LOS NIDOS SON CEMENTERIOS DEL TIEMPO (Un relato de Guillermo Mas)
Autor: Guillermo Mas
Uno.
La frase más espuria del mundo
es:
–Te quiero–. Elsa acababa de
decírsela a Diego con su irresistible acento anglosajón justo antes de
marcharse a descansar, con el gato entre sus brazos.
Unos instantes de prudencial
cautela después, él hizo lo que tantos hombres en el mundo después de que sus
novias liberen el televisor: cambiar a un canal de deportes al tiempo de sorber
la cerveza con silencioso deleite.
Entrada la madrugada Diego se
llevó un susto cuasi mortal cuando Elsa le espetó solemnemente y en mitad de la
noche: «El tiempo es el fuego en el que ardemos». Tu novia recitando: arrecia
tormenta.
–¿Sabes cómo conocí esa poesía?
–. Por supuesto, él no lo sabía. Por supuesto, estaba a punto de hacerlo–. La
señora Carrascal.
–¿Quién? – Mormojeó aturdido
como un boxeador recibiendo un castigo nada más tañer la campana del primer
asalto.
–Te lo conté –pausa–. No te
acuerdas…–. Pausa.
–Se me habrá olvidado–.
Parpadeó confuso; tragó saliva, consciente de su falta, consciente del precio,
consciente del que posiblemente sería el pensamiento de ella a continuación.
–Antes de que viviéramos
juntos, cuando yo ocupaba un apartamento en ese bloque de Juan Montalvo.
Aquella vecina dejaba poesías en el ascensor. Cuartillas llenas, bien
ordenadas, dejadas con cuidado en un rincón. Quería que las leyésemos.
–¿Dices
que ella escribió el poema?
–Lo hizo Delmore Schwartz, pero
eso es lo de menos. Tardamos un tiempo en descubrir que era la señora Carrascal
quien estaba detrás. Sorprendentemente, varios vecinos se sentían muy molestos
con ello. Al parecer, desconfiaban de alguien capaz de regalar poesía.
–Incomprensible–. Bostezando.
–Ja, ja. Muy gracioso. Algunos
vecinos se dedicaron a montar guardias en el rellano. La gente estaba entre
curiosa, inquieta y, por supuesto, indiferente, respecto del tema. Era cómico y
era extraño. Quién sea que las colocara debía de ser muy hábil: durante meses
logró seguir igual sin ser visto.
«Cuando la señora Carrascal
murió dejaron de aparecer las cuartillas con poemas. Recuerdo su caligrafía:
elegante, fácilmente legible, con el trazo fino, la inteligencia de alguien
culto pero no redundante. Me intrigaba».
–¿La conocías? ¿Habías tratado
con ella?
–De vista, solamente. Bueno, y
de intercambiar saludos alguna vez en el portal. Poco más.
–¿Cómo era? Físicamente, me
refiero–. El tono de él sonaba entre aburrido, abatido y resignado.
–Un poco chata, con el pelo
gris recogido en un moño… Ya sabes, todos los ancianos se parecen. En eso son
como los bebés, difíciles de diferenciar. Todos acaban siendo un pellejo de
piel adherido sobre una calavera.
–Joder, que tétrica te pones,
cariño–. Pareció aletargarse.
–Tenía unos ojos verdes del
color del mar. Desde entonces la poesía siempre ha tenido ese color en mi
cabeza– dijo introspectiva.
–Joder, qué cursi. No sé por
qué estás tan rara esta noche. Deberíamos dormir–. Se revolvió entre las
sábanas.
–Lo siento, tienes razón. Es
tarde para historias–. Dejó caer en ambiguo soniquete.
La pareja, todavía a oscuras,
se hundió al tiempo en la cama. Era una de esas calurosas noches de verano en
que el calor te muele a patadas y no hay forma de pegar el ojo. El insomnio les
acechaba casi tanto como la luna solitaria en el cielo, vista desde un
resquicio de la ventana.
–Creo que ha sido algo que me
ha dicho la señora Gómez–. Dijo Elsa.
