ROMANTICISMO EN EL CINE DE LA ÚLTIMA DÉCADA (2010-2020)
Autor: Guillermo Mas
1.
El cine contemporáneo
adolece de una liquidez evidente en
tres ámbitos fundamentales: sus espectadores, su porvenir y sus propuestas. Las
razones de esta decadencia están en la irracionalidad y relativismo de un
tiempo embrutecido e ignorante, sustentado en el nihilismo. Recordemos que «en
los mitos está la razón última de la realidad y de la vida» (Ignacio Gómez de Liaño).
Y que la realidad es el mayor mito jamás concebido.
Estando todos suscritos
al pensamiento monocigótico de Netflix, Prime Video y HBO hay que ser Bret
Easton Ellis para preguntarse, como hace él en su lúcido ensayo Blanco, por las razones de que la
sociedad con un mayor acceso al arte de todos los tiempos sea aquella a la que
menos le interese. Al finalizar la década el futuro del cine (así como de otras
artes colindantes como la literatura) aparece amenazado por el avance
insoslayable de las series en la cultura popular y el desarrollo inminente de
la realidad virtual de cara al mercado. La variedad de propuestas que se
solapan contrasta con la homogeneidad del público y convierte en ardua la tarea
de hacer clasificaciones. Sin embargo, vamos a tratar de llegar a una tipología
en este artículo. Cabe añadir que toda clasificación es, por naturaleza,
aristocrática.
Mientras la mayoría de
la crítica encumbra lo último del cine coreano o israelí y el espectador medio
se debate entre la mega-producción de explosiones y la película independiente
hecha con un teléfono móvil; el rito de la sala de cine desaparece. Como signo
de la pérdida de libertades y del retroceso moral imperante, priman las
versiones tan descafeinadas como faltas de imaginación de personajes típicos:
Batman, Bond o el Joker, entre otros, ahora caracterizados desde una
perspectiva hiperrealista y moralizante. Es el rigor mortis de la ficción.
El cine es un arte
sintético que aúna música, pintura y literatura; que reconcilia técnica y
poesía a través de una puesta en escena simbólica mediante la cual retoma mitos
intemporales. Su análisis debe rotar sobre tres ejes: narración, tiempo-imagen
y discurso. Además de esto hay una serie de elementos (colores, montaje) y de
valores estéticos característicos en toda obra así como unas circunstancias
socioeconómicas, históricas y psicológico-biográficas que deben ser tenidas en
cuenta tanto en el caso de quien realiza la película como en la sociedad y el
público que la recibe. El cine es arte, es técnica, es un oficio reservado a artesanos, sí, pero también requiere de mecenas como las grandes obras del Renacimiento (no así el arte moderno, que vive de las subvenciones estatales). En definitiva, el cine también es industria. Y lo es de una forma mucho más evidente y relevante que otras artes de otras épocas. Por eso, un análisis riguroso del cine como arte no puede obviar la importante faceta que la industria representa dentro del mapa general de ese producto complejo al que llamamos cine. Esta evidencia descarta la existencia de un cine "de autor": no hay una autoría única en el cine como sí la hay, por ejemplo, en la novela, a pesar de que intervienen correctores, editores y publicistas en su producción. Sin el escritor no habría libro, pero sin el director, el guionista o el productor (las figuras sobre las que ha descansado el término "autoría" en diferentes momentos), seguiría habiendo iluminación, montaje, actuaciones, banda sonora, localizaciones, etcétera. Si no entendemos el cine como industria, como producto colectivo; y como arte, como actualización del mito, sencillamente no entendemos el cine.
Según esta base teórica
vamos a realizar una sucinta aproximación a una suerte de “romanticismo” que
venimos detectando en el cine de la última década. Nuestra concepción de
romanticismo viene de Goethe y Baudelaire: ambos identificaban en la obra de
arte un significado simbólico inmarcesible encuadrado en un soporte material
transitorio. Si el arte moderno se caracteriza por una ausencia total de
significado, entendemos que romántico
es todo aquel que quiere volver a un estadio previo donde el arte era pleno en
significado. Esa actitud va a suponer el centro de nuestro análisis, a través
de sus diferentes variantes en el cine de la última década.
El romántico es,
entonces, un reaccionario; un conservador. Se define por la tradición a la que
pertenece, dado que «lo que no es tradición es plagio» (Eugenio D´Ors). Que el
futuro del cine pertenezca al pasado no debe confundirse ni con el inmovilismo
ni con la falta de evolución, pero sí que descarta toda idea de un supuesto
progreso junto con el concepto mismo de vanguardia.
