LA ESPIRAL
Autor: Guillermo Mas
La teoría de Freud
sobre la sexualidad es de un reduccionismo apabullante, tanto por constreñir
toda actividad humana, en esencia, al ámbito de la sexualidad como por
circunscribir esa misma sexualidad al entorno familiar, a la relación
paterno-filial. En un artículo de 1917, Freud señala “las tres heridas” en la
historia humana: el heliocentrismo de Copérnico, que desplaza al hombre del
centro del Universo; el evolucionismo de Darwin, que desplaza al hombre del
centro de la Naturaleza; y el psicoanálisis de Freud, que desplaza a la
conciencia del centro del yo. El trabajo de Freud sobre el inconsciente venía a
recoger el producto sembrado por la semilla que Leonardo Da Vinci, autor
estudiado a fondo por el austriaco tanto en su labor creadora como en su labor
teórica del Tratado de pintura, había
impulsado siglos atrás: la perspectiva. En la Edad Media, los íconos y los
frescos no tenían ni perspectiva ni autoría, puesto que la mentalidad mágica
del hombre antiguo rechazaba, por naturaleza, el ego. Esto cambiaría en el
siguiente periodo artístico, el Renacimiento, cuando nace el artista moderno y,
con la perspectiva, el subjetivismo que llega hasta el narcisismo en el retrato
más vano del selfie hodierno. Ya en
el siglo XX y recogiendo los importantes descubrimientos sobre la relatividad
de Einstein en referencia al tiempo y al espacio como dos nombres para una
misma realidad; y la teoría cuántica que, mediante la manida paradoja del “gato
de Schrödinger” evidenció que la nuestra es solo una realidad de las numerosas
posibles y que, a cada instante, se generan múltiples opciones alternativas
equivalentes a aquella que nosotros percibimos; un pintor español, Picasso,
pondrá en práctica, después de haber imitado las numerosas técnicas pictóricas
de las vanguardias, un estilo propio donde confluyen todas las perspectivas
posibles del objeto pintado e incluso distintos planos que hacen coincidir a un
mismo tiempo una gran variedad de instantes distintos, hipotéticos o fácticos,
si es que diferencia alguna hay.
Cómo lo fácil, en
literatura, sería trazar un símil con otro hispanohablante de prestigio
internacional, Jorge Luis Borges, voy a optar por dos autores menos conocidos
para el lector patrio. W.G. Sebald, autor alemán pero anglófilo en cuanto a sus
temas, fue introducido en España por dos lectores aventajados: Javier Marías y
Agustín Fernández Mallo. Interesado el primero por su concepción apátrida de la
literatura —en la línea de Bernhard— y, el segundo, en su uso del tiempo
riguroso desde el ámbito de la ciencia, ambos llevaron su admiración por el
autor al terreno de su propia creación literaria en obras como Todas las almas o Trilogía de la guerra. La concepción del tiempo de Sebald se
produce a partir de un punto fijo, de un eje en torno al cual se van conformando
innumerables círculos concéntricos temporales como en una espiral. Ese momento
central puede ser aquel desde el que se desplaza el narrador o sobre el que
escribe Sebald; el uso de fotografías tomadas por el propio autor para
contrastar diferentes apariencias de un mismo lugar o la evocación por medio de
la referencia erudita, descubierta por azar, de una obra artística o de un
viejo documento, hacen avanzar relatos que parecen no empezar ni acabar, como
fragmentos de realidad. Paul Auster, autor más citado que leído y que ha sabido
convertir —rozando la pose— el azar en el centro de su obra, quiso explorar el
tiempo en su mejor novela hasta la fecha, 4
3 2 1, donde, partiendo de un mismo instante —la llegada como inmigrante
del abuelo del protagonista a norteamérica—, desarrolla cuatro vidas posibles,
todas ellas autobiográficas en gran medida y plagadas de hechos históricos
contemporáneos al autor, con múltiples variaciones internas que sirven para
mostrar lo volátil de cada instante, el capricho de la contingencia, la
inminencia de la muerte y las distintas posibilidades del yo que se pueden dar
bajo unas circunstancias u otras, igualmente caprichosas.
