge propone en la línea de los grandes místicos. Veamos lo que, al respecto, escribe otro escritor contemporáneo interesado por el silencio:
«Lo que realmente mata al hombre es la rutina; lo que le salva es la creatividad, es decir, la capacidad para vislumbrar y rescatar la novedad. Si se mira bien —y eso es lo que educa la meditación— todo es siempre nuevo y diferente. Absolutamente nada es ahora como hace un instante. Participar de ese cambio continuo que llamamos vida, ser uno con él, esa es la única promesa sensata de felicidad»[d´Ors: 2019, 33].
La meditación, la contemplación, el silencio, nos salvan de simplemente pasar por la vida y desvanecernos. Pero para acceder a la meditación, la contemplación y el silencio no hace falta huir del mundo, solo es necesario refugiarse de él. Y el refugio está en un pequeño objeto, en un pensamiento leve, en una visión fugaz.
Creo que la senda del arte en nuestros días está en el camino del silencio. Marcel Duchamp lo supo ver y por eso terminó sus días calladamente, dedicado al ajedrez. Quizás solo ha habido una personalidad artística anterior a él capaz de ver esa necesidad silenciosa del arte: el poeta alemán Hugo Ball.
De él se puede decir unas palabras de Ignacio Gómez de Liaño aplicadas, eso sí, al artista alemán Reiner Schiestl:
«Tenía algo de otra época, o de eso cuadros ideales que uno sitúa en otra época, cuando los artistas eran focos que irradiaban una atmósfera, una fuerza galvánica que revelaba a la gente lo mejor de sí misma y le sugería una manera diferente de vivir y convivivr, en la que la cultura se conciliaba con la naturaleza, y el diálogo afloraba en medio de una laboriosidad que era también ocio»[Gómez de Liaño: 2016, 200].
Hugo Ball fue el fundador del Cabaret Voltaire, un lugar dedicado al experimento poético. Con un inevitable manifiesto de ecos dadaístas, Ball fue un destacado vanguardista en el glorioso París de la primera mitad del siglo XX. Pero a diferencia de tantos otros vanguardistas, a Hugo Ball le importaba la verdad. Su verdad. E intentaba que su arte fuera un reflejo de ella, más aún, un descubrimiento de ella. Por eso, tras entrar en contacto con la obra de Hermann Hesse, a quien le dedicó un ensayo, se dedicó a explorar los orígenes de las catástrofes europeas del siglo XX —especialmente del nazismo— en su libro Crítica de la inteligencia alemana. La comprensión profunda de esos errores en el pensamiento occidental moderno lo llevaron a un autodescubrimiento aún más hondo.
Siguiendo sus investigaciones planteadas anteriormente en Cristianismo bizantino, Hugo Ball se retiró del mundo y se dedicó a la meditación y a la contemplación. La apertura a esas dos vías, que sigue siendo reinvindicada hoy con autores como los citados Erling Kagge y Pablo d´Ors junto con la mezcla, en una misma persona, de lo fundamental del arte antiguo y del arte moderno —superando aquello que nos produce rechazo en ambos: la falta de sentimiento del arte moderno; y la lejanía marmórea del arte antiguo—, hacen que volver la mirada a Hugo Ball ayude a constatar que todas las propuestas de este escrito no son una simple pamema, sino una realidad alcanzable.
Lo bello va unido a lo moral y a lo verdadero; y según Emerson, remite a la Naturaleza porque parte de ella y va hacia ella. Parodiando la famosa cita con la que Albert Camus daba inicio a su El mito de Sísifo, podríamos decir que la única cuestión verdaderamente importante en la vida es el silencio; y en el arte es la belleza. También la fórmula cabe ser entendida al revés, ya que «en toda verdadera y gran pintura, hay mucho silencio» [Lozano: 2002, 90] y, como escribe Muriel Barbery en La elegancia del erizo,
«Cuando miramos una naturaleza muerta, cuando, sin haberla perseguido con esta belleza que lleva consigo la figuración magnificada e inmóvil de las cosas, gozamos de lo que no hemos tenido que codiciar, contemplamos lo que no hemos tenido que querer, nos complacemos en lo que nos ha sido necesario desear. Entonces la naturaleza muerta, porque conviene a nuestro placer sin entrar en ninguno de nuestros planes, porque se nos da sin el esfuerzo de que la deseemos, encarna la quintaesencia del Arte, esta certeza de lo intemporal. En la escena muda, sin vida ni movimiento, se encarna un tiempo carente de proyectos, una perfección arrancada a la duración y a su cansina avidez —un placer sin deseo, una existencia sin duración, una belleza sin voluntad.