Sirve, entonces, para el cine lo dicho por Eliot para la literatura: «toda la
literatura (…) Tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo».
El cine, de Griffith a Scorsese y pasando por Ford o Coppola, transcurre en un
tiempo único. Veamos las cuatro formas de romanticismo que hemos analizado:
a) La vuelta al pasado. José Luis Garci dijo que «se suele tener nostalgia de lo no vivido» porque «el pasado es un lugar donde nadie te da la lata». Su última película, El crack cero, tenida por “rancia” o “cursi” entre la mayoría de la crítica y marginada en la industria por motivos políticos, es heredera directa del mejor noir del Hollywood Dorado. El romanticismo de El crack cero es la vuelta a una concepción del cine de otro tiempo. La propia película está más cerca de ese epítome del cine de Garci que es Holmes y Watson. Madrid days, que de las películas originales de la saga protagonizadas por Alfredo Landa.
Otra
corriente interesante de esta vuelta a una estética anterior bien definida es
el grindhouse, heredero del pulp literario y la serie B de los 70, y
puesto en práctica con excelentes resultados por Craig Zahler, Tarantino o Dan
Gilroy.
b) El
retorno del héroe. En las antípodas del superhéroe está
el héroe: mientras uno lo tiene todo con sus capacidades sobrehumanas, el otro
debe de superar un proceso iniciático (Teseo en el laberinto) y regresar indemne
e iluminado. A pesar de los muchos nombres destacables dentro del cine reciente
(De Palma, Mangold, Affleck, Gray, Mann, Sheridan o Eastwood), destacamos la
breve pero brillante filmografía de Mel Gibson como director.
Siendo
su estándar de héroe el propuesto en La
pasión de Cristo (Jung consideraba a Cristo arquetipo del héroe), otras
películas suyas, variaciones del mismo modelo religioso, no se quedan atrás: Braveheart, Apocalipto y Hasta el último
hombre. En una sociedad relativista no hay nada tan subversivo y
transgresor como un héroe: figura espiritual que encarna unos valores (coraje,
honor, deber, etcétera), tiene fe en la Verdad y que siempre es referente de un
pasado mítico, como estudiaron Campbell, Dumézil o Eliade. La propuesta de
Gibson es la de recuperar al héroe y sus ideales como modelo a imitar en el
tiempo de los mercaderes; en la «edad de las masas» (Junger).
c) El
romántico combativo y el romántico evasivo. Tanto Roman
Polanski como Woody Allen son dos románticos que rechazan el tiempo en que les
ha tocado vivir. Sin embargo, ambos adoptan posturas disímiles ante el
presente: el primero juzgando moralmente a su época a través de sus películas;
el segundo defendiendo que lo más bello de la vida es esa “anestesia” de la que
siempre hay escasez de dosis y a la que llamamos amor.
Con
El oficial y el espía, Polanski
proyecta sus cuitas legales y su condición de perseguido en un género que
domina, a caballo entre el histórico (El
pianista) o el policiaco (Chinatown),
y donde, tomando el “affaire Dreyfus” a modo de punto de partida, establece un
paralelismo entre la sociedad fanática de entonces y la de ahora.
Con
Medianoche en París, Allen utiliza el
habitual alter ego que atraviesa todo
su cine, sea interpretado por él (Delitos
y faltas) o interpretado por otro (Café
Society), para contar una fábula fantástica donde un guionista de Hollywood
a punto de casarse con una mujer irritante viaja a una pasado idílico en el que
descubre que el anhelo por refugiarse en un tiempo anterior acompaña al hombre
en todas las épocas, en eterna añoranza del Paraíso Perdido.
Ambas
películas son un homenaje al mundo de la literatura (de Zola a Hemingway), la
pintura (del realismo al impresionismo) o la música (de Fauré a Cole Porter), y
podrían haber salido de la pluma de Mauricio Wiesenthal. Sus escenas finales
guardan, además, un parecido resaltable: nos muestran a dos parejas (una de día
y bajo el sol; la otra de noche y bajo la lluvia) de espaldas a la cámara, alejándose
por las calles de París, en lo que es un canto al deseo (Polanski) y al amor (Allen).
d) Estética
de la provocación. La
casa de Jack parece una adaptación del título del libro de Quincey Del asesinato considerado como una de las
bellas artes, pues el protagonista de la película es un asesino en serie
que trata de crear una obra de arte con los cuerpos de sus víctimas y que bien
podría firmar la cita de Breton: «El acto surrealista más sencillo consiste en
bajar a la calle, pistola en mano, y disparar al azar mientras se pueda a la
multitud».