–¿Cómo dices?–. Se desperezó
Diego.
–Julia Gómez, nuestra vecina.
Ha dicho hoy algo que me ha recordado a la señora Carrascal.
–Ambas son ancianas, siguiendo
lo que decías antes tiene sentido.
–Sí, puede que sea eso.
Desconozco si la señora Carrascal tenía hijos. Apenas me fijé en ella hasta
después de que se muriera; pienso que siempre se conoce tarde a las personas.
El vaciamiento del piso lo llevó a cabo una agencia inmobiliaria, ahora de esos
trámites se encargan los profesionales.
–¿Crees que los tenía? Me
refiero a los hijos.
–Yo creo que no. Al fin y al
cabo no estaba en una residencia de esas donde hoy suelen acabar todos los
ancianos cuando sus hijos dicen que no se pueden hacer cargo de ellos.
–¿Crees que la necesitaba? Una
residencia, digo.
–Es evidente que se sentía
sola. Si no, ¿por qué iba a montar todo el asunto de los poemas?
–¿Y qué es lo qué te ha dicho
hoy Julia Gómez? ¿Has hablado con ella de residencias o qué? ¿Es eso lo que te
ha dicho?
–Curiosamente, íbamos en el
ascensor. Ella, dos niños de otra planta y yo. Cuando los niños se han bajado
ella ha susurrado “nido vacío”.
–¿Y nada más?
–Sólo eso. Al llegar a nuestro
piso se ha dirigido hacia su puerta y se ha despedido mientras metía la llave
en la cerradura.
–Los ancianos suelen hablar
solos, seguro que no tiene mayor importancia.
–Los ancianos se sienten solos.
Solo esperan la muerte –tratando de persistir–. En ellos esa sensación de
despedida es más fuerte que en los demás.
–¡Y van dos! ¡Hay que ver lo
tétrica que estás hoy! No te sienta bien esa poesía. Dices cosas raras.
–Quizás
–Bueno, ¿y qué significa?
–preguntó Diego–. O, mejor dicho, ¿qué te parece que significa?
–¿El qué?
–Lo que te ha dicho en el
ascensor, “nido vacío”.
–¿No sabes lo qué es?
–Es algo así como el estado
psicológico de unos padres cuando sus hijos se van de casa.
–Exacto. Te reirás de mí, pero
después de la conversación me he quedado toda la tarde pensativa y…
–¿…Y…? No quisiera tener “esa
conversación” otra vez.
–No la vamos a tener,
tranquilo. Sólo he tratado de escribir un poema como esos que dejaba la señora
Carrascal en el ascensor.
–¿Has dicho un poema? ¿Tú? ¡Un
poema! ¡Tú! –Diego encendió la luz y la miró exaltado.
–Sí, un poema. Cuando he
llegado a casa he mirado en el diccionario hasta ver que no hay ninguna palabra
para designar a los padres sin hijos. ¿No es extraño? Pero sí los hay para los
hijos sin padres: bastardo, huérfano… Quería escribir algo sobre padres que se
sienten así.
–¡Un poema!
–No sé de qué te extrañas, todo
el mundo tiene alguna pasión creativa.
–Es verdad, se me olvidaba lo
de tu padre con la guitarra los domingos, después de comer.
–Muy gracioso, si siempre le
haces la pelota.
–Era broma. Es sólo que rara
vez te veo con un libro. Y no sabía que te interesara escribir. Yo creo que no
te pega para nada. No me lo esperaba de tí.
–Ya…
Silencio.
–¿Y has escrito algo?
–No me gustaba, son tonterías
sin importancia. Lo tiraré mañana a la basura.
–Normal, la literatura no es
cosa de un capricho. Hay gente que se dedica profesionalmente a eso. Mira al
escritor ese del noticiario, al que le han dado el Premio Planeta. Esa gente
escribe profesionalmente. Ganan dinero haciéndolo.
–¿Tú qué sabes, Diego?
–Lo sé. Y ya. Ha salido por la
televisión mientras hablabas por teléfono con tu hermana.