«Pues el Arte es la emoción sin el deseo»[Barbery: 2008, 226-7].
De ambos temas pretende haber versado este ensayo. A ambos temas pretende desviar este ensayo. Quizás las respuestas no resulten convincentes; más elogioso es aún, el haber acertado con las preguntas.
EPÍLOGO
1. Posibles ampliaciones en un futuro: 1) siglo de oro 2) Novelas 3)Mecenas
Tengo que lamentarme por no haber tenido oportunidad de tratar tres temas que me habría interesado para enriquecer este texto. No quiero despedirme sin dejar, al menos, esos temas esbozados para desarrollarlos en el futuro o para que alguien más capaz desarrolle en otra parte con más talento y mejor fortuna.
1)
La primera idea y para mí más interesante sería la de profundizar en la producción de bodegones durante el Siglo de Oro español para, a continuación, proceder a establecer una comparación interdisciplinar entre esas mismas pinturas y las obras literarias de algunos de nuestros más insignes escritores tales como Baltasar Gracián, Miguel de Cervantes o Mateo Alemán. El interés estaría en centrarse en esa relación entre el mundo cotidiano y el trascendental que tan bien plasmaron los pintores y literatos. Desconozco si algo así se ha hecho, pero tengo para mí que no es así y me parece algo tan interesante de leer que, solo por el gusto de hacerlo, estaría dispuesto a investigar yo. En otra ocasión, claro.
2)
Mi segunda idea consiste en extender el análisi hecho de El gatopardo como naturaleza muerta a otras novelas del siglo XX, y también del XXI, que me suscitan similares reflexiones y de las que creo se podría sacar un buen aprovechamiento. Como lista preliminar hecha sin mucho ahínco bibliográfico, ahí va mi selección en forma de decálogo:
El obispo leproso, Gabriel Miró.
El siglo de las luces, Alejo Carpentier.
Petersburgo, Andrei Biely.
Adiós a Berlín, Christopher Isherwood.
La condición humana, André Malraux.
El cero y el infinito, Arthur Koestler.
El malogrado, Thomas Bernhard.
Gringo viejo, Carlos Fuentes.
Plataforma, Michel Houellebecq
Ordessa, Manuel Vilas.
3)
Por último, he de reconocerme abochornado por no haber estudiado a fondo figuras como las de Carlos Borromeo y Paul Rosenberg que tanto han hecho por el desarrollo del bodegón sin haber pintado uno jamás: desde esa posición tan excelente como poco reivindicada que era la del mecenas, antaño, y que es la del marchante de arte hoy. En una futura ocasión, de tenerla, me gustaría remediar tan injustificable error por omisión. Mea culpa.
2.
Yo supongo que todos los hombres están condenados a padecer, primero, y lamentar, después, la estupidez de su generación. De Cicerón en adelante, ha ocurrido. Permítaseme incurrir en el mismo error.
Mi generación, nuestra generación, es ignorante. Hay más epítetos para ella: manipulada, tonta, vive entre la más absoluta ingenuidad y la tergiversación inducida. Inducida, si, por una educación mediocre, por un desaprovechamiento imperdonable de las nuevas tecnologías, por la falsa información vertida por unos medios de comunicación falaces, por un sentimiento de desarraigo cargado de prejuicios absurdos y conocimiento falseado, por una ideología de lo políticamente correcto que arrastra las masas y destruye a quienes quieren desarrollarse autónomamente en el intento y por un desaprovechamiento del tiempo generalizado que impide dedicarse al estudio.