Con
un prólogo y un epílogo (en realidad una analepsis sobre las “hazañas” del
protagonista) visualmente muy sugerentes que remiten a la Divina Comedia de Dante, la película es un descenso a los infiernos
(literal y metafórico), estructurado en cinco cantos donde cada episodio
representa una víctima del asesino. La película propone una exteriorización de
los deseos reprimidos y fantasías sádicas del protagonista en una sociedad coercitiva,
lo que Zizek denomina «sublime ridículo».
Von
Trier reniega del realismo y a través de un estilo que se pretende artificial
parodia, al tiempo que culmina, el género de asesinos (Psicosis), como hiciera Cervantes con el género de caballerías.
Realiza una reflexión metaficcional sobre la figura del psicópata y sobre la función
del artista en un mundo moderno que desdeña el arte. Con un humor salvaje,
radical y afilado reta a la sociedad de lo “políticamente correcto” y trata de
“epatar al burgués”, mientras asistimos a una de las películas más libres jamás
hechas.
La
película de Von Trier demuestra la capacidad que siempre ha tenido el cine de
serie B y “de género” para luchar contra un puritanismo que es inherente a la
sociedad norteamericana y que trocado de los tiempos del “código Hays” a los
del “Me Too”; virando desde la “caza de brujas” a la caza de “hombres blancos
heterosexuales” alentada por el marxismo cultural y su “lucha de sexos y razas”,
que ya no de clases.
Garci, Gibson,
Polanski, Allen y Von Trier son románticos por necesidad. En uno u otro momento
una declaración, una sombra sobre su pasado o una acusación moral los han
convertido en exiliados morales o físicos de su sociedad. En sus respectivas
afrentas han salido victoriosos, no en el reino de lo mundano, sino en el de lo
trascendental.
A modo de corolario de
lo anterior podemos colegir que es necesario gestar un espectador libre y
autoconsciente. El cine ha sido siempre un vehículo de transmisión ideológica
y, desde su invención, es el lugar en el que tiene lugar la lucha por el imaginario colectivo (Edgar Morin). Como
dice Agapito Maestre, «el cine nos ayuda a penetrar la opacidad de la realidad,
y en este sentido es un arte imprescindible para comprendernos. Ver películas
es una forma de sobrevivir con dignidad».
Si «hacer historia es
componer elegías» (Díez del Corral), quizás este momento de ocaso del cine sea
el adecuado para comenzar a crear una teoría y una crítica cinematográfica
rigurosas como la que han ensayado en el ámbito hispano Eugenio Trías o Ángel
Faretta. En el fondo, se trataría solo de actualizar el estudio clásico del
mito allí donde ha tenido su mayor cristalización a lo largo del siglo XX: en
el cine: «El mito es el sueño que precede a la vida; su revelación se confunde
con la aparición del lenguaje y de él se vale el hombre para legitimar su
estirpe, divinizar el origen de su historia y situar la clave de su cultura»
(Aquilino Duque). Una sociedad sin arte, sin mito, sin cine, es una sociedad
desarraigada.
El rasgo característico del romántico es la insatisfacción con el tiempo que le ha tocado vivir. Un desasosiego que se puede entender como «la sed de absoluto», esto es, «un estigma que marca a los que son incapaces de encontrar satisfacción en el mundo relativo del ahora y del aquí» (Koestler). El romántico es un tránsfuga que nace en una época y muere en otra distinta, cuyo modelo canónico sería Chateubriand. Una actitud que no puede resultar ajena al auténtico cinéfilo de nuestros días.
2.
No he leído la
autobiografía de Woody Allen, de reciente publicación en España, y puede que
sólo en España, pues en los Estados Unidos la censura puritana de turno lo ha
evitado. Lo haré después de su muerte, al igual que ya ocurriera con Leonard
Cohen y su extraordinaria novela Hermosos
perdedores un 7 de noviembre de 2016. Amigos que han leído A propósito de nada me cuentan que es
donde mayor espacio encuentra ese niño de Días
de radio, así como ese agrio filósofo de Delitos y Faltas o de Match
Point. Y no sólo eso, sino que Allen también amplía su elogio de la
distracción que ya venía adelantando en algunas entrevistas donde señalaba como
propia una angustia que espolea a todo creador: la de hacer películas para no
pensar en el sinsentido y la muerte.