–Pues estupendo–. Elsa apagó la
luz.
El gato bajó de la cama con
desesperación tranquila. A paso lento abandonó la habitación, huyendo del calor
o de la bronca en marcha.
–¿Recuerdas algo de lo que has
escrito? –. Diego encendió la luz.
–Da igual.
–Me gustaría saber que era. Me
gustaría mucho, por favor. Me interesa escuchar que era. Aunque sea un
fragmento. Lo que es importante para ti es importante para mí.
–He estado reflexionando sobre
los nidos vacíos. Esos nidos en las ramas de los árboles. Quedan ahí después de
que los pájaros se hayan ido. Son como las ruinas de la vida que nació allí y
se marchó sin más.
–¿Dices que has escrito sobre
nidos? Cariño, si detestas hacer senderismo.
–He escrito: «Los nidos son
cementerios del tiempo». Eso es lo único que ha valido la pena de todo lo que
he garabateado esta tarde. Mañana lo tiraré a la basura.
–¡Y tres! Definitivamente hoy
estás muy tétrica. Me asustas. Ya verás como todo mejora después de que vayamos
a la playa y ya no tienes más ideas así.
–¿Ideas así?
–Depresivas
–Sabía que no te gustaría.
–Yo no he dicho tal cosa, ¿lo
he hecho? Sólo he dicho que es tétrico.
–Sí… –Elsa apagó la luz. Unos
instantes después volvió a encenderla–. ¿Sabes? Voy a decirle a los Gómez que
vengan a dar de comer a Rita cuando estemos de vacaciones.
–¿A ese par de adefesios?
–¿Es qué no te importa que la
gente esté sola? –. Le miró irritada.
–No están solos, tienen dos
hijos adultos.
–Pero apenas vienen y lo sabes.
El pequeño se fue hace más de un año y casi no le hemos visto desde entonces.
La mayor vive en el extranjero con su marido y sólo viene a pasar las
Navidades. Además, sabes que lo hacen en otras casas, aquí en verano no queda
prácticamente nadie y todo el mundo tiene plantas que regar o un gato, como
nosotros.
–Escúchame, Elsa, eso que dices
es absurdo. No entiendo por qué no puede venir tu hermana como otras veces si sabes que no le importa.
–Quiero ayudar a esa gente.
¿Qué crees que era eso de hoy en el ascensor? Pues una llamada de socorro,
hombre. Y yo voy a actuar.
–Oye, habla bien de ti que te
preocupes por tus vecinos mayores, pero no creo que ponerles a tu servicio les
ayude. No veo para nada en qué les ayuda eso.
–Les hará sentirse útiles,
activos, importantes para alguien, aunque ese alguien sea un gato.
–Seguro que serán muy
importantes para Rita. Dos figuras fundamentales en su universo emocional.
–Cuando te pones sarcástico no
hay quién hable contigo. –Elsa apagó la luz.
–Pues no hables conmigo. Ya
hemos hablado bastante. Mañana madrugo y
estoy cansado. Todo esto ha sido una pérdida de tiempo. Harás lo que quieras,
que es lo que haces siempre, tengas o no una justificación. No digas que es por
ayudar a nadie, porque tú eres tan egoísta como los demás, aunque te creas
moralmente superior. Igual que los Gómez. La edad no los hace mejores, solo más
viejos. Seguro que son un par de egoístas redomados. Deben de estar locos de
atar para llevar cincuenta años casados.
–Cuando hablas así de la gente,
con ese desprecio, estoy segura de que nunca tendré un hijo contigo, porque si
lo tuviera y él desarrollara unos rasgos parecidos a los tuyos, le aborrecería
tanto como te aborrezco a ti.
–Muy bien Elsa, ya has conseguido
lo que querías, ya has sacado el tema.
Y entonces ella le dijo la
frase más franca del mundo:
–Te odio.
Dos.