Ese progreso técnico imparable que, paradójicamente y hasta que podamos enmendarlo, va acompañado de un retroceso de las humanidades es lo que Luis Racionero ha dado en llamar "progreso decadente". Y que cristaliza en multitud de estudiantes de carreras relacionadas con economía sin idea de arte, así como estudiantes de carreras como filosofía y similares sin ni idea de economía. La idea de antaño de transversalidad entre las distintas áreas del saber se ha extinguido con la propia noción pública del sabio como figura de prestigio, cuando el sabio, hoy, es visto como un bicho raro más digno de compasión que de elogio.
El pensamiento de mi generación es un pensamiento de consignas, un aborregamiento generalizado, un desconocimiento irresponsable de la historia real, una falta de cohesión para un proyecto patriota con sentido común, un descreimiento en las instituciones democráticas que puede resultar muy peligroso a la postre y un desprecio por los símbolos oficiales comunes que se pasa de rosca en lo posmoderno.
Mi generación vive en el vitupero generalizado contra todo aquel disidente de la ideología "oficial". Una ideología malsana que solo esconde acobardamiento y abulia ante la vida buscando un sistema que lo explique todo mágicamente en vez de conocer todos los sistemas, y escoger de ellos lo útil en contraste con la experiencia personal de cada uno.
Mi generación vive resentida porque el resentimiento es un núcleo de su ideología bien pensante. Pero se verá más resentida aún cuando muchos —los más lúcidos, otros serán idiotas de por vida—, se desengañen y descubran la manipulación a la que se han visto sometidos.
Dos puntas de lanza de esa "ideología oficial" que domina mi generación son la política de géneros y la memoria histórica.
La primera es una reedición de viejos totalitarismos. Con tintes religiosos pero en una concepción estulta, defiende que todos los hombres nacen con el pecado original de la discriminación hacia la mujer. En un neomarxismo evidente, crean un materialismo histórico de lucha de sexos donde la clásica superestructura económica ha dejado lugar —al parecer los neomarxistas han asumido que nadie hoy está dispuesto a renunciar a su smartphone y por eso han dejado de lado la lucha obrera— a una superestructura que denominan "heteropatriarcal" y que supuestamente lleva siglos oprimiendo a la mujer. Por ello, ahora la desigualdad jurídica, las cotas, las subvenciones y demás beneficios están justificados como medio para subsanar ese sometimiento histórico y así propulsar el avance para una sociedad igualitaria: fin de la historia. A muchos nos dicen que debemos dejarnos pisar los derechos elementales como parte de una “desigualdad” positiva que es solo una pamema de la que viven muchos vagos sin talento ni oficio.
En cuanto a la “Memoria Histórica”, es la única ley que conozco en donde el Estado da una versión oficial de la historia reciente. Ley promulgada por un partido —el PSOE— que tomó lugar en la contienda a la que hacen referencia y que sigue tomando lugar en la contienda por el mismo bando —con el que aún se identifica— por el que lo hizo entonces. Los políticos le han robado el trabajo a los historiadores con ésta ley y a nadie parece molestarle. A mi, sin embargo, me recuerda a las peores costumbres del estalinismo inmortalizadas por George Orwell en su célebre novela 1984.
A quien no comulga con esa " ideología oficial" se le llama "facha", "ultraderechista" o "fascista". Los dos primeros son términos inexactos. El tercero, es un término muy estudiado por historiadores como Stanley G. Payne y que se utiliza sin criterio, para calumniar, y no con un verdadero conocimiento de lo que fue el fascismo —que viene de la palabra latina fascio—: un movimiento político del siglo XX hoy afortunadamente extinto. Ese llamar "fascistas" a todo el que no opina como la "ideología oficial" supone es, precisamente, una de las características más indiscutibles que históricamente han diferenciado a los fascistas.
Si, me lamento por la generación a la que pertenezco. Y miro con envidia a esa generación de vieneses que querían exprimir a fondo la vida. Melómanos, grandes lectores, bailarines de salón, aficionados a practicar la pintura, la escritura o la música, deportistas, conocedores de historia, cosmopolitas políglotas y viajeros incansables, burgueses sin complejas hábiles en el negocio, eruditos de gran conversación y buen humor, coleccionistas, refinamiento y cúlmen de una tradición milenaria que hemos dado en llamar cultura europea.
Por el contrario, a nosotros no nos importa nada anterior a nuestra época. Ninguna prueba mayor de lo próximos que estamos a caer en los errores del pasado es, no solo desconocerlos, sino el pensar que vivimos en una época exenta de repetirlos y, por tanto, justificada para ignorarlos.