Hay quien dice que el
cine de Allen, a excepción de obras como Manhattan,
Hannah y sus hermanas o Annie Hall, es “rancio”, repetitivo y
tan falso como la luz cada vez más artificial de sus cada vez más románticas
películas, a través de las cuales este genial anciano con ímpetu de adolescente
y un nada desdeñable talento para juntar palabras, parece venir a decir que lo
más valioso de la vida, el lenitivo más potente contra el dolor ínsito a ella,
es esa anestesia de la que siempre hay escasez de dosis y a la que llamamos
amor. A pesar esos críticos sin capacidad crítica que solo quieren hacer leña
del árbol caído, las últimas películas de Allen, sutiles y ligeras, son de hoja
perenne (salvo excepciones), gracias a películas bien trabadas que, con Café Society a la cabeza, cumplen con
ese tópico de “la más hermosa historia de amor jamás contada”. Tan hermosa como
desesperada, cabe añadir.
Puede que para los
críticos del soborno y la subvención Café
Society sea tan “rancia” como Domino
de De Palma, Nightcrawler de Gilroy, Amenaza en la red de Mann, Ford contra Ferrari de Mangold, Ciudad de ladrones de Affleck o Richard Jewell de Eastwood; todas ellas
son obras importantes. Coppola se ahorró los exabruptos al abandonar el cine
hace ya más de una década. Por fortuna, fue el único. De lo contrario no
habríamos constatado que Scorsese es el mejor narrador vivo y, quizás, el mejor
cineasta de todos los tiempos, cuya película El irlandés está entre los dos o tres mejores títulos jamás
filmados.
Si nos atuviéramos al
excelso juicio del crítico que cobra por discernir “lo rancio” de “lo molón”,
nos evitaríamos la nostalgia de los 70 que desprenden las películas grindhouse de Craig Zahler o Tarantino;
las heroicas historias que escribe Taylor Sheridan o dirige Mel Gibson… Todo
ello muy alejando del esnobismo israelí o del parasitismo norcoreano:
corrientes ambas tan “vanguardistas”, nos dicen, como tediosas e inanes,
resultan, para alguien tan irascible como quien esto escribe.
Lágrimas, por favor.
El cine parece a punto
de ahogarse bajo la borrasca de las series (esas radionovelas filmadas o, en el
mejor de los casos, folletines de medio pelo) sin que nadie se inmute, todos ya
suscritos al pensamiento monocigótico de Netflix, Amazon y HBO, monta tanto.
Tampoco la ficción literaria parece tener mejores augurios: Bret Easton Ellis,
autor de una de las grandes novelas de los últimos tiempos como es la hoy tan
lejana Glamourama, lo ha constatado
en carne propia y testimoniado, consternado, en un lúcido libro, a caballo
entre el ensayo y la autobiografía, bajo el epígrafe de Blanco, que no deben perderse si quieren saber cómo evoluciona el
mundo.
La literatura se disolverá
en la realidad virtual de la misma forma en que la humanidad lo hará en la
inteligencia artificial: dando un último salto de la naturaleza (el origen del
hombre) a la técnica (el invento del hombre que acabará destruyendo a su
creador), previo paso por el transhumanismo, en el que ya estamos, y que no es
sino el fin de la condición humana. La realidad virtual no es solo una amenaza
insoslayable para esas dos formas extraordinarias de actualizar mitos y
ficciones que son el cine y la novela, sino también para nuestra realidad: hoy
más que nunca habitamos la caverna de Platón, absortos en sus sombras y adictos
a la comodidad de su miseria. Vivimos en el tiempo del transhumanismo: intermezzo que se antoja espantoso de un
horizonte no mucho más halagüeño: de extinción de la condición humana y
robotización de la vida inteligente; algo así como entre Matrix y Terminator, con
toques de Aniquilación.
Hoy más que en ningún
otro tiempo desde ese «mundo de ayer» a punto de ser devorado por el fascismo y
el comunismo incipientes, cabe destacar el papel de la ficción como poderoso
escalpelo en la tarea de diseccionar presente y futuro: nadie supo anticipar
mejor esta transformación de la realidad en algo más profundo y horrible que
Lovecraft o Dick; de la misma manera que nadie nos dio mejor las pautas para
combatirlo que Dumas o Tolkien. La literatura y el cine de género, desde lo
marginal y más pulp a lo popular y mainstream hasta la náusea, nos han contado
como nadie el mundo en que vivimos durante los últimos dos siglos.