Además de la
relación con la perspectiva pictórica y de la representación de los distintos
tiempos, hay que destacar otra más importante aún: la musicalidad. En la
llamada “música clásica”, habría que citar la técnica perfeccionada por el más
grande de los músicos que jamás han sido, Bach, del contrapunto. El contrapunto
es una superposición de voces que suenan al tiempo, marchando paralelas y
entrelazándose entre sí. Más tarde, en el romanticismo, Wagner le daría la
vuelta a la armonía barroca original del contrapunto para añadirle el elemento
de la atonía, haciendo el efecto de notas incompletas o absurdas que se cortan,
que producen fealdad en lugar de belleza, que generan ruidos inhabituales para
el ámbito musical y que perfeccionaron, en el siglo XX, autores como Mahler o,
de una forma radical, Stravinsky. En un libro que relaciona la técnica del contrapunto
de Bach con las matemáticas de Gödel y con la obra pictórica de Escher, Un eterno y grácil bucle del divulgador
científico Hofstadter, encontraría su inspiración Christohper Nolan, el
cineasta que mejor ha incorporado al cine la especulación espacio-temporal con
películas como Inception, Interstellar o, más recientemente, Tenet. En dichos films coinciden la búsqueda de trascendencia a través del amor y
del sacrificio por otro con la huella humana de incontrolables consecuencias
que queda reflejada en una progresión espacio-temporal que responde solo una
forma de percepción de tantas otras posibles.
El interés que
tiene estudiar la aproximación de cualquier arte, sobre todo de la ficción,
sobre este fenómeno de la realidad es el de descubrir algo que la ciencia no
puede estudiar en toda su profundidad: cómo afecta la existencia de universos
paralelos a nuestra conciencia individual y colectiva y, más exactamente, a
nuestra vida personal y comunal. ¿Podemos comprender en toda su complejidad el
impacto de estos fenómenos sobre nuestra vida? Lo más probable es que no, y
algo más exacto tendrá que decir la neurociencia sobre ello, pero más allá de
unos resultados objetivos surgidos de gélidas estadísticas y difíciles de
aplicar en nuestra existencia cotidiana, ver reflejado, mediante el relato, en
las vidas de otros —aunque sean sujetos imaginarios—, este fenómeno nos puede
ayudar mucho mejor a entender, de cara a nuestras vidas, cómo funcionan los
mecanismos de la creación. Del crear y lo creado, al decir de Hugo Mújica; del
origen y del presente, como diría Jean Gebser; de lo sacro y de lo profano, en
palabras de Mircea Eliade. Tres puntos idénticos y simultáneos en los que toda
diferencia y toda separación es mera ilusión, cuando no una simple cuestión de perspectiva.
Nada empieza y nada
acaba. La materia no se destruye; se transforma. Pasado, presente y futuro, es
decir, nuestra concepción inmemorial del tiempo, no es más que una sucesión
falsa de acontecimientos en el espacio. Ahora sabemos que nuestra percepción
del mundo es espuria y que todas las historias transcurren simultáneamente. En
realidad, Alicia se equivocaba y no existe diferencia alguna entre éste y el
otro lado del espejo. ¿Cómo recordamos, en verdad, antes de que nos enseñen a
hacerlo? A través de un invariable presente continuo que hace aparecer todos
los acontecimientos de nuestra vida a un tiempo, como el geólogo que realiza
prospecciones en un mismo terreno y examina las distintas capas sedimentadas
unas sobre otras, superpuestas en órdenes distintos pero conformando una misma
masa de tierra. Y sólo con la muerte sabemos el número de capas que esa masa alcanza.
El final de una historia no es el final de esa historia propiamente, sino su
vuelta a empezar, el epicentro de una espiral eterna que vaga de un cuerpo a
otro. ¿Y qué subyace tras esa itinerantica perenne de la vida? El deseo de
seguir, el amor por lo circundante, la conversación entre lo uno y lo diverso
como una danza eterna. La cartografía de nuestros pasos es el mapa de nuestra
alma. Y cuando desplazamos nuestro cuerpo para abarcar el espacio no sabemos
qué consecuencias tendrá sobre las vidas de los otros, de qué forma esa figura
quedará trazada en el tiempo como las ondas del agua cuando les arrojamos una
piedra, apenas sin inmutarnos, durante un paseo primaveral. El rastro de
nuestra mitología está en el inicio, que es el fin; en el final, que es el
principio. Todas las cosmogonías arrancan hablando del origen del mundo y se
cierran anticipando su final ¿Y qué hay del intermezzo?