Nuestra visión de la historia es superficial y llena de tópicos. La historia de Enric Marco es una prueba de cómo la visión sentimentalista sobre la visión argumentada sobre datos para entender el Holocausto es carne de cañón para desprestigiar los hechos ocurridos con relatos falsos pero muy emotivos. Por eso tengo la esperanza de ayudar a cambiar todo aquello que desprecio de mi generación, intentando aportar un poco de reflexión personal.
Por usar una metáfora fílmica, siento haber llegado a la película cuando los títulos de crédito. Peor aún: cuando la sala está a oscuras.
Nuestra generación es otra. Nacida tras varias generaciones de descomposición, de transición, de lento nacimiento, que en las últimas décadas han cifrado el nacimiento (necesario) y la muerte (necesaria) de la socialdemocracia antes de dar ligar a un sistema nuevo, liberal (muy necesario). Hemos nacido al tiempo que nacía un tiempo nuevo. Como es no lo podemos decir aún, y mucho menos como será. En cualquier caso, distará mucho de ese mundo Europeo que he tratado de homenajear con este escrito a través de su cultura. No encuentro ninguna evidencia en nuestro presente que invite al optimismo con respecto a ello.
Quizás sí sea posible aprender de ese pasado. La gran enseñanza de la generación vienesa que me ha fascinado es una lección metafísica para vivir con serenidad al borde de un acantilado. Su época vivió al borde de un acantilado histórico porque estaba acabando. La nuestra está al borde de otro porque está empezando. Y cualquier ser humano en cualquier época, vive al borde de un acantilado porque la muerte le puede asaltar en cualquier instante. Armarse para aprender a vivir con dignidad manteniendo la mirada clavada en esa perspectiva es la máxima aspiración posible para la que nos puede preparar la cultura.
Un abismo. Advertir que solo somos sueños y que los sueños acaban. Como Segismundo. Es el nacimiento del autoconocimiento. De la sospecha. Sin límite no hay comienzo.
Coleridge aseveró que el mejor poema en en lengua inglesa pertenece a un español. Night and Death. Donde José María Blanco White representaba el pavor de Adán y Eva tras el primer atardecer en la tierra. Abandonados, ambos presentían el destino al que su pecado les había abocado. A toda su prole por venir.
Simboliza el génesis de nuestra presencia en el mundo: ser un eterno extranjero. Estar condenado a dudar de todo y no llegar a saber nada. Mientras, el tiempo te arranca lo que fuiste, lo que eres, lo que ya no llegarás a ser. Conspira en clave homicida, el tiempo. Así, «Soy un fue y un será y un es cansado». Lejos de los hombres y del mundo. Encadenado a ellos.
Degustar el fruto del Árbol de la Ciencia —desechando el de la Vida— significa contraer el pecado de la sospecha. Traicionar la divinidad. Acceder a la orfandad de lo mortal. Como hijos de nuestra condición bastarda. Irreparable.
Irreparable: el mal. Sus consecuencias ya están aquí. Y ningún dios puede absolvernos mientras no busquemos esa absolución ni abramos nuestro corazón al Dios. Arrepentirnos es, pues, duplicar el daño; duplicar la culpa: tarea a la que no estamos dispuestos. Sin repudiar lo hecho y lo aprendido, sencillamente olvidamos.
Sólo nos queda el yo, apenas nada.
Sólo nos queda eso.
Nada.
50 años ya. De las viejas fotografías en blanco y negro. Mayo del 68; la Primavera de Praga. Parece irreal: el mundo de ayer. Lo es, un mito
Debemos revisar qué huella dejaron esos “hijos de papá” melenudos y enfadados en la cultura occidental reciente. Menos de lo que soñaron, sin duda. Más de lo que merecíamos, en el siglo más sangriento de la historia. Tan lejos, tan cerca.
Libertad y amor en forma de Estado del bienestar; de sexualidad desinhibida. En aquel entonces significaba algo. Una conquista. Más su conquista es para nosotros una obviedad. Irrenunciable. La puerta al autoconocimiento en un mundo caótico.