Escribió Díez del
Corral que «hacer historia es componer elegías». Queda, pues, sentarse a
garabatear la historia del cine (casi una rama de la arqueología) cual Doctor
Frankenstein: apañando restos de muertos. Porque el futuro del cine es, en la
frontera de su desaparición, su propio pasado abierto para nosotros. Lo sabe bien José Luis Garci
cuyo El crack cero (un producto
demasiado “rancio” para los paladares encantados con Bela Tarr o David Lynch),
es una película de cine en blanco y negro ambientada en 1975 y grabada con la
mano maestra propia de un director clásico heredero del mejor noir del Hollywood dorado. Por supuesto,
ha sido ninguneada por la corte de mandarines de la progresía que se ocupan de
tener secuestrado al cine español, entre lo gazmoño y lo inframental, a
perpetuidad.
Fue Garci, con maneras
de esteta indómito, quien dijo aquello de que «sueles tener nostalgia de lo no
vivido» porque «el pasado es un lugar donde nadie te da la lata». Solo nos
queda esteticismo, nostalgia y romanticismo a quienes imaginamos un porvenir
largo, como escribiera Althusser, en un mundo carente de cine y puritano hasta
el tuétano. Si hace tiempo que acabaron la música y la pintura, cada día está
más próximo el fin de la novela y el cine. Otras formas de expresión artística
vendrán, como ha evidenciado Easton Ellis en su imprescindible Blanco, pero difícil es que sean
mejores. A los nostálgicos nos quedará eso de hablar de fantasmas y volver al
pasado con desesperación y romanticismo.
Mi propósito en este
texto era hacer una comparación académica entre las películas Medianoche en París (2011) y El oficial y el espía (2019), que
considero, ya desde sus brillantes arranques, dos cumbres del romanticismo. No
he sabido o no he querido hacerlo, y la elegía ha prendido estas hojas. Tal vez
sea mejor así.
Pero no quisiera poner
el punto final antes de señalar la proyección que Allen y Polanski realizan,
cada uno a su manera, en un tiempo pasado: el mundo finisecular del “affaire
Dreyfus”; y el “loco” París de entreguerras en los años 20. Allí es donde los
dos maestros del cine reciente han decidido refugiarse del “auto de fe” que han
padecido, con su consecuente exilio (bien moral, bien físico) de las tierras
que componen el actual Imperio norteamericano en decadencia frente a los
colosos de China o Rusia.
Polanski, que ya había
trabajado el noir en Chinatown o el histórico en El pianista, lo ha hecho con un
policiaco impecable que rezuma clasicismo en cada plano y protagonizado por un
auténtico héroe de otro tiempo. Allen, a través de un relato fantástico en el
que un guionista de Hollywood a punto de casarse viaja en el tiempo hasta un pasado
idílico donde descubre, tras la fascinación propia del descubrimiento, que el
romanticismo no es patrimonio de una sola época sino que acompaña al hombre más
allá de todo tiempo, en eterna nostalgia de una mítica Edad Dorada.
Son dos películas que
reciben una gran influencia de la literatura (de Zola a Hemingway), de la
pintura (del impresionismo al surrealismo) o de la música (de Fauré a Cole
Porter), pudiendo haber sido, en ambos casos, historias salidas de la pluma de
Mauricio Wiesenthal. Y que, comparten, en su escena final, la imagen de una
pareja de enamorados alejándose de la cámara fija con el cielo de París (de día
y bajo un clima despejado, en uno, y de noche bajo el aguacero, en otro) por
testigo de su idilio.
Supongo que tanto la
propuesta de Allen como la de Polanski deben de resultar muy “rancias” al hípster de turno. Al cuerno con él. Al
fin y al cabo, son dos personajes expulsados de forma violenta del presente que
han constatado su pertenencia a otro tiempo donde el arte importaba y la gente
amaba de verdad las novelas y las películas. Lo que ha venido después son
hordas de bárbaros nacidos en tierra propia a los que solo interesa la
literatura como excusa para hablar de ideología marxista-feminista o de
victimismo: son todos “carne de psicólogo”, cuando no de cosas peores.