¿Se trata de un mero ciclo interminable de vida y muerte como esa cuerda de la
que hablaba Nietzsche tendida sobre un abismo? No, ese ciclo no es solo la
historia humana, sino algo más. Se trata de una promesa de eternidad, de una
utopía del deseo continuamente postergada y en pos de la cual los humanos
siguen creyendo que el futuro alguna vez será mejor. Pero el futuro está en el
pasado, de igual manera que en la genealogía está el destino. Nuestra identidad
es el paisaje de nuestra vida, y en el remitente de nuestro propio relato está
el objeto al que dedicaremos nuestro amor. La vida de todos los hombres no es
más que un intento de regresar a la cueva primigenia –que tal vez esté bajo el
fondo del agua– de la que una vez salimos. La vida de cada hombre no es más que
un intento por atisbar que se encuentra tras ese penúltimo umbral al que
llamamos muerte. Lo importante es que, a pesar de los siglos, las preguntas
siguen estando ahí. Y que nuestras derrotas, por miserables que parezcan son,
en verdad, las únicas respuestas de las que disponemos para la incierta tarea
de vivir.
La literatura ya no
es arte; es espectáculo. Cada vez se escribe más, y peor. Corre el tópico de
que ya no quedan historias por contar, pero nunca ha habido tanta saturación de
ellas como hoy. Aunque parece que cada uno cuenta su historia, su trauma, su
autoficción, y que ya nadie tiene la capacidad como para establecer un diálogo
entre esas múltiples historias interpersonales. Sin imaginación no hay
pensamiento; de la misma forma que sin pensamiento no hay imaginación. En el
primer caso sólo habría abstracción; en el segundo, solo fantasía. ¿Y la poesía?
¿Queda, acaso, entre tanta narración alguien que quiera decir algo o solo van a
querer contarlo como vienen haciendo desde hace tantos años? El lenguaje
literario, que expresa lo inmaterial, es mucho más connotativo que denotativo;
el lenguaje burocrático, meramente enunciativo, será siempre denotativo, jamás
connotativo. Ya no nos emocionamos por un relato bello, solo nos atiborramos de
narraciones como objetos de consumo. Y en ningún caso disponemos de narraciones
que reflexionen racionalmente sobre sus propios mecanismos, que son también los
mimbres propios de toda existencia. ¿A quién van dirigidos todos estos
desvaríos que escribo, entonces? Al lector del futuro, que estaba ya en el
pasado; al lector del pasado, que quizás vuelva en el futuro bajo la forma de
un lector trabajado y no de un lector autonombrado a través de la ejecución de
un selfie junto al ejemplar del libro
recién traído por Amazon. No podemos rebajar el lenguaje poético de las obras
literarias al lenguaje cotidiano de la vida mundana a menos que queramos crear
historias tan anodinas como las tardes de domingo. Poesía es aquello capaz de
generar, mediante la palabra, imágenes que trasciendan los límites de nuestro
mundo. La imaginación es el collage de
todas esas imágenes reunidas hasta formar un mundo propio, autónomo, lo
suficientemente amplio e inabarcable como para que queramos mantenernos en él e
incluso sustituir la realidad de nuestro mundo por esa otra realidad, más
amplia, de los reinos de la creación literaria. Contamos historias porque el
mundo es extraño; porque necesitamos aprender a sentir y a comprender los
sentimientos de los otros. Leemos para entender la vida y la condición humana
mejor, desde esa especie de atalaya que ofrece la ficción y que nos permite
volver a inventar e interpretar la realidad desde una totalidad que trasciende
nuestra limitada y limitante percepción subjetiva. Todas las narraciones alguna
vez imaginadas, tanto las que hoy aún se leen como las que se han perdido en el
sumidero del olvido, no están sometidas al poder de la destrucción ni al del
cambio, y solo pueden ser alteradas por la recreación, por un nuevo
alumbramiento, en la imaginación de cada oyente, de cada lector, en cada
ocasión en que sean evocadas o recompuestas. Nada nace y nada muere, tampoco
nosotros ni nuestras historias; condenados a vivir una y otra vez y a ser
contados, descubiertos y recordados sin cesar. Lejos de ser un castigo, ese es
el mejor regalo que nos ha hecho Dios.
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