En God, John Lennon sospechaba de todas las creencias. Las negaba: «Dios es un concepto con el que medimos nuestro dolor». Y terminaba cantando: «Solo creo en mi. Esa es la realidad. Ayer fui un tejedor de sueños. Pero ahora soy John. Así que, queridos amigos, debéis seguir adelante. El sueño ha acabado». Dream is over.
Amor y libertad: un sueño testimoniado en el rock de los 60 y los 70. Más tarde, se garantizó la libertad (derechos y obligaciones) en los países democráticos, y el amor se convirtió en un recurso para vender lotería.
Dream is over.
La sospecha continua en cuanto el mundo varía; en cuanto el mundo permanece. Debemos ser escépticos respecto a la política, respecto a los políticos mendaces y ambiciosos. Hay que quebrar los ídolos de una sociedad equivocada. Recuperar otros ídolos en los que cifremos nuestra verdad
Solo nos queda creer en nosotros, en la pequeña liturgia que nos absuelve. Desenterrar nuestra verdad, acudir al yo. Buscarlo y exprimirlo. Incluso si nos aterra o repugna. Incluso si resulta insoportable.
Cuando la vida ha pasado y el amor ha muerto, la libertad se muestra como lo que es: ausencia. Entonces reconoces tu humanidad, tu ser, tu exposición. Y no te importa. Estás resignado. Hielo a la deriva.
Nos queda el yo. Todo eso. Apenas nada.
Yo: todo eso. Nada.
Dream is over. Un abismo.
Los nacidos en este tiempo somos unos hijos sin padres: ulteriores a la vida. Abocados a un mundo de dígitos. Hemos nacido extranjeros: cuando los muros de Roma se han derrumbado y han entrado los bárbaros.
Somos nosotros.
Las generaciones inmediatamente anteriores creyeron destruir un mundo acabado para extraer una utopía. Con la promesa de la libertad y la igualdad hallaron un abismo para regalárselo a sus descendientes. Son unos padres sin hijos.
El concepto de familia ha quedado relegado a eso: a padres sin hijos. Polvo.
A hijos sin padres. Ceniza.
A Nada.
En Europa no vive nada. Salvo el euro.
This is the end.
Y no se puede obviar que aunque la trayectoria mundial del siglo XX fue catastrófica, se realizó un gran esfuerzo por parte de millones de almas para evitar que la catástrofe fuese peor —y vaya si podía haberlo sido, en decenas de combinaciones infernales—, con el lujo añadido en el resultado final de haber granjeado para sus descendientes inmediatos un mundo en muchos aspectos mejor que el que recibieron y defendieron con tanto ahínco y sufrimiento.
Debemos ser optimistas conforme al mundo que hemos heredado. Aunque la idea de Europa tal y como la conocieron otros tiempos está muerta y enterrada, la Europa geográfica que hoy persiste sigue siendo el lugar más deseable del mundo para vivir, gracias a un bienestar material y paz como jamás se ha visto. La libertad individual nunca ha gozado una paz así; la libertad de recursos nunca ha ofrecido una prosperidad así.
Tampoco cabe hacerse ilusiones respecto a ésto. El ser humano sigue siendo el mismo que en sus orígenes y las amenazas de siempre —la discriminación, la persecución, el exilio y hasta la aniquilación—, unidas a las que surgen con los tiempos, esperan agazapadas para saltar al cuello de su presa.
Y nuestra ingenuidad pueril, la inocencia con la que mucha gente mira tontamente al horizonte, hace pensar que no estaremos preparados para defendernos cuando inevitablemente toque. La fragilidad de la UE y su zozobra moral materializada en un relativismo que sólo esconde vacío y que supone una ocasión especial para aquellos que están siempre dispuestos a inmolarse por sus dioses, pero que lo están aún más por inmolar al resto.
Frente a la solidez democrática estadounidense, Europa se encuentra atrapada entre el fundamentalismo islámico de muchos países árabes, las falsas democracias como Rusia o las dictaduras abiertamente intolerantes como la de China. Las democracias europeas nunca han estado bien asentadas y los nacionalismos no permiten hoy una idea de nación o patria (con la definición horaciana de la misma) sin anacronismos del siglo XIX. Difícilmente podrá Europa defenderse de los ataques exteriores.