Ya saben que, como señala Thomas Ligotti, «para algunas personas, el mero hecho de vivir con el pensamiento de que morirán es un destino peor que la propia muerte». Por mi parte si, como deseo, todo lo anterior son solo los delirios de un hombre depresivo nacido en un tiempo postutópico, y al cine le queda, contra tanto augurio, una larga vida llena de salud vigorosa e inquebrantable, al menos quiero ofrecer a quien haya llegado a estas líneas finales un (des)consuelo alleniano: para usted la muerte queda algo más cerca que cuando comenzó a leer este artículo. En otras palabras: Times are changing. Dream is over. This is the end.
3.
Hasta que llegó la obra de David W. Griffith, el cinematógrafo había expresado dos posibilidades: el teatro filmado y el ilusionismo de salón. Griffith, un Homero sureño, había escenificado el concepto de lo que hoy entendemos como cine que cristalizaría en un intento de obra de arte total: confluencia y superación de las demás artes. El devenir del cine quedaba trazado. Ángel Faretta, a cuyo concepto de cine me remito, define al mismo como un arte fantástico a la par que expresionista por naturaleza. Siempre ha tenido algo de quimérico guiñol, el cine, al que le llegó la lírica y la técnica narrativa importada de la ficción novelesca decimonónica de la mano de Griffith . Solo en esa sucesión de 25 fotogramas por segundo queda fielmente transcrito el lenguaje de los sueños. Solo el cine puede "esculpir en el tiempo", porque es el único medio capaz de aunar espacio y tiempo; un medio nacido del siglo en el que se descubrió que el espacio es tiempo, y que el tiempo es relativo.
En toda narración hay trama y argumento; acción y discurso; un primer nivel de historia y otro más elevado. Con esta clave (llave), distinguimos tres tipos de cine: uno plano que es solo entretenimiento; otro alegórico que tiene una interpretación cerrada; y otro simbólico cuya interpretación permanece siempre abierta. Este último cine permite a su espectador —aquel que anula su presente lo que dura el metraje— volver a la realidad de la forma en que Teseo: vencedor de la muerte, aunque sea en el instante de cruce —la vuelta— entre realidad y ficción. Solo este espectador “autoconsciente” (según Faretta, “saber que se sabe y saber qué se sabe”, es ser autoconsciente), merece tal nombre. En cuanto a las obras “de género” —el péplum, terror, noir, fantástico, western, ciencia-ficción, melodrama y thriller— son las que mejor proponen la primera historia y, así, mejor disponen la segunda historia, puesto que han de respetar la expectativas del espectador en forma de convenciones que, precisamente, delimitan el género y que bajo ningún término se deben defraudar.
El cine es el sueño de otros hecho nuestro; fuego sin incendio; nieve sin caída; huracán congelado; es luz que hiende la oscuridad, música que resuena sobre un hondo silencio. Quién sabe si no fue en ese silencio, en esa oscuridad, que aquel Homero sureño, de nombre Griffith, aquel perdedor nacido con el estigma de los derrotados, ese hombre sin hogar congénito ni patria sin consumir, sin pretérito ni porvenir, estuviera incubando la inocencia de la primera mirada al tiempo que veía desfilar ante sus ojos las sombras del primer cine. Sombras que miramos, sombras que nos miran. Bellas sombras. Con Griffith, con los primeros cineastas, con esos hijos bastardos, solitarios sin esperanza, habitantes de la intemperie, condenados a muerte sin delito, futuros olvidados; con ellos, digo, nació la primera mirada que acabó de contarlo todo ya y a la que deberá remitirse todo amante del cine —y, por tanto, bastardo también— y que debería recuperar todo aquel que quiera hoy hacer cine, con la humildad de quien sabe que está todo contado. Que lo ha estado siempre. Nosotros los bastardos hemos sido arrojados al mundo sin elección y nada más nos ha acogido el mundo de la imaginación, recogidos por el cine, que ha sido nuestro Paraíso Perdido; lo mejor de nuestra vida y nuestra auténtica vida: lo demás ha sido puta supervivencia. En el cine hemos sido libres y hemos amado; en el cine hemos proyectado nuestras pérdidas, que han sido tantas y tan insondables como la nada —el vacío en el que se desliza el yo—, que se prestan a disimular. Somos nada: todo eso. Reos sin exoneración del gobernante ni absolución del sacerdote. De Griffith en adelante. Sin amaneramientos. Sin consuelo. Está en el Barroco la idea de que «la vida es sueño». Fantasmagoría. Sombra. ¡Qué feliz hallazgo, el cine!
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