Todas las parejas pierden
interés por el sexo pasado un tiempo. Es un hecho. A veces se trata de bastante
interés, y entonces la pareja pervive en otros rasgos de la relación; otras
veces se trata tan sólo de algo de interés, y entonces el sexo mantiene la
prioridad que casi todo el mundo le da. Otras veces el sexo se pierde por
completo y esa dimensión de la comunicación se destruye sin paliativos. Algunos
ancianos consiguen olvidarse del deseo. Sienten que se agota. Muchos se sienten
liberados. Es algo que ya no les interesa. Los Gómez no son así en absoluto.
Aquella tarde de bochorno el
ascensor no funcionaba. Por eso Óscar Gómez tuvo que coger en brazos el aparato
mientras subía con cuidado las escaleras. Al temor de la caída se sumaba el
temor de un infarto. Condenada hombría, la punzada del orgullo pervive incluso
cuando lo demás requiere de la ayuda de la Viagra para restituirse. “Cada día
todo pesa más”, pensó. Como pensó, mientras introducía la llave en la
cerradura, que el ejercicio físico estaba bien. Le hacía sentir vivo. No joven;
frágil. Incluso vulnerable. Aunque luego sus huesudos brazos se resintieran, un
dolor más o un dolor menos no es nada mientras que esa sensación de vida que
deja el sufrimiento tras pasar lo es todo.
–Deberías ducharte –le dijo
Julia Gómez–. Cuando sudas hueles a establo. Sabes que no soporto ese olor.
–Está bien. No tardaré. Será
mejor que alimentes al gato.
El agua era buena. Caía
templada y en el grado preciso de presión. La pena eran los mandos: demasiado
complicado. Por si fuera poco los ojos, bastante inútiles de por sí a esas
alturas, veían mal tras una cortina de champú. No era la primera ducha de hidromasaje
a la que se enfrentaba, es solo que prefería las tradicionales. Suponiendo que
algo así pudiera elegirse, cuando se trata de la casa de los demás.
Julia sentía arcadas cuando
olía la comida de los gatos. Lo removía con tanto asco como si se tratarse de
un barril de vómito. Era lo peor de todo, esos putos animales meones y cagones.
Por eso prefería las plantas. Son simples, como los hombres, y Julia llevaba
medio siglo casada con uno. A las plantas les basta con un poco de agua. Ojalá
y todo el mundo exigiera tan poco de los demás.
Óscar ya estaba conectando el
aparato a los altavoces. Enchufó los cables en los receptores adecuados. Subió
el volumen. Puso el disco en su sitio. Empujó la palanca. Pulsó el botón.
Bingo.
La lluvia rompió en el
exterior. Una tormenta de verano ayudaría a darle ambiente. Era algo
excepcional. Sin duda ellos sabrían valorarlo, quizás fuera la última que
vieran. La muerte siempre viene de incógnito y uno nunca puede estar seguro de
cuando hará algo por última vez, pero esa sensación de pérdida incesante se
acentuaba con la edad. A la inversa que el control sobre la memoria, cada vez
más caprichosa e ingobernable. Aquel ritual, ese procedimiento, era su memoria.
De los dos. El señor y la señora Gómez. Juntos.
La carátula del disco decía
oldies, sin más. La música comenzó a sonar con un clásico: This magic moment,
de Ben E. King.
–Esta música –dijo Julia–.
Estas voces. Son tan familiares… Son como…
–…Voces de fantasma. Música de
espectros. Inmune al tiempo–. Completó Óscar.
A los Gómez les gustaba
terminar las frases del otro al tiempo. Inexplicablemente, algunos encontraban
esa manía insoportable.
–No hay tiempo que perder.
Vamos.
Lentamente, cada uno
inspeccionó el armario correspondiente. Ella trasteó en el armario empotrado que
contenía la ropa de Elsa, mientras que él observó todas las prendas que Diego
colgaba en un perchero de burro. Julia desplegó, indecisa, los vestidos que más
le gustaban sobre la cama matrimonial del dormitorio al tiempo que Óscar se
probaba, con una sonrisa triunfal, un sobrio traje negro en el cuarto de baño.