Europa se encuentra a merced de los ataques exteriores, si, pero hay algo peor: que va camino de vivir de las limosnas exteriores como un gran museo en formol del pasado para un mundo frenético orientado hacia el futuro.
Quizás sea debido a que, por primera vez desde el nacimiento de la cultura griega clásica, los europeos vamos a estar muy lejos del epicentro de la acción, despojados ya de una identidad fuerte y definida acorde a las posibilidades políticas, económicas, culturales y tecnológicas reales. Veremos los toros desde la barrera de la irrelevancia, el miedo y el hastío. Es nuestra miseria.
Si, esa será nuestra miseria.
Todas las épocas están en franca decadencia si las medimos al ideal al que aspiran. Pero una época decadente es aquella que no hace honor al ideal de mantener el estatus inmediatamente recibido por una sociedad pasada, que lo malogra. Según este criterio, nuestra época no sólo está en decadencia, sino que hace ya un tiempo que ha tocado fondo.
Creo que lo peor de todo no es eso, sino la falta de dignidad con que esta situación se está afrontando, especialmente a través de los más jóvenes, mis coetáneos. No ya sólo porque nieguen está realidad o no sean conscientes, sino porque carecen de ideales y de educación, no tienen compromiso político ni ético y son incapaces de albergar ideas trascendentes en su cabeza. En su lugar, están entregados a las llamadas “religiones de sustitución”: el marxismo, el ecologismo, la ideología de género o el feminismo, entre otros. Esto último me parece lo peor porque se puede vivir en la miseria moral, pero no aspirar a la miseria moral como tantos hacen.
Tampoco quiero dejar a un lado las otras religiones de substitución, las más apegadas a lo terreno: el dinero y el deporte. El dinero es el viejo “becerro de oro” de la codicia que se pone de manifiesto en una economía voraz regida por un mercado sin ley en el que cada vez es mayor el abismo entre ricos y pobres. A parte de la deificación de la economía y de sus nuevos profetas, los economistas, proliferan los juegos de azar en los que se promete un rápido enriquecimiento: todo un desprecio al precio real de las cosas y a la dificultad de ganarse el pan con el sudor de la frente propia. El deporte es un mal menor y en principio no es nocivo sino todo lo contrario, pero llevado al extremo conlleva una negación de la degeneración de toda la materia, una negación de la vejez y de la muerte —que ya empiezan a ser planteadas como enfermedades que en el futuro se podrán curar— a través de la implementación constante del cuerpo en el momento presente.
Por si fuera poco, los avances científicos plantean la posibilidad de una tecnificación extrema con máquinas humanoides o de la generación de individuos manipulados genéticamente en pos de un supuesto perfeccionamiento. Todo esto, que son ya suposiciones fatalistas, en un contexto que, de nuevo, incrementaría la diferencia social actual entre ricos y pobres, casi un nuevo tipo de amos y esclavos sin paliativos.
Problemas políticos como la desintegración del Estado español a causa de los problemas territoriales —especialmente el catalán, del que tanto se podría hablar y en el que poco podemos hacer ya más que preparar nuestra resignación—, derivas peligrosas como el incremento del culto a la personalidad o inmoralidades generalizadas como el egocentrismo y el desprestigio del amor, abren, entre otros muchos problemas ya citados y otros tantos que no citaremos, un negro horizonte del que nos parece muy difícil escapar… Y, además, escapar ¿a qué precio? ¿Al precio de dejar de ser personas y de mandar el mundo al carajo? Eso parece.
Supongo que mi generación tardará mucho tiempo en reparar en sus errores y que, cuando lo haga, buena parte de ellos serán irreparables y otros muchos estarán bien asentados en lo más profundo de nuestras almas.
Desde un punto de vista histórico, resulta útil detener el punto en el que estamos para hacer balance de daños. Congelar el tiempo en un instante: eso hacen las naturalezas muertas y Lampedusa en su Gatopardo. «Las naturalezas muertas holandesas buscan precisamente ese momento de huida y final, de instante en el que se detiene el tiempo, habiendo antes dejado la marca de su paso»[El bodegón: 200, 53] Quizás a nosotros nos sirva para, si no revertir la situación, si, al menos, levantar testimonio de todo lo que se ha perdido, de todo lo que se está perdiendo y de todo lo que está a punto de perderse.
Habrá quien diga que algo así es sádico en la medida de inútil. Yo creo que más bien es digno.
3.
Acaba, ya, el espacio de este texto. No me queda nada más por decir: solo caben las despedidas. Pero no puedo evitar la tentación de saltarme esas despedidas cordiales y plantear alguna cosas más.
Leyendo a autores literarios para familiarizarme con su forma de tratar la escritura sobre arte, he llegado a una conclusión monstruosa: la de la envidia interdisciplinar. Una envidia que se da del escritor al pintor, del pintor al escritor, de músico al pintor, etcétera. Y no hablamos de admiración, no, sino de simple y llana envidia , envidia descarnada incluso, pero no solo envidia descarnada sino también pugnaz, envidia por aquello que, como no podemos crear y reconocemos como creación de otro, de un otro más genial que nosotros, precisamente amamos más.
Como doble escarmiento para un pensamiento tan doloroso como es el de querer pintar algo bello y saber que es mejor no intentarlo por aquello de no zaherirse con la incompetencia de uno, basta con pensar en todos esos ejemplos de grandes artistas que resultaron extraordinarios en varios campos como Salvador Dalí, que además de un grandísimo pintor fue un muy buen escritor crítico y diarístico.
Como apostilla a lo que ya he comentado en alguna parte aquí sobre lo autobiográfico imbricado en lo ensayístico —que, de alguna forma, es solo la búsqueda de una coartada para el abuso de la primera persona que hago aquí—, creo que otro elemento importante es el de la actualización que no es, ni más ni menos, que el dejar un testimonio de un tema concreto en un tiempo concreto. Esto, creo yo, responde a varios motivos: 1) el corresponder a los que lo hicieron en tiempos pasados 2) el darles esa oportunidad de conocer el pasado a los que vendrán después y 3) Un leve homenaje a los coetáneos, que también merecen compartir el privilegio histórico que han tenido todo Agamenón y todo hijo de porquero: el de que "su verdad" haya quedado recogida. Se podrá estar de acuerdo o no con mi visión, pero yo he decidido actuar conforme a ella porque «Quien por una vez ha traicionado sus principios, tampoco en el futuro podrá adoptar una actitud limpia frente a la vida»[Tarkovski: 2015, 148]. En todo momento creo haber sido fiel a mis principios, aquí, como también lo he sido a los principios del texto que he escrito.
Me da miedo cerrar este ensayito con una pregunta de carácter religioso —si bien es cierto que la cuestión ha planeado por el texto de principio a fin—: algo tan mal considerado hoy en día en los ámbitos intelectuales, editoriales o universitarios —por supuesto, también en los civiles—. En los dos primeros es más entendible, pero en el ámbito universitario resulta del todo imperdonable porque se trata de una negación de su propio fundamento, que es el argumento de toda tragedia. Pero como es bien sabido, el estado de una universidad es un buen reflejo del estado de su país. Me ocurre lo mismo con España que con la Universidad Complutense: que, por un lado, me siento insignificante ante la magnitud de sus problemas irresolubles; y, por otro, no puedo dejar de amarla, incluso cuando veo el odio generalizado unido al paupérrimo uso que sus habitantes hacen de ella. O, precisamente, por eso mismo.
Mientras haya libertad habrá vida, y hasta que esa libertad sea recuperada tendremos que conformarnos con una mera supervivencia.
De momento, como algo de libertad queda, voy a cerrar —ahora sí— el texto con la citada pregunta hipotética:
¿No seremos acaso los objetos abandonados por un Dios ausente cuya vuelta no esperamos -pues la creencia común es que está muerto- pero sin cuyo orden y sentido nada ni nadie nos puede liberar de la muerte? O puede que, en efecto, seamos nosotros, los objetos, quienes hayamos abandonado -si es que algo así es posible- a su poseedor, condenándole a la soledad. Quien sabe. Después de tanto discursear es tiempo, ya, de enmudecer. Al fin y al cabo, no quería dar respuestas sino, tan solo, volver a sembrar algunas viejas preguntas.
FINIS
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