En el instante en que ella le subía frente al tocador la cremallera de atrás a
un vestido color cereza, él se peinaba el cabello húmedo con la raya a un lado.
El maquillaje y el pintalabios dieron algo más de trabajo dada la variedad
disponible, lo que hizo que Óscar pudiera dedicarse tranquilamente a husmear:
el escritorio, los cajones de la cómoda, esos armaritos de la cocina.
La lluvia ametrallaba la hoja
de la ventana con demasiada fuerza como para resultar romántica.
–Palomita, ¡tienes que ver
esto! – gritó él desde la otra habitación.
–Ahora no puedo, bombón–.
Respondió ella mientras se retocaba la sombra del ojo.
–Mira –se acercó él con un
papel arrugado pero ya extendido en la mano–: «Los nidos son cementerios del
tiempo»– leyó.
–Seguro que lo ha escrito ella,
después de la indirecta que le mandé –dijo Julia–. Se la veía bastante simple a
la pobre.
–Menuda gilipollez– Óscar
volvió a hacer una pelota con el papel–. Los jóvenes de hoy solo saben decir
tonterías.
–Óooooosar, vamos, no digas
eso, piensa en tus hijos.
–Perdona, querida.
En ese momento comenzó a sonar
Will you love me tomorrow cantada por The Shirelles.
–¡Es la canción! ¡Corre!
Ambos se dirigieron al salón
cuán rápido podían. Había llegado el momento.
Con todas las luces encendidas,
la estancia parecía decentemente iluminada para, junto a los muebles retirados,
dejar lugar a una decente pista de baile improvisada.
Cada vez que sonaba esa
canción, su canción, el presente se desvanecía y ellos se instalaban en un
pasado donde todo ocurría siempre igual que aquella vez que bailaron por
primera vez juntos, hace más de cincuenta años.
–¿Lo hacemos? –Alargando las
manos en señal de invitación.
–Claro –Juntando las palmas y
entrelazando los dedos al tiempo que los cuerpos se completaban.
Al tiempo, cada vez que sonaba
era una canción diferente y las circunstancias, también diferentes, lo hacían
especial. Los cambios le daban emoción, hacían excitables dos vidas hace tiempo
relegadas a la monotonía de la degradación. Una casa nueva, distinta ropa, les
hacían sentir otros sin dejar de ser ellos mismos; incluso siéndolo más que
nunca. La excitación del intercambio de pareja suscitada por el juego de la
máscara. Invencibles. Jóvenes. Ilegítimos, como todo amor prohibido.
–¿Te acuerdas del 62? Llevabas
toda la noche mirándome pero no te atrevías a sacarme a bailar y tuve que
hacerlo yo por ti. Con ese traje de tu padre estabas monísimo.
–Lo recuerdo. Me tenías loco.
Brillabas. Ya estaba enamorado, pero el miedo al rechazo me paralizaba todo el
cuerpo. Era un hechizo.
Bailaban pegados. Todos cuantos
les rodeaban, una auténtica multitud de rostros sin esclarecer, les miraban
deslumbrados por la belleza de una pareja espontánea. Sabían que habían nacido
para vivir y morir el uno junto al otro, y que el resto apenas importaba.
Estaban enamorados y lo estaban descubriendo al tiempo.
Se besaron. Y al terminar
reprodujeron las viejas palabras de siempre, renovadas por la ocasión:
–¿Vamos a la cama? –preguntó
él, emulando la noche de bodas, al tiempo que la canción tocaba a su fin y
comenzaba a sonar la voz de Roy Orbison en el tocadiscos.
–Vamos–. Ella le miraba
fijamente y le llevó cogido de la mano hasta el borde de la cama, donde se
detuvo bruscamente, clavándole la mirada.
–¿Tienes miedo? –Él la abrazó
suavemente, cubriéndola con su mucho más alta figura.
Ella asintió antes de empezar a
besarle el cuello intercalando pequeños mordiscos.
–Yo te protegeré. No temas.
Todo irá bien. Todo va a ir bien–. Le prometió de nuevo.
El deseo vivó una noche más en
sus corazones.